ANNA KARENINA – TERCERA PARTE – CAPÍTULOS 26, 27 Y 28
ANNA KARENINA – LEV TOLSTOY
TERCERA PARTE – Capítulo 26
Sviajsky era el representante de la nobleza de su distrito. Tenía muchos más años que Levin y estaba casado hacía ya tiempo. Vivía en su casa su joven cuñada, mujer muy simpática a Levin, quien no ignoraba que Sviajsky y su mujer deseaban casarlo con aquella joven.
Lo sabía con certeza, como lo saben siempre los jóvenes considerados casaderos, aunque no hubiera osado decirlo a nadie, y sabía también que, aunque él deseaba casarse y creía que aquella joven habría sido una excelente esposa en todos los sentidos, tenía tantas probabilidades de casarse con ella, aun no estando enamorado de Kitty Scherbazkaya, como de subir al cielo.
Este pensamiento le amargaba un tanto la satisfacción que se había prometido de aquel viaje a las tierras de Sviajsky.
Al recibir la carta de éste invitándolo a cazar, Levin pensó en ello en seguida pero también pensó que tales miras de su amigo eran un mero deseo sin fundamento y resolvió ir. Además, en el fondo de su alma, deseaba probarse una vez más, volviendo a ver de cerca a la joven cuñada de Sviajsky.
La vida de su amigo era muy grata y el propio Sviajsky, el mejor prototipo de miembro activo de zemstvo que conociera Levin, le resultaba muy interesante.
Sviajsky era uno de esos hombres, incomprensibles para Levin, cuyos pensamientos, eslabonados y nunca independientes, siguen un camino fijo y cuya vida, definida y firme en su dirección, sigue un camino completamente distinto y hasta opuesto al de sus ideas.
Sviajsky era muy liberal. Despreciaba a la nobleza y consideraba que la mayoría de los nobles eran, in petto, partidarios de la servidumbre y que sólo por cobardía no lo declaraban. Creía a Rusia un país perdido, una segunda Turquía, y al Gobierno lo tenía por tan malo que ni siquiera llegaba a criticar sus actos en serio. Esto no le impedía, por otra parte, ser un modelo de representante de la nobleza ni cubrirse, siempre en sus viajes, con la gorra de visera con escarapela y el galón rojo distintivos de la institución.
Creía que sólo era posible vivir bien en el extranjero, adonde se iba siempre que tenía ocasión y, a la vez, dirigía en Rusia una propiedad por procedimientos muy complejos y perfeccionados, siguiendo con extraordinario interés todo lo que se hacía en su país.
Opinaba que el aldeano ruso, por su desarrollo mental, pertenecía a un estadio intermedio entre el mono y el hombre y, sin embargo, en las elecciones para el zemstvo estrechaba con gusto la mano de los aldeanos y escuchaba sus opiniones. No creía en Dios ni en el diablo, pero le preocupaba mucho la cuestión de mejorar la suerte del clero. Y era partidario de la reducción de las parroquias sin dejar de procurar que su pueblo conservase su iglesia.
En el aspecto feminista, estaba al lado de los más avanzados defensores de la completa libertad de la mujer y sobre todo de su derecho al trabajo; pero vivía con su esposa de tal modo que todos admiraban la vida familiar de aquella pareja sin hijos en la que él se había arreglado para que su mujer no hiciera ni pudiese hacer nada, fuera de la ocupación, común a ella y a su marido, de pasar el tiempo lo mejor posible.
Si Levin no hubiera tenido la facultad de querer ver a los hombres por su lado mejor, el carácter de Sviajsky no habría ofrecido para él la menor dificultad ni enigma. Hubiera pensado: «Es un miserable o un tonto» y el asunto hubiera quedado claro. Pero no podía decir «tonto» porque Sviajsky era, sin duda, además de inteligente, muy instruido y sabía llevar su cultura con una extraordinaria naturalidad. No había ciencia que no supiese, pero sólo mostraba sus conocimientos cuando se veía obligado.
