ANNA KARENINA – TERCERA PARTE – CAPÍTULOS 3 Y 4
ANNA KARENINA – LEV TOLSTOY
TERCERA PARTE – Capítulo 3
–He estado pensando en ti –dijo Sergio Ivanovich–. ¡Hay que ver lo que sucede en tu provincia! Por lo que me contó el médico veo que… Por cierto que ese muchacho no parece nada tonto… Ya te he dicho, y te lo repito, que no está bien que no asistas a las juntas rurales de la provincia y que te hayas alejado de las actividades del zemstvo. Si la gente de nuestra clase se aparta, claro es que las cosas habrán de ir de cualquier modo… Nosotros pagamos el dinero que ha de destinarse a sueldos, pero no hay escuelas, ni médicos auxiliares, ni comadronas, ni farmacias, ni nada…
–Ya he probado –repuso Levin en voz baja y desganada– y no puedo. ¿Qué quieres que haga?
–¿Por qué no puedes? Confieso que no lo comprendo. No admito que sea por indiferencia o ineptitud. ¿Será por pereza?
–Ninguna de las tres cosas. Es que he probado y visto que no puedo hacer nada –replicó Levin.
Apenas pensaba en lo que le decía su hermano. Tenía la mirada fija en la tierra labrada de la otra orilla, donde distinguía un bulto negro que no podía precisar si era un caballo solo o el caballo de su encargado montado por aquél.
–¿Por qué no puedes? Probaste y no resultó como querías. ¡Y por eso te consideraste vencido! ¿Es que no tienes amor propio?
–No comprendo a qué amor propio te refieres. ––contestó Levin, picado por las palabras de su hermano– Si en la Universidad me hubieran dicho que los demás comprendían el cálculo integral y yo no, eso sí que habría sido un caso de amor propio. Pero en este caso tienes que empezar por convencerte de que no careces de facultades para esos asuntos y además, y eso es lo principal, tienes la convicción de que son importantes.
–¿Acaso no lo son? –preguntó Sergio Ivanovich, ofendido de que su hermano no diera importancia a lo que tanto le preocupaba a él y ofendido, también, de que Levin casi no le escuchara.
–No me parecen importantes y no me interesan. ¿Qué quieres? –repuso Levin, advirtiendo ya que la figura que se acercaba era el encargado y que, seguramente, éste habría hecho retirar a los obreros del campo labrado, ya que éstos regresaban con sus instrumentos de trabajo. «Es posible que hayan terminado ya de arar», pensó.
–Escúchame. ––dijo su hermano mayor, arrugando las cejas de su rostro hermoso e inteligente– Todo tiene sus límites. Está muy bien ser un hombre excepcional, un hombre sincero, no soportar falsedades… Ya sé que todo eso está muy bien. Pero lo que tú dices, o no tiene sentido, o lo tiene muy profundo. ¿Cómo puedes no dar importancia a que el pueblo, al que tú amas, según aseguras…
«Jamás lo he asegurado», pensó Levin.
–… muera abandonado? Las comadronas ineptas ahogan a los niños y el pueblo en general se ahoga en la ignorancia y está a merced del primer funcionario que encuentra. Entre tanto, tú tienes a tu alcance el medio de ayudarles y no lo haces por encontrarlo innecesario.
Sergio Ivanovich le ponía en un dilema: o Levin era tan poco inteligente que no comprendía cuanto le era dable hacer o no quería sacrificar su tranquilidad, vanidad o lo que fuera para hacerlo.
Levin reconocía que no le quedaba más remedio que someterse o reconocer su falta de interés por el bien común. Aquello le disgustó y lo ofendió.
–Ni una cosa ni otra –contestó rotundamente Levin–. No veo la posibilidad de…
–¿Cómo? ¿No es posible, empleando bien el dinero, organizar la asistencia médica al pueblo?
–No me parece posible. En las cuatro mil verstas cuadradas de nuestra circunscripción, con los muchos lugares del río que no se hielan en invierno, con las tempestades, con las épocas de trabajo en el campo, no veo modo de llevar a todas partes la asistencia médica. Además, por principio, no creo en la medicina.
