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ANNA KARENINA – SEXTA PARTE – RESUMEN Y ANÁLISIS

jueves, julio 18th, 2013

anna borrador
SEXTA PARTE
RESUMEN:
Por diversas razones, Levin y Kitty tienen que hacer espacio en su dacha para mucha gente. Dolly y sus hijos están de visita, en gran parte debido a que su propia dacha se encuentra en ruinas. Vareñka, la piadosa amiga de Kitty de la Segunda Parte, cumple su promesa de venir a visitarla cuando esté casada. La (anciana) Princesa Shcherbatskaya está decidida a quedarse con Kitty a lo largo de su primer embarazo. Y Sergei Ivanovich, como siempre, busca alivio anual del estrés de la ciudad. Sergei Ivanovich se siente atraído por Vareñka y esto emociona a toda la casa. Kitty y Dolly elucubran, ansiosamente, sobre la posibilidad de que Sergei Ivanovich le proponga matrimonio, mientras que la princesa se preocupa por Kitty, diciéndole que la excitación es mala para su salud e insiste en todo tipo de precauciones excesivas para el bien del niño por nacer.

Cuando Vareñka y Sergei Ivanovich salen a recoger setas, él decide que ésta es su oportunidad de proponerse. Pero cuando se acerca a Vareñka, su timidez le gana y terminan teniendo una conversación banal sobre las setas. El momento pasa y los dos saben que nunca va a volver a darse una oportunidad como esa.

Oblonsky llega con Vasenka Veselovsky, un apuesto joven playboy. Levin se irrita porque él esperaba al viejo príncipe Shcherbatsky y porque observa, de inmediato, la atracción de Veselovsky por Kitty. Se pone muy celoso de Veselovsky y se siente inseguro sobre su relación con Kitty. Como Tolstoy nos muestra, Levin es propenso a la exageración: «Ya se veía convertido en un marido engañado, al que la mujer y el amante sólo necesitan para que les procure placeres y vida cómoda.” Está de acuerdo en ir en un viaje de caza con Oblonsky y Veselovsky y la ineptitud de Veselovsky lo consuela. Pero cuando regresan a la casa, Veselovsky sigue a coqueteando descaradamente con Kitty. Dolly trata de decirle a Levin que no tiene nada de qué preocuparse pero Levin se pone furioso y echa a Veselovsky. A pesar de que todos están sorprendidos, Levin se siente mejor y, finalmente, todo el mundo, excepto la vieja Princesa Shcherbatskaya, se toma la situación con humor y es capaz de reírse.

Dolly va a visitar a Anna a la finca de Vronsky en el campo, que queda a un día de viaje en carro desde la casa de Levin. A lo largo del camino, piensa en la salud y el comportamiento de sus hijos y en cómo va a ayudarles a comenzar la vida. No le gusta dejarlos pero está decidida a cumplir su promesa de visitar a Anna. Cuando Dolly llega, Anna galopa hasta el carro en un caballo y se lanza hacia Dolly con mucha alegría. Dolly al principio se encandila por el lujoso entorno de la finca de Vronsky y la vitalidad de Anna pero, poco a poco, se va alterando a medida que pasa el tiempo. A pesar de que están rodeados de gente, la princesa Bárbara, Veselovsky y un viejo amigo, Sviyazski -sus visitantes- se aprovechan de ellos y son de una clase más baja de la que normalmente ellos suelen frecuentar. Vronsky parece estar feliz y ocupado con múltiples actividades, se regocija en el papel del gran terrateniente, empieza a involucrarse en la política local y gusta de hacer grandes gestos como la construcción de un hospital para los campesinos. Pero pronto Dolly se da cuenta de que hay una gran turbulencia bajo la superficie de sus vidas.

Anna todavía se niega a aceptar la oferta de divorcio de Karenin a pesar de que para Vronsky es importante. Él quiere que sus hijos sean legítimos, para que puedan heredar sus tierras. Dolly intenta convencer a Anna pero Anna se niega a considerarlo. Dolly también toma nota, con preocupación, de que Anna no parece interesada en su hija en absoluto. Anna y Dolly tienen un largo tete-a-tete en el que Anna revela que ella practica el control de la natalidad. Ella no quiere quedar embarazada otra vez, dice, porque Vronsky no la encontraría atractiva si lo hace. Dolly, ingenua acerca de tales asuntos, se horroriza y fascina al mismo tiempo. También nos enteramos de que Anna toma morfina a la noche para poder dormir. Dolly decide irse al día siguiente porque se siente claramente incómoda, y siente alivio de volver a lo de los Levin. Pero sigue defendiendo a Anna frente a todos los demás.

Vronsky se va a Moscú para las elecciones de la nobleza provincial, dejando a Anna en casa. Él se espera un escándalo pero ella no discute en absoluto. Este hecho pone a Vronsky aún más nervioso pero decide negar sus sentimientos y valorar la paz. Los Levin también se mudan a Moscú para el último mes del embarazo de Kitty. Algunos otros nobles de la provincia, Sviazsky, Oblonsky y Koznychev también convergen en Moscú para las elecciones. Levin, de quien se espera que participe en la energía y la emoción que rodea a la elección, se aburre e impacienta con todo el asunto. El debate es interminable y el proceso, muy burocrático, no contiene un ápice de interés por el mérito de los candidatos. Levin, que adolece de temperamento para las elecciones, comete varios errores sociales. Se encuentra con Vronsky, tan encantador como de costumbre, a pesar de lo cual, Levin se comporta con él de manera grosera. Vronsky se queda un día más de lo que había planeado y brinda una cena para los ganadores. Disfrutando de la compañía masculina y la discusión, está muy satisfecho con todo, hasta que recibe una nota más bien hostil de Anna, ordenando que regrese inmediatamente. En la nota afirma que la pequeña Anny está muy enferma.

Ya en casa, Vronsky se entera de que la nota era una artimaña de Anna. La princesa Bárbara se queja de que Anna toma morfina cuando él no está. Anna quería que volviera a casa porque estaba celosa y se sentía sola. A pesar de un reencuentro casi apasionado, Vronsky se siente cada vez más irritado y cercado por sus constantes demandas. Anna se da cuenta de que él ansía la libertad, lo que él llama «independencia masculina» y que el futuro de su relación depende de eso, pero ella no es capaz de concebir darle más espacio. Su propia soledad y el alto grado de inseguridad en su situación hacen imposible que actúe de otra forma que aferrarse a él. Frente a la posibilidad de perder a Vronsky, le impone a éste mudarse con él a Moscú y decide escribirle a Karenin para pedirle el divorcio.

ANÁLISIS:
El contraste entre las dos parejas continúa en esta sección. Ambas parejas, como vemos, se aferran a una tranquilidad superficial que amenaza con estallar. En el caso de los Levin la explosión es una farsa y en el caso de los Vronsky veremos que es trágica.

La bella y delicada historia de Sergei Ivanovich y Vareñka muestra, con observación chejoviana, que el poder de la mente puede convertirse en plastilina cuando se enfrenta con el poder del corazón. Sergei Ivanovich, que tiene una respuesta para todo, no puede hacerle una simple pregunta a una niña inocente, de buen corazón. Esta historia muestra el fracaso de un matrimonio antes de que pueda comenzar siquiera y representa, de alguna manera, los propios anhelos de Levin de una novia intocable.

Ambas familias pasan por ataques de celos durante la Sexta Parte. Levin, todavía negándose a ceder en nada, monta en cólera al ver a un joven insensato coqueteando con su esposa. Veselovsky es ridículo y la fidelidad de Kitty no está en juego, al menos de parte de ella pero la respuesta de Levin es a sus propios miedos, más que a la realidad. En respuesta a sus propias dudas acerca de su capacidad para hacer feliz a Kitty y a sus propios temores acerca de los problemas con el matrimonio, él pone a la casa en jaque. Pero el resultado es pura comedia: Veslovsky huyendo mientras inteneta atar una de sus grandes cintas afeminadas, Levin revoleando su equipaje y el resto de la casa reaccionando en consecuencia, convirtiendo todo el asunto en la gran historia de la noche.

En cambio, el resultado de los celos de Anna no es divertido en absoluto y podemos reconocer la diferencia entre las dos situaciones, inmediatamente. A diferencia de Levin, Anna no tiene un objetivo específico en el que enfocar sus celos y arremete contra el mismísimo Vronsky. Mientras que tal vez tiene derecho a estar resentida con la «independencia masculina» de Vronsky, su rabia sólo lo aleja cada vez más. Ella se da cuenta y esto la lleva a crear escenas de ira aún mayores para cerciorarse del amor de él.
Las críticas feministas han escrito que Anna puede tener tendencias masoquistas. Su comportamiento en la ópera es uno de los ejemplos favoritos, pero también utilizan las peleas con Vronsky, en esta parte, para ilustrar este punto. Es una lectura interesante, porque Anna, ciertamente, tiene una tendencia a la autodestrucción y muchas de sus decisiones le generan dolor, deliberadamente. También tiene una ligera obsesión con la muerte y sus sueños sobre el campesino (quien simboliza el exceso carnal y la muerte) subrayan este punto.

Pero la negativa de Anna a un divorcio no debería equipararse a sus tendencias a la auto-destrucción. Anna se niega al divorcio debido a que casarse con Vronsky y comenzar una nueva familia la pondrían meramente en la situación en que ya estaba inmersa. Aunque parezca extraño, teniendo en cuenta su pasión por Vronsky, no es casual que Tolstoy diera tanto Karenin como a Vronsky el mismo nombre. Anna insiste en mantener un romance altamente individualizado con el fin de evitar el tedio sofocante de otro matrimonio burgués, a pesar de que no está más que cambiando un tipo de tortura por otro.

Vemos la prueba de la decadencia de Anna, vívidamente, durante la visita de Dolly. Dolly, la pobre y sufrida Dolly, es dibujada en estricta comparación con Anna en esta sección. Anna es rica, hermosa y supuestamente feliz mientras que Dolly se ha vuelto poco atractiva, venida a menos y está agobiada tanto por los problemas financieros como por una familia numerosa; pero Dolly siente que está en mejores condiciones que Anna. Está particularmente preocupada por la negativa de Anna a tener más hijos para no volverse menos atractiva a los ojos de Vronsky. Como Dolly señala acertadamente: «Desde luego, si él busca, encontrará la manera y cuerpos más atractivos y alegres; y por blancos, por magníficos que sean sus brazos desnudos, por hermoso que sea su cuerpo, su rostro animado bajo la negra cabellera, él encontrará siempre algo mejor, como lo busca y encuentra mi marido, mi repugnante, miserable y querido marido”. Anna está desesperada por retener aVronsky, pero nunca lo logrará por tales medios. Dolly, a pesar de las infidelidades de su marido, reconoce la parte buena de su situación y no desearía estar en la de Anna.

La muerte de Anna también se insinúa a través de su uso de la morfina. Su creciente dependencia de la droga, con el fin de funcionar normalmente, prefigura su eventual conclusión de que es muy difícil seguir viviendo.

ANNA KARENINA – SEXTA PARTE – CAPÍTULOS 31 Y 32

miércoles, julio 17th, 2013

anna tapa libro
ANA KARENINA – LEV TOLSTOY
SEXTA PARTE – Capítulo 31

Aquel día Vronsky ofreció una comida al Presidente provincial elegido y a muchos de los adeptos del partido nuevo.

Vronsky había ido a la ciudad por las elecciones y porque se aburría en el pueblo, por mostrar a Anna su derecho a la libertad y también porque quería pagar a Sviajsky, con su ayuda, los esfuerzos que había hecho a su favor en las elecciones del zemstvo. Pero, más que nada, había ido por cumplir con todos sus deberes de noble y agricultor, la posición que había elegido ahora como campo de su actividad. Pero Vronsky no esperaba de ningún modo que las elecciones le hubieran interesado de tal manera. Era un hombre completamente nuevo entre los nobles rurales mas, a pesar de ello, alcanzaba un éxito indudable y no se equivocaban pensando que había ya adquirido una gran influencia en aquel medio.

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ANNA KARENINA – SEXTA PARTE – CAPÍTULOS 29 Y 30

martes, julio 16th, 2013

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ANNA KARENINA – LEV TOLSTOY
SEXTA PARTE – Capítulo 29

La estrecha sala en la cual se bebía y tomaban bocadillos estaba llena de nobles. La agitación iba constantemente en aumento y en todos los rostros se leía la inquietud.

Los más animados eran, sin embargo, los cabecillas, que sabían todos los detalles y el número de bolas.

Eran los dirigentes del combate en perspectiva. Los demás, como los soldados, se preparaban para la batalla pero, en tanto que comenzaba ésta, buscaban pasar el rato divirtiéndose. Unos tomaban algo de pie o sentados a una de las mesitas; otros se paseaban por la sala o charlaban con sus amigos a quienes hacía tiempo que no habían visto.

Levin no tenía ganas de comer; no era fumador. No quería juntarse con los suyos, es decir, con Sergio lvanovich, Esteban Arkadievich, Sviajsky y otros, que mantenían animada conversación, porque con ellos estaba Vronsky, vestido con su uniforme de caballerizo del Zar. El día anterior, Levin lo había visto en las elecciones y había rehuido su encuentro, evitando saludarlo.

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ANNA KARENINA – SEXTA PARTE – CAPÍTULOS 27 Y 28

lunes, julio 15th, 2013

anna tapa libro
ANNA KARENINA – LEV TOLSTOY
SEXTA PARTE – Capítulo 27

Al sexto día debían celebrarse las elecciones de Presidente provincial de la Nobleza. Las salas grandes y las pequeñas estaban llenas de nobles vestidos de diferentes uniformes. Muchos de ellos habían llegado allí aquel mismo día. Conocidos y amigos que no se habían visto desde hacía mucho tiempo, unos, venidos de Crimea, otros, de San Petersburgo, otros, del extranjero, se encontraban en las salas.

Los debates se celebrarían cerca de la mesa presidencial, bajo el retrato del Emperador.

Los nobles se agrupaban en dos partidos.

Por la animosidad y desconfianza de las miradas, por las conversaciones, interrumpidas cuando se aproximaba gente del otro bando y porque algunos se iban entonces, hablando en voz baja, hasta el pasillo lejano, se veía que cada partido ocultaba secretos al otro.

Por su aspecto exterior, los nobles se dividían en dos clases: los viejos llevaban sus antiguos uniformes de nobleza, con espadas y sombreros o los uniformes correspondientes a sus empleos en la marina, la caballería o la infantería. Los uniformes de los viejos nobles estaban hechos al estilo antiguo: con pliegues sobre las hombreras. A muchos les quedaban pequeños, cortos de talla o estrechos, como si sus portadores hubieran crecido desde que les habían sido confeccionados.

Los jóvenes llevaban uniformes desabrochados con el talle bajo, anchos los hombros, chalecos blancos o bien, los uniformes con cuellos negros y laureles bordados, distintivo del ministerio de Justicia. Los uniformes de la Corte que aquí y allá adornaban la sala pertenecían al partido joven.

Pero la división en jóvenes y viejos no coincidía con la agrupación en partidos. Como observó Levin, algunos de los clasificados como jóvenes por su vestir, pertenecían al partido «viejo»; y, al contrario, algunos de los nobles más viejos hablaban en voz baja con Sviajsky y se veía que eran partidarios de éste, de los más decididos partidarios del partido nuevo.

Levin había seguido a su hermano hasta una sala pequeña, donde los de su grupo fumaban, bebían, tomaban bocadillos y charlaban. Se había acercado a uno de los corros y escuchaba su conversación, y ponía en tensión todas sus fuerzas tratando de comprender lo que decían.

Sergio Ivanovich estaba en el centro del grupo.

Ahora escuchaba a Sviajsky y a Kliustov, el presidente de otra comarca, que pertenecía, también, a su partido.

Kliustov no quería ir a pedir a Snetkov que se presentara a la elección y Sviajsky trataba de convencerlo, explicándole la conveniencia de hacerlo. Sergio Ivanovich, por su parte, dio su aprobación a aquel plan.

Levin no comprendía para qué querían pedir al partido enemigo que presentase a la elección a aquél a quien querían derrotar.

Esteban Arkadievich, que acababa de tomar un bocadillo y beber, secando su boca con un pañuelo perfumado, de batista, con rayas en el borde y que vestía uniforme de gentilhombre, se acercó a ellos.

–Estamos en nuestro puesto, Sergio Ivanovich –dijo, alisándose las patillas.

Y, escuchando lo que hablaban, apoyó la opinión de Sviajsky.

–Basta tener una comarca: la de Sviajsky, que pertenece abiertamente a la oposición –dijo, en palabras bien comprensibles para todos menos para Levin.

–¿Qué, Kostia? Parece que vas tomando gusto a estas cosas –añadió Sergio Ivanovich, dirigiéndose a Levin y tomándole el brazo.

Levin, en efecto, se habría alegrado de tomar gusto a aquella cuestión pero no pudo comprender de qué se trataba y, separándose unos pasos de los que hablaban, expresó a Esteban Arkadievich su sorpresa de que pidieran al Presidente provincial que presentase su candidatura.

–Oh, sancta simplicitas! –dijo Esteban Arkadievich. Y explicó a Levin claramente y en pocas palabras de qué se trataba– ¿No comprendes que con las medidas que hemos tomado es preciso que Snetkov se presente? Si Snetkov renunciara a presentarse, el partido viejo podría escoger otro candidato y desbaratar nuestros propósitos. Si el distrito de Sviajsky es el único que se abstiene de pedir que se presente, habrá empate y entonces, nosotros lo aprovecharemos para proponer un candidato de los nuestros.

Levin no comprendió bien lo que le explicaba su cuñado y quiso pedir algunas aclaraciones.

Pero en aquel momento, entre ruidosas conversaciones, se dirigieron todos a la sala grande.

–¿Qué? –¿Qué pasa? –¿A quién? –¿La confianza? –¿A quién? –¿Qué? –¿Deniegan? –No es confianza; es que niegan a Flerov. –¿Qué es esto de que está juzgado? –Así nadie tendrá derecho. –¡Es una vileza! ¡La ley! –oyó Levin gritar por todas partes y, junto con todos, que se apresuraban no sabía hacia dónde y que al parecer tenían que oír algo y no sabía qué, se dirigió al gran salón y, casi llevado en vilo por los otros nobles, se acercó a la mesa de las elecciones provinciales, junto a la cual discutían el Presidente de los nobles, Sviajsky y otros cabecillas.

SEXTA PARTE – Capítulo 28

Levin se hallaba bastante lejos de la mesa electoral. Un noble, que estaba a su lado y respiraba fatigosamente y otro, que metía gran ruido con sus zapatos, le impedían oír lo que se decía.

De lejos le llegaba la voz suave del Presidente. Luego oyó la voz agria del señor batallador y también la de Sviajsky.

Fue cuanto Levin pudo comprender que estaban discutiendo sobre el espíritu de un artículo de la ley y sobre la significación que había de darse a las palabras «hacer objeto de una encuesta».

La gente dejó pasar a Sergio Ivanovich, que se dirigía a la mesa.

Éste, después de haber escuchado el discurso del señor batallador, dijo que lo mejor era consultar el artículo de la ley y pidió al secretario que lo buscase.

Sergio Ivanovich lo leyó y se puso a explicar su significación pero entonces le interrumpió un propietario de tierras alto, grueso, encorvado, con los bigotes teñidos, vestido con un uniforme estrecho que le levantaba el cuello por detrás. Éste se acercó a la mesa y, dando un golpe sobre ella con su sortija, gritó:

–¡A votar! ¡En seguida a votar! No hay por qué hablar más.