Menos aún podía Levin calificarle de miserable, porque Sviajsky era, indudablemente, un hombre honrado, bueno e inteligente, consagrado con ánimo alegre a una labor muy estimada por cuantos lo rodeaban y que nunca, a sabiendas, había hecho ni podía hacer mal alguno.
Levin se esforzaba, pues, en comprenderlo y no lo comprendía, considerándolo como un enigma y su modo de vivir como no menos enigmático.
Eran amigos y, por tanto, Levin tenía ocasiones de sondar a Sviajsky, de llegar hasta la base misma de su concepto de la vida. Pero siempre sus esfuerzos resultaban vanos. Cada vez que Levin trataba de penetrar más allá de las habitaciones de recepción del cerebro de Sviajsky, notaba que éste se turbaba algo, que su mirada expresaba un recelo casi imperceptible, como si temiera que Levin lo comprendiese. E iniciaba una resistencia jovial.
A raíz de su desengaño en sus actividades de propietario, Levin experimentó particular placer en visitar a su amigo. El solo hecho de ver aquella pareja de tórtolos felices y contentos de sí mismos y de su nido confortable, satisfacía ya a Levin, el cual, ahora que se sentía tan descontento de su propia vida, trataba de descubrir el secreto de Sviajsky, que daba una claridad, una alegría y un sentido tan preciso a su vida.
Además, Levin sabía que en casa de Sviajsky vería a los propietarios vecinos y esto le permitiría lo que tanto le interesaba: discutir, escuchar sus conversaciones sobre cosechas, contratos de jornaleros, etcétera.
Aunque consideradas algo vulgares, como no ignoraba Levin, estas charlas le parecían a la sazón muy importantes.
«Acaso esto no tuviera importancia en los tiempos de la servidumbre o ahora en Inglaterra. En ambos casos, las condiciones son definidas, pero aquí, en nuestro país, cuando todo está trastornado y apenas empieza a organizarse el nuevo orden, saber en qué condiciones se hará es el único problema importante que existe en Rusia», pensaba.
La caza resultó peor de lo que él esperaba. El pantano estaba ya seco y las chochas habían huido. Tras un día entero de caza, sólo trajo tres piezas y, como siempre, un excelente apetito, muy buena disposición de ánimo y el estado mental de grata excitación que despertaba en él el ejercicio físico.
Incluso durante la caza, cuando aparentemente no había que pensar en nada, recordaba, de vez en cuando, al viejo y a su familia y, al evocarlos, parecía despertar no sólo su atención, sino una especie de decisión relacionada con ella.
Por la noche, al tomar el té, en compañía de algunos propietarios de tierras que visitaban a Sviajsky por asuntos de tutelaje, se entabló, como Levin esperaba, una interesante conversación.
En la mesa de té, Levin se sentaba junto a la dueña y hubo de hablar con ella y con la cuñada, instalada frente a él. La dueña era una mujer de rostro redondo, rubia y bajita, toda radiante de sonrisas y hoyuelos.
Levin trataba de indagar, por mediación de ella, la solución del problema que constituía para él su marido, pero no poseía su completa libertad de ideas; no se sentía lo suficientemente desembarazado porque ante él se sentaba la cuñada. Ésta llevaba un vestido muy especial, que a Levin le pareció que se había puesto por él y en el cual se abría un escote en forma de trapecio.
Aquel escote cuadrangular, a pesar de la blancura del pecho y acaso por ello, privaba a Levin de la facultad de pensar. Imaginaba, errando probablemente, que aquel escote tendía a influirle y no se consideraba con derecho a mirarlo y procuraba no hacerlo; pero tenía la impresión de ser culpable, aunque sólo fuera por el simple hecho de que aquel escote existiese, que era preciso que explicara algo y le era imposible hacerlo. Y, a causa de esto, se sonrojaba y se sentía torpe e inquieto. Su estado de ánimo se comunicaba también a la linda cuñada. La dueña, en cambio, parecía no reparar en ello y, a propósito, la obligaba a entrar en el tema de la conversación.