–Permíteme que te diga que eso no es razonable. Te pondría miles de ejemplos. Y luego, las escuelas…
–¿Para qué sirven?
–¿Qué dices? ¿Qué duda puede caber sobre la utilidad de la instrucción? Si es conveniente para ti, es conveniente para todos.
Constantino Levin se sentía moralmente acorralado. Se irritó, pues, más aún e involuntariamente explicó el motivo esencial de su indiferencia por el interés común.
–Bien: todo eso podrá ser muy acertado pero no sé por qué voy a preocuparme de la instalación de centros sanitarios, cuyos servicios no necesito nunca y de procurar la instalación de escuelas a las que no voy a mandar a mis hijos jamás. Aparte de que no estoy muy seguro de que convenga enviar a los niños a la escuela –dijo.
Por un momento, Sergio Ivanovich quedó sorprendido ante aquella inesperada objeción, pero en seguida formó un nuevo plan de ataque. Calló unos instantes, sacó la caña del agua, la cambió de posición y se dirigió, sonriendo, a su hermano.
–Dispensa que te diga: primero, que el auxilio médico lo has necesitado ya. Acabas de enviar a buscar al médico rural para Agafia Mijailovna.
–Pues creo que ésta se quedará con la mano torcida.
–Eso no se sabe aún. Por otra parte, supongo que un campesino no analfabeto, un operario que sepa leer y escribir, te es más útil que los que no saben.
–No. Pregúntaselo a quien quieras. –respondió Constantino Levin– El campesino culto es mucho peor como operario. No saben ni arreglar los caminos… y en cuanto arreglan los puentes los roban…
–De todos modos… –insistió Sergio Ivanovich. Y frunció las cejas. No le gustaban las contradicciones, y menos las que saltaban de un tema a otro, presentando nuevas demostraciones inconexas, no sabiendo nunca a cual contestar– De todos modos, no se trata de eso. Permíteme… ¿Reconoces que la instrucción es beneficiosa para el pueblo?
–Lo reconozco –dijo Levin impremeditadamente. Y en seguida comprendió que había dicho una cosa que no pensaba. Reconoció que, admitido aquel postulado, podía replicársele que entonces decía necedades, cosas sin sentido. Cómo se le pudiera demostrar no lo sabía, pero estaba seguro de que iba a demostrársele lógicamente y se dispuso a esperar tal demostración.
Ésta fue mucho más sencilla de lo que aguardaba.
–Si reconoces que es un bien –dijo Sergio Ivanovich–, entonces, como hombre honrado, no puedes dejar de simpatizar con esa obra y no puedes negarte a trabajar para ella.
–No reconozco esa obra como buena –repuso Constantino Levin sonrojándose.
–¿Cómo? ¡Si has dicho que sí ahora mismo!
–Quiero decir que no me parece que sea conveniente ni posible.
–No puedes saberlo, puesto que no has aplicado tus esfuerzos a ello.
–Supongamos, –repuso Levin– aunque yo no lo supongo, supongamos que todo sea como tú dices. Ni aún así veo por qué habría de ocuparme yo de tal cosa.
–¿Cómo que no?
–Acuérdate de que ya una vez hablamos de esto y ya entonces te dije mi opinión. Pero ya que hemos llegado otra vez a esto, explícamelo desde el punto de vista filosófico –dijo Levin.
–No veo qué tiene que ver con esto la filosofía –repuso Sergio Ivanovich. Y su tono irritó a Levin, porque parecía dar a comprender que él no tenía autoridad para ocuparse de filosofía.
–Ahora te lo diré yo –repuso ya acalorado–. Supongo que el móvil de todos nuestros actos es, en resumen, nuestra felicidad personal. Y en la institución del zemstvo, yo, como noble, no veo nada que pueda favorecer mi bienestar. Por ello los caminos no son mejores ni pueden mejorarse. Además, mis caballos me llevan muy bien por los caminos mal arreglados. No necesito al médico ni al puesto sanitario. Tampoco necesito al juez del distrito, a quien nunca me he dirigido ni dirigiré. No sólo no necesito escuelas, sino que me perjudican, según lo he demostrado. Para mí, el zemstvo se reduce a tener que pagar dieciocho copecks por deciatina de tierra, a la obligación de ir a la ciudad a pasar una noche en cuartos con insectos y luego a tener que oír necedades y disparates. Mi interés personal no me aconseja soportar eso.