De pronto, se levantaron varias voces a la vez.

El noble alto, el de la sortija, gritaba más que ninguno, poniéndose más y más irritado. Era imposible en aquel barullo apreciar lo que unos y otros decían.

Aquel señor opinaba lo mismo que Sergio Ivanovich pero, por lo que se veía, odiaba a éste y su partido y este sentimiento se lo comunicó a los de su bando y despertó en ellos una resistencia muy tenaz, aunque de carácter menos agresivo. Hablaban a gritos, con gran irritación y, por un momento, se produjo un terrible alboroto, que obligó al Presidente provincial a gritar también, reclamando orden.

–¡A votar! ¡A votar! El que sea noble lo comprenderá. Nosotros vertimos nuestra sangre… La confianza del Monarca… ¡No hay que escuchar al Presidente!… No puede mandarnos… No se trata de eso. ¡A votar en seguida! ¡Qué asco!… –decían gritos irascibles que sonaban por todas partes. Las miradas y los rostros estaban aún más irritados e inflamados que las palabras y expresaban un odio irreconciliable.

Levin seguía sin comprender de qué se trataba y le pareció imposible que se pusiera tanta pasión en discutir si se debía o no votar la opinión referente a Flerov.

Como después le explicó Sergio Ivanovich, Levin había olvidado aquel silogismo según el cual, para el bien general, era preciso que se destituyera al Presidente; para destituir al Presidente necesitaban la mayoría de votos; para tener mayoría de votos, debían dar el derecho de votar a Flerov; y por otorgar o no a Flerov este derecho a votar se había discutido el artículo de la ley.

–Un voto puede decidirlo todo y, cuando se quiere ser útil a la causa común, –dijo Sergio Ivanovich– hay que ser serio y consecuente.

Pero Levin había olvidado la explicación y estaba apesadumbrado de ver en tal estado de irritación a aquellos hombres, todos simpáticos, buenos y todos respetables. Y para librarse de aquel sentimiento, salió de la sala sin esperar el final y se dirigió a otra, donde no había más que los camareros cerca de los mostradores.

Al ver a los criados que, con rostros tranquilos y animados, se ocupaban en secar y disponer la vajilla, experimentó un sentimiento de alivio, como si hubiera dejado una habitación de olor sofocante y pestilente para pasar al aire puro.

Levin se puso a pasear por la sala, mirando a todos ellos con placer.

Le divirtió el ver a un criado, de patillas canosas que, para mostrar desdén a otros que se mofaban de él, les enseñaba de qué forma habían de plegar las servilletas.

Estaba a punto de entablar conversación con el viejo lacayo, cuando el secretario del tutelaje de la Nobleza –un viejecillo que poseía la facultad de conocer completos los nombres de todos los nobles de la provincia– le distrajo de aquella idea.

–Haga el favor de venir Constantino Dmitrievich. –le dijo– Lo está buscando su hermano. Se vota la opinión…

Levin entró otra vez en la sala, recibió una bolita blanca y, siguiendo a su hermano, se acercó a la mesa, cerca de la cual, con rostro significativo, irónico, pasándose continuamente la mano derecha por la barba y oliéndola luego, estaba Sviajsky.

Sergio Ivanovich puso la mano en el cajón y metió su bolita procurando ocultar dónde lo hacía. Hecho esto, dejó paso a Levin, quedándose allí mismo.

–¿Dónde la he de meter?

Lo dijo en voz baja, mientras que a su lado estaban hablando y esperaba que su pregunta no fuera oída por los demás; pero los que hablaban callaron de súbito y su pregunta, tan inconveniente, fue oída por los que estaban allí.

Sergio Ivanovich frunció las cejas y le contestó muy serio y secamente:

–Allí donde le dicten sus convicciones.

Algunos sonrieron. Levin se sonrojó y, precipitadamente, metió una mano bajo el paño (la derecha, que era donde tenía la bolita). Luego recordó que debía meter también la otra mano (la izquierda) y la metió.

Pero ya era tarde y, aún más confuso, se alejó, con precipitación, hasta las filas de atrás.

–Ciento veintiséis votos en pro y noventa y ocho en contra –se oyó decir al secretario que no pronunciaba nunca la erre.

En aquel momento estalló una carcajada general: en el cajón había encontrado un botón y dos nueces.

Estaba otorgado a Flerov el permiso para votar. El partido nuevo había ganado la lucha.

Pero el viejo no se daba por vencido. Levin oyó que pedían a Snetkov que presentara la candidatura; vio cómo los nobles le rodeaban y vio cómo él hablaba con los nobles sin entender lo que decían.

Snetkov les estaba diciendo, en efecto, que les agradecía mucho la confianza y el cariño que le mostraban y que él creía inmerecido, pues todo lo que había hecho era por afecto a la Nobleza, a la cual había consagrado doce años de trabajo. Repitió varias veces estas palabras:

«He trabajado con todas mis fuerzas, con todo mi corazón y los aprecio y les estoy agradecido», y, de repente, se detuvo porque las lágrimas lo sofocaban y salió de la sala.

Aquellas lágrimas provocadas por la conciencia de la injusticia que con él se cometía, por su amor a la Nobleza o bien, por la tirantez de la situación en la cual se encontraba, sintiéndose rodeado de enemigos, conmovieron a la mayoría de los nobles y también Levin experimentó hacia Snetkov un sentimiento de afecto y simpatía.

Al salir, el Presidente provincial tropezó con Levin en la puerta.

–Perdón, perdón –le dijo como a un desconocido. Pero, al reconocerlo, le sonrió tímidamente. A Levin le pareció que había querido decirle algo, pero no había podido por la emoción que experimentaba. La expresión de su rostro, toda su figura –vestía de uniforme, con medallas y pasamanería y con pantalones blancos–, le recordaron a Levin el animal perseguido que ve crecer el peligro en torno a él. Esta expresión del rostro del Presidente era más conmovedora para él, porque no más lejos que el día anterior había ido a casa de Snetkov para el asunto del tutelaje y lo había visto con toda su dignidad de hombre honrado, rodeado de toda su familia. Habitaba una casa espaciosa, con muebles antiguos de familia; los lacayos, algo sucios, pero muy correctos, eran antiguos siervos que, aunque liberados, no habían cambiado de señor.

Levin vio cómo Snetkov acariciaba dulcemente, con gran cariño, a su nietecita, una niña muy hermosa, hija de su hija. Recordó a la esposa del Presidente, una señora gruesa, bondadosa, que llevaba una cofia con puntillas y se abrigaba con un chal turco; recordó al hijo, un excelente muchacho, estudiante del sexto curso, el cual al volver del colegio, saludó a su padre besándole la mano con respeto y cariño y las frases afectuosas de aliento que el anciano le dirigió y sus ademanes, que habían despertado en Levin un vivo sentimiento de simpatía hacia Setkov. Ahora, conmovido por aquellos recuerdos, buscaba decir algo agradable al anciano.

–Así que será usted de nuevo nuestro Presidente –le dijo para animarlo.

–Lo dudo. –contestó Snetkov mirando de reojo alrededor suyo -Estoy cansado… Ya soy viejo… Hay gente más digna y joven que yo… Que trabajen ellos.

Y el Presidente desapareció por la puerta de al lado.

Llegó el momento más solemne. Iba a empezar la votación. Los cabecillas de uno y otro bando contaban las bolas blancas y negras con los dedos.

Las discusiones por causa de Flerov no sólo dieron al nuevo partido la ventaja del voto de éste, sino que, además, les permitió ganar tiempo y hacer venir a otros tres nobles más, los cuales, por los manejos de los del partido viejo, no habían asistido a la anterior votación. Para ello, los de este partido, habían emborrachado a dos de aquellos nobles, que tenían debilidad por el vino y al tercero le habían quitado el uniforme. Pero los del nuevo partido, al enterarse de esto, tuvieron tiempo durante las discusiones respecto a Flerov, para mandar vestir al noble dejado sin uniforme, recoger a los que se habían emborrachado y llevarlos a la votación.

–He traído a uno. Le he echado un cubo de agua encima y parece que podrá pasar –dijo el noble al que habían enviado a buscar al borracho, explicando el caso a Sviajsky.

–¿No está demasiado ebrio? ¿No se caerá? –preguntó Sviajsky meneando la cabeza.

–No. Está bastante bien. Sólo temo que aquí puedan darle más de beber. Ya he dado orden en la cantina de que de ningún modo le sirvan más bebida.

ANNA KARENINA – SEXTA PARTE – CAPÍTULOS 25 Y 26

domingo, julio 14th, 2013

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ANNA KARENINA – LEV TOLSTOY
SEXTA PARTE – Capítulo 25

Siempre en las mismas condiciones, sin tomar medidas para el divorcio, Vronsky y Anna pasaron el verano y parte del otoño en el campo.

Habían decidido no ir a ningún otro lugar; pero cuanto más tiempo se quedaban solos y sobre todo en el otoño, sin invitados, tanto más veían los dos que tendrían que cambiar de vida, que no podrían resistir la que llevaban.

Aparentemente, era tan buena que no cabía otra mejor: había abundancia de todo, salud, tenían una hija en quien mirarse y ocupaciones en qué emplearse y distraerse.

Aunque no había invitados a quienes deslumbrar, Anna se ocupaba igualmente de arreglarse y adornarse.

Leía mucho, tanto novelas como otros libros que estaban de moda. Se hacía enviar todas las obras de las cuales se hablaba en la prensa y en las revistas extranjeras y las leía con aquella atención profunda que se tiene solamente en la soledad. Además, todas las cuestiones en que se ocupaba Vronsky, ella las estudiaba en los libros y revistas de la especialidad; así que sucedía, a menudo, que aquél se dirigía a ella con preguntas sobre agricultura, arquitectura o asuntos deportivos e incluso acerca de cuestiones de las yeguadas.

Vronsky se maravillaba de su memoria, de sus conocimientos, que había comprobado más de una vez, pues, incluso, al principio, dudando de ello, le pedía confirmación de sus explicaciones y ella se la daba con gran seguridad, buscándola en los libros correspondientes.

Había tomado también gran interés en la instalación del hospital. No sólo ayudaba, sino que ella misma había concebido y organizado muchas cosas.

Pero, de todos modos, su preocupación principal era ella misma, su persona, el deseo de aparecer siempre hermosa a los ojos de su amado, para que no echara de menos todo lo que había dejado por ella. El deseo, no sólo de agradarle, sino de servirle, se había convertido en el fin primordial de su vida.

Vronsky se sentía conmovido ante tanta abnegación; pero, al mismo tiempo, le pesaban las redes amorosas con las cuales Anna quería retenerlo. Cuanto más tiempo pasaba, más atrapado se sentía en ellas y tanto más deseaba liberarse o, al menos, probar si estaban estorbando su libertad.

Sin este deseo, que aumentaba constantemente, de ser libre, de no tener escenas desagradables cada vez que había de salir a la ciudad para las juntas o las cameras, Vronsky habría estado completamente satisfecho de su vida. El papel que había escogido, de rico propietario de tierras, clase social que debía componer el núcleo esencial de la aristocracia rusa, no solamente lo había encontrado de su gusto, sino que al cabo de medio año de estar viviéndolo, le procuraba cada vez mayor placer. Sus asuntos, que lo atraían más y más, ocupándolo continuamente, llevaban una marcha próspera. No obstante las enormes sumas que le costaban el hospital, las máquinas, las vacas que había hecho traer de Suiza y muchas otras cosas, Vronsky estaba seguro de que no disminuiría su fortuna, sino que la vería aumentada.

Cuando se trataba de la venta de las maderas, trigo, lanas, arriendo de tierras, Vronsky sabía mantenerse firme como el pedernal y obtener precios altos, remunerativos. En los asuntos de administración, tanto en aquella finca como en las demás propiedades, empleaba siempre los procedimientos más sencillos, menos peligrosos y se mostraba económico y calculador hasta en las cosas más insignificantes. No obstante, toda la astucia y habilidad del alemán, que le llevaba a hacer compras y le presentaba unas cuentas según las cuales al principio en un negocio había más gastos que ingresos pero que, obrando con cautela, podía hacerse con menos dinero, en la forma que él indicaba y obtener mayores y más seguros beneficios, Vronsky no cedía si consideraba que los gastos eran exagerados. Solamente daba su conformidad a tales dispendios cuando lo que iban a traer o tenían que arreglar era nuevo o desconocido en Rusia y destinado a despertar admiración. Por otra parte, no se decidía a grandes gastos más que cuando tenía las sumas necesarias disponibles sin quebranto de otras atenciones y, para decidirse a estos gastos, entraba en todos los pormenores, buscando y rebuscando el mejor empleo de su dinero.

Era evidente que, con este modo de llevar la propiedad, no derrochaba sus bienes, sino que, por el contrario, los hacía crecer.

En el mes de octubre tenían que celebrarse las elecciones de la Nobleza en la provincia de Kachin, donde estaban las propiedades de Vronsky, Sviajsky, Kosnichev, Oblonsky y una pequeña parte de las de Levin.

Por las personas que tomaban parte en ellas y otras circunstancias, estas elecciones atraían la atención general. De ellas se hablaba mucho y se hacían grandes preparativos y habitantes de Moscú, San Petersburgo y aun del extranjero, se trasladaron allí para tomar parte en ellas.

Hacía mucho tiempo que Vronsky había prometido a Sviajsky asistir y diez días antes de las elecciones, éste, que lo visitaba con mucha frecuencia, fue a buscarlo a sus tierras.

La víspera, con motivo de este viaje, se había producido una discusión entre Vronsky y Anna.

Era el otoño, el tiempo más triste y aburrido para la vida en el campo. Por esto Vronsky calculaba que su ausencia había de ser desagradable a Anna y, preparado ya para la marcha, se la anunció con una expresión fría y decidida, como nunca empleara hasta entonces con ella.

Pero, con gran sorpresa suya, Anna recibió la noticia con gran tranquilidad; sólo le preguntó cuándo pensaba volver y se limitó a sonreír cuando él la miró con atención y sin comprenderla.

Vronsky sabía que cuando ella se encerraba en sí misma de aquel modo, era señal de que había tomado alguna importante resolución y no quería que le descubriesen lo que meditaba. Temía, pues, que ahora se encontrase en este caso; pero deseaba de tal modo evitar una escena de enojosas explicaciones, que fingió creer y en parte lo creía sinceramente, que ella lo había comprendido.

–Espero que no te aburras– le dijo.

–Eso espero yo. –dijo Anna– Ayer recibí una caja de libros de Gottier. No me aburriré.

–«¿Quiere adoptar ese tono? Tanto mejor», pensó Vronsky. «Si no, siempre estaríamos con las mismas historias.»

Vronsky, se marchó, pues, a Kachin sin hablar con Anna. Era la primera vez, desde que habían comenzado sus relaciones, que esto sucedía pero, aunque le inquietaba y le dolía, en el fondo Vronsky se dijo que, a pesar de todo, era lo mejor.

«Al principio será como ahora», pensaba. «Algo indefinido, vago; luego, ella se acostumbrará. De todos modos, puedo dárselo todo, pero no mi independencia de hombre.»

SEXTA PARTE – Capítulo 26

En septiembre, Levin se trasladó a Moscú para estar presente en el parto de Kitty.

Ya llevaba viviendo allí, sin hacer nada, un mes entero, cuando Sergio Ivanovich, que se ocupaba de la propiedad de su hermano en la provincia de Kachin y que tomaba gran interés en la cuestión de las futuras elecciones, se presentó allí, requiriéndolo para ir a votar, ya que tenía derecho a ello en la comarca de Selesnov. A Levin le interesaba ir a Kachin por tener allí pendiente un asunto de una hermana suya que vivía en el extranjero, relacionado con una tutela y la obtención de una cantidad en concepto de indemnización.

Levin estaba indeciso pero Kitty, que veía que su marido se aburría en Moscú, le aconsejó ir y hasta, sin consultarle, puesto que esperaba una negativa, le encargó el uniforme de la Nobleza. El gasto de ochenta rublos que costó el uniforme, determinó a Levin a ir a Kachin e intervenir en las elecciones.

Llevaba ya seis días en aquella provincia, asistiendo diariamente a la reunión e intentando, a la vez, arreglar los asuntos de su hermana que, sin embargo, no se enderezaban de ningún modo. Los representantes de la Nobleza estaban todos muy ocupados en las elecciones y resultaba imposible arreglar un asunto por sencillo que fuese, como aquel que gestionaba Levin, que dependía del tutelaje. Y para el otro asunto –la indemnización– encontraba también obstáculos. Tras prolongadas gestiones, consiguióse hallar la solución y estaba ya el dinero preparado, pero el notario, aunque hombre muy amable y servicial, no pudo entregar el talón porque necesitaba la firma del presidente, el cual se hallaba en las sesiones de las elecciones y no había otorgado poderes a nadie.

Todas estas gestiones, el ir de aquí para allá, el hablar con hombres muy amables, que comprendían lo desagradable de la posición del solicitante pero no podían ayudarle, todo esto, que no daba resultado alguno, producía en Levin un sentimiento penoso, parecido al fastidioso estado de debilidad que se siente cuando se quiere emplear la fuerza corporal en un sueño. Lo había experimentado con frecuencia, mientras hablaba con el abogado, el hombre más bondadoso que pudiera hallarse, el cual hacía todo lo posible e imaginable, sin omitir ningún medio que pudiera sacar a Levin del apuro.

–Pruebe esto. –decía– Vaya a tal parte.

Y formulaba un plan tan completo como era posible para salvar el obstáculo fatal que se oponía a la solución. Pero en seguida añadía:

–No creo, sin embargo, que consiga nada, pero pruebe.

Y Levin probaba, iba allí donde le indicaba. Todos eran buenos y amables pero resultaba que aquel obstáculo, que quería evitar, se levantaba de nuevo desbaratándolo todo.

Lo que sobre todo le molestaba, lo que no podía comprender de ningún modo, era con quién estaba luchando, a quién aprovechaba que aquel asunto no se ultimase. Parecía que nadie, ni siquiera su mismo abogado, lo supiera. Si Levin hubiera podido comprenderlo, como comprendía, por ejemplo, que para llegar a la ventanilla de la estación de ferrocarril es preciso esperar turno, no se habría sentido tan molesto y enojado. Pero nadie sabía o quería explicarle por qué existían aquellas dificultades que tanta contrariedad le producían.

No obstante, Levin, desde su casamiento, había cambiado mucho de carácter; era paciente y, si no comprendía por qué todo estaba arreglado de aquel modo, se decía con toda tranquilidad que, sin saberlo todo, no se podía juzgar y que, probablemente, sería, sin duda, necesario que fuera así. Y procuraba no indignarse.

Ahora, estando presente en las elecciones y tomando parte en ellas, Levin tampoco formaba juicio alguno y, al contrario, procuraba comprender lo mejor posible aquellas cuestiones de las cuales hombres honrados y a quienes respetaba se ocupaban con tanta seriedad e interés.

Desde su casamiento, a Levin se le descubrían muchos nuevos y serios aspectos de la vida que antes, por su manera superficial de considerarlos, le parecían despreciables. Así, suponía, ahora también, una gran importancia a las elecciones y se esforzaba en descubrirla.