–Decía usted –manifestaba continuando la charla iniciada– que a mi marido no le interesa nada ruso… ¡Al contrario! En el extranjero está alegre, pero nunca tanto como cuando vive aquí. Aquí se halla en su ambiente. ¡Como tiene tanto que hacer y se interesa por todo! ¿No ha estado usted en nuestra escuela?
–La he visto. ¿No es esa casa cubierta de hiedra?
–Sí. Es obra de Nastia–dijo, señalando a su hermana.
–¿Les enseña usted misma? –preguntó Levin, esforzándose en no mirar el escote, pero sintiendo que mirase o no hacia allí, tendría que verlo igualmente.
–Sí: enseñaba y enseño pero tenemos, además, una buena maestra. Hemos introducido también clases de gimnasia.
–Gracias, no quiero más té –dijo Levin.
Y, a pesar de reconocer que cometía una incorrección, pero sintiéndose incapaz de continuar aquella charla, se levantó sonrojándose.
–Oigo una conversación muy interesante –añadió– y…
Se acercó al otro extremo de la mesa, donde estaba sentado el dueño con dos propietarios.
Sviajsky, acomodado de lado a la mesa, sostenía la taza con la mano y apoyaba el codo sobre la madera. Con la otra mano empujaba su barba, subiéndola hasta la nariz como para olerla y dejándola luego caer. Sus brillantes ojos negros miraban a un propietario de canosos bigotes que hablaba con agitación y, a juzgar por su rostro, debía de encontrar divertido lo que decía.
El propietario se quejaba de los aldeanos. Levin veía claramente que Sviajsky podía contestar muy bien a aquellas quejas y aniquilar a su interlocutor con pocas palabras, pero su posición se lo impedía y por ello escuchaba, no sin placer, las cómicas lamentaciones del propietario.
El hombre de los bigotes canosos era un evidente partidario de la servidumbre, un hombre que no había salido de su pueblo y a quien apasionaba dirigir los trabajos de su finca. Esto se deducía por su vestido, una levita anticuada y algo raída en la que el propietario no se sentía a gusto; por sus ojos, entornados y perspicaces; por su conversación, en buen ruso; por el tono imperativo adquirido a través de una larga práctica de mando; por los ademanes seguros de sus manos, grandes y bien formadas, tostadas por el sol, con un único y antiguo anillo de boda en su dedo anular.
TERCERA PARTE – Capítulo 27
–De no inspirarme pena dejar esto, tan bien arreglado y en lo que he puesto tantos afanes, lo habría abandonado todo, vendiéndolo y marchando como hizo Nicolás Ivanovich. Sí, me habría ido a oír «La bella Elena» –––dijo el propietario con una sonrisa agradable que iluminó su rostro viejo e inteligente.
–Pero cuando no lo deja ––dijo Nicolás Ivanovich Sviajsky– es señal de que le va bien.
–Me va bien porque la casa donde vivo es mía, porque no he de comparar nada ni alquilar brazos para el trabajo, porque no he perdido aún la esperanza de que el pueblo acabe teniendo sensatez. Pero ¿han visto ustedes qué manera de beber, qué libertinaje?… Todos han repartido sus bienes… Nadie posee un caballo ni una vaca. Se mueren de hambre, pero tome usted a uno como jornalero y verá cómo aprovecha la primera ocasión para estropeárselo todo y lo demanda todavía ante el juez.
–Pues la solución es que también lo demande usted –dijo Sviajsky.
–¿Quejarme yo? ¡Por nada del mundo! Contestan a uno de tal modo que hasta lo hacen arrepentirse de haberse quejado. Y si no, un ejemplo: los obreros de la fábrica pidieron dinero adelantado y luego se fueron. ¿Y qué hizo el juez? ¡Los absolvió! Los únicos que sostienen con firmeza la autoridad son el Juzgado comarcal y el síndico mayor. Éste sí; les ajusta las cuentas como en el buen tiempo antiguo y, si no fuera así, más valdría dejarlo todo y huir al otro extremo del mundo.