–Permíteme. –interrumpió Sergio Ivanovich, sonriendo– El interés personal no nos aconsejaba procurar la liberación de los siervos y, sin embargo, lo hemos procurado.
–¡No! –interrumpió Constantino Levin, animándose– La liberación de los siervos era otra cosa. Allí había un interés personal. Queríamos quitar un yugo que nos oprimía a toda la gente buena. Pero ser vocal de un consejo para deliberar sobre cuántos deshollinadores son necesarios y sobre la necesidad de instalar tuberías en la ciudad en la que no vivo; tener, como vocal, que juzgar a un aldeano que robó un jamón, escuchando durante seis horas las tonterías que sueltan defensores y fiscales, mientras el presidente pregunta, por ejemplo, a mi viejo Alecha el tonto: «¿Reconoce usted, señor acusado, el hecho de haber robado el jamón?», y Alecha el tonto contesta: «¿Qué…?».
Constantino Levin, ya lanzado por este camino, comenzó a imitar al presidente y a Alecha el tonto, como si todo ello tuviera alguna relación con lo que decían.
Sergio Ivanovich se encogió de hombros.
–¿Qué quieres decir?
–Quiero decir que los derechos que mi… que son… que tratan de mis intereses, los defenderé con todas mis fuerzas. Cuando los gendarmes registraban nuestras habitaciones de estudiantes y leían nuestros periódicos, estaba, como estoy ahora, dispuesto a defender mis derechos a la libertad y la cultura. Me intereso por el servicio militar obligatorio, que afecta a mis hijos, a mis hermanos, a mí mismo y estoy dispuesto a discutir sobre él cuanto haga falta, pero no puedo juzgar sobre cómo han de distribuirse los fondos del zemstvo ni sentenciar a Alecha el tonto. No comprendo todo eso y no puedo hacerlo.
Parecía haberse roto el dique de la elocuencia de Levin. Sergio Ivanovich sonrió.
–Entonces, si mañana tienes un proceso, preferirás que lo juzguen por la antigua audiencia de lo criminal.
–No tendré proceso alguno. No cortaré el cuello a nadie y no necesito juzgados. El zemstvo –continuaba Levin, saltando a un asunto que no tenía relación alguna con el tema– se parece a esas ramitas de abedul que poníamos en casa por todas partes el día de la Santísima Trinidad para que imitasen la primitiva selva virgen de Europa. Me es imposible creer que, si riego esas ramas de abedul, van a crecer.
Sergio Ivanovich se encogió de hombros, expresando en este gesto su sorpresa porque salieran a relucir en su discusión aquellas ramas de abedul, aunque comprendió en seguida lo que su hermano quería dar a entender.
–Perdóname, pero de este modo no se puede hablar ––observó.
Pero Constantino Levin quería disculparse de aquel defecto de su indiferencia hacia el bien común y continuó:
–Creo que ninguna actividad puede ser práctica si no tiene por base el interés personal. Esta verdad es filosófica ––dijo con energía, repitiendo la palabra «filosófica» como subrayando que también él, como todos, tenía derecho a hablar de filosofía.
Sergio Ivanovich sonrió otra vez. «También él tiene una filosofía propia: la de servir sus inclinaciones», pensó.
–Deja la filosofía. ––dijo en voz alta– El fin principal de la filosofía de todas las épocas consiste precisamente en encontrar la relación necesaria que debe existir entre el interés personal y el común. Pero no se trata de eso; debo corregir tu comparación. Los abedules que decías no estaban plantados en tierra y éstos sí, aunque, como no están crecidos aún, hay que cuidarlos. Sólo tienen porvenir, sólo pueden figurar en la historia, los pueblos que tienen consciencia de lo que hay de necesario e importante en sus instituciones, y las aprecian.
