Pensé mucho antes de compartir con ustedes estos textos de Nora Strejilevich. Pensé si sería justo mezclar el arte ruso del té, la labor que hago en DaCha, mi pasión por las artes y el recuerdo del horror. Concluyo en que sí, es justo. ¿Por qué el té, que es parte de la tierra y de la cultura de los hombres, no habría de acompañarnos en todos los momentos, en todos los recuerdos? Cuando haya alegrías, tomemos té y compartamos las alegrías. Cuando haya tristezas y té (porque no siempre hay té), compartamos las tristezas y el té. Que este sábado 24, de otoño y marzo, nos ayude a no olvidar.
Gabriela.
Presento en estas páginas una selección de fragmentos de mi libro Una sola muerte numerosa, galardonado con el premio Letras de Oro en1996 (Miami: Norte-Sur, 1977) y cuya traducción al inglés se publicará también en los Estados Unidos (A Single, Numberless Death, Uva Press, 2002). Estas escenas son recortes de un texto proclive a las superposiciones entre lo vivido, el discurso oficial, las voces de otros afectados por el mismo horror, y la genealogía de un «proceso» que ni empieza ni termina con el comienzo y el fin de la última dictadura militar argentina (1977-1983). Entre lo dicho y lo no dicho por el relato se filtra un eco de ESO que nos marcó para siempre y que nos constituye. Las formas de lo siniestro, que asumieron sus perfiles más radicales en esa época, siguen marcándole el paso a nuestro presente.
No vamos a tolerar que la muerte ande suelta en la Argentina. (Emilio Massera 1976)
Una magia perversa hace girar la llave de casa. Entran las pisadas. Tres pares de pies practican su dislocado zapateo sobre el suelo la ropa los libros un brazo una cadera un tobillo una mano. Mi cuerpo. Soy el trofeo de hoy. Cabeza vacía, ojos de vidrio. Los cazadores de juguete me pisan pisa pisuela color de ciruela. El rito exor-ciza mis pecados en el templo del Ford Falcon sin chapas: templo verde con antena que acelera por Corrientes, a contramano, pasando semáforos en rojo sin que nadie parpadee. Lo de siempre. Pero no todos los días ¿o todos los días? se rompen las le-yes de gravedad. No todos los días una abre la puerta para que un ciclón desmantele cuatro habitaciones y destroce el pasado y arranque las manecillas del reloj. No to-dos los días se quiebran los espejos y se deshilachan los disfraces. No todos los días una trata de escapar cuando el reloj se movió la puerta torció la ventana trabó y una gime acorralada por minutos que no corren. No todos los días una tropieza y cae manos atrás atrapada por una noche que remata su vida cotidiana. Una se marea por la vorágine de retazos, de ayeres y ahoras aplastados por órdenes y decretos. Una se pierde entre sillas dadas vuelta cajones vacíos valijas abiertas colores cancelados mapas destrozados carreteras inacabadas. Una apenas siente que los ecos modulan -¡te querías escapar!, ¡puta!- y que una boca inmensa la devora. Quizás murmuren voces conocidas: -ni ella ni él están en nada. Pero una está aquí, del otro lado, en es-te cuerpo precario: suelas tatuadas en la piel bota en la espalda arma en la nuca.
-¡De pie! – y una se para sumisa confundida atontada vencida y grita -¡me llevan, me llevan!- mientras dedos metálicos se clavan en la carne. Dos de la tarde impune la tiran a una al ascensor la arrastran. En la vereda una patalea contra un destino sin nombre en cualquier fosa colectiva. El espacio se deshace entre los pies.
Lanzo mi nombre con pulmones con estómago con el último nervio con pier-nas con brazos con furia. Mi nombre se agita salvaje a punto de ser vencido. Los domadores me ordenan saltar del trampolín al vacío. Me empujan. Aterrizo en el pi-so de un auto. Lluvia de golpes: este por gritar en judío este por patearnos. Y otro más. – Judía de mierda, vamos a hacer jabón con vos. Soy un juguete para romper. Pisa pisuela, color de ciruela.
Hacemos nuestros operativos entre la una y las cuatro de la mañana, hora en que el subversivo duerme
(General Vilas)
Gerardo compite en la carrera de postas de primer grado. El público aplaude. Preparados, listos ¡Yaaa!
Gerardito corre entre los más rápidos. De golpe se para y gira la cabeza cien-to ochenta grados. Sonríe y saluda con la mano: está mamá. Sigue a toda velocidad y llega último. Se larga a llorar.
Gerardo va a primer año de la secundaria y todavía no usa pantalón largo. El nene está adelantado un año.
Gerardito quiere ser director de orquesta y sus padres lo convencen de todo lo contrario.
Gerardito hace travesuras y siempre lo pescan.
Gerardo es inteligente pero no estudia.
Gerardo cambia de colegio porque lo echan. Tiene más amonestaciones que pelos en la cabeza.
Gerardo se opera una rodilla para salvarse de la colimba. Gerardo estudia pe-ro no trabaja.
Gerardo saca la cara en las asambleas, maldita universidad.
Gerardito tiene novia y la trae a dormir a casa.