Era evidente que el propietario trataba, con sus palabras, de excitar a Sviajsky, pero éste, en vez de excitarse, se divertía.
–Pues nosotros, Levin aquí presente, el señor, yo… –dijo, señalando al otro propietario y sonriendo– dirigimos nuestras tierras sin esos procedimientos.
–Sí, las cosas van bien en la finca de Mijail Petrovich, pero pregúntele cómo… ¿Es eso por ventura una explotación «racional»? –exclamó el viejo, al parecer envanecido por haber empleado la palabra «racional».
–Mi modo de administrar la finca es muy sencillo –dijo Mijail Petrovich– y he de dar gracias a Dios. Toda mi preocupación es preparar dinero para las contribuciones de otoño. Luego vienen los aldeanos: «Padrecito, por Dios, ayúdenos». Vienen todos, amigos míos, y me dan lástima. Yo les doy para pasar el próximo trimestre y les digo: «Muchachos, acuérdense de que los he ayudado y ayúdenme cuando los necesite para sembrar avena, arreglar el heno o segar». Y así les pongo condiciones por cada contribución que les pago. Es verdad que también hay desagradecidos entre ellos…
Levin, que conocía desde mucho atrás aquellos métodos «patriarcales», cambió una mirada con Sviajsky e interrumpió a Mijail Petrovich, dirigiéndose al de los bigotes canosos.
–¿Cómo opina usted –preguntó– que hay que dirigir las fincas?
–Como lo hace Mijail Petrovich, o dando las tierras a medias o arrendándolas a los campesinos. Todo esto es posible, pero con ello se destruye la riqueza del país. Allí donde la tierra, bien cuidada durante la servidumbre, me daba nueve, a medias me da tres. ¡La emancipación ha arruinado a Rusia!
Sviajsky miró a Levin sonriendo y hasta le hizo una leve señal irónica.
Pero Levin no hallaba en las palabras del propietario ningún motivo de risa. Lo comprendía mejor que a Sviajsky. Y lo demás que agregó el propietario, demostrando por qué Rusia estaba arruinada por la emancipación, le pareció incluso muy justo, nuevo para él e indiscutible.
Se veía que aquel hombre expresaba sus propios pensamientos –cosa que sucede con poca frecuencia– y que tales ideas no nacían en un cerebro ocioso en el deseo de buscarse una ocupación, sino que tenían su origen en las condiciones de su vida y habían sido larga y profundamente meditadas en su soledad rural.
–La cosa es ésta: todo progreso se introduce desde arriba. –decía el propietario, con evidente deseo de probar que no era un hombre inculto– Fijémonos en las reformas de Pedro, Catalina y Alejandro; fijémonos en la historia europea… Cuantas más reformas se introducen desde arriba, más mejoras hay en la vida rural. La misma patata ha sido introducida en nuestro país a la fuerza. Tampoco se ha labrado siempre con el arado de madera. Probablemente éste fue introducido a la fuerza en tiempo de los señores feudales.
En nuestra época, durante la servidumbre, nosotros, los propietarios, introdujimos innovaciones: secadoras, aventadoras y otras máquinas modernas. Estas cosas las hemos implantado gracias a nuestra autoridad y los aldeanos, que al principio se resistían, nos imitaban después. Pero, al suprimir la servidumbre nos han quitado la autoridad, y nuestras propiedades, que estaban a un nivel muy alto, bajarán a un estado primitivo y salvaje. Ésta es mi opinión.
–Pero ¿por qué? Si la explotación es racional, puede usted recurrir a los jornaleros –dijo Sviajsky.
–¿Con qué poder, quiere usted decírmelo? ¿De quién podré servirme para ello?