Sergio Ivanovich le explicó su significación y la trascendencia del cambio que esperaban de ellas. Él, representante provincial de la Nobleza tenía en sus manos, según la Ley, muchos e importantes asuntos (las tutorías –por una de las cuales sufría Levin ahora–; las enormes sumas de los nobles; las escuelas mixtas, femeninas, masculinas y militar; la educación popular para el nuevo orden de cosas; y, por fin, el zemstvo).

El entonces presidente de la Nobleza, Snetkov, era un hombre a la antigua, recto y sincero, un hombre que había gastado su fortuna haciendo muchas buenas obras; bondadoso, honrado a su modo, pero que no comprendía las necesidades del nuevo tiempo. En todo y siempre, se ponía de parte de los nobles y obstaculizaba abiertamente la educación popular y daba al zemstvo, que tanta importancia había de tener, un espíritu de casta. Por ello, en el lugar de este representante de la Nobleza, tenían que colocar un hombre moderno, culto, activo, completamente nuevo en aquel ambiente y que llevara las cuestiones en forma de poder sacar de los derechos otorgados a la nobleza, no como tal, sino como elemento del zemstvo, todas las ventajas de autonomía que fuera posible. En la rica provincia de Kachin, que siempre iba delante de las otras en estas cuestiones, estaban las fuerzas necesarias para llevar el asunto con provecho y de modo que sirviera de ejemplo a otras provincias y a toda Rusia. Por esto tenían gran importancia aquellas elecciones, en las que se proponía nombrar presidente, en lugar de a Snetkov, a Sviajsky o, aun mejor, a Nievedovsky, catedrático, hombre extraordinariamente inteligente, gran amigo de Sergio Ivanovich.

La sesión inaugural la abrió el Gobernador con un discurso en el que exhortó a los nobles a que eligieran los funcionarios, no por simpatía personal, sino por sus méritos y mirando el bien de la Patria. Añadió que él, el Gobernador, su esposa y la alta nobleza de Kachin, cumplirían, como en otras ocasiones, tan sagrado deber y no traicionarían la honrosa confianza del Monarca.

Al terminar su discurso, el Gobernador se dirigió a la salida y los nobles lo siguieron entre gran animación, hasta con entusiasmo y lo rodearon mientras se ponía la pelliza y hablaba amistosamente con el Presidente de la Nobleza.

Levin, que deseaba comprenderlo todo y no dejar que escapase nada a su atención, estuvo allí, entre la gente y así pudo oír cómo el gobernador decía:

–Haga el favor de decir a María Ivanovna que mi mujer siente mucho que tenga que ir al asilo.

Luego, los nobles se pusieron sus abrigos y se dirigieron a la catedral.

En la catedral, levantando el brazo con los demás y repitiendo las palabras del arcipreste, Levin juró firmemente cumplir sus deberes según los deseos del Gobernador.

Las ceremonias religiosas impresionaban siempre a Levin y cuando pronunció las palabras «beso la cruz» y vio que la gente allí reunida, viejos y jóvenes, repetían lo mismo, se sintió conmovido.

Al día siguiente y durante el tercero, se trató de las cuentas de la Nobleza y del colegio femenino. Eran asuntos que, según Sergio Ivanovich, no tenían ninguna importancia y Levin, ocupado en los propios, dejó de asistir a la reunión.

El cuarto día, en la mesa presidencial se procedió a la revisión de las cuentas de la Nobleza de la provincia. Y entonces, por primera vez, hubo lucha entre el partido nuevo y el viejo. La Comisión a la cual estaba confiado comprobar las cuentas, informó que estaban conformes, justas. El presidente de la Nobleza se levantó y, con los ojos humedecidos por las lágrimas, dio las gracias a los nobles por la confianza que le otorgaban. Los nobles le aplaudieron con entusiasmo y le estrecharon la mano… Pero en aquel momento, uno de los del partido de Sergio Ivanovich dijo que él había oído decir que la Comisión no había revisado las cuentas, considerando esto como una ofensa al Presidente. Uno de los miembros de la Comisión, imprudentemente, confirmó el hecho. Seguidamente, un señor pequeño y muy joven, en apariencia inofensivo pero vivo de genio, batallador y dialéctico, dijo que «al Presidente de la Nobleza le habría resultado agradable dar informe de las cuentas, pero que la delicadeza excesiva de los miembros de la Comisión, lo había privado de esta satisfacción moral». Los miembros de la Comisión renunciaron a su declaración y Sergio Ivanovich comenzó a demostrar lógicamente que era preciso declarar que las cuentas habían sido comprobadas o que no lo habían sido y desarrolló detalladamente este dilema. A Sergio Ivanovich le replicó un orador muy elocuente, del partido contrario. Luego habló Sviajsky y de nuevo el joven batallador. La discusión duró largo tiempo y terminó sin que, en resumen, ocurriera nada.

Levin estaba sorprendido de que sobre aquello se discutiera tanto, sobre todo porque, cuando preguntó a su hermano si efectivamente había habido malversación de fondos, Sergio Ivanovich le contestó:

–¡Oh! ¡No! Es un hombre honrado. Pero este modo de obrar, tan antiguo, de gobernar paternalmente, como en familia, los asuntos de la Nobleza, hay que cambiarlo.

Al día siguiente habían de celebrarse las elecciones de los presidentes comarcales y la jornada, en algunas comarcas, resultó bastante tumultuosa.

En la de Selesnov, Sviajsky fue elegido sin votación y aquel día se dio en su casa una espléndida y alegre comida.

ANNA KARENINA – SEXTA PARTE – CAPÍTULOS 23 Y 24

sábado, julio 13th, 2013

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ANNA KARENINA – LEV TOLSTOY
SEXTA PARTE – Capítulo 23

Iba ya a meterse en la cama, cuando entró Anna, en camisón.

Durante el día, en varias ocasiones, había intentado hablar a Dolly de sus cosas íntimas, sobre las cuales quería su opinión y, cada vez, después de pocas palabras, se había interrumpido. «Luego, cuando nos quedemos solas, hablaremos… ¡Tenemos que decimos tantas cosas!»

Ahora se hallaban solas y Anna no sabía de qué hablar. Estaba sentada cerca de la ventana, mirando a Dolly y repasaba mentalmente aquellas reservas de conversaciones cordiales, íntimas, que antes le habían parecido inagotables y no encontraba nada. En este momento le parecía que todo lo que tenían que hablar se lo habían ya dicho.

–¿Y cómo está Kitty? –preguntó, por fin, tras un suspiro profundo y mirando a Dolly con aire culpable. Y en seguida, precipitadamente, reflejando una gran ansiedad,añadió: –Dime la verdad. ¿No está enfadada conmigo?

–¿Enfadada? No. –contestó Daria Alejandrovna.

–No está enfadada, pero me desprecia.

–¡Oh, no! Pero ya sabes que en estos casos no se perdona.

–Sí, sí –suspiró Anna volviendo el rostro y mirando a la ventana– Pero no es mía la culpa. –siguió– ¿Y quién tiene la culpa? ¿Qué significa tener la culpa? ¿Cómo podía pasar de otro modo?… Pues, ¿qué piensas? Por ejemplo, ¿acaso podía ocurrir que tú no hubieses sido la mujer de Stiva?

–De verdad, no lo sé… Pero dime…

–Sí, sí. No hemos acabado de hablar de Kitty. ¿Es feliz? Dicen que él es un hombre excelente.

–¡Oh! Es poco decir «es un hombre excelente»: no conozco un hombre mejor que él.

–¡Ah! ¡Cuánto me alegra lo que dices! No sabes lo que me satisface, Dolly. «Es poco decir que es un hombre excelente» –repitió.

Dolly sonrió.

–Pero hablemos de ti. ––dijo– Has de tener como castigo una larga y quizá enojosa conversación conmigo. He hablado con… con…

Dolly no sabía cómo nombrar a Vronsky, porque tan desagradable le era llamarle Conde como Alexis Kirilovich llanamente.

–Con Alexis. –le apuntó Anna– Ya sé que habéis hablado. Pero yo quisiera preguntarte qué te parece mi vida.

–¿Cómo podré decirlo así, de una vez? No sé…

–No, dímelo, a pesar de todo… Ya ves mi vida. Pero no olvides que nos ves viviendo durante el verano y no estamos solos. Nosotros llegarnos aquí cuando apenas comenzaba la primavera y vivimos solos y solos volveremos a vivir, luego, porque no aspiro a nada mejor que esto. Pero imagínate que vivo sola, sin él, lo cual sucederá. Veo, por todos, los indicios de que se va a repetir a menudo, que la mitad del tiempo se lo va a pasar fuera de casa. –dijo Anna, levantándose y sentándose más cerca de su cuñada– Naturalmente, –siguió, interrumpiendo a Dolly que quiso replicarle– naturalmente, yo no lo retendré por la fuerza. Y no lo retengo. ¿Que hay carreras en las cuales toman parte sus caballos…? Pues tendrá que asistir. Ello me satisface, pero pienso en mí… Pienso en mí, en mi situación… Pero, ¿por qué te hablo de todo esto? –y, sonriendo, le preguntó: –¿De qué te habló, pues, Alexis?

–Me habló de lo mismo que yo quería hablarte y por esto me es fácil ser su abogado. De si hay alguna posibilidad, de si es posible… –Daria Alejandrovna se paró, buscando las palabras– de si cabe arreglar mejor tu situación… Ya sabes cómo considero las cosas… Pero de todos modos, si es posible, hay que casarse…

–Es decir, ¿el divorcio? –––dijo Anna– ¿Sabes que la única mujer que vino a verme en San Petersburgo fue Betsy Tverskaya? ¿La conoces? Au fond c’est la femme la plus dépravée qui existe. Estaba en relaciones con Tuschkevich, más que nada por placer de engañar a su marido. Y ella me dijo que no volvería a verme más hasta que mi situación estuviera regularizada. ¡Ella me dijo eso! No pienses que te comparo. Te conozco, querida Dolly. Pero, involuntariamente, he recordado… Entonces, ¿qué te ha dicho Alexis? – insistió.

–Ha dicho que sufre por ti y por él… Puede ser que digas que esto es egoísmo pero ¡es un egoísmo tan legítimo, tan noble! Antes que nada, quiere legalizar a su hija y ser tu marido, tener sus derechos sobre ti.

–¿Qué esposa puede ser esclava hasta el grado en que lo soy yo por mi situación? –le interrumpió Anna sombríamente.

–Y lo que quiere sobre todo es que tú dejes de sufrir.

–Esto es imposible… ¿Y qué más?

–Pues lo más legitimo: quiere que vuestros hijos lleven su nombre.

–¿Qué hijos? ––dijo Anna, sin mirar a Dolly y frunciendo los ojos.

–Anny y los que vengan.

–Por lo que se refiere a lo último, puede estar tranquilo: no tendré más hijos.

–¿Cómo lo puedes decir?

–No tendré hijos porque no quiero.

A pesar de su agitación, Anna no pudo menos de sonreír al ver las expresiones ingenuas de sorpresa, interés y espanto que se dibujaron sucesivamente en el rostro de Dolly.

–El doctor me dijo, después de mi enfermedad…

–¡No puede ser! ––exclamó Dolly con los ojos desmesuradamente abiertos.

Para ella, aquél era uno de esos descubrimientos cuyos efectos y consecuencias son tan enormes que en el primer momento nos dejan anonadados, sintiendo solamente que es imposible comprenderlos bien y que será preciso pensar en ellos detenidamente.

Este descubrimiento, que le explicaba de súbito lo que hasta entonces le había resultado incomprensible, cómo en muchas familias había sólo uno o dos niños, despertó en ella tantos pensamientos, ideas y sentimientos contrapuestos que, de momento, no pudo decir nada a Anna y sí mirarla con sus grandes ojos abiertos enormemente, con una expresión de profunda extrañeza.

Era eso mismo que ella había deseado pero ahora, al enterarse de cómo era posible, estaba horrorizada. Sentía que era una solución demasiado sencilla para una cuestión tan complicada.

–Nest–ce pas immoral? –pudo decir, al fin, después de un largo silencio.

–¿Por qué? Piensa que tengo para escoger dos cosas: o estar embarazada, es decir, como enferma inútil o ser la amiga, la compañera de mi marido –dijo Anna pronunciando las últimas palabras en tono intencionadamente superficial y ligero.

«Sí, está claro, está claro», se decía Daria Alejandrovna.

Eran los mismos argumentos que ella se había hecho pero ahora no encontraba en ellos ninguna persuasión.

–Para ti, para otras, puede haber dudas aún, pero para mí… –dijo Anna, adivinando los pensamientos de Dolly– ¿No comprendes? No soy su esposa, me ama, sí y me amará… mientras me ame. ¿Y cómo podré retener su amor? ¿Con esto? –y Anna adelantó sus blancos brazos ante su vientre.

Con la rapidez extraordinaria con que sucede en los momentos de emoción, los pensamientos y recuerdos pasaban en torbellino por la mente de Daria Alejandrovna.

«Yo», pensaba, «no atraía a Stiva y, claro, se fue con otra y, asimismo, como aquella primera mujer con quien me traicionó no supo retenerlo y estar siempre hermosa y alegre, la dejó y tomó otra. ¿Y es posible que Anna pueda atraer y retener con esto al conde Vronsky? Desde luego, si él busca esto, encontrará maneras y vestidos más atractivos y alegres; y por blancos, por magníficos que sean sus brazos desnudos, por hermoso que sea su cuerpo, su rostro animado bajo la negra cabellera, él encontrará siempre algo mejor, como lo busca y encuentra mi marido, mi repugnante, miserable y querido marido».

Dolly no contestó y suspiró profundamente.

Anna advirtió que suspiraba y se afirmó en su idea de que Dolly, aun estando conforme con sus argumentos, no aprobaría su decisión.

–Dices que esto no está bien. ––continuó, creyendo que lo que iba a exponer era tan firme que no admitía réplica alguna– Hay que reflexionar, que pensar en mi situación. ¿Cómo puedo desear niños? No hablo de los sufrimientos, que no los temo. Pero pienso, «¿qué serán mis hijos?». Unos desgraciados que llevarán un apellido ajeno. Por su estado ilegal, serán puestos en trance de tener que avergonzarse de su madre, de su padre, y hasta de haber nacido…

–Pero precisamente por esto –insinuó Dolly– te es conveniente, necesario, el divorcio y vuestro casamiento.

Anna no la escuchaba: pensaba exponerle los mismos argumentos con que tantas veces había querido persuadirse a sí misma.

–¿Para qué me servirá la razón, si no la empleo en no traer desgraciados al mundo?

Miró a Dolly y, sin esperar contestación, continuó:

–Me sentiría siempre culpable ante estas criaturas desdichadas. Si no vienen al mundo no hay desventura, pero si naciesen y fuesen desgraciados, solamente yo sería la culpable.

También estos argumentos se los había hecho Dolly a sí misma; y, no obstante, ahora no los entendía. «¿Cómo se puede ser culpable ante seres que no existen?», pensaba. De repente, le acudió este pensamiento:

«¿Podría haber sido mejor en algún sentido, para mi querido Grisha, que no hubiese venido al mundo?»

Esto le pareció tan extraño, tan terrible, que sacudió su cabeza para disipar la confusión de sus pensamientos.

–No sé… No lo sé… Esto no está bien –sólo pudo decir Dolly, con expresión de repugnancia en su rostro.

–Sí… Pero no olvides lo principal: que ahora no me encuentro en la misma situación que tú. Para ti la cuestión es «si quieres todavía tener hijos», para mí es « si me está permitido tenerlos». Hay, pues, entre ambos casos, una gran diferencia. Yo, comprenderás, que en mi situación, no puedo desearlos.

Daria Alejandrovna no replicó. Comprendió, de repente, que se encontraba ya tan alejada de Anna, que entre ellas existían cuestiones sobre las cuales no se pondrían nunca de acuerdo, que era mejor no hablar más.

SEXTA PARTE – Capítulo 24

–Por esto es aún más necesario normalizar tu situación si es posible –insistió Dolly.

–Sí… Sí es posible… –dijo Anna en un tono completamente distinto, suave y tristemente.

–¿Es acaso imposible el divorcio? Me han dicho que tu marido consiente.

–Dolly, no quiero hablar de esto.

–Bien, no hablemos. –se apresuró a decir Daria Alejandrovna, al ver la expresión de sufrimiento del rostro de Anna– Veo –añadió– que tomas las cosas demasiado sombríamente.

–¿Yo? Nada de eso. Estoy muy alegre… muy contenta… Ya lo has visto. Je fais même des passions. Veselovsky.

–Sí. Y, si he de decirte la verdad, no me gusta el tono de ese hombre. –dijo Daria Alejandrovna, queriendo cambiar de conversación.

–¡ Bah! Nada. Esto hace cosquillas a Alexis y nada más… Él es un chiquillo y lo tengo absolutamente en mis manos. ¿Sabes? Hago de él lo que quiero. Es igual que tu Grisha…

De repente, Anna volvió al tema del divorcio:

–¡Dolly! Dices que me tomo las cosas demasiado sombríamente… No puedes comprender… Es demasiado terrible… Lo que hago es esforzarme en no ver nada.

–Pues a mí me parece que es preciso mirar. Hay que hacer todo lo que sea posible.

–Pero, ¿qué es posible?… Nada… Dices «debes casarte con Alexis» y que yo no pienso en esto. ¡Que yo no pienso en esto! –repitió Anna. La emoción coloreó sus mejillas. Se levantó, enderezó el busto, suspiró profundamente y se puso a pasear por la habitación, deteniéndose de cuando en cuando. –¿Qué yo no pienso? No hay ni un día ni una hora que no piense en ello. Y me irrito contra mí misma al pensarlo, porque estos pensamientos pueden volverme loca. ¡Volverme loca! –repitió Anna exaltadamente –Cuando lo pienso, ya no puedo dormir sin morfina… Pero está bien: hablemos de ello con la mayor tranquilidad posible. Me dicen «el divorcio». Primero, él no accederá. «Él» está ahora bajo la influencia de la condesa Lidia Ivanovna.

Recostada sobre el respaldo de la silla, Daria Alejandrovna seguía, volviendo la cabeza y con la mirada, los movimientos de Anna con ojos llenos de comprensión.

–Hay que probar –––dijo con voz débil.

–Supongamos que hemos probado. –siguió Anna– ¿Qué significa esto? –––dijo, repitiendo una idea sobre la cual había, evidentemente, meditado mil veces y que se sabía de memoria– Esto significa que yo, aunque lo odio, reconozco, no obstante, mi culpa, que lo considero un hombre generoso y debo rebajarme para escribirle… Supongamos que, haciendo un esfuerzo, me decido a hacerlo. O bien recibiré una contestación humillante o su consentimiento… Pues bien, he recibido su consentimiento…

Anna estaba en este momento en el rincón más lejano de la habitación y se había detenido allí jugando distraídamente con la cortina.

–Hemos supuesto que recibo el consentimiento. ¿Y mi hijo? No me lo darán. Y crecerá, despreciándome, en la casa de su padre, al cual he abandonado. ¿Comprendes que quiero a dos seres, a Sergio y a Alexis igualmente, más que a mí misma?

Anna volvió al centro de la habitación y se paró ante Dolly, oprimiéndose el pecho con las manos.

Dentro del blanco salto de cama su figura resaltaba particularmente alta y ancha. Bajó la cabeza y, con los ojos brillantes de lágrimas, miraba de arriba abajo la figura pequeña, delgadita, miserable, de Dolly, que se encontraba ante ella con su blusita escocesa y su cofia de dormir, temblorosa toda de emoción.