Sergio Ivanovich llevó así el tema a un terreno histórico–filosófico inaccesible para su hermano, demostrándole todo lo injusto de su punto de vista.
–Se trata de que a ti esto no te gusta y ello es, y perdóname, característico de nuestra pereza rusa, de nuestra clase. Mas estoy seguro de que es un error pasajero que no durará.
Levin callaba. Se reconocía batido en toda la línea pero a la vez comprendía que su hermano no había sabido interpretar su pensamiento. No veía si no había sido comprendido por no saber explicarse mejor y con más claridad o porque el otro no quería comprenderlo. Mas no profundizó en aquellos pensamientos y, sin replicar a su hermano, permaneció pensativo, ensimismado en el asunto personal que entonces le preocupaba.
Sergio Ivanovich volteó una vez más el sedal en torno a la caña. Luego desataron el caballo y regresaron a casa.
TERCERA PARTE – Capítulo 4
El asunto personal que preocupaba a Levin durante su conversación con su hermano era el siguiente: cuando el año pasado, habiendo ido Levin a la siega, se enfadó con su encargado, empleó su medio habitual de calmarse: coger una guadaña de manos de un campesino y ponerse a segar.
El trabajo le gustó tanto que algunas veces se puso, espontáneamente, a guadañar; segó todo el prado de frente de casa y, este año, ya desde la primavera, se había formado el plan de pasar días enteros guadañando con los campesinos.
Desde que había llegado su hermano, Constantino Levin no hacía más que pensar si debía hacer lo proyectado o no. No le parecía bien dejar solo a su hermano durante días enteros y además temía que Sergio Ivanovich se burlara de él.
Pero mientras pasaba por el prado, al recordar el placer que le producía manejar la guadaña, resolvió hacerlo. Y tras la disputa con su hermano volvió a recordar su decisión.
«Necesito ejercicio físico», pensó. «De lo contrario, se me agria el carácter.»
Resolvió, pues, tomar parte en la siega, aunque pareciera incorrecto con respecto a su hermano y miráralo la gente como lo mirara.
Por la tarde se fue al despacho, dio órdenes para el trabajo y envió a buscar segadores en los pueblos cercanos, a fin de segar al día siguiente el prado de Vibumo, que era el mayor y el mejor de todos.
–Hagan también el favor de enviar mi guadaña a Tit, para que la afile y me la tenga lista para mañana. Quizá trabaje yo también –dijo, tratando de disimular su turbación.
El encargado, sonriendo, repuso:
–Bien, señor.
Por la noche, durante el té, Levin dijo a su hermano:
–Como el tiempo parece bueno, mañana empiezo a segar.
–Es muy interesante ese trabajo –dijo Sergio Ivanovich.
–A mí me encanta. A veces he segado yo con los aldeanos. Mañana me propongo hacerlo todo el día.
Sergio Ivanovich, levantando la cabeza, miró a su hermano con atención.
–¿Cómo? ¿Con los campesinos? ¿Igual que ellos? ¿Todo el día?
–Sí; es muy agradable –contestó Levin.
–Como ejercicio físico es excelente, pero no sé si podrás resistirlo –dijo Sergio Ivanovich sin ironía alguna.
–Lo he probado. Al principio parece difícil, pero luego se acostumbra uno. Espero no quedarme rezagado.
–¡Vaya, vaya! Pero dime: ¿qué opinan de eso los aldeanos? Seguramente se burlarán de las manías de su señor.
–No lo creo. Ese trabajo es tan atrayente y, a la vez, tan difícil que no queda tiempo para pensar.
–¿Y cómo vas a comer con ellos? Porque seguramente no irán a llevarte allí el vino Laffite y el pavo asado.
–No. Vendré a casa mientras ellos descansan.
A la mañana siguiente, Levin se levantó más temprano que nunca, pero las órdenes que tuvo que dar le entretuvieron y, cuando llegó al prado, los segadores empezaban ya la segunda hilera.