« Claro: el trabajo del obrero es el primer factor de la economía rural», pensó Levin.
–De los jornaleros.
–Los jornaleros no quieren trabajar bien ni con buenas máquinas. Nuestro obrero sólo piensa en una cosa: en beber como un cerdo y, en estando borracho, estropear cuanto se le confía. A los caballos les da demasiada agua, rompe las buenas guarniciones, cambia una rueda enllantada por otra y se bebe el dinero, afloja el tomillo principal de la trilladora mecánica para estropearla… Le repugna todo lo que no se hace según sus ideas. Y por ello ha bajado tanto el nivel de la economía rural. Las tierras se abandonan, se deja crecer el ajenjo en ellas o se regalan a los campesinos, y allí donde se producía un millón de cuarteras ahora se producen sólo unos pocos centenares de miles. La riqueza general ha disminuido. Si hubiésemos hecho lo mismo, pero con tino…
Y comenzó a explicar un plan para la manumisión de siervos con el que se habrían remediado tales males.
A Levin esto no le interesaba. Pero cuando el viejo terminó, Levin volvió a sus primeros propósitos y dijo a Sviajsky, para forzarle a dar su opinión en serio:
–Que el nivel de nuestra economía baja y que con nuestras relaciones con los campesinos es imposible dirigir las propiedades es cosa que no está fuera de duda –afirmó.
–Yo no lo veo así –repuso seriamente Sviajsky–. Sólo veo que no sabemos administrar bien nuestras fincas y que, por el contrario, el nivel de la economía durante la servidumbre no era elevado, sino muy bajo. No tenemos buenas máquinas ni buenos animales de labor, ni buena dirección, ni sabemos hacer cálculos. Pregunte a un propietario y no sabrá decirle lo que es ventajoso y lo que no.
–¡Sí: contabilidad a la italiana! –repuso el propietario irónicamente– Pero, cuente usted como quiera, si se lo estropean todo, no sacará ningún beneficio.
–¿Por qué van a estropeárselo? Una porquería de trilladora, una apisonadora rusa, se la estropearán, pero no mi máquina de vapor. Un caballejo ruso… ¿cómo se llaman? los de esa endiablada raza a los que hay que arrastrar por la cola, esos podrán estropeárselos, pero si tiene usted buenos percherones, no se los estropearán. Y todo así. Es preciso elevar el nivel de la vida rural.
–Para eso hay que tener dinero, Nicolás Ivanovich. En usted está bien, pero yo tengo un hijo, a quien debo educar en la Universidad y otros pequeños a quienes pago el colegio. De modo que no puedo comprar percherones.
–Para eso están los bancos.
–¿Para que me vendan en pública subasta lo último que me quede? No, gracias.
–No estoy conforme con que sea posible y necesario elevar el nivel de la economía rural. –dijo Levin– Yo me ocupo de ello, tengo medios, y, sin embargo, no consigo nada. Ni sé para quién son útiles los bancos. Por mi parte, en todo lo que he gastado dinero he tenido pérdidas: en los animales, pérdidas; en las máquinas, pérdidas.
–Lo que dice usted es muy cierto –afirmó, riendo con satisfacción, el propietario de los bigotes canosos.
–Y no sólo me pasa a mí. –continuó Levin– Puedo nombrar otros propietarios que dirigen sus propiedades de una manera racional. Todos, con raras excepciones, tienen pérdidas en sus fincas. Díganos: ¿gana usted con su propiedad? –preguntó a Sviajsky. Y en seguida notó en los ojos de éste la momentánea expresión de temor que notaba siempre que trataba de penetrar más allá de las habitaciones de recibir del cerebro de Sviajsky.
Además, tal pregunta no era muy leal por parte de Levin. Durante el té, la dueña le había dicho que habían hecho venir aquel verano de Moscú a un contable alemán que por quinientos rublos hizo el balance de las cuentas de la propiedad, del que resultaba que habían tenido tres mil rublos de pérdida y algo más.