–Amo sólo a estos dos seres –siguió– y uno de ellos excluye al otro. No puedo unirlos y esto es lo único que necesito. Y si no lo tengo, todo me da igual. Todo, todo, me da igual… Se terminará de uno u otro modo pero de esto no quiero ni hablar. Así que no me reproches nada, no me critiques. Con tu pureza no puedes comprender lo que sufro…

Anna se acercó a Dolly, se sentó a su lado y, mirándola con ojos que expresaban un hondo sufrimiento, un inmenso pesar por su culpa, tomó la mano de su cuñada.

–¿Qué piensas? ¿Qué piensas de mí? No me desprecies… No merezco desprecio… Soy muy desgraciada. Si hay en el mundo un ser desgraciado, ése soy yo –dijo y, volviendo el rostro, lloró amargamente.

Cuando Dolly se quedó sola, rezó sus oraciones y se metió en la cama.

Mientras había oído hablar a Anna, la había compadecido con toda su alma; pero ahora le era imposible pensar en ella: los recuerdos de su casa, de sus hijos, se presentaron en su imaginación con un nuevo encanto, con una luz nueva y radiante.

Aquel mundo suyo le pareció ahora tan querido, que se propuso no pasar por nada fuera de él ni un día más y decidió partir al siguiente, sin falta.

Mientras tanto, Anna había vuelto a su habitación, cogió una copita, vertió en ella algunas gotas de una medicina cuya parte principal era morfina y, habiéndola bebido, se sentó y permaneció así inmóvil algún tiempo y se dirigió a la cama con el ánimo calmado y alegre.

Cuando entró en el dormitorio, Vronsky la miró atentamente, buscando en su rostro las huellas de la larga conversación que suponía había tenido con Dolly. Pero en la expresión del rostro de Anna, que ocultaba su emoción, no encontró nada fuera de su belleza que, aunque acostumbrada, ofrecía siempre un nuevo atractivo para él. Fuese simplemente por quedar admirado, absorto, ante la belleza de su amada o porque ésta despertara en él deseos que absorbieron sus pensamientos, Vronsky nada preguntó. Esperó a que ella misma le hablara.

Pero Anna se limitó a decir:

–Estoy muy contenta de que te haya agradado Dolly… ¿No es verdad?

–La conozco desde hace mucho tiempo. Parece que es muy buena, mais excessivement terre–à–terre. De todos modos, me place mucho que haya venido.

Tomó la mano de Anna y la miró interrogativamente a los ojos.

Anna, interpretando en otro sentido esta mirada, le sonrió.

A la mañana siguiente, no obstante los ruegos de los dueños de la casa, Daria Alejandrovna partió.

Con su caftán ya viejo, su gorra parecida a las de los cocheros de alquiler, sobre los desaparejados caballos enganchados al landolé de aletas remendadas, con aire sombrío, llegó Filip, de mañana, a la entrada cubierta de arena, de la casa de los Vronsky.
La despedida de la princesa Bárbara y los hombres resultó a Daria Alejandrovna desagradable.

Después de haber pasado juntos un día, tanto ella como ellos sentían claramente que no se comprendían, no congeniaban y que lo mejor para unos y otros era mantenerse alejados.

Sólo Anna estaba triste.

Sabía que ahora, tras la marcha de Dolly, nunca más iban a despertar en su alma, la emoción, la alegría que había despertado en ella la llegada de aquella amiga. Había sido doloroso remover ciertos sentimientos pero, de todos modos, Anna sabía que éstos eran la mejor parte de su alma y que rápidamente se cubriría con los sufrimientos, el pesar, la tristeza, de aquella vida de lucha que llevaba.

Al salir al campo, Daria Alejandrovna experimentó en su alma una agradable sensación de alivio. Sentía deseos de preguntar si les había gustado la estancia en la casa de Vronsky, cuando, de repente, el cochero Filip, dijo, hablando el primero:

–Son ricos, pero sólo nos dieron tres medidas de avena… Los caballos se la habían comido ya antes de que despertaran los gallos. ¡Claro! Con tres medidas no hay para nada… Hoy día, la avena la venden los guardas por cuarenta y cinco copecks solamente. En nuestra casa, a los que vienen de fuera les damos tanta avena cuanta quieren comer los caballos…

–Es un señor muy avaro –––comentó el encargado.

–¿Y sus caballos, te gustaron? –preguntó Dolly.

–Los caballos, a decir verdad, son buenos… Y la comida no es mala… Pero, no sé por qué, me pareció todo muy triste, Daria Alejandrovna… No sé cómo le habrá parecido a usted… –dijo, volviendo a aquélla su rostro bonachón.

–A mí también… ¿Qué, llegaremos para la noche?… Tenemos que llegar.

Al entrar en casa y habiendo encontrado a todos completamente bien y particularmente afectuosos y alegres, Daria Alejandrovna, con gran animación, contó todo su viaje: lo bien que la habían recibido; el lujo y buen gusto de la vida de los Vronsky; sus diversiones… Y no dejó que hiciera nadie la menor observación contra ellos.

–Hay que conocer a Anna y a Vronsky. Ahora los he conocido bien y sé cuán amables y buenos son –decía Dolly, sinceramente, olvidando aquel sentimiento indefinido de disgusto y malestar que había experimentado cuando estaba allí.

ANNA KARENINA – SEXTA PARTE – CAPÍTULOS 21 Y 22

viernes, julio 12th, 2013

anna tapa libro
ANNA KARENINA – LEV TOLSTOY
SEXTA PARTE – Capítulo 21

–No. Pienso que la Princesa está cansada y que los caballos no le interesan. ––dijo Vronsky a Anna, que propuso ir a las cuadras, pues Sviajsky quería ver el nuevo patio allí habilitado– Vayan ustedes y yo acompañaré a casa a la Princesa. Así charlaremos por el camino. Digo, si quiere usted –consultó a Dolly.

–No entiendo nada de caballos y con mucho gusto iré con usted –contestó Dolly, algo sorprendida porque, por el rostro de Vronsky y su tono, adivinó que quería algo de ella.

No se equivocó. Apenas entraron en el jardín, después de haber atravesado la verja, Vronsky miró hacia donde se habían ido Anna y Sviajsky y, seguro de que aquéllos no podían oírlo ni verlos, le dijo sonriendo y con mirar animado:

–Habrá usted adivinado ya que quería hablarle reservadamente. No creo equivocarme pensando que es usted una verdadera amiga de Anna.

Se quitó el sombrero y se secó, con el pañuelo, la incipiente calva.

Daria Alejandrovna no le contestó; tan sólo lo miró algo asustada. Ahora que se habían quedado solos, los ojos sonrientes y la expresión decidida del rostro de Vronsky sólo despertaban en ella un sentimiento de temor. Las más diferentes suposiciones acerca de lo que él quería decirle pasaron rápidas por su mente. «Va a pedirme que venga aquí a pasar el verano, junto con mis niños y me veré obligada a negarme… O me dirá que, una vez en Moscú, abra círculo para Anna… O quizá me hable de Vaseñka Veselovsky y de sus relaciones con Anna… O de Kitty… ¿De qué se sentirá culpable?…»

Dolly sólo preveía cosas desagradables pero no adivinaba aquello de lo que Vronsky quería realmente hablarle.

–Usted tiene mucha influencia con Anna. Ella la quiere entrañablemente. –siguió él– Deseo que me ayude…

Daria Alejandrovna miró interrogativamente y con timidez el rostro enérgico de Vronsky, el cual en algunos momentos aparecía radiante, iluminado, parcial o totalmente, por los rayos de sol que pasaban entre los tilos y, en otros, de nuevo en la sombra, adquiría tonos duros. Esperaba que el Conde explicara qué era lo que quería de ella, en qué le había de ayudar, pero éste calló y siguió andando en silencio, mientras jugueteaba con el bastón, levantando piedrecitas de las que cubrían el paseo.

Al cabo de largo rato, le dijo:

–Usted ha venido a nuestra casa. Usted es la única de entre las antiguas amigas de Anna que lo ha hecho. No cuento a la princesa Bárbara, que lo ha hecho por otros motivos, no: ella ha venido a buscar comodidad, placeres y usted ha venido, no porque considere normal nuestra situación actual, sino porque quiere a Anna como siempre y desea ayudarla… ¿Lo he comprendido bien? Y miraba interrogativamente a Dolly.

–¡Oh, sí! –dijo Daria Alejandrovna cerrando su sombrilla– pero…

–No… –le interrumpió Vronsky y olvidando que, de aquel modo, dejaba en mala situación a su interlocutora, se detuvo y la obligó a detenerse también– Nadie siente mejor que yo ni más profundamente lo terrible de la situación de Anna… Lo comprenderá usted si me hace el honor de considerarme hombre de corazón. ¡Soy la causa de esta situación y lo siento en el alma!

–Lo comprendo. –dijo Daria Alejandrovna, admirando con cuánta sinceridad y firmeza había dicho Vronsky aquellas palabras– Pero precisamente por ser la causa de todo esto –añadió Dolly– usted exagera sin duda. Temo yo que… Su posición es muy delicada en el mundo, lo comprendo.

–¡El mundo es un infierno! –dijo Vronsky frunciendo las cejas sombrío– Imposible imaginarse los sufrimientos morales que ha tenido ella que pasar en San Petersburgo en dos semanas. Le pido que me crea…

–Sí, pero desde que están ustedes aquí y mientras ni usted ni Anna sientan la necesidad de la vida mundana…

–¡La vida mundana! –dijo Vronsky con desdén–. ¿Qué necesidad puedo tener yo de esa vida?

–Entre tanto, ustedes son felices y están tranquilos. Y es muy posible que sea siempre así. En cuanto a Anna, es feliz, completamente feliz. Ha encontrado ya el tiempo de decírmelo.

Y Daria Alejandrovna sonrió involuntariamente porque, al decir aquello, le acudió la duda de si, efectivamente, Anna era feliz.

Vronsky parecía sin embargo no dudar de ello.

–Sí, sí. –dijo– Yo sé que después de todos esos sufrimientos se ha animado de nuevo y es feliz. Es feliz en el presente. Pero, ¿y yo? Temo lo que nos espera… Perdón, ¿usted quiere ir a algún sitio concreto?

–No… Es igual…

–Entonces, sentémonos aquí.

Daria Alejandrovna se sentó en un banco, en un rincón del paseo. Vronsky se quedó de pie, ante ella.

–Veo que Anna es feliz. –dijo– Pero no sé si podrá continuar así.

La duda de si realmente sería feliz Anna asaltó de nuevo y con más fuerza a Dolly.

Vronsky continuó:

–¿Hemos hecho bien o mal? Ésta es otra cuestión. La suerte está echada. –sentenció, hablando parte en ruso y parte en francés– Estamos unidos para toda la vida. Sí, estamos unidos inseparablemente por los lazos más sagrados para nosotros –los del amor–. Tenemos una niña, podemos tener otros hijos, a los cuales la ley y las condiciones de nuestra situación reservan severidades que Anna, ahora, respirando de todos los sufrimientos, de todas las penas pasadas, no ve, no quiere ver. Y se comprende… Pero, yo no puedo cerrar los ojos. Mi hija no es mi hija según la ley: ¡es una Karenina! Y yo no puedo soportar este engaño –terminó Vronsky con gesto enérgico y sombrío. Dirigió una mirada interrogativa a Dolly, que le miró a su vez, pero permaneció callada.

Alexis continuó:

–Mañana podemos tener un hijo. Por la naturaleza será hijo mío; por la ley, será Karenin, y no podrá ser el heredero de mi fortuna. Ni de mi nombre siquiera. Y con cuantos hijos pudiéramos tener, resultaría lo mismo: que entre ellos y yo no habría lazo legal alguno. Ellos serían Karenin. ¡Imagine cuán terrible es esta situación! He probado a exponerle todo esto a Anna, pero oír hablar de esto la irrita. Ella no comprende y yo no puedo explicárselo todo. Ahora sólo ve que es feliz. «Soy feliz con tu amor; lo demás no me importa.» Así piensa, sin duda. Yo también sería feliz así, pero… Yo debo tener mis ocupaciones. He encontrado una aquí, que me gusta y de la que estoy orgulloso, pues considero que mi trabajo es más noble que los empleos de mis compañeros en la Corte o en el servicio militar. Es indudable que no cambiaría mi trabajo por el de ellos. Con esto estoy contento y no necesitamos más para nuestra dicha. Me gusta esta actividad. Cela n’est pas un pis–aller; al contrario…

Daría Alejandrovna creyó que en este punto de su explicación, Vronsky se confundía, se alejaba del tema principal de la conversación. No comprendía bien el sentido de lo que le decía. Vronsky había empezado a hablar de sus más sagrados sentimientos y preocupaciones –de Anna, de sus hijos, de la imposibilidad de hablar de todo esto con ella–; ahora trataba de sus actividades en el pueblo, resultando que esta cuestión formaba parte, también, al igual que las relaciones con Anna, de sus íntimos pensamientos.

Él, recobrándose, continuó:

–Lo principal, trabajando así, es estar convencido de que la obra no va a morir con uno, que tendrá herederos. Y, precisamente, esto es lo que yo no tengo. Imagínese usted la situación del hombre que sabe que los hijos suyos y de la mujer amada, legalmente no serán sus hijos, sino que aparecerán como hijos de otro; y hasta en este caso, precisamente de aquél que los odia, que no quiere saber… ¡Es terrible!

Vronsky calló de nuevo, visiblemente conmovido.

–Sí… Claro que lo comprendo. Pero, ¿qué puede hacer Anna? –dijo Daria Alejandrovna.

–Bien. Esto precisamente me lleva al fin que persigue esta conversación. –contestó Vronsky, calmándose con un esfuerzo– Esto depende de Anna. El marido de ella estaba conforme con el divorcio; tanto, que el de usted casi nos arregló el asunto. Ahora estoy seguro de que no se negaría, tampoco, a hacerlo. Sólo hace falta que le escriba Anna. En aquel tiempo, él dijo clara y terminantemente que, si ella le decía que quería el divorcio, él no se opondría. Se comprende: –dijo Vronsky, sombrío–– es una de esas crueldades farisaicas de las cuales sólo es capaz la gente de sus sentimientos. Él sabe lo penoso que es para Anna todo recuerdo suyo y, conociendo esto, le exige una carta. Comprendo que para ella eso ha de ser muy doloroso. Pero los motivos son tan importantes que es preciso passer par dessus toutes ces finesses de sentiments. Il y va du bonheur et de l’existence d’Anne et de ses enfants. No hablo de mí, aunque sufro, sufro mucho. –y Vronsky, con los puños crispados, los ojos centelleantes, hizo un gesto amenazador a alguien causante de tales sufrimientos– Así, Princesa, me agarro a usted como a un áncora de salvación. Ayúdeme a convencer a Anna para que escriba esa carta a su marido pidiéndole que acceda al divorcio.

–Sí, lo haré de buen grado. –balbuceó Daria Alejandrovna, pensativa, recordando su último encuentro con Alexis Alejandrovich– Sí, está claro –añadió con decisión, recordando a Anna.

–Emplee su influencia en ello, convénzala de que escriba esa carta… Yo no quiero ni casi puedo hablarle de ello.

–Bien. Lo haré, le hablaré. Pero, ¿cómo es que ella misma no lo piensa? –preguntó Daria Alejandrovna, recordando, de repente, la extraña costumbre que había adquirido Anna de fruncir las cejas. Y advirtió que este gesto lo había hecho precisamente cuando su conversación tocaba estos temas, tan sagrados para ella.

«Dijérase que cierra los ojos», pensó Dolly, «para no ver su propia vida».

–Le hablaré sin falta –prometió firmemente Daria Alejandrovna.

Vronsky, hondamente conmovido, con mirada significativa y un fuerte apretón de manos, le expresó su agradecimiento.

Se levantaron y se dirigieron a la casa.

SEXTA PARTE – Capítulo 22

Cuando Dolly llegó a la casa, Anna, que estaba ya allí, la miró con atención a los ojos, queriendo averiguar la conversación que había tenido con Vronsky, pero no le preguntó nada.

–Parece que ya es la hora de comer –dijo– y nosotras todavía no hemos hablado de nuestras cosas. Confío en que podremos hacerlo por la noche. Ahora debemos ir a arreglarnos para pasar al comedor. Pienso que también querrás cambiarte de traje. Hemos ensuciado éstos en la construcción…

Dolly se dirigió a su cuarto y sintió deseos de reír: no tenía otro vestido que ponerse. Lo que llevaba era lo mejor de su ropero. A fin de señalar algún cambio en su atavío, pidió a la doncella que le limpiara el traje, cambió los puños y se puso otro lacito y puntillas sobre la cabeza.

–Es todo lo que he podido hacer –dijo Dolly sonriendo a Anna, la cual salió con otro vestido muy sencillo, que, según advirtió Dolly, era el tercero de aquella mañana.

–Sí, nosotros observamos una etiqueta demasiado rígida. –comentó Anna, como excusándose por su elegancia– Alexis está muy contento de tu llegada. –dijo luego –Nunca ni por nada lo he visto tan feliz. Decididamente está enamorado de ti. –añadió en tono de broma, sonriente– ¿No estás cansada? –se interesó después.

Comprendieron que antes de la comida no podrían hablar nada.

Al entrar en el salón, ya encontraron allí a la princesa Bárbara y a los hombres, con levitas negras todos, excepto el arquitecto, que iba de frac.

Vronsky presentó a Dolly al encargado de su finca y también al arquitecto, aunque a éste ya se lo había presentado durante la visita al hospital.

Deslumbrante con su oronda y afeitada cara, su cuello y su camisa almidonados y el lacito de su corbata blanca, el mayordomo anunció que la comida estaba servida; y todos se dirigieron al comedor.

Vronsky pidió a Sviajsky que diese su brazo a Anna Arkadievna y él se acercó a Dolly. Veselovsky, adelantándose a Tuschkevich, ofreció el brazo a la princesa Bárbara; así que Tuschkovich, el encargado de la finca y el doctor no tuvieron pareja y entraron solos.

La comida, el comedor, vajilla, criados, vino y viandas, no solamente estaban en armonía con el tono lujoso general de la casa, sino que aun eran más ricos y nuevos los objetos y más costosos, escogidos y abundantes los manjares servidos.

Daria Alejandrovna observaba este lujo, tan nuevo para ella y, como dueña de casa, aunque no tenía esperanza de aplicar algún día nada de lo que veía a la suya propia –¡aquel lujo estaba tan lejos de su modo de vivir!– involuntariamente entraba en todos los detalles y se preguntaba quién sería el que lo disponía.

Vaseñka Veselovsky, su marido, incluso Sviajsky y otros hombres que ella conocía, jamás pensaban en estas cosas e incluso procuraban que sus invitados creyeran que todo estaba tan bien arreglado en la casa que no les había costado trabajo alguno organizarlo, que todo se había hecho como por sí mismo. Y Daria Alejandrovna sabía bien que por sí mismas no se hacen ni las más sencillas papillas para los niños; se decía que, por tanto, para que en aquella comida tan complicada estuviera todo tan bien dispuesto, alguien debía de haber puesto en ello muy aplicada atención. Y por la mirada con que Alexis Alexandrovich revisó la mesa e hizo señal al mayordomo para comenzar a servir y la manera en que la invitó a ella a elegir entre el potaje de verdura y el caldo, Dolly comprendió que todo aquello se hacía y sostenía por los cuidados del mismo dueño. Se veía que Anna no participaba en ello más que Veselovsky o Sviajsky o la Princesa, todos los cuales no eran allí más que invitados que, sin preocupación alguna, alegremente, gozaban de lo que otro había preparado para ellos.