Desde lo alto de la colina se descubría la parte segada del prado, con los bultos negros de los caftanes que se habían quitado los segadores cerca del lugar adonde llegaran en la siega de la primera hilera.
A medida que Levin se acercaba al prado, aparecían a sus ojos los campesinos, unos con sus caftanes, otros en mangas de camisa, que, formando una larga hilera escalonada, avanzaban moviendo las guadañas cada uno a su manera. Levin los contó y halló que había cuarenta y tres hombres.
Los segadores avanzaban lentamente sobre el terreno desigual del prado, hacia la parte donde estaba la antigua esclusa.
Levin reconoció a algunos de ellos. Allí se veía al viejo Ermil, con una camisa blanca larguísima, manejando la guadaña muy encorvado; luego, el joven Vaska, que servía de cochero a Levin y que guadañaba con amplios movimientos. Allí estaba también Tit, un campesino bajo y delgado que había instruido a Levin en el arte de segar; iba delante y manejaba la guadaña sin inclinarse, sin esfuerzo alguno y como si jugara.
Levin se apeó, ató al caballo junto al camino y se unió a Tit. Éste sacó de entre los matorrales una segunda guadaña y la ofreció a su dueño.
–Ya está preparada, señor. Corta que da gusto –dijo Tit sonriendo y quitándose la gorra mientras entregaba la guadaña a Levin.
Éste la tomó y empezó a guadañar para probarla. Los segadores que ya habían terminado su hilera salían uno tras otro al camino, sudorosos y alegres y saludaban, riendo, al señor.
Todos lo contemplaban pero nadie osaba hablar, hasta que un viejo alto, con el rostro arrugado y sin barba, que llevaba una chaqueta de piel de cordero, salió al camino y, dirigiéndose a Levin, le dijo:
–Bueno, señor; ya que ha comenzado, no debe quedarse atrás.
Levin oyó una risa ahogada entre los segadores.
–Procuraré no quedarme –repuso Levin, situándose tras Tit y esperando el momento de empezar.
–Muy bien; veremos cómo cumple –repitió el viejo.
Tit dejó sitio y Levin le siguió. La hierba era baja, como sucede siempre con la hierba que crece junto al camino y Levin, que hacía tiempo no manejaba la guadaña y se sentía turbado bajo las miradas de los segadores fijas en él, guadañaba al principio con alguna torpeza, a pesar de hacerlo con vigor.
Se oyeron exclamaciones a sus espaldas.
–Tiene mal cogida la guadaña, con el mango demasiado arriba… Mire cómo tiene que inclinarse –dijo uno.
–Apriete más con el talón –indicó otro.
–Nada, nada, ya se acostumbrará –repuso el viejo–. ¡Vaya, vaya, cómo se aplica! Hace el corte demasiado ancho y se cansará. Guadaña demasiado aprisa. ¡Se ve bien que trabaja para usted! Pero, ay, ay, ¡qué bordes va dejando! Antes, por cosas así, nos daban de palos a nosotros.
La hierba ahora era más blanda y mejor y Levin, escuchando sin contestar, seguía a Tit, procurando guadañar lo mejor que podía. Adelantaron un centenar de pasos. Tit avanzaba siempre sin pararse, sin mostrar el menor cansancio. Levin, en cambio, se sentía tan fatigado que temía no poder resistirlo.
Movía la guadaña sacando fuerzas de flaqueza e iba ya a pedir a Tit que se parase, cuando el otro lo hizo espontáneamente, se inclinó, cogió un puñado de hierba y después de haber secado con ella la guadaña, comenzó a afilarla.
Levin se irguió, respiró fuerte y miró a su alrededor.
Tras él iba otro aldeano, también cansado al parecer, puesto que, sin llegar hasta donde estaba Levin, empezó a su vez a afilar la guadaña.
Tit afiló la suya y la de Levin, y luego continuaron la labor.