Ella no lo recordaba con exactitud, pero el alemán, al parecer, había contado hasta el último cuarto de copeck.
El viejo propietario sonrió al oír hablar de las ganancias de Sviajsky. Se veía claramente que sabía muy bien las ganancias que su vecino y jefe de la nobleza podía tener.
–Quizá yo no obtenga beneficios, –contestó Sviajsky– pero ello sólo indicaría que soy un mal propietario o que invierto el capital para aumentar la renta.
–¡La rental –exclamó Levin, horrorizado– Puede ser que exista renta en Europa, donde ha mejorado la tierra a fuerza de trabajarla, pero nuestra tierra empeora cuanto más trabajo ponemos en ella, es decir que la agotamos y en este caso ya no hay renta.
–¿Cómo que no hay renta? Pues la ley…
–Nosotros estamos fuera de la ley. La renta, para nosotros, no aclara nada; al contrario, lo confunde todo. Dígame: ¿cómo el estudio de la renta puede …?
–¿Quieren leche cuajada? Macha, haz que nos traigan leche cuajada y frambuesas –dijo Sviajsky a su mujer––– Este año tenemos una gran abundancia de frambuesas.
Y Sviajsky se levantó y se alejó en inmejorable disposición de espíritu, dando por terminada la conversación donde Levin la daba por empezada.
Al quedarse sin interlocutor, Levin continuó la charla con el propietario, tratando de demostrarle que la dificultad estribaba en que no se querían conocer las cualidades y costumbres del obrero.
Pero, como todos los hombres que piensan con independencia y viven aislados, el propietario era muy reacio a admitir las opiniones ajenas y se atenía en exceso a las propias. Insistía en que el aldeano ruso es un cerdo y le gustan las porquerías, y que para sacarle de ellas se necesitaba autoridad y, a falta de ésta, palo; pero que como entonces se era tan liberal, se había sustituido el palo, que durara mil años, por abogados y conclusiones con cuya ayuda se alimentaba con buena sopa a aquellos campesinos sucios e inútiles y hasta se les medían los pies cúbicos de aire que necesitaban.
–¿Cree usted –respondía Levin, tratando de volver a la cuestión– que no se puede encontrar un aprovechamiento de la energía del trabajador que haga productivo su trabajo?
–Con el pueblo ruso, no teniendo autoridad, no será posible nunca –contestó el propietario.
–¿Cómo es posible encontrar nuevas condiciones? ––dijo Sviajsky, después de tomar la leche cuajada, encendiendo un cigarrillo y acercándose a los que dialogaban– Todos los modos de emplear la energía de los trabajadores han sido definidos y estudiados. Ese resto de barbarie, la comunidad primitiva de caución solidaria, se descompone por sí sola; la esclavitud ha sido aniquilada; el trabajo es libre; sus formas, concretas, y hay que aceptarlas así. Hay peones, jornaleros, colonos, y fuera de eso, nada.
–Pues Europa está descontenta de tales formas. Tan descontenta, que trata de hallar otras.
–Yo sólo digo esto –intervino Levin–. ¿Por qué no buscar nosotros por nuestra parte?
–Porque sería igual que si pretendiéramos volver a inventar procedimientos para la construcción de ferrocarriles. Estos procedimientos están ya inventados.
–Pero ¿si no convienen a nuestro país, si resultan perjudiciales? –insistió Levin. Y otra vez observó la expresión de temor en los ojos de Sviajsky.
–¡En este caso celebremos nuestro triunfo y proclamemos que hemos encontrado lo que Europa buscaba! Todo eso está muy bien, pero ¿saben ustedes lo que se ha hecho en Europa referente a la organización obrera?
–Muy poco.
–La cuestión apasiona ahora a los mejores cerebros europeos. Tenemos la escuela de Schulze–Delich… Existe además una amplia literatura sobre la cuestión obrera en el sentido más liberal, debida a Lassalle. En cuanto a la organización de Mulhouse, es un hecho. Seguramente no la ignoran ustedes.