Anna sólo era la dueña para llevar la conversación.

Y esta conversación, sumamente difícil de sostener en esta mesa, no muy grande, pero con personas, como el encargado y el arquitecto, que pertenecían a otro ambiente muy distinto y se esforzaban en no mostrarse intimidados ante aquel lujo desacostumbrado y no se atrevían a tomar parte en la charla ni sostener largo tiempo un diálogo, esta conversación, Anna la llevaba, a pesar de todo, con su tacto habitual, con naturalidad y hasta con placer, como observaba Daria Alejandrovna.

Comentaron jocosamente cuánto se habían aburrido Tuschkevich y Veselovsky paseando los dos solos en la barca; Tuschkevich contó anécdotas e incidencias de los últimos concursos de canoas en el Yacht–Club de San Petersburgo. Anna, aprovechando una pausa, se dirigió al arquitecto para hacerlo hablar.

–Nicolás Ivanovich. –dijo– Sviajsky se ha sorprendido de los progresos de la nueva construcción desde que él estuvo aquí la última vez y hasta a mí, que las veo cada día, me asombra la rapidez con que van las obras.

–¡Se trabaja tan bien con Su Excelencia! –––dijo el arquitecto con sonrisa cortés (era un hombre de gran dignidad, respetuoso y tranquilo). -Es muy distinto tener asuntos con las autoridades de la provincia. Allí hay que emplear montones de papel, mientras que aquí expongo al señor Conde mis ideas, las estudiamos juntos y en tres palabras todo queda comprendido y resuelto.

–Vamos, al estilo americano –dijo Sviajsky, sonriendo.

–Sí, señor. Allí elevan los edificios de modo racional.

La conversación derivó a los abusos de las autoridades de los Estados Unidos pero Anna en seguida la llevó a otro tema para interrumpir el silencio del encargado.

–¿Has visto alguna vez las máquinas segadoras? –dijo a Dolly– Volvíamos de verlas cuando lo encontramos. Yo no las había visto hasta entonces.

–¿Y cómo funcionan? –preguntó Daria Alejandrovna.

––Completamente igual que unas tijeras. Hay una plancha y sobre ella muchas tijeras pequeñas. Así: -y Anna, con sus manos, blancas y hermosas, cubiertas de sortijas, tomó un cuchillo y un tenedor y se puso a hacer una demostración del trabajo de las máquinas. Estaba segura de que su explicación no serviría para adquirir ningún conocimiento sobre el particular pero, persuadida también de que hablaba de modo agradable y de que eran admiradas sus bellas manos, continuaba explicando.

–Más bien se parece eso a los cortaplumas –dijo provocativamente Veselovsky, que no apartaba sus ojos de Anna.

Anna sonrió imperceptiblemente y no le contestó.

–¿No es verdad, Karl Federevich, que se parecen a las tijeras? –preguntó al encargado.

–Ja –contestó el alemán–. Es ist ein ganz einfaches Ding.

Y se puso a explicar la construcción de la máquina.

–Es una lástima que esta máquina no ate también. En la Exposición de Viena vi otras que, además de segar, ataban las gavillas con alambre. –dijo Sviajsky– Aquéllas serían aún más provechosas.

–Es kommt drauf an… Der Preis vom Draht muss ausgerechnet werden.

Y el alemán, alterado ya su silencio, se dirigió a Vronsky:

–Das lässt sich ausrechnen, Erlaucht.

Karl Fedorovich quiso sacar de su bolsillo una libreta con un lápiz, en la cual hacía todos sus cálculos pero, recordando que estaba en la mesa y observando la fría mirada de Vronsky, se abstuvo.

–Zu kompliziert, macht zu viel Klopot –concluyó.

–Wünscht man Dochods so hat man auch Klopots. –dijo Vaseñka Veselovsky haciendo burla del alemán– Adoro el alemán. –añadió con su acostumbrada risita y dirigiendo una mirada a Anna.

–Cessez –le impuso ella medio serio medio en broma.

–Nosotros pensábamos encontrarle a usted en el campo, Vasili Semenich. ––dijo luego Anna al doctor, un hombre de aspecto enfermizo– ¿Estaba usted allí?

–Estuve y desaparecí –contestó el doctor con hosca ironía.

–Entonces ha dado usted un estupendo paseo.

–Estupendo.

–¿Y cómo está la salud de la «vieja»? Espero que no tenga el tifus.

–Aunque no tiene el tifus, no está bien.

–¡Qué lástima! ––dijo ella.

Y habiendo cumplido de aquel modo con la gente de fuera de la casa, Anna dirigió su atención a sus amigos.

–De todos modos, Anna Arkadievna, será muy difícil construir la máquina con su explicación ––dijo en broma Sviajsky.

–¿Por qué? –replicó Anna, con sonrisa que decía claramente que ella sabía que en su explicación había un punto de afectación no desprovista de gracia, observada también por Sviajsky.

Este nuevo rasgo de coquetería en el carácter de Anna sorprendió desagradablemente a Dolly.

–Pero, en cambio, los conocimientos de Anna Arkadievna en arquitectura son sorprendentes ––dijo Tuschkevich.

–¡Claro que sí! Ayer le oí hablar de «colocar el cabrío», y « los plintos». –dijo irónicamente Veselovsky–¿Es así como se pronuncia?

–No hay nada de particular en ello cuando tengo que verlo y oírlo tantas veces. ––dijo Anna– Y usted – agregó dirigiéndose a Veselovsky– estoy segura de que no sabe ni siquiera de qué se hacen las casas.

Daria Alejandrovna advertía que, aunque reprobando el tono de coquetería en que le hablaba Veselovsky, Anna, involuntariamente, lo adoptaba a su vez.

En esta ocasión, Vronsky obraba de modo completamente distinto al de Levin. Se veía que no daba ninguna importancia a las charlas de Veselovsky con su mujer y hasta, al contrario animaba a aquél en sus bromas.

–Sí, díganos, Veselovsky, ¿con qué se unen las piedras? –le preguntó.

–Está claro: con cemento.

–¡Bravo! ¿Y qué es el cemento?

–Algo así como… ¿cómo diré?, una masa líquida y pegajosa ––expuso Veselovsky provocando la risa general.

La conversación entre los comensales, excepto el doctor, el arquitecto y el encargado, sumidos de nuevo en un obstinado silencio, no paraba, ora deslizándose placenteramente ora punzante e hiriendo a alguien. En cierto punto, fue Daria Alejandrovna la que se sintió herida en sus sentimientos. Se acaloró de tal modo que llegó a ponerse roja y, hasta un poco después, no se le ocurrió que acaso habría proferido alguna palabra inconveniente.

Sviajsky había aludido a Levin, refiriendo sus extrañas ideas de que las máquinas son nocivas en la propiedad rusa.

–No tengo el gusto de conocer a ese señor –dijo Vronsky, sonriendo con ironía– pero seguramente él no ha visto nunca las máquinas que censura. Y si ha visto alguna, seguramente no era una máquina extranjera sino cualquiera rusa… Pues, ¿qué dudas pueden caber sobre esta cuestión?

–En general, tiene ideas turcas –dijo Veselovsky dirigiéndose, con su eterna sonrisa, a Anna.

–No puedo defender sus ideas porque no sabría. –dijo Daria Alejandrovna acalorada, pero con energía –Lo que sí puedo decir es que es un hombre culto y que si él estuviera aquí, le contestaría debidamente…

–Lo quiero mucho y somos buenos amigos. –dijo Sviajsky bonachonamente– Mais pardon, il est un peu toqué. Por ejemplo, afirma que el zemstvo y los jueces municipales no son necesarios y no quiere intervenir en nada.

–Es nuestra indiferencia rusa –comentó Vronsky, echando agua helada de una botella en su alta copa. Es no sentir las obligaciones que nos imponen nuestros derechos, es negar esas obligaciones.

–No conozco hombre más severo en el cumplimiento de sus obligaciones –opuso Daria Alejandrovna, irritada por el tono de superioridad con que el Conde había hablado.

–Yo, al contrario. –continuó Vronsky, a quien, al parecer interesaba vivamente la conversación– Yo, por el contrario, digo, estoy muy agradecido por el honor que me han hecho, gracias a Nicolás Ivanovich (indicando a Sviajsky) de haberme elegido juez municipal honorario. Considero para mí muy importante la obligación de ir a la Junta para juzgar las cuestiones de los campesinos, aunque se trate sólo de un caballo.

Y consideraré un gran honor que me nombren vocal del zemstvo. Sólo de este modo podré pagar los beneficios de que disfruto como propietario de tierras. Por desgracia, no se comprende la importancia que deben alcanzar en el Estado los grandes terratenientes.

A Daria Alejandrovna le extrañaba que Vronsky hablara en aquella forma de sí mismo, de sus ideas sentado a su mesa, en su propia casa. Era verdad que Levin, cuyas ideas, eran completamente opuestas, las defendía también con igual energía y también en su casa, sentado a la mesa… Pero a Levin lo quería y, por eso, lo encontraba natural en él.

–¿Así, Conde, que podremos contar con usted para la próxima sesión? –preguntó Sviajsky– Pero hay que ir pronto, para estar ya allí el día ocho. Si me hubiera otorgado el honor de venir a mi casa…

–Pues yo estoy en parte conforme con tu cuñado. –dijo Anna a Dolly– Temo que actualmente el número de obligaciones sociales haya aumentado de una manera exagerada, aunque probablemente por motivos diferentes. –añadió con una sonrisa– Como antes había tantos empleados que parecía que se necesitaba uno para cada asunto, así ahora necesitan para todo la actividad de la gente. Alexis sólo lleva aquí seis meses y me parece que es ya miembro de cinco o seis distintas instituciones sociales: la tutoría, juez, vocal, agregado, hasta algo que trata de los caballos. Du train que cela va, todo el tiempo se le irá en esas obligaciones. Temo, sin embargo, que toda esa cantidad de cargos sea sólo una fórmula. ¿De cuántas sociedades es usted miembro, Nicolás Ivanovich? –preguntó a Sviajsky– Me parece que de más de veinte, ¿no?

Anna hablaba en broma, pero en su tono se advertía una cierta irritación.

Daria Alejandrovna, que observaba con atención a Anna y a Vronsky, en seguida lo notó. Observó, también, que durante esta conversación el rostro de Vronsky adquiría al punto una expresión severa y obstinada. Al advertirlo y darse también cuenta de que la princesa Bárbara se apresuraba a hablar de los conocidos de San Petersburgo para cambiar de conversación, recordó que Vronsky le había hablado en el jardín muy poco oportunamente de su actividad social y Dolly comprendió en seguida que en aquella cuestión iba ligada una disensión íntima entre los dos amantes.

La comida, los vinos, la vajilla, el servicio, todo esto estaba muy bien pero el carácter impersonal y de tirantez que se notaba en ella, Dolly lo había visto ya en las comidas de gala, en los bailes de gran mundo, de los que había perdido ya la costumbre. Verlo, no obstante, en un día corriente, en una sociedad reducida, casi en familia, despertaba en ella una impresión desagradable.

Después de la comida pasaron, a reposar, a la terraza. Luego jugaron una partida de lawn–tennis.

Los jugadores, separados en dos grupos, se pusieron sobre el croquet ground cuidadosamente apisonado y nivelado, a ambos lados de la red tendida entre dos columnitas doradas.

Daria Alejandrovna probó a jugar, pero no pudo en mucho tiempo entender el juego. Cuando acabó de comprenderlo, estaba cansada ya y lo abandonó y se sentó junto a la princesa Bárbara, observando las incidencias de las jugadas. Su compañero de partida tampoco jugó más, pero los otros continuaron.

Svianjsky y Vronsky jugaban bien y seriamente. Vigilaban la pelota que les tiraban sin precipitarse ni perder tiempo, corrían con destreza a su encuentro, se estiraban, saltaban y paraban con habilidad y la devolvían, diestramente, con la raqueta, al otro lado de la red.

Veselovsky jugaba peor que los demás. Se excitaba demasiado; pero, con su alegría, animaba a los otros jugadores. Sus risas y exclamaciones no cesaban de oírse un momento. Como los otros hombres, tras pedir permiso a las señoras, se había quitado la levita, y su recia y hermosa figura, en mangas de camisa, el rostro colorado y cubierto de sudor y sus movimientos impresionaban de tal modo, que aquella noche Daria Alejandrovna tardó mucho en dormirse recordando la figura de Veselovsky moviéndose sobre la pista.

Durante el juego, Daria Alejandrovna no se sintió alegre: no le agradaba el trato algo libre que observaba entre Veselovsky y Anna; y le desagradaba, también, aquella falta de naturalidad que se nota en las personas mayores cuando se divierten en un juego infantil sin niños. Pero, para no desanimar a los demás y pasar el tiempo de algún modo, después de descansar un rato, de nuevo se unió a los jugadores y fingió divertirse.

Todo aquel día tuvo la impresión de que estaba representando en un teatro con actores mejores que ella y que la torpeza con que desempeñaba su papel estropeaba toda la obra.

Había ido con intención de pasar dos días allí, si se encontraba muy bien; pero, durante la partida de tenis, tomó la resolución de marcharse al día siguiente.

Aquellas mismas preocupaciones de madre que aborreciera tanto durante el camino, ahora, después del día pasado sin sus hijos, se le presentaban bajo otro aspecto y la instaban a volver junto a ellos.

Cuando, después del té de la tarde y el paseo en barca que dieron por la noche, Daria Alejandrovna entró en su habitación, se quitó el vestido y se arregló sus cabellos, ya escasos, para pasar la noche, experimentó un gran alivio.

Hasta le era desagradable pensar que Anna iba a entrar entonces en su habitación. En aquel momento Dolly ansiaba quedar a solas con sus pensamientos.

ANNA KARENINA – SEXTA PARTE – CAPÍTULOS 19 Y 20

jueves, julio 11th, 2013

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ANNA KARENINA – LEV TOLSTOY
SEXTA PARTE – Capítulo 19

Al quedarse sola, Daria Alejandrovna examinó detenidamente la habitación. Tanto ésta como todas las demás de la casa que había visto daban la impresión de abundancia y de un lujo del cual sólo sabía algo Dolly por las novelas inglesas, pues nunca lo había visto tal, no ya en el campo, sino en ningún otro lugar de Rusia. Todo era nuevo allí, empezando por los papeles pintados y el tapiz que cubrían las paredes. La cama tenía muelles, colchón y una cabecera especial. Por almohadas había pequeños cojines con finísimas fundas. El lavabo era de mármol y había también, en la habitación, tocador, sofá, mesillas de noche, mesas y mesitas, un reloj de bronce sobre la chimenea, visillos y cortinas, todo nuevo, lujoso, muy caro.

La doncella, muy presumida, que vino a ofrecerle sus servicios, estaba peinada y vestida a la moda y con mayor lujo que la misma Dolly. Su cortesía, limpieza y buena disposición para servirle le eran agradables pero a Daria Alejandrovna le molestaba su presencia, pues le producía vergüenza que le viera la blusita remendada que había tenido la mala ocurrencia de ponerse para el viaje. Dolly se avergonzaba ahora de los mismos remiendos y zurcidos por los cuales se vanagloriaba en su casa de buena administradora, que calculaba que para 6 prendas de vestir necesitaba veinticinco arshinas (1) de batista, que, a sesenta y cinco copecks, costaban más de quince rublos, aparte de los adornos y el trabajo y guardaba este dinero para otras necesidades.

Daria Alejandrovna se sintió muy aliviada de esta molestia cuando entró en la habitación su antigua conocida, Anuchka, diciendo que a la presumida doncella la llamaba su señora y que ella se quedaría allí para sustituirla.

Anuchka parecía sentirse feliz de la llegada de Daria Alejandrovna y charlaba sin cesar. Dolly observó que la sirvienta ardía en deseos de dar su opinión respecto a la situación de su señora y, sobre todo, referente al amor del Conde por Anna Arkadievna y varias veces inició ese tema. Pero Dolly la cortaba, sin vacilar, en seguida.

–He crecido al lado de Anna Arkadievna; ella es para mí lo más caro del mundo… No somos nosotros quienes debemos juzgar… Pero amar, sí que parece que la ama.

–Entrega esto para lavar, si es posible –atajó Daria Alejandrovna.

–Sí, señora. Toda la ropa se lava con máquina y para los pequeños lavados tenemos dedicadas dos mujeres… El Conde mismo lo vigila todo… Es un marido…

La entrada de Anna puso fin a las expansiones de Anuchka, con gran satisfacción de Daria Alejandrovna.

Anna se había puesto un vestido sencillo de batista que Dolly examinó con admiración. Sabía lo que significaba en cuanto a dinero aquella sencillez.

–Tu antigua conocida –dijo Anna a Dolly, señalando a Anuchka.

Anna ahora ya no se turbaba, estaba completamente tranquila. Dolly veía que se había repuesto de la impresión que le produjo su llegada y se expresaba en aquel tono superficial, indiferente, con el cual creía cerrar el sagrario de sus sentimientos y de sus pensamientos más íntimos y queridos.

– ¿Y cómo va tu pequeña, Anna? –preguntó Dolly.

–¿Any? –así llamaba Anna a su hija– Está bien. Se ha puesto mucho mejor. ¿Quieres verla? Vamos y la verás. Hemos tenido muchos contratiempos con las niñeras. Ahora tenemos una buena ama –una italiana–. Muy buena, sí, pero, ¡tan tonta! que quisimos volver a mandarla a su país, pero la niña está tan acostumbrada a ella que hemos desistido de hacerlo.

–¿Y cómo lo habéis arreglado… ?

Dolly iba a hablar respecto al apellido de la niña pero, al ver que se ensombrecía el rostro de Anna, cambió el sentido de la pregunta.

–¿Cómo lo habéis arreglado para separarla del pecho? –dijo.

–Has querido preguntar otra cosa, ¿no? –dijo Anna, frunciendo el ceño de modo que de sus ojos no se le veían más que las pestañas pintadas– Has querido preguntar por su apellido, ¿verdad? Esto atormenta a Alexis. Ella no tiene apellido. Es decir, tiene uno: Karenina. De todos modos, –siguió, esclarecido ya el rostro––– de esto ya hablaremos luego. Vamos a que veas a la pequeña. Verás qué linda está. Ya anda a gatas.

El lujo que tanto admiraba a Daria Alejandrovna lo advirtió aún más en esta habitación. Allí había cochecitos que habían hecho enviar de Inglaterra, diversos aparatos para enseñar a andar, un diván especial, mecedoras y bañeras. Todo muy moderno, nuevo, inglés, sólido, excelente y costoso. La habitación era grande, muy alta y clara.

Cuando ellas entraron, la niña, vestida solamente con camisetita, estaba sentada en una pequeña butaca cerca de la mesa y tomaba su caldo, con el que se manchaba profusamente. A su lado se veía a una muchacha rusa que le daba de comer, comiendo ella al mismo tiempo y que estaba destinada exclusivamente a la habitación de la niña.

Ni la nodriza ni el aya estaban allí. Las dos se encontraban en la habitación contigua, de donde llegaba el eco de una conversación, sostenida en un francés sui generis, en el cual sólo ellas podían expresarse y comprenderse.