Gerardo redacta volantes en la máquina de escribir de papá.
Gerardito es divertido, ingenioso, amistoso y audaz.
Gerardo escribe demasiado:
Tenemos en el país una orquesta compuesta por:
Gran Orquestador: el Señor Burgués.
Director: Juan Carlos Represor.
Intérpretes: obreros y campesinos, con la actuación especial de algunos pe-queño-burgueses. Esta música, compuesta en Buenos Aires City, se divide en tres tiempos:
económico (imperialismo vivace),
social (andante en cana o estado de sitio con molto) y
político (fuga en futuro fraude mayor).
Gerardo está fichado. No viene a dormir a casa.
Gerardo apoya la violencia de abajo y desafía la violencia de arriba.
Gerardo teme porque lo siguen.
Gerardo insiste:
Es como tomar conciencia, como verse repentinamente no perenne, como si te afanaran un cacho de vos mismo así, socarrona, sobradamente y te dijeran: Qué-date musa, bepi, insinuándote que al fin y al cabo, quieras o no, te seguirán afanando poco a poco, es cierto hasta que no queden más que tus cenizas.
Gerardo casi seguro no mató y seguro que no secuestró a nadie.
A Gerardo seguro lo secuestran y casi seguro que lo matan.
En los centros clandestinos en los que actuó, el Turco Julián se paseaba mos-trando un llavero con la cruz svástica, tenía especial ensañamiento con los detenidos judíos, y les llevaba a los presos literatura nazi para que leyeran.
(La Nación, 2 de mayo de 1995)
Ustedes son judíos pero son buenos- le había dicho a mamá la vecina de enfrente. Ellos eran alemanes y según mis padres, SS. Refugiados en Sudamérica tras la Segunda Guerra Mundial. Mis abuelos, en cambio, son rusos y polacos que llegan a la Argentina para 1910. Año de pomposos emblemas: paz, unión, integración. Es el centenario de la Revolución de Mayo, año generoso en conmemoraciones e himnos a la patria. La confianza en nuestra predestinación a la grandeza es eufórica, el crisol de razas, un hecho.
Miles de ojos miran hacia América desde las estepas y las montañas de Europa. Miles de oídos auscultan el horizonte dorado y prometedor de la pampa. Superponen un paisaje de pogroms, migraciones y destrucción a este paisaje bucólico que sólo exi-ge trabajo. Muchos vienen. Anclan en Buenos Aires. En sus playas de barro depositan baúles y bultos. Amarran sus carros y barcos. Enarbolan sus veinte o cincuenta años de vida anudados en ropa, recuerdos y candelabros.
¿Convivieron con las olas por sesenta días y sesenta noches? ¿Fueron a parar al Hotel de Inmigrantes, con sus hermanos de barco? ¿O remontaron esa misma noche el río Uruguay hasta Entre Ríos?
Recién entonces se percatan de sus deberes: transformarse en dioses. Hacer brotar cultivos sin herramientas, vivir sin techo. Casi. Hay carpas de lona y el hori-zonte salvaje cubierto de pastizales. Quién sabe las historias que allí se tejen. Al calor del sol y del nuevo ritual construyen hornos, cavan pozos, trazan surcos, trillan, cuidan arados y ven crecer el trigo como una vasta sábana verde. No hay mucho: unos pocos rastrillos, palas y muchas manos que aprenden la tierra. La desolación se oculta con cortinas de teatro, festejos, rezos y melodías románticas de países remo-tos. No logran con eso paliar sequías, langostas, heladas e inundaciones. Al abuelo Isidoro no le atraen ni el campo, ni las bambalinas, ni las plagas naturales. Hace ran-cho aparte, se muda a la capital. Se alquilan piezas, anuncia por todas partes Buenos Aires.
Son muy parcos
Una mísera pieza para esconderse. En el Buenos Aires del 77 no se alquilan habitaciones para jóvenes militantes. Sálvese quien pueda. Y el lugar de trabajo de Gerardo, sin ir más lejos, no ofrece demasiadas seguridades: secuestraron a varios científicos sin que su director sienta necesidad de mencionarlo. El director es un contraalmirante y los contraalmirantes suelen ser muy parcos.
Entre octubre de 1976 y septiembre de 1978 catorce físicos, ingenieros y otros empleados de la Comisión de Energía Atómica, ejemplar en el continente, «desaparecieron» en manos de las fuerzas de seguridad. Dossier Secreto
Gerardo, átomo del éxodo de militantes a la clandestinidad.
Isidoro, átomo del éxodo de inmigrantes a la gran ciudad. Te instalás en Once, en el mismo edificio que ocupamos tus nietos sesenta años después. ¿Orean sus col-chones en los zaguanes? ¿Comen pan koilech, plétzalej, béigalej? ¿Hablan idish, ese idioma dulce horneado en música? ¿O una mezcla de idish con una pizca de sabor lo-cal? Quién sabe. Un día cualquiera se mueren y entierran sus haches aspiradas y sus jotas tajantes bajo lápidas en hebreo que nunca vi.