–Tengo una idea… pero muy vaga.
–Aunque diga eso, seguramente lo sabe tan bien como yo. No soy un profesor de sociología, pero eso me interesa y le aconsejo que, si le interesa también, la estudie.
–Y ¿a qué conclusiones ha llegado?
–Perdón, pero…
Los propietarios se levantaron. Sviajsky, habiendo detenido una vez más a Levin en su molesta costumbre de escrutar en las habitaciones interiores de su cerebro, saludó a los invitados que se marchaban.
TERCERA PARTE – Capítulo 28
–Aquella noche Levin se aburría terriblemente en compañía de las señoras; le agitaba el pensamiento de que la insatisfacción que sentía por los asuntos de sus tierras no era exclusiva suya sino general en toda Rusia; que encontrar una organización en la que los obreros trabajasen como en la propiedad del campesino que vivía a mitad de camino de casa Sviajsky no era una ilusión, sino un problema que había que resolver, que era posible resolver y que había que intentarlo.
Después de saludar a las señoras y haber prometido quedarse todo el día siguiente, para ir juntos a caballo a ver un derrumbamiento que se había producido en un bosque del Estado, Levin, antes de retirarse, pasó al despacho de su amigo para coger los libros sobre cuestiones obreras que Sviajsky le había ofrecido.
El despacho era una pieza enorme, con muchas estanterías de libros y dos mesas, una grande, de escritorio, en el centro de la habitación, y otra redonda, con periódicos y revistas en todos los idiomas dispuestos en círculo en tomo a la lámpara.
Junto a la mesa escritorio se veía un archivador en cuyos cajones rótulos dorados indicaban los distintos documentos que contenían.
Sviajsky cogió unos libros y se sentó en una mecedora.
–¿Qué busca usted? –preguntó a Levin, que, parándose junto a la mesa redonda, miraba las revistas– ¡Ah, sí! Ahí hay un artículo muy interesante –agregó, refiriéndose a la revista que Levin tenía en la mano– Resulta –añadió con alegre animación– que el principal culpable del reparto de Polonia no fue Federico. Parece que…
Y Sviajsky, con su peculiar claridad, refirió brevemente aquellos nuevos e interesantes descubrimientos de indudable importancia.
Aunque a Levin le importaba sobre todo lo de la propiedad rural, oyendo a su huésped, se preguntaba: «¿Cómo será el interior de este hombre? ¿En qué puede interesarle la división de Polonia?».
Y cuando terminó, Levin le preguntó, involuntariamente:
–Bueno, ¿y qué?… Pero no pudo obtener nada más.
Lo único interesante era que «resultaba»… Sviajsky no explicó, sin embargo, ni lo creyó necesario, por qué le interesaba aquello.
–Me interesó mucho ese propietario rural tan enfadado –dijo Levin suspirando–. Es muy inteligente y en muchas de sus cosas tiene razón.
–¿Qué dice usted? Es un antiguo partidario de la servidumbre, como todos ellos –repuso Sviajsky.
–Todos ellos son los que usted representa…
–Sí, soy el representante de la nobleza, pero los llevo en otra dirección diferente a la que desean –rió Sviajsky.
–El asunto me interesa mucho ––dijo Levin–. Ese hombre acierta en que el cultivo racional de fincas va mal y que las únicas que prosperan son las de usureros, como las de aquel otro, tan callado y la pequeña propiedad. ¿Quién tiene la culpa?
–Sin duda nosotros mismos. Y, además, no es cierto que la propiedad racional no prospere. Por ejemplo, Vasilchikov…
–Prospera la fábrica, no las tierras.
–No sé por qué se extraña, Levin. El pueblo ruso está a un nivel moral y material tan bajo que es natural que se resista a aceptar lo que necesita. En Europa la propiedad racional prospera porque el pueblo está educado, lo cual significa que nosotros debemos educar al pueblo y nada más.