Al oír la voz de Anna, la inglesa, bien vestida, alta, de rostro desagradable, peinada con bucles, entró precipitadamente. Se apresuró a disculparse ante Anna, a pesar de que ésta no le había hecho observación alguna y a cada palabra de su señora, repetía: Yes, yes, my lady.

La niña tenía cejas y cabellos negros, rostro colorado, con su cuerpecito fuerte, rojizo como la piel de una gallina. No obstante el gesto ceñudo con que las miró al entrar, la pequeña gustó a Daria Alejandrovna y hasta envidió su aspecto sano. Le gustó también la manera cómo se arrastraba. Ninguno de sus niños – comparó– se arrastraron de aquella manera. Cuando se la ponía sobre la alfombra y se la sostenía cogiéndola por detrás de su vestidito, estaba verdaderamente encantadora. Mirando a Dolly y a su madre, con el vivo mirar de sus ojos negros y grandes, sonriente, visiblemente contenta (sin duda intuía que estaban admirándola), caminaba por el suelo gateando, con sus piernecitas muy abiertas y apoyada, también, en sus bracitos. Lo hacía sin dificultad, moviendo ágilmente y con rapidez sus miembros y todo su cuerpo robusto.

Pero la forma de criar y educar a la niña no gustaron a Daria Alejandrovna y menos aún le gustó la inglesa que cuidaba de ella. Lo único que explicaba que Anna, tan conocedora de la gente, pudiera tener para su niña un aya tan antipática y poco respetable, era que ninguna buena aya habría querido entrar en una familia tan irregular como aquella.

Daria comprendió, también, que Anna, la nodriza, la niñera y la niña no estaban acostumbradas las unas a las otras, que las visitas de la madre debían de ser poco corrientes.

Anna quiso dar a la niña un juguete y no lo encontró.

Lo que más extrañó a Dolly fue que, al preguntar cuántos dientes tenía la niña, la madre no lo supo decir, pues no estaba enterada de los dos dientes que le habían salido últimamente.

–A veces tengo la impresión de que aquí sobra mi presencia. ––dijo Anna saliendo de la habitación y levantando la cola de su vestido para no tocar los juguetes que había al lado de la puerta– No estaba así con mi primer niño…

–Y yo pensaba que sería lo contrario –comentó, tímidamente, Dolly.

–¡Oh, no! ¿Sabes? Vi a Sergio. –dijo Anna entornando los ojos como si viera en su interior algo lejano -De esto hablaremos también después. –siguió– Bueno, no vayas a creer… No parezco yo misma. Estoy como una hambrienta a la cual pusieran ante una comida abundante y no supiera por dónde empezar. La comida abundante eres tú y las conversaciones que hemos de cambiar y que no puedo tener con nadie. Pues bien:

no sé por cuál empezar. Mais je ne vous ferai grâce de rien. Habrás de escuchármelo todo. ¡Ah! Además, debo hacerte un bosquejo de la sociedad que encontrarás aquí. Verás. Empecemos por las señoras. La princesa Bárbara. La conoces y sé la opinión que tenéis de ella tú y Stiva. Tu marido dice que toda su vida se reduce a demostrar su superioridad sobre la tía Katerina Paulovna. Esto es la pura verdad. Pero es buena y le estoy agradecida. En San Petersburgo hubo un momento en que yo necesité una chaperona. En aquel instante llegó ella. Pero te aseguro que es buena. Facilitó mucho mi situación allí, en San Petersburgo. Aquí estoy tranquila, soy completamente feliz. De esto hablaremos también luego. Pero volvamos a nuestros huéspedes. ¿Conoces a Sviajsky? Es el representante de la Nobleza de la provincia y un hombre muy digno, aunque creo que necesita algo de Alexis. Comprenderás que, dada su fortuna y viviendo aquí, Alexis puede tener mucha influencia. Luego tenemos a Tuchkevich. Ya lo has visto. Estaba con Betsy; ahora lo han dejado y se han venido aquí. Como dice Alexis, Tuchkevich es uno de esos hombres que son agradables si se les toma por lo que ellos quieren aparentar. Et puis, il est comme il faut, como dice la princesa Bárbara. Tenemos, también, a Veselovsky. A éste ya lo conoces. Es un chico muy agradable. –y una sonrisa picaresca frunció los labios de Anna– ¿Qué historia rara tuvo con Levin? Él nos ha contado algo, pero no le creemos. Il est très gentil et naif –añadió con la misma sonrisa– Los hombres –siguió Anna– necesitan distracciones y Alexis no puede vivir sin tener gente a su lado y por eso tenemos esta sociedad. Es preciso que haya en la casa animación y alegría para que Alexis no desee algo nuevo. Luego verás al encargado de los negocios de Alexis, un alemán, un hombre muy bueno que conoce bien el asunto.

Él lo aprecia mucho. Luego el médico, un hombre joven. No es completamente nihilista; pero, ¿sabes?, es de los que andan en el asunto. Ahora, es un médico excelente. Luego viene el arquitecto… Une petite coeur.

(1) Arshín: unidad de medida básica rusa, obsoleta, usada desde el S. XVI, equivalente a aproximadamente 70 cm.

SEXTA PARTE – Capítulo 20

–Aquí tiene, Princesa, a Dolly, a la que tanto quería usted ver –dijo Anna, saliendo, junto con Daria Alejandrovna, a la gran terraza de piedra donde, sentada ante el bastidor, bordando un antimacasar para el conde Alexis Kirilovich, estaba la princesa Bárbara.
–Dice –añadió Anna– que no quiere tomar nada antes de la comida, pero usted ordenará que sirvan el desayuno. Mientras, yo voy a buscar a Alexis y los traeré a todos aquí.

La princesa Bárbara acogió a Dolly cariñosamente y, con tono algo protector, se puso a explicarle en seguida que vivía en la casa de Anna porque ésta la amaba, de siempre, más que a su hermana, Katerina Paulovna, que la había educado. Ahora, cuando todos habían abandonado a Anna, ella había considerado un deber ayudarla en este período transitorio, el más penoso de su vida.

–Cuando se ultime el divorcio, volveré de nuevo a mi sociedad pero ahora, mientras pueda ser útil, cumpliré mi obligación por más penoso que pueda ser y no haré como hacen los demás. ¡Y qué buena eres! ¡Qué bien has hecho viniendo! Ellos viven como los mejores esposos. Dios los juzgará. No vamos a juzgarlos nosotros. ¿Y Birinsovsky con Aveneva? ¿Y el mismo Nicandrov? ¿Y Vasiliev y Mamonova? ¿Y Lisa Neptunova? De ellos nadie dijo nada y todos los recibían. Y, además, c’est un interieur si joli, si comme il faut. Tout à fait à l’anglaise. On se réunit au matin au breakfast, et puis on se sépare. Todos hacen lo que quieren hasta la cena. La cena es a las siete. Stiva ha hecho bien en dejarte venir. Es preciso que mantenga relaciones con ellos. ¿Sabes? Por medio de su madre y hermano, puede hacer mucho. Además, ellos hacen muy buenas obras. ¿No te han hablado de su hospital? Será admirable. Todo viene de París.

La conversación fue interrumpida por Anna, que encontró a los hombres de la casa en la sala de billar y ahora volvía con ellos. Hasta la comida aún faltaban dos horas y se dedicaron a buscar un medio de pasar aquel tiempo. El día era hermoso y en Vosdvijenskoie había muchos modos de distraerse, todos distintos de los que estaban en uso en Pokrovskoie.

–¿Una partida de tenis? –propuso, con su bella sonrisa, Veselovsky– Nosotros dos jugaremos de compañeros, Anna Arkadievna.

–No. Hace calor. Sería mejor pasear por el jardín o dar un paseo en la barca para enseñar las orillas a Daria Alejandrovna –indicó Vronsky.

–Estoy conforme con todo –aprobó Sviajsky.

–Pienso que para Dolly lo más agradable sería pasear por el jardín, ¿no es verdad? Luego ya iremos en la barca –––dijo Anna.

Se decidieron por esto último.

Veselovsky y Tuchkevich se dirigieron a la caseta de baños, prometiendo preparar la barca y esperarlos allí.

En parejas –Anna con Sviajsky y Dolly con Vronsky– pasearon por la avenida del jardín.

Dolly estaba algo cohibida y preocupada por aquel ambiente completamente nuevo para ella. En principio, teóricamente, no ya justificaba sino que hasta aprobaba lo hecho por Anna. Como sucede a menudo a las mujeres, aun a las completamente honradas y a las más virtuosas, cansadas de la vida normal, Dolly, no solamente perdonaba el amor culpable sino que hasta lo envidiaba. Pero, en realidad, en aquel medio que le era extraño, entre aquella refinada elegancia, desconocida para ella, Daria Alejandrovna se sentía a disgusto. Sobre todo le era desagradable ver a la princesa Bárbara, que lo perdonaba todo con tal de disfrutar de las comodidades de que gozaba.

En general, Dolly aprobaba, como decimos, lo hecho por Anna pero ver al hombre que había sido la causa de todo, le producía un sentimiento de malestar.

Además, Vronsky nunca le había gustado. Lo consideraba un orgulloso que no tenía nada de qué enorgullecerse como no fuera de su capital. Pero, contra su voluntad, aquí, en su propia casa, se imponía aún más que antes a ella y Dolly se sentía a su lado cohibida, privada de libertad.

Con Vronsky experimentaba un sentimiento parecido a lo que sentía ante la camarera a causa de su blusita vieja. No era que se avergonzara ante la doncella pero le molestaba que ésta advirtiera sus remiendos.

Tampoco con Vronsky se avergonzaba, pero se sentía molesta por ella misma.

Ahora, confusa, buscaba un tema de conversación. A pesar de que consideraba que a causa de su orgullo habrían de serle desagradables los elogios de su casa y del jardín, no encontrando otro tema mejor, le dijo que le había gustado la casa.

–Sí, es una bonita construcción, de buena arquitectura antigua –dijo Vronsky satisfecho por la alabanza.

–Me ha gustado, también, mucho el jardín. ¿Estaba antes así, delante de la casa? –continuó Daria Alejandrovna.

–¡Oh, no! –contestó Alexis. Su rostro se iluminó de placer –¡Si hubiese usted visto esto en primavera! –indicó.

Luego atrajo su atención sobre los diferentes detalles que adornaban la casa y el jardín.
Hablaba y mostraba aquello con verdadera emoción. Se adivinaba que, habiendo consagrado mucho trabajo, tiempo y dinero a arreglar y adornar su finca, Vronsky sentía necesidad de hablar de ello, y que le alegraban el alma las alabanzas que Daria Alejandrovna le prodigaba.

-Si quiere ver el hospital y no está usted cansada… No está lejos… ¿Vamos? –propuso tras mirar el rostro de Dolly y ver que no denotaba cansancio ni aburrimiento.

Daria Alejandrovna aceptó de buen grado.

–Anna, ¿tú vendrás también? –preguntó Vronsky a Anna.

–Vamos, ¿no? –consultó Anna a Sviajsky– Pero será necesario avisar –añadió– a Veselovsky y Tuchkovich, para que no estén los pobres preparando inútilmente la barca. Es un monumento –dijo a Dolly con aquella astuta sonrisa con la que antes le hablara del hospital.

–¡Oh! Es una obra capital –––comentó Sviajsky.

Y, para que no pareciera que adulaba a Vronsky, en seguida hizo una observación que podía contener una ligera censura.

–Sin embargo, Conde –le dijo– me sorprende que haciendo tanto por el pueblo en sentido sanitario, se muestre tan indiferente por las escuelas.

–C’est devenu tellement commun, les écoles! –replicó Vronsky– Pero no es sólo por este motivo, sino porque me he ido entusiasmando con la idea. Es por aquí –indicó a Daria Alejandrovna, indicándole la salida lateral del paseo.

Las señoras abrieron sus sombrillas y, después de unas cuantas vueltas, salieron a un sendero que corría por el límite de la finca.

Al salir de la puertecilla, Daria Alejandrovna vio ante ella, sobre un altozano, una construcción grande, roja, de forma caprichosa, casi ya terminada, cuyo tejado, de zinc, sin pintar brillaba todavía al sol.

Al lado de aquella construcción ya acabada se estaba levantando otra.

Subidos sobre los andamios, los obreros vertían masa de los cubos, las alisaban con las paletas o ponían ladrillos.

–¡Qué rápidas van las obras! –dijo Sviajsky -Cuando estuve aquí la última vez no había techo todavía.

–En otoño estará terminado. En el interior está ya listo casi todo –explicó Anna.

–Y esta nueva construcción, ¿qué es?

–Son los locales destinados para el médico y la farmacia ––contestó Vronsky.

Al ver al arquitecto, que se acercaba, con su clásico abrigo corto, pidió permiso a las señoras, fue a su encuentro y sostuvo con él una animada conversación.

–Le digo que el frontis resulta demasiado bajo –dijo Vronsky a Anna, que, aproximándose, le preguntaba de qué trataban.

–Ya le dije yo –comentó– que tenían que levantar los cimientos.

–Sí, está claro que habría sido mejor, Anna Arkadievna; pero ya es tarde. No podemos hacer nada.

–Sí, me interesa mucho esta obra. –contestó Anna a Sviajsky, el cual había expresado su sorpresa por sus conocimientos de arquitectura– Hay que obrar de modo que la nueva construcción armonice con la del hospital. Pero ha sido ideada demasiado tarde y empezada sin plan.

Habiendo terminado la conversación con el arquitecto, Vronsky se unió, de nuevo, a las señoras y las acompañó por el interior del hospital.

Aunque, por fuera aún se estaban terminando algunos detalles, como las comisas, y en el piso de abajo pintaban, todavía, en el piso superior casi todo estaba terminado. Subiendo por la ancha escalera de hierro fundido entraron en la primera habitación. Era una pieza de vastas dimensiones. Las paredes estaban pintadas imitando mármol; las enormes ventanas, de cristal, ya estaban puestas. Únicamente el suelo, que debía ir entarimado, estaba aún sin terminar. Los carpinteros, que cepillaban unas tablas, dejaron su trabajo y, quitándose las cintas que sujetaban sus cabellos, saludaron a las señoras.

–Es el recibidor –explicó Vronsky. Aquí habrá un gran pupitre, una mesa, un armario y nada más.

–Vamos aquí. No os acerquéis a la ventana –dijo Anna.

Luego probó si la pintura estaba fresca, y dijo:

–Alexis, esto ya está seco.

Del recibidor pasaron al corredor, donde Vronsky les enseñó la ventilación, que tenía un sistema modernísimo. Desde allí los llevó a ver las bañeras, de mármol; las camas, con magníficos muelles.

Después les fue mostrando una tras otra las diversas salas, la despensa, el ropero, las estufas, de nuevo modelo; las carretillas que, sin producir ruido, habían de llevar por el pasillo los objetos necesarios y muchas otras cosas curiosas. Sviajsky lo apreciaba todo como un buen conocedor en cosas modernas.

Dolly estaba realmente sorprendida de cuanto veía y queriendo comprenderlo todo no cesaba de hacer preguntas, lo que procuraba a Vronsky un visible placer.

–Sí. Me parece que su hospital será el único bien organizado en toda Rusia –dijo Sviajsky.

–¿Y no tendrá usted aquí un departamento de maternidad? –preguntó Dolly– Es tan necesario en un pueblo. –añadió– Cuantas veces yo…

No obstante su cortesía, Vronsky la interrumpió:

–Esto no es una casa de maternidad: es un hospital y está destinado sólo a enfermedades. Eso sí, para todas, excepto las contagiosas. ––explicó luego– ¿Y esto? Mírelo –siguió, haciendo rodar hacia Daria Alejandrovna una butaca que acababa de recibir, para los convalecientes– Mírelo solamente. –insistió. Y se sentó en la butaca y la puso en movimiento– El enfermo –dijo– no puede andar, está débil aún, tiene los pies en cura o simplemente doloridos; pero le es necesario tomar el aire. Pues bien: con esto puede moverse, pasear, dirigirse a donde quiera.

Daria Alejandrovna se interesaba por todo. Todo le gustaba; y más que nada el propio Vronsky, con su animación tan natural a ingenua.

«Sí, es un hombre bueno, simpático», pensaba Dolly, a veces sin escucharlo pero mirándolo, observando la expresión de su rostro. Y mentalmente se ponía en el lugar de Anna y comprendía que ésta hubiera podido enamorarse de él.

ANNA KARENINA – SEXTA PARTE – CAPÍTULOS 17 Y 18

miércoles, julio 10th, 2013

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ANNA KARENINA – LEV TOLSTOY
SEXTA PARTE – Capítulo 17

El cochero paró los caballos y miró a ver si encontraba a quién preguntar por la finca. Detrás, en un campo de centeno, cerca de un carro, sentados sobre la tierra, se veían varios campesinos.

El encargado fue a saltar para ir hacia ellos pero, cambiando de opinión, se puso a llamarlos a gritos.

El vientecillo que producía el caminar del coche, parado éste, se había desvanecido y el aire estaba en calma. Los tábanos se pegaron a los caballos, cubiertos de sudor y éstos se defendían de ellos rabiosamente, movimiento constantemente la cabeza, las patas, sacudiéndose con la cola. Cesó el ruido metálico de las guadañas, que estaban afilando los campesinos.

Uno de éstos se levantó y se dirigió al coche, andando poco a poco, con precaución por ir con los pies descalzos sobre un camino reseco y lleno de piedritas.

–¡Más deprisa, gandul! –gritó el encargado -¡A ver si llegas de una vez!

El viejo –de cabellos blancos, ondulados y atados con una tirita de corteza de árbol, de espalda curvada, manchada de sudor– apresuró el paso, andando a pequeños saltos y, llegando al coche, con su mano derecha, renegrida y arrugada por el sol, el aire y los años, agarrada al guardabarro, y con el pie izquierdo en vilo, dijo con gesto obsequioso:

–¿Preguntan por Vosdvijenskoie, la casa de los señores, la finca del Conde? Pues en cuanto salgan de aquí, encontrarán un recodo a la izquierda. Sigan derecho por el camino, que les llevará allí. ¿Y a quién van a ver? ¿Al mismo Conde?

–Y dígame: ¿están en casa, buen hombre?– preguntó Daria Alejandrovna, no sabiendo de qué modo, aun con aquel labriego, había de hablar de Anna.

–Creo que están –dijo el viejo, bajando el pie izquierdo y alzando el derecho para dar ahora descanso a éste, que dejó en el polvo su huella, marcando claramente los cinco dedos. Creo que están en casa. –siguió, con ganas de hablar––– Ayer también vinieron invitados… Tienen siempre una barbaridad de invitados…

–¿Qué quieres? ––chilló a su vez, a un mozo que le gritaba algo desde el carro. Luego continuó –Esto es… Hace poco que pasaron todos por aquí, montados a caballo. Querían ver el rastrojo… Ahora seguramente están en casa… ¿Y ustedes quiénes son?

–Nosotros venimos de muy lejos. –dijo el cochero– ¿De modo que está cerca de aquí?

–Te digo que aquí mismo. A poca distancia –decía el campesino, pasando su mano derecha por la aleta…

Un joven, sano, fuerte, se acercó también y le interrumpió:

–¿Saben si habrá trabajo por la cosecha?

–No lo sé, amigo.

–Así, pues, vas hacia la izquierda y llegarás directamente allí –terminó el campesino, separándose de mala gana de los viajeros.

El cochero hizo correr a los caballos pero, cuando tomaba la revuelta, el viejo, les gritó:

–¡Párate! ¡Eh, querido, vuélvete!