-¿Es cierto, abuelito, que vas a vender telas en carreta? ¿Que llegás al Paraguay? ¿Que te metés por los bosques salvajes del sur, en Carmen de Patagones, para hacer trueque con los indios? ¿Qué te dan por esas telas de colores vivos y ondulantes? Dicen que ganás mucho dinero y enseguida lo perdés, que armás negocios y así de rápido los deshacés. ¿Te falta paciencia, o sobran estafadores?
La familia sufre tus altibajos en carne propia. Pasa del conventillo al caserón, cambia ropa de fiesta por overol. Papá y José, el mayor, salen a vender estampitas a las ferias hasta que una racha de suerte los devuelva al colegio privado: el Cangallo Schule. ¡A un general argentino le llegó ahí mismo su vocación militar! Y a papi la de no volver a hablar alemán después de la guerra. Con lo bien que recitaba a Goethe…
-¿Colegio alemán? ¿No van a escuelas judías?
-No, nena. Los abuelos dejaron sus tradiciones en los barcos. Rescatan ape-nas la costumbre de rasgarse la ropa cuando muere un ser querido, prender las velas en shabat, ayunar en Iom Kipur y cambiar ese día toda la vajilla. Lo demás pasa al olvido, como el samovar y el terrón de azúcar en la boca al tomar el té. Aquí toman mate y hasta comen jamón. El secreto de la asimilación es no mirar hacia atrás. Dar media vuelta es condenarse, como la mujer de Lot, al castigo divino. Peregrinos del porvenir, su meta es dar a luz sangre argentina. En América no cuenta la religión. Lo que importa es darles a los jóvenes una buena educación laica, con dos pilares: justi-cia y libertad. A Dios se lo puede olvidar, pero no que fuimos esclavos en Egipto.
Con estos materiales se construye una nueva camada de profesionales. Los médicos, los arquitectos, los abogados, los intelectuales, conservan un leve recuerdo de su origen. Los nietos, un eco remoto y algunas fotos sepia de viejos barbudos, sombrero en hongo y capote negro, de viejas corpulentas con miradas perdidas, ves-tido largo y rodete.
Nosotros, los nietos, apenas entendemos qué es ser judío. ¿Una religión? ¿Una forma de vida? ¿Una raza? ¿Una identidad?
Ser judío es ante todo ser visto como tal. Pero entonces no lo sabíamos.
– ¡Fuego!
– ¡No estoy muerto! ¡No estoy muerto!
Federico García Lorca (antes de su fusilamiento)
– ¡Me van a matar! ¡Baaastaaa! ¡Me están matando!
¿¡Gerardo!? Es él. Es la voz de Gerardo. Esa certeza me paraliza, me da vértigo, pero no tengo tiempo para no reaccionar.
– ¡No sé nada! ¡Paren!
Su gemido me parte en dos, en miles de pedazos que no puedo contar. Es él, estará en otro cuarto, o será una grabación para hacerme hablar. Siguen los pincha-zos, el voltaje parece más alto que nunca, me muerdo la lengua para no estallar.
– Mirá, che, la misma cicatriz que el otro. ¡Ni que fuera etiqueta de fábrica! La marca de una vacuna infectada en la espalda: la llevamos como un trofeo, porque nos identifica.
Este era el que nos hacía desnudar, nos revisaba, y a los que tenían cicatrices, por suponerlos subversivos, los torturaba.
Te tienen. Sí, estás acá.
– ¡Baaasstaaa! ¡Me están matando!
¡Te están matando! ¡No, no me claves ese grito! ¡Que no te maten! Mi voz se quiebra en el cruce fugaz con la tuya. Al final hay silencio. Ya no te escucho. Ya no me siento.
Durante el interrogatorio pude escuchar los gritos de mi hermano Gerardo, cuya voz pude distinguir perfectamente. Además, los torturadores se refirieron a una cicatriz que ambos -mi hermano y yo- tenemos en la espalda, lo que ratificó su presencia en ese lugar. Nunca más.
Nora Strejilevich
Asesinaron
a mi hermano a su hijo a su nieto
a su madre a su novia a su tía
a su abuelo a su amigo a su primo a su vecino
a los nuestros a los suyos a nosotros
a todos nosotros
nos inyectaron vacío
Perdimos una versión de nosotros mismos
y nos reeditamos para sobrevivir.
Palabras escritas para que las articule acá, en este lugar que no es polvo ni celda sino coro de voces que se resiste al monólogo armado, ese que transformó tanta vida en una sola muerte numerosa.
Muchas veces me preguntaban, en esas reuniones de padres que hacíamos, qué pensaba del destino de nuestros hijos. Como eran científicos, había quienes los hacían en la Patagonia, trabajando en un laboratorio, qué sé yo. Y me veía en figurillas porque no me animaba a mentir, y tampoco me animaba a decir lo que pensaba: que no había centros de investigación clandestinos.
Le repitieron si tenía algún amigo judío, que les interesaba, que querían cualquier dato, si conocía a algún comerciante judío al que le tuviera bronca o a alguien que fuera de esa religión.
Comisión Nacional Argentina por la Desaparición de Personas
CONADEP