LA MAGDALENA DE PROUST
Hace frío, nuevamente. Para Proust, la magdalena. Para mí, la chocolina Como sea, y aunque no sea muy protocolar, no se priven de lo que les gustaba en la infancia. Es reparador, es sanador y nos deja el sabor de que nuestros recuerdos más queridos estarán siempre vivos en algún lugarcito de nuestro ser. Les dejo una reseña y, por supuesto, el famoso pasaje de «la magdalena mojada en el té». Prepárense un rico DaCha (un Old lavender 1932, en mi taza, ya).
LA MAGDALENA DE PROUST: Es como se denomina al proceso de evocar momentos del pasado a partir de un objeto, acto, sabor, color u olor desencadenantes del recuerdo. Por el camino de Swann (en francés, Du côté de chez Swann) es el pimer volumen, publicado en 1913, de los siete que componen «En busca del tiempo perdido» (À la recherche du temps perdu), la experimental obra de Marcel Proust.
La primera parte de este volumen contiene el célebre episodio de la magdalena mojada en el té caliente por el protagonista, cuyo gusto supone para éste la recuperación epifánica de un recuerdo infantil hasta entonces perdido: el recuerdo de los pedacitos de magdalena humedecidos en té que su inválida tía-abuela Léonie le daba cuando, siendo un niño, pasaba con su familia las vacaciones en Combray. Este episodio contiene en su totalidad la teoría proustiana sobre el espacio, el tiempo y la memoria (claramente influida por las teorías del filósofo francés Henri Bergson), cuyos resortes, según Proust, sólo se ponen en funcionamiento a través de los sentidos más primarios, siendo en esta experiencia el individuo un sujeto absolutamente pasivo y siendo la naturaleza de los recuerdos involuntarios que de ella se derivan absolutamente auténtica, objetiva y procuradora de felicidad y plenitud, en tanto en cuanto dichos recuerdos se hallan desprovistos de la subjetividad engañosa que caracteriza nuestras percepciones cotidianas en sociedad.
«Hacía ya muchos años que, de Combray, sólo quedaba en mí todo lo que había sido el teatro y el drama del momento de acostarme, cuando un día de invierno, al volver a casa, mi madre, viendo que tenía frío, me propuso tomar, contra mi costumbre, un poco de té. Me negué primero y, no sé por qué, me desdije. Ella mandó buscar una de esas tortas bajitas y regordetas llamadas magdalenas cuyos moldes parecen haber sido valvas ranuradas de veneras de peregrino. Y, en seguida, mecánicamente, agobiado por la insulsa jornada y ante la perspectiva de un triste día por venir, llevé hasta mis labios una cucharada de té en la que había dejado ablandar un pedacito de magdalena. Pero en el instante mismo en que el sorbo mezclado con las migas de la torta tocó mi paladar, me estremecí, atento a lo que pasaba de extraordinario en mí. Un placer delicioso me había invadido, aislado, sin la noción de su causa. Había vuelto, en un instante, las vicisitudes de la vida, indiferentes, sus desastres, inofensivos, su brevedad, ilusoria, de la misma manera en que opera el amor, llenándome de una esencia preciosa: o tal vez esa esencia no estaba en mí, era yo mismo. Había dejado de sentirme mediocre, contingente, mortal. ¿De dónde había podido venirme esta poderosa alegría? Sentía que estaba ligada al gusto del té y de la torta, pero que lo sobrepasaba infinitamente, que no debía ser de la misma naturaleza. ¿De dónde venía? ¿Qué significaba? ¿Dónde aprehenderla? Bebo un segundo sorbo en el que encuentro casi lo mismo que en el primero, un tercero que me aporta un poco menos que el segundo. Es tiempo de parar, la virtud de la poción parece disminuir. Es claro que la verdad que busco no está en ella sino en mí. Ella la despertó en mí, pero no la conoce, y no puede más que repetir indefinidamente, cada vez con menos fuerza, este mismo testimonio que no sé interpretar y que quiero, al menos, poder volver a preguntarle y reencontrar intacto, a mi disposición, de inmediato, para un esclarecimiento decisivo. Dejo la taza y me vuelvo hacia mi mente. Es ella quien tiene que encontrar la verdad. ¿Pero cómo? Grave incertidumbre cuando la mente se siente desbordada de sí; cuando ella, la que busca, es a la vez el país oscuro en donde debe buscar y en donde todo su bagaje no le servirá de nada. ¿Buscar? No solamente: crear. Está frente a algo que no es todavía y que sólo ella puede realizar, luego de hacer entrar en su luz.