El cochero paró los caballos.

–Allí viene el mismo señor. –volvió a gritar el campesino– Vean cómo corren.

Y mostraba a cuatro jinetes y a dos personas que iban en un charabán y que eran Vronsky, su jockey, Veselovsky y Anna montados en sendos caballos y la princesa Bárbara y Sviajsky, que ocupaban el carruaje. Habían salido de la finca para dar un paseo y ver cómo trabajaban en el rastrojo las máquinas recientemente adquiridas.

Al ver el coche, los jinetes apresuraron el andar de sus caballos. Delante, al lado de Veselovsky, iba Anna, que llevaba con paso tranquilo su caballo inglés, pequeño y fuerte, de crines y cola cortas. La hermosa cabeza de Anna, con los cabellos negros, que desbordaban del alto sombrero, sus hombros rectos, el talle fino, su actitud tranquila y graciosa, formaban una bonita estampa de amazona que, a la vez que la admiraron, llenaron a Dolly de sorpresa.

En el primer momento le pareció algo inconveniente que Anna montara a caballo. Daria Alejandrovna consideraba aquello como una coquetería que no iba bien con su situación. Pero, cuando la vio de cerca, rectificó aquel juicio. Era todo tan sencillo, tranquilo y digno en la figura y la actitud de Anna, que nada podía resultar más natural.

Al lado de ella, sobre el fogoso caballo militar, alargando hacia delante sus gruesas piernas, con su gorrita escocesa de largas cintas que flotaban por detrás, visiblemente orgulloso de sí mismo, iba Vaseñka Veselovsky.

Daria Alejandrovna, al reconocerle, no pudo reprimir una sonrisa.

Detrás iba Vronsky. Montaba un caballo de pura sangre, de color bayo oscuro y que aparecía agitado por el galope. Para retenerle, Vronsky tenía que tirar fuertemente de las riendas.

Los seguía un hombre vestido de jockey.

Sviajsky con la Princesa, en un charabán nuevo, llevado por un magnífico caballo negro de carreras, iban a los alcances de los jinetes.

Cuando Anna reconoció a Dolly en la pequeña figura de mujer acurrucada en un rincón del viejo landolé, su rostro se iluminó de alegría.

–¡Ella! –exclamó.

Y lanzó su caballo al galope.

Al llegar junto al coche, saltó sin ayuda de nadie y, recogiendo el vuelo de sus faldas de amazona, corrió al encuentro de Dolly.

–Yo esperaba y no osaba esperar… ¡Qué alegría! No puedes imaginarte mi alegría –decía Anna, ora juntando su rostro al de Dolly y besándola, ora separándose un poco y mirándola sonriente, con cariñon–¡Qué alegría, Alexis! –dijo a Vronsky, que saltaba del caballo y se acercaba a ellas.

Vronsky, quitándose su alto sombrero gris, saludó a Dolly.

–No sabe usted cuánto nos alegra su llegada –dijo, dando un particular significado a las palabras y con franca sonrisa, que descubría sus fuertes y blancos dientes.

Vaseñka Veselovsky, sin bajarse del caballo, se quitó su gorrita y saludó a Dolly, agitando alegremente las cintas por encima de su cabeza.

–Es la princesa Bárbara –contestó Anna a la mirada interrogativa de Dolly, cuando se acercó a ellos el charabán.

–¡Ah! –dijo Daria Alejandrovna. Y, contra su deseo, su rostro expresó descontento.

La princesa Bárbara era tía de su marido. Dolly la conocía desde hacía mucho tiempo y no le inspiraba ningún respeto. Sabía que había pasado toda su vida viviendo como un parásito en las casas de sus parientes ricos; pero el que ahora viviera en la de Vronsky, hombre completamente ajeno a ella, lo sintió como una ofensa para la familia de su marido. Anna se dio cuenta de la expresión de disgusto que se pintaba en el rostro de su amiga y se confundió; se puso roja y tropezó con el vuelo de su falda de amazona, que había soltado en aquel momento.

Daria Alejandrovna se acercó al charabán, que se había parado y saludó fríamente a la Princesa.

Sviajsky, a quien también conocía, le preguntó cómo estaban el extravagante de su amigo y su joven esposa; y después de echar una ojeada a los caballos, que no formaban pareja, y al landolé que tenía las aletas recompuestas, Sviasky propuso a las damas que pasasen al charabán.

–No, seguiré en este vehículo –rehusó Dolly.

–El caballo es tranquilo y la Princesa guía bien –insistieron.

–No. Quédense como están. –decidió Anna –Nosotras iremos en el landolé.

Y, cogiendo a Dolly del brazo, se la llevó consigo a aquel coche.

Daria Alejandrovna miraba con interés el charabán, tan lujoso como no lo había visto nunca; a los magníficos caballos; a todas aquellas personas que la rodeaban, tan elegantemente vestidas, tan bien ataviadas. Pero lo que más la admiraba era el cambio que advertía en su querida Anna. Otra mujer menos observadora o que no hubiese conocido antes a su cuñada y, sobre todo, que no hubiera pensado lo que durante su viaje pensó Dolly, no habría observado nada de particular en ella. Pero ahora, Dolly estaba sorprendida de encontrar en Anna aquella belleza que solamente en los momentos de delirio amoroso se ve en las mujeres. Todo en ella era bello: los hoyuelos de las mejillas y de la barbilla; la forma y el color de los labios; la sonrisa alada; el brillo de los ojos; la rapidez y la gracia de los movimientos; el tono de la voz; hasta la manera en que, medio en serio, medio en broma, contestara a Veselovsky al pedirle éste permiso para montar su caballo y enseñarle a galopar con las cuatro patas estiradas. Todo en ella respiraba un encanto del que Anna parecía consciente y que la colmaba de gozo.

Cuando se sentaron en el landolé, las dos mujeres se sintieron algo turbadas: Anna, por la mirada atenta a interrogadora de Dolly y ésta porque, después de las palabras de desdén de Sviasky para su landolé, sentía vergüenza y también pesar de no haber podido ofrecer a Anna otro carruaje mejor.

El cochero y el encargado sentían, también, rubor por la pobreza, el mal estado y la mala presencia de su equipo.

El encargado, para ocultar su confusión, se dedicó a ayudar a las señoras a acomodarse en el carruaje.

Filip se puso sombrío y se hizo propósito de no doblegarse ante aquella superioridad. Por lo pronto, sonrió con ironía al negro caballo de carrera. «Este caballo», se decía, «está bien únicamente para paseo y no podría ni hacer cuarenta verstas con calor y solo».

Los campesinos abandonaron sus carros y se acercaron a mirar, llenos de curiosidad y alegres, haciendo diversos y sabrosos comentarios.

–¡Qué contentos se ponen al verla…! Se ve que hacía tiempo que no se veían ––dijo el viejo de los cabellos ceñidos con la tira de corteza.

–Tío Gerasim; vaya por ese potro negro y tráigalo para llevar las gavillas, pues lo hará en un momento.

–Mire, mire. Aquel de los calzones, ¿es un hombre o una mujer? ––dijo uno de ellos, indicando a Vaseñka, que se sentaba en la silla de señora del caballo de Ana.

–No, hombre, no. ¿No ves cómo ha saltado a la silla?

–¿Qué, mozos, hoy ya no dormimos?

–¿Qué es eso de dormir hoy? –dijo el viejo. Y mirando al sol, la cabeza ladeada y la mano derecha haciendo visera sobre los ojos, añadió: –Seguro que ya pasa de mediodía. Tomad los garabatos y a la faena.

SEXTA PARTE – Capítulo 18

Anna miraba el rostro de Dolly, delgado, con huellas de cansancio y polvo del camino en las arrugas. Iba a decir lo que estaba pensando (que Dolly había adelgazado mucho), pero recordó que ella estaba mucho más guapa que antes (la misma mirada admirativa de su cuñada se lo había advertido), suspiró y en vez de ello, se puso a hablar de sí misma.

–Me miras –dijo– y piensas si puedo ser feliz en mi situación. Pues bien: da vergüenza confesarlo pero, sí, soy feliz, imperdonablemente feliz. Me ha sucedido una cosa maravillosa; algo así como despertar de un sueño espantoso y darme cuenta de que todo aquello que me aterraba era cosa de un sueño. Yo he despertado de mi pesadilla. Pasé por momentos dolorosos, aterradores, pero ahora, sobre todo, desde que estamos aquí, ¡soy tan feliz!

Y, sonriendo tímidamente, dirigió sus ojos al rostro de Daria Alejandrovna, con mirada interrogadora.

–Estoy muy contenta. –contestó Dolly, sonriendo, aunque con poco entusiasmo –Estoy muy contenta, sí, por ti. ¿Por qué no me has escrito?

–¿Por qué? Porque no me atrevía a hacerlo. Te olvidas de mi situación.

–¿Conmigo no te atreviste? Si hubieses sabido como yo… Considero que…

Daria Alejandrovna quiso contarle sus pensamientos de aquella mañana, pero sin saber por qué, en aquel momento le parecieron fuera de lugar.

–Bueno, de esto ya hablaremos luego. –eludió –¿Y qué son estas construcciones? –preguntó en seguida para cambiar de conversación y señalando a los techos, rojos y verdes, que se veían entre las acacias y las lilas– Parece una pequeña ciudad.

Pero Anna no le contestó.

–No, no, dime cómo consideras mi situación. ¿Qué piensas de ello?

–Pienso que… –empezó a decir Dolly.

En este momento, Vaseñka Veselovsky, enseñando al caballo a galopar con las patas extendidas, pasó ante ellas.

–Va bien, Anna Arkadievna –gritó.

Anna ni lo miró, para volver a la conversación interrumpida.

Pero Daria Alejandrovna pensó de nuevo que era poco conveniente una larga conversación sobre aquello en el coche y expresó su pensamiento en pocas palabras.

–No considero nada. –dijo –Siempre te he querido y cuando se ama a una persona se la ama tal como es, aunque no sea como uno quisiera que fuese.

Anna separó su mirada de Daria Alejandrovna y, con el ceño fruncido (su nueva costumbre, que Dolly no conocía aún) quedó pensativa, queriendo descifrar el significado de aquellas palabras.

Al cabo de un rato, habiendo comprendido lo que Daria Alejandrovna había querido decir, volvió a mirarla y, lentamente y con firmeza, le dijo:

–Si tuvieses pecados, te serían perdonados por haber venido aquí y por estas palabras.

Dolly vio que brotaban abundantes lágrimas de los ojos de Anna y le estrechó la mano en silencio.

–¿Pero qué son estas construcciones? –insistió para cortar aquella situación –¡Cuántas hay!

–Son las casas de los empleados, –explicó Anna– la fábrica, las cuadras. Aquí empieza el paseo. Todo estaba abandonado y Alexis lo arregló. Tiene mucho cariño a esta hacienda y –lo que no esperaba de él en modo alguno– se interesa en gran manera por los trabajos. Desde luego, tiene una inteligencia privilegiada y una gran voluntad. Todo lo que emprende lo hace admirablemente. Y, no sólo no se aburre, sino que trabaja con pasión. Se ha convertido en un amo ordenado, económico y hasta avaro con las cosas de la propiedad. Sólo en esto, ¿eh?

Anna hablaba con aquella sonrisa y alegría con las que hablan las mujeres de los secretos que sólo ellas conocen o de las cualidades del hombre amado.

–¿Ves esta gran construcción? Es el nuevo hospital. Calculo que costará más de cien mil rublos. En estos momentos es su dada. ¿Y sabes por qué lo hace? Los campesinos le pidieron que les rebajase el arriendo de unos prados; él se negó a ello; yo se lo reproché, llamándolo avariento y entonces él, para demostrar que no se negaba a aquella pretensión por avaricia, sino por no considerarla justa, comenzó este hospital que, como digo, le costará una buena cantidad. Si quieres, esto c’est une petitesse; pero, después de esto, lo quiero más. Ahora verás la casa. –siguió –Es la de sus abuelos y está por fuera tal y como se la dejaron, pues Vronsky no quiere hacer en ella cambio alguno.

–¡Es soberbia! –exclamó Dolly, viendo la casa, grande, pero bien proporcionada en sus tres dimensiones, en sus huecos; con esbeltas columnas y otros bellos adornos; y que resaltaba, con aspecto grandioso, entre el verdor, de diferentes matices, de los árboles del jardín.

–¿Verdad que es bonita? Y desde arriba tiene unas vistas maravillosas.

Entraron en un camino cubierto de grava menuda, al borde del cual dos jardineros iban colocando piedras huecas para formar con flores, tiestos rústicos, vistosos, que adornaran el paseo.

El coche se paró a la entrada de la casa, bajo un gran pórtico, al pie de una escalinata.

–¡Mira! Ellos ya han llegado –dijo Anna, viendo allí los caballos que montaban sus compañeros de paseo– ¿Verdad que este caballo es magnífico? Es «Kol», mi preferido. Llévenlo de aquí y dénle azúcar. ¿Dónde está el Conde? –preguntó a dos lacayos que, vestidos de lujosos uniformes, salieron presurosamente a su encuentro– ¡Ah! Está aquí –se contestó, al ver a Vronsky y Veselovsky, que venían hacia ellas.

–¿Dónde piensas alojar a la Princesa? –preguntó Vronsky, en francés, a Anna. Y, sin esperar contestación, saludó una vez más a Dolly, besándole la mano y dijo: –Creo que lo mejor sería instalarla en la habitación grande, la del balcón.

–¡Oh, no! Eso sería demasiado lejos –objetó Anna, a la vez que daba a su caballo el azúcar traído por un criado– Mejor será –añadió– en la habitación del ángulo. Así estaremos más cerca. Vamos –instó a Daria Alejandrovna, cogiéndola del brazo– Et vous oubliez votre devoir –dijo a Veselovsky, el cual también había salido a la escalinata.

–Pardon, j’en ai tout plein les poches –contestó éste, sonriendo e introduciendo los dedos en los bolsillos del chaleco.

–Pero ha llegado usted demasiado tarde –insistió Anna, secándose la mano derecha, que el caballo le había llenado de baba al tomar el azúcar– ¿Y por cuánto tiempo has venido? –preguntó a Dolly– ¿Por un día? Eso es imposible.

–Así lo he prometido. Además, los niños… –quiso explicar Daria Alejandrovna.

–No, Dolly, queridita. Bueno, ya lo veremos… Vamos, vamos.

Y Anna llevó a su cuñada a la alcoba que le destinaban.

No tenía aquella habitación la solemnidad que Vronsky había propuesto y Anna se creyó obligada a excusarse por no proporcionarle otra mejor y no obstante, estaba amueblada con un lujo que Dolly no había visto en parte alguna y que le recordaba al de los mejores hoteles del extranjero.

Anna llevaba, todavía, puesto su traje de amazona. Dolly no había recompuesto aún su rostro, fatigado, cubierto de polvo por el viaje. Pero charlaban animadamente.

–¡Qué contenta estoy de que hayas venido! Háblame de los tuyos. A Stiva lo he visto aquí, de paso. Pero él no sabe decir nada de los niños. ¿Cómo está mi querida Tania? Me figuro que estará ya muy crecida.

–Sí, es ya muy mayor. ––contestó Daria Alejandrovna cortamente, con frialdad sin saber por qué, al extremo de que ella misma se extrañaba de hablar así de sus hijos– Vivimos muy bien en la casa de los Levin –siguió explicando.

–Pues si hubiera sabido –dijo Anna– que no me despreciabais… podíais haber venido todos aquí. Stiva es un buen y viejo amigo de Alexis.

De repente, algo confusa, se ruborizó.

–Es la alegría de verte la que me hace decir todas estas necedades. –siguió– En verdad, queridita, estoy muy contenta de verte (y besaba a Dolly). No me has dicho todavía lo que piensas de mí y quiero saberlo. Pero estoy contenta de que me veas así, tal como soy. Lo que principalmente deseo es que no piensen que quiero demostrar algo. No quiero demostrar nada: solamente quiero vivir. No quiero mal a nadie, excepto a mí misma… A esto tengo derecho, ¿verdad? De todos modos, éste es tema para una conversación muy larga; luego hablaremos de todo ello. Ahora voy a vestirme. Te mandaré la muchacha.

ANNA KARENINA – SEXTA PARTE – CAPÍTULOS 15 Y 16

martes, julio 9th, 2013

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ANNA KARENINA – LEV TOLSTOY
SEXTA PARTE – Capítulo 15