A la segunda vuelta pasó lo mismo. Tit caminaba sin detenerse, sin cansarse, moviendo sin cesar su guadaña. Levin le seguía procurando no retrasarse y sintiéndose más cansado cada vez. Pero cuando llegaba el momento en que le faltaban las fuerzas, Tit se detenía y se ponía a afilar el instrumento.
Así concluyeron la primera hilera. A Levin esta hilera tan larga le pareció muy dura y difícil, pero cuando hubieron llegado al final y Tit, poniéndose la guadaña al hombro, comenzó a caminar sobre las huellas que dejaran en la tierra sus propios talones y Levin hubo hecho lo propio, siguiendo también sus propias huellas, se sintió muy a gusto, a pesar del sudor que le caía en gruesas gotas del rostro y de la nariz y de tener la espalda completamente empapada. Le alegraba, sobre todo, la seguridad que tenía ahora de que podría resistir el trabajo.
Lo único que empañaba su satisfacción era el ver que su hilera no estaba bien segada.
«Moveré menos el brazo y más el conjunto del cuerpo», pensaba Levin, comparando la hilera de Tit, segada como a cordel, con la suya, donde la hierba había quedado desigual.
Según Levin observó, Tit había recorrido muy de prisa la primera hilera, sin duda para probar al dueño. Además, era una hilera más larga que las otras. Las siguientes eran más fáciles, pero, con todo, Levin tenía que poner en juego todas sus fuerzas para no rezagarse.
No pensaba ni deseaba nada, salvo que los campesinos no le dejasen atrás y trabajar lo mejor posible. No oía más que el rumor de las guadañas; y veía ante sí la figura erguida de Tit que se iba alejando; el semicírculo de hierba segada; la hierba que caía lentamente, como en oleadas; las flores que se ofrecían ante el filo de su guadaña y, al fondo y frente a sí, el término de la hilera, donde podría descansar al llegar.
En medio del trabajo, y sin comprender la causa de ello, experimentó de repente una agradable sensación de frescura en sus hombros ardientes y cubiertos de sudor y luego, mientras afilaban las guadañas, miró al cielo.
Había llegado una nube baja y pesada y caían gruesas gotas de lluvia.
Algunos segadores corrieron hacia sus caftanes. Otros, como Levin, se encogieron de hombros, satisfechos de sentir la agradable frescura del agua.
Hicieron una hilera más y otra. Unas hileras eran largas, otras cortas, la hierba ora mala, ora buena.
Levin perdió la noción del tiempo y no sabía qué hora era. Su trabajo experimentaba ahora un cambio que le colmaba de placer. En medio de la tarea había momentos en que olvidaba lo que hacía y trabajaba sin esfuerzo; y entonces su hilera resultaba casi tan igual como la de Tit. Pero en cuanto recordaba lo que estaba haciendo y procuraba trabajar con más cuidado, sentía el peso del esfuerzo y todo resultaba peor.
Terminada una hilera más, iba a empezar de nuevo cuando notó que Tit se detenía y, acercándose al viejo, le hablaba en voz baja. Ambos miraron al sol.
«¿De qué hablarán y por qué no siguen trabajando?», pensó Levin, sin darse cuenta de que los campesinos llevaban segando sin cesar lo menos cuatro horas y era ya tiempo de descansar.
–Es hora de almorzar, señor –dijo el viejo.
–¿Ya es hora? Bueno, almorcemos.
Levin entregó la guadaña a Tit y, en grupo con los aldeanos que se acercaban a sus caftanes para coger el pan, se dirigió al lugar donde estaba su caballo, pisando la hierba segada, ligeramente húmeda por la lluvia. Sólo entonces se dio cuenta de que no había previsto bien el tiempo y de que la lluvia estaba mojando el heno.
–La lluvia va a echar a perder el heno –dijo.
–Eso no es nada, señor. Ya dice el refrán que hay que guadañar con lluvia y rastrillar con sol –respondió el viejo.
Levin desató el caballo y se dirigió a su casa para tomar el café.
Sergio Ivanovich se había levantado unos momentos antes.
Después de tomar su café, Levin se fue otra vez a segar antes de que Sergio Ivanovich tuviera tiempo de vestirse y salir al comedor.