Y me vuelvo a preguntar cuál podía ser ese estado desconocido, que no aportaba ninguna prueba lógica, pero sí la evidencia de su felicidad, de su realidad delante de la cual las otras se desvanecían. Quiero intentar hacerlo reaparecer. Me retrotraigo con el pensamiento al momento en que tomé la primera cucharada de té. Encuentro el mismo estado, sin una claridad nueva. Le pido a mi mente un esfuerzo mayor, traer una vez más la sensación que huye. Y, para que nada interrumpa el impulso con que va a tratar de atraparla, aparto todo obstáculo, toda idea extraña, protejo mis oídos y mi atención contra los ruidos de la habitación vecina. Pero al sentir que mi mente se cansa sin éxito, la obligo, al contrario, a esa distracción que le negaba, a pensar en otra cosa, a restablecerse antes de una tentativa superior. Luego, por segunda vez, hago el vacío en ella, y le pongo delante el sabor aún reciente de ese primer sorbo, y siento estremecerse en mí algo que se desplaza, que querría elevarse, algo que había soltado el ancla a una gran profundidad; no sé lo que es, pero sube lentamente; siento la resistencia y escucho el rumor de las distancias atravesadas.
Cierto, lo que así palpita en el fondo de mí, debe ser la imagen, el recuerdo visual, que, ligado a ese sabor, intenta seguirlo hasta mí. Pero se debate demasiado lejos, demasiado confusamente; apenas si percibo el reflejo neutro donde se confunde el inasible torbellino de los colores removidos; pero no puedo distinguir la forma, pedirle, en tanto único intérprete posible, que me traduzca el testimonio de su contemporáneo, de su inseparable compañero, el sabor, pedirle que me enseñe de qué circunstancia particular, de qué época del pasado se trata.
¿Llegará hasta la superficie de mi clara conciencia ese recuerdo, ese instante pasado que la atracción de un instante idéntico ha venido de tan lejos a provocar, a conmocionar, a sublevar todo en el fondo de mi alma? No sé. Ahora no siento nada más, se detuvo, volvió a descender, quizás; ¿quién sabe si otra vez subirá desde su noche? Diez veces necesito recomenzar, inclinarme sobre él. Y cada vez la cobardía que nos desvía de toda empresa difícil, de toda obra importante, me aconseja dejarlo, beber mi té pensando simplemente en mis problemas de hoy, en mis anhelos para mañana que se dejan rumiar sin dificultad.
Y, de pronto, el recuerdo apareció. Ese gusto era el del trocito de magdalena que el domingo a la mañana en Combray (porque yo no salía hasta la hora de la misa), cuando iba a decirle buen día a su habitación, tía Léonie me daba después de haberlo embebido en su infusión de té o de tilo. La vista de la pequeña magdalena no me había recordado nada antes de haberla probado; quizás porque habiéndolas visto a menudo, desde entonces, sin comerlas, en los estantes de las confiterías, su imagen se había alejado de aquellos días de Combray para ligarse a otros más recientes; quizá porque, de esos recuerdos abandonados tanto tiempo fuera de la memoria, nada sobrevivía, todo se había disuelto; las formas –y también la de la pequeña valva de confitería, tan generosamente sensual bajo su plisado severo y devoto- se habían borrado o, simplemente, habían perdido la fuerza de expansión que les hubiera permitido volver a la conciencia. Pero, cuando de un antiguo pasado no queda nada, después de la muerte de los seres, después de la destrucción de las cosas, solamente el olor y el sabor, más frágiles pero más vivaces, más inmateriales, más persistentes, más fieles, continúan aún vivos mucho tiempo, como almas, para recordar, para esperar, para anhelar, sobre las ruinas de todo lo demás, para llevar consigo sin desfallecer, en su gotita casi impalpable, el edificio inmenso del recuerdo.
Y cuando reconocí el gusto del pedacito de magdalena mojado en té que me daba mi tía (aunque no supiera todavía y debiera descubrir, más adelante, por qué ese recuerdo me daba tanta felicidad), enseguida la vieja casa que daba a la calle, donde estaba su habitación, vino como un decorado de teatro a sumarse al pequeño pabellón que daba al jardín, que se había construido para mis padres en la parte de atrás (esa parte separada del resto que era lo único que yo recordaba); y con la casa, la ciudad, desde la mañana hasta la noche y en todos los tiempos, la plaza adonde me mandaban antes de almorzar, las calles por donde iba a hacer los mandados, los caminos que tomaba si hacía buen tiempo. Y, como en ese juego en que los japoneses se entretienen metiendo en un bol de porcelana lleno de agua, pequeños pedacitos de papel hasta ese momento indistintos que, apenas sumergidos, se estiran, se retuercen, se colorean, se diferencian, se convierten en flores, casas, personajes consistentes y reconocibles, lo mismo ahora todas las flores de nuestro jardín y las del parque del señor Swann, y los nenúfares del Vivonne, y las buenas gentes del pueblo y sus casitas y la iglesia y todo Combray y alrededores, todo lo que toma forma y solidez, salió, ciudad y jardines, de mi taza de té.»
Imagen: Alexandra Nea.