Una vez que hubo acompañado a su mujer al piso de arriba, Levin entró en la parte de la casa habitada por Dolly. Ésta estaba también muy disgustada aquel día. Daria Alejandrovna se paseaba por la habitación y decía airada y enérgicamente, hasta con saña, a la niña, que permanecía acurrucada en un rincón y sollozando:
–Y te quedarás aquí, en este mismo sitio, todo el día. Y comerás sola. Y no verás ninguna muñeca. Y no te haré ningún vestido nuevo. ¡Ah! Es una niña muy perversa –explicó a Levin– ¿De dónde sacará estas malas inclinaciones?
Levin se sintió contrariado. Quería consultar a Dolly su asunto y vio que llegaba en mala ocasión.
–Pero, ¿qué es lo que ha hecho? –preguntó con indiferencia.
–Ella, con Grisha, han ido a donde crece la frambuesa y allí… ni te puedo decir lo que estaban haciendo. Mil veces echo de menos a miss Elliot. Esta otra inglesa no vigila nada, es una máquina. Figurez–vous que la petite…
Y Daria Alejandrovna contó lo que ella llamaba el «crimen de Masha».
–Eso no demuestra nada, no demuestra ninguna mala inclinación; es una travesura de niños y nada más – la calmó Levin.
–Pero veo que tú también estás disgustado. –advirtió Dolly– ¿Por qué has venido? –le preguntó– ¿Qué pasa en el salón?
Por el tono de las preguntas comprendió Levin que le sería fácil decir a Dolly lo que quería.
–No estuve allí, en el salón. –explicó– He estado en el jardín, hablando a solas con Kitty… Hemos reñido otra vez, ya la segunda desde que vino Stiva.
Dolly le miró con sus ojos inteligentes y comprensivos.
–Y dime, con la mano puesta en el corazón, –continuó Levin– ¿no había… no en Kitty, no, pero sí en este señor… un tono que puede ser desagradable y hasta ofensivo para el marido?
–¿Cómo te diré…? –dudó Daria Alejandrovna– Quédate en el rincón. –ordenó a Masha, la cual, al observar una sonrisa en el rostro de su madre, se había vuelto– En el ambiente del gran mundo –siguió Dolly diciendo a Levin– es así como se comporta toda la juventud; a una mujer joven y linda hay que hacerle la corte y el marido mundano debe, además, estar contento del éxito de su mujer.
–Sí, sí. –comentó Levin sombrío– Pero, ¿tú lo has observado?
–No sólo yo, sino también Stiva lo observó. En seguida, después del té, me dijo: Je crois que Veselovsky fait un petit brin de cour à Kitty.
–Está bien, ya estoy tranquilo. Voy a echarlo en seguida de casa.
–¿Qué dices? ¿Estás loco? –clamó Dolly, horrorizada– Vamos, Kostia, serénate –le suplicó. Luego, dirigiéndose a la chiquilla, riéndose, le dijo: –Ahora puedes ir con Fanny. –Y añadió a Levin: –No. Si quieres, voy a hablar con Stiva. Él se lo llevará de aquí. Le puedo decir que estás esperando invitados… que no conviene para nuestra casa…
–No, no. Quiero decírselo yo.
–Pero, ¿vas a reñir con él?
–No será nada trágico; al contrario, me divertiré. De verdad. Sí, sí, será muy divertido –aseguró, los ojos brillantes entre alegres y amenazadores.
–Ahora –defendió a la chiquilla– has de perdonar a la pequeña criminal.
La culpable les miró y quedó indecisa, baja la cabeza, mirando de reojo a su madre, buscando su mirada.
Daria Alejandrovna miró, en efecto, a la chiquilla y ésta, llorando, vino a refugiarse en el regazo de su madre. Dolly le puso su mano, delgada y fina, suavemente, cariñosamente, sobre la cabeza y la acarició con dulzura.
Levin salió pensando: «¿Qué tenemos en común con él?». Y se dirigió resuelto, derechamente, a buscar a Veselovsky.
Al llegar al vestíbulo, dio orden de enganchar el landolé para ir a la estación.
–Ayer se rompió el muelle ––contestó el lacayo.
–Entonces, otro coche corriente. Pero, pronto… ¿Dónde está el invitado?
Levin encontró a Vaseñka en el momento en que éste, habiendo sacado de su baúl las cosas, se probaba las polainas de montar.
Ya fuera que en el rostro de Levin hubiera algo especial o bien que el mismo Vaseñka hubiese comprendido que ce petit brin de cour que había emprendido resultaba inoportuno en aquella familia, lo cierto es que la entrada de Levin en la habitación le conturbó, tanto como es posible en un hombre del gran mundo.
–¿Usted monta con polainas? –le preguntó Levin.
–Sí, es mucho más limpio ––contestó Vaseñka, poniendo su gruesa pierna sobre una silla y abrochando el último corchete de la polaina. Y sonreía a la vez, aparentando estar alegre y tranquilo.
Indudablemente Vaseñka era un buen mozo y en aquel momento tenía una mirada de bondad y hasta de timidez.
Levin sintió compasión de él y vergüenza de sí, del paso que iba a dar siendo el dueño de la casa.
Sobre la mesa estaba el bastón que ellos habían roto por la mañana, al querer levantar algunas pesas.
Levin tomó en la mano aquel resto del bastón y, sin decir palabra, se puso a romper más la punta.
Tras un largo silencio, muy embarazoso para los dos, Levin continuó:
–Quería…
Calló otra vez.
De repente, recordó a Kitty y todo lo que había pasado y, mirando fijamente a los ojos a Veselovsky, le dijo:
–He ordenado enganchar los caballos para usted.
–¿Qué quiere decir eso? –preguntó Vaseñka– ¿Adónde debo ir?
–A la estación del ferrocarril –––contestó Levin, sombrío y arrancando pedacitos de madera al bastón.
–¿Se marcha usted? ¿Ha pasado algo?
–Resulta que estoy esperando a unos invitados –pronunció Levin con energía. Y rápidamente, a la vez que arrancaba más pedacitos de madera del bastón con las puntas de sus fuertes dedos, siguió: –No, no espero invitado alguno ni ha pasado nada; pero le pido que se marche de aquí sin tardanza… Usted puede explicarse como quiera mi escasa cortesía.
Vaseñka se irguió, altivo, habiendo comprendido al fin.
–Pero yo le pido a usted una explicación –dijo, con acento firme.
–No puedo explicarle nada. –replicó Levin tranquila y lentamente, reprimiendo el temblor de sus pómulos –Mejor será para usted no preguntarme.
Y como había acabado de desgajar los pedazos de bastón que ya estaban tronchados, Levin agarró los extremos del trozo que quedaba y, aunque resistente, lo rompió también en pedacitos. Por último, cogió al vuelo una astilla que caía al suelo.
Seguramente el aspecto de aquellos fornidos brazos, de los músculos en fuerte tensión, la decisión que denotaban los ojos brillantes, la tranquilidad y seguridad de la voz, pausada y serena, convencieron a Vaseñka más que las palabras. Así, se encogió de hombros, sonrió con desdén y sólo dijo:
–¿Podré ver a Oblonsky?
–Lo mandaré aquí ahora mismo.
–¡Qué idiotas! ––comentó Esteban Arkadievich al contarle su amigo que lo echaban de la casa; y, habiendo encontrado a Levin en el jardín, donde aquél se paseaba en espera de ver la salida de su huésped, le dijo: –Mais c’est ridicule! ¿Qué mosca te ha picado? Mais c’est du dernier ridicule! Qué tiene de particular que un joven…
Pero el punto en el cual la mosca había picado a Levin todavía dolía, sin duda, porque éste palideció de nuevo y replicó rápidamente:
–Por favor, no me digas nada. No puedo hacer otra cosa. Siento mucha vergüenza ante ti y ante él. Pero pienso que para él no será una gran pena marcharse y, en cambio, su presencia nos es desagradable a mi mujer y a mí.
–Pero esto es ofensivo para él. Et puis c’est ridicule.
–Su estancia aquí es para mí, ofensiva y penosa (y no por culpa mía). Yo no sé por qué deba sufrir…
–Pues yo no esperaba esto de tu parte. On peut être jaloux, mais à ce point c’est du dernier ridicule!
Levin dio rápidamente media vuelta y se marchó al fondo del jardín, donde continuó, solo, sus paseos.
No tardó en oír el ruido de la tartana y, entre los árboles, vio cómo Vaseñka, sentado sobre un montón de heno (por desgracia la tartana no tenía el asiento bien arreglado) con su gorra escocesa encasquetada, bamboleándose por el traqueteo del coche al cruzar los baches o salvar piedras, se alejaba por la avenida.
Luego vio que el lacayo salía corriendo de la casa y paraba el carruaje.
–¿Qué sucederá?, pensó Levin.
Se trataba del mecánico alemán, del cual él se había olvidado por completo.
El mecánico, tras muchos saludos, dijo algo a Veselovsky, subió a la tartana y ésta siguió con los dos viajeros.
Esteban Arkadievich y la Princesa estaban indignados por la conducta de Levin. Él mismo se sentía no sólo ridicule en cierta manera, sino hasta culpable y avergonzado. Pero recordando lo que él y su mujer habían sufrido, al preguntarse si habría hecho lo mismo otra vez, Levin se contestaba que en ocasión análoga procedería de la misma manera.
Pero, al final del día y a despecho del incidente, todos, excepto la Princesa, que no perdonaba a su yerno aquella descortesía, estaban extraordinariamente animados y alegres, como suele ocurrir con los niños finalizando su castigo o con los mayores que asisten a una recepción oficial al terminar las ceremonias.
Así que por la noche, en ausencia de la Princesa, hablaban de la salida forzosa de Vaseñka como de una cosa ocurrida hacía mucho tiempo. Y Dolly, que heredara de su padre el don de contar las cosas con gracia, los hacía estallar de risa cuando, por enésima vez y siempre con nuevas invenciones humorísticas, contaba que ella estaba a punto de ponerse lacitos para lucirse ante el huésped y salir así al salón, cuando oyó el ruido del carruaje.
–¿Y quién iba en él? –decía– ¡El propio Vaseñka! Con su gorrita escocesa y las polainas, sentado sobre el heno. ¡Si al menos hubiesen ordenado prepararle el landolé!… Y luego oigo: « Esperen, esperen». Pensé: han tenido compasión de él. Pero veo que sientan a un grueso alemán y a él lo levantan, le hacen que vaya de pie. ¡Y adiós mis lacitos! –terminaba simulando hallarse muy contrariada– Mi fracaso era cierto.

SEXTA PARTE – Capítulo 16

Daria Alejandrovna realizó su propósito de ir a visitar a Anna. Comprendía que los Levin tenían razones bien fundadas para no desear relacionarse para nada con Vronsky y estaba segura de que su viaje afligiría a su hermana y causaría un disgusto a su cuñado; pero, por otra parte, consideraba un deber suyo visitar a Anna y deseaba demostrarle que, a pesar del cambio en su situación, sus sentimientos para con ella no habían variado.
Para no causar a Levin nuevas molestias, Daria Alejandrovna mandó alquilar en el pueblo los caballos necesarios. Pero, su cuñado, al enterarse de ello, se sintió disgustado y se lo censuró vivamente.
–¿Por qué piensas que ha de desagradarme tu viaje? No me has dicho ni una vez que querías ir. Además, si me resultara desagradable, más me resultaría aún si no aprovechas mis caballos. El que los alquiles en el pueblo es un motivo de disgusto para mí. Pero, hay otra cosa peor y es que se comprometerán y no cumplirán su palabra. Tengo, como sabes, caballos suficientes y buenos y coches; si no quieres ofenderme: tómalos para tu viaje.
Daria Alejandrovna hubo de aceptar el ofrecimiento de su cuñado y éste, el día fijado, preparó para el viaje cuatro caballos y con un acompañamiento de trabajadores de la finca que iban a pie y en caballerías, salieron para aquel destino.
Constituía un gran trastorno para Levin, pues necesitaba los caballos para la Princesa y la comadrona, que habían de marcharse entonces también; mas el deber de hospitalidad le impedía permitir que Daria Alejandrovna recurriese a otras gentes. Sabía, además, que los veinte rublos que pedían a su cuñada por los caballos constituían para ella una pesada carga, dada su difícil situación económica.
La comitiva era muy abigarrada y nada brillante, pero Daria llegaría así con seguridad absoluta, fácilmente y dentro del mismo día, a la propiedad de Vronsky.
Por consejo de Levin, Daria Alejandrovna salió antes del amanecer. El camino era bueno y el coche cómodo; los caballos corrían ágiles y en la delantera, junto al cochero, en el lugar del lacayo, iba el encargado que, en vez de aquél, había destacado Levin, para mayor seguridad. Dolly se durmió y no despertó hasta la posada en la que habían de cambiar de tiro.
Daria Alejandrovna tomó el té en la misma casa de Sviajsky donde Levin se detenía durante sus viajes.
Charló con las mujeres, los niños y el viejo sobre el conde Vronsky, de quien el viejo hizo grandes elogios.
A las diez de la mañana continuó su viaje.
Cuando estaba en casa, ocupada constantemente en los quehaceres que le daban los niños, Daria Alejandrovna no tenía tiempo para pensar en ninguna otra cosa; pero ahora, durante las cuatro horas que duró esta parte del viaje, acudieron a su mente todos los recuerdos de su vida y los fue repasando en sus aspectos más diversos. Sus pensamientos –que a ella misma le parecían extraños– volaron también hacia los niños. La Princesa y Kitty (más confiaba en la última) le habían prometido cuidarlos. Sin embargo, estaba preocupada por ellos. «Quizá», temía, «Masha empezaría con sus travesuras. Acaso un caballo pisara a Grisha o Lilly padeciese otra indigestión». Luego, pensó en el futuro. Primero, en el inmediato. «En Moscú, para este invierno, habría que mudarse de piso. Habremos de cambiar los muebles del salón y hacer un abrigo a la hija mayor.» Después, el porvenir de sus hijos: «Las niñas, menos mal, no ofrecen tantas complicaciones; pero, ¡los niños!». Y se dijo: «Está bien que me ocupe de Grisha ahora, porque estoy más libre y no he de tener ningún hijo. Con Stiva, naturalmente, no hay que contar. Siguiendo así y con ayuda de la buena gente, sacaré adelante a mis hijos. Pero si vuelvo a estar embarazada…».Y Dolly reflexionó que era muy injusto considerar los dolores del parto como señal de la maldición que pesa sobre la mujer. «¡Es tan poca cosa en comparación con lo que cuesta el criarlos!», se dijo, recordando la última prueba por la que había pasado en este aspecto y la muerte de su último niño. Y le vino a la memoria la conversación que, a propósito de esto, había tenido con la nuera de la casa donde habían cambiado los caballos. Aquélla, a la pregunta de Dolly de si tenía niños, contestó alegremente:
–Tuve una niña, pero Dios se me la llevó. Esta cuaresma la enterré.
–¿Y lo sientes mucho? –preguntó, también, Daria Alexandrovna.
–¿Por qué lo he de sentir? –contestó la joven– El viejo tiene muchos nietos aun sin ella. Y me daba mucho trabajo. No podía atender a otros quehaceres más importantes… No podía trabajar ni hacer nada más que ocuparme de ella… Era un fastidio.
A Daria Alejandrovna esta contestación le había parecido repugnante en labios de aquella simpática muchacha, cuyo rostro expresaba bondad; pero ahora, al recordar involuntariamente aquellas palabras, se dijo que, a pesar del cinismo que había en ellas, no dejaban de tener un fondo de verdad. Pensaba, entonces, Daria Alejandrovna en sus embarazos: en el mareo, la pesadez de cabeza, la indiferencia hacia todo y, principalmente, en la deformación, en su fealdad. «La misma Kitty, jovencita y tan linda, ha perdido mucho. Yo, cuando estoy embarazada, me vuelvo horrible.» «Luego los partos, los terribles sufrimientos y el momento más terrible aún de dar a luz… Y el dar el pecho, las noches sin dormir, las grietas, los dolores irresistibles si se retira la leche…» Y recordando aquellos dolores por los que ella había pasado en casi todos sus alumbramientos, Daria Alejandrovna se estremeció. «Y por otro lado», siguió, «las enfermedades de los pequeños, las noches en vela, los días enteros sin descanso, con la constante inquietud del miedo a la muerte». «¿Y los mil disgustos de la educación de los hijos? El «crimen» de la pequeña Masha en el jardín, las clases con los niños, el latín difícil, incomprensible para ellos.» «Y si, como final, llega la muerte…» Y Daria Alejandrovna rememoró, con horror y dolor profundo, el fallecimiento y el entierro de su último niño, atacado por la terrible difteria: los gestos horrorosos provocados por la tos y los ahogos; el resuello de la garganta oprimida, llena de purulentas e inflamadas llagas; el último y supremo esfuerzo con la inminente asfixia –desorbitados y sanguinolentos los ojos; congestionadas las facciones, hinchadas, reventando las venas; crispadas las manos; enarcados el torso y las piernecitas–. Luego, el pequeño ataúd, tan fúnebre aun con sus colores claros –rosa y blanco– y sus adornos de pasamanería; el yerto cuerpecito, de frentecilla lívida con ricitos rubios; la boquita, morada, abierta como en gesto de extrañeza. Después el desgarrador adiós final, el lúgubre martilleo sobre los clavos que sujetaban la tapa de la caja, la partida del cortejo; todo entre la indiferencia de la gente. Y mientras, ella, en su dolor de madre, en la angustiosa opresión de su pecho, que le ponía un nudo en la garganta, se sentía morir y lágrimas de fuego corrían por sus mejillas.
«¿Y todo para qué?», seguía la mente de Daria Alejandrovna. «¿Qué resultará de todo ello? Vivir sin un momento de tranquilidad, ora embarazada, ya dando el pecho; siempre de mal humor, riñendo, torturándome yo y torturando a los demás, causando repugnancia a mi marido. Así habré pasado mi vida y saldrán niños infelices, mal educados, acaso niños mendigos. Ya este año, si no hubiéramos pasado el verano en casa de Levin, no sé qué habríamos hecho. Es verdad que Kostia y Kitty son tan delicados que no nos damos cuenta de nada, pero esto no puede durar. También ellos tendrán niños y no podrán ayudarnos; ahora mismo van ya algo mal de recursos. ¿Quién nos ayudará? ¿Papá, que se ha quedado sin nada? De modo que ni educar a los niños podré. Quizá lo llegaría a hacer con la ayuda de otros, pero humillándome…
Y supongamos lo mejor: que los niños no se mueren y puedo educarlos de algún modo. En este caso lo único que conseguiré es que no vayan por mal camino. ¿Y para esto tuve tanto trabajo, pasé tanto sufrimiento? ¡Para esto perdí mi vida!»
De nuevo Dolly recordó las palabras de la joven campesina y otra vez pensó que eran repugnantes; pero no pudo dejar de repetirse que en ellas había una parte de verdad.
–¿Qué? ¿Aún estamos lejos? –preguntó de repente al encargado, para distraerse de aquellos pensamientos.
–Desde este pueblo, según dicen, hay siete verstas.
El landolé, tras atravesar la calle principal del pueblo, llegó a un puentecillo, por el cual, hablando con voces alegres y sonoras, pasaba un grupo de mujeres, con bultos atados sobre las espaldas. Las mujeres se pararon mirando con interés al coche. Todos aquellos rostros le parecieron a Daria Alejandrovna sanos y alegres y que pregonaban la alegría de vivir.
«Todos viven, todos gozan», continuó pensando, en tanto que pasaba ante las mujeres, atravesaba el puentecillo y, llevada con buen trote, entraba en la montaña. Iba cómoda, suavemente, dulcemente mecida, pero seguía con negros pensamientos. «Todos gozan, sí, y yo voy como si hubiera salido de la prisión, como si estuviese abandonando el mundo. Solamente ahora, por un momento, me he dado cuenta de todo… Todos viven… estas mujeres; y la hermana Nataly; y Vareñka y Anna, a la cual voy a ver; sólo yo no vivo. Y criticar a Anna…», pensó después. «¿Y por qué? ¿Soy yo mejor? Por lo menos, tengo un marido al cual amo… No como quisiera yo, pero lo amo… Mientras que Anna no amaba al suyo. ¿Qué culpa tiene ella? Ella quiere vivir. Dios nos ha impreso este deseo en el alma. Es muy posible que yo hubiese hecho lo mismo. Hasta ahora no sé si hice bien o mal escuchándola en aquel trance terrible en que vino a mi casa, en Moscú. Entonces debí dejar a mi marido y empezar de nuevo mi vida. Podía amar y ser amada verdaderamente. ¿Es por ventura más honrado lo que hago ahora? No me inspira ningún respeto. Lo necesito», pensó, refiriéndose a su marido, «y lo soporto. ¿Es esto mejor? En aquel tiempo podía yo agradar aún; me quedaba belleza». Daria Alejandrovna sintió ahora deseos de mirarse en el espejito que llevaba en su saco de viaje y fue a sacarlo. Pero viendo al cochero y al encargado en el pescante, pensó que alguno de ellos podía volver la cabeza y verla en aquella actitud y se sintió avergonzada de su propósito.
Daria Alejandrovna desistió de aquella idea pero, aun sin mirarse en el espejo, pensaba que todavía no era tarde para un nuevo amor; y recordó a Sergio Ivanovich, que estaba particularmente amable con ella; y al amigo de Stiva, el bueno de Turovsin, que cuidó a su lado a los niños cuando éstos tuvieron la escarlatina y que estaba enamorado de ella; y también a un hombre, muy joven aún, el cual decía, como le contó su propio marido, que «ella era la más guapa de todas las hermanas». Y las aventuras más pasionales e irrealizables se presentaron en su imaginación.
«Anna obró bien y no seré yo quien la censure. Es feliz, hace feliz a otro hombre y no estará abatida como yo. Seguramente que, como siempre, estará fresca, espiritual y llena de interés por todo», pensaba Daria Alejandrovna. Y una sonrisa de picardía fruncía sus labios, sobre todo porque, al pensar en el idilio de Anna, imaginaba para sí misma un idilio semejante con el hombre que forjaba su imaginación, locamente enamorado de ella. También ella, como Anna, lo revelaría a su marido. Y las imaginarias sorpresas y consiguiente turbación de Esteban Arkadievich la hicieron sonreír.
En estos pensamientos llegaron a la revuelta en que habían de dejar el camino para entrar en Vosdvijenskoie.

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