–¿Es posible, acaso, educar al pueblo?
–Para educar al pueblo se necesitan tres cosas: escuelas, escuelas y escuelas.
–Usted ha dicho que el pueblo tiene un nivel muy bajo de desarrollo material. ¿En qué pueden servirle para eso las escuelas?
–Me recuerda usted la anécdota de los consejos sobre la enfermedad. «Pruebe a dar al enfermo un purgante.» «Ya se lo hemos dado y se siente peor.» «Póngale sanguijuelas.» «También, y empeora.» «Recen.» «Ya hemos rezado, y empeora…» Nosotros somos así. Yo le menciono la economía política y usted dice que eso es peor. Le hablo de socialismo y me contesta que es peor. Le hablo de la educación y me dice que es peor.
–¿De qué pueden servir las escuelas?
–Las escuelas despertarán en el pueblo nuevas necesidades.
–Eso no he podido comprenderlo nunca –repuso Levin con animación–. ¿Cómo van a ayudar las escuelas al pueblo a mejorar su estado material? Dice usted que las escuelas y la educación despertarán en el pueblo otras necesidades? Pues peor que peor, porque el pueblo no podrá satisfacerlas. En qué el sumar y restar y el catecismo puedan servir para mejorar el estado material no he podido entenderlo jamás. Anteayer encontré a una aldeana con un niño de pecho en brazos y le pregunté de dónde venía. Me contestó que el niño tenía tos ferina y lo había llevado a la curandera para que lo curase. «¿Y qué ha hecho la mujer para curar la tos ferina a la criatura?», le pregunté. «Ha puesto el niñito sobre la pértiga del gallinero y ha murmurado no sé qué palabras.»
–¿Lo ve usted? ¡Usted mismo lo ha dicho! Para que la aldeana no lleve a curar a su niño a la pértiga de un gallinero es preciso…
–¡No! ––dijo Levin irritado––– Esa curación del niño en la pértiga es para mí como la curación del pueblo en las escuelas. El pueblo es pobre e inculto. Eso lo vemos ambos con tanta claridad como la mujer ve la tos ferina porque el niño tose. Pero es tan incomprensible que las escuelas puedan hacer algo por la incultura y la miseria del pueblo como lo es que el niño cure de la tos ferina por ponérsele en la pértiga del gallinero. Lo que hay que aclarar es el motivo de la miseria del labriego.
–En eso, al menos, coincide usted con Spencer, que tan poco le gusta. También opina que la cultura sólo puede ser el resultado del bienestar y las comodidades de la vida y los frecuentes baños, como dice él, pero nunca del saber leer y contar.
–Celebro, o mejor dicho lamento, coincidir con Spencer. Pero sabía lo que dice hace mucho… Las escuelas no valen para nada; sólo serán útiles cuando el pueblo, siendo más rico y teniendo más tiempo libre, pueda frecuentarlas.
–Sin embargo, ahora, en toda Europa la enseñanza es obligatoria.
–¿Está usted de acuerdo en eso con Spencer o no? –repuso Levin.
Pero en los ojos de su amigo brilló otra vez la expresión de temor y dijo sonriendo:
–¡Lo que usted me ha contado de la tos ferina es maravilloso! ¿Es posible que lo haya oído usted mismo?
Levin comprendió que no podría hallar la relación entre la vida de aquel hombre y sus ideas. Se comprendía que le era indiferente la conclusión a la que le llevaran sus razonamientos; él necesitaba únicamente el proceso de pensar. Y se molestaba cuando éste lo conducía a un callejón sin salida. Esto era lo único que no quería admitir y lo evitaba, cambiando la conversación con alguna sugestión graciosa y agradable.
Todas las impresiones del día, empezando por la del aldeano en cuyas tierras se había detenido y la cual le servía de base de todas sus ideas y sensaciones de hoy, agitaron profundamente a Levin. Aquel amable Sviajsky, que sostenía opiniones sólo para uso general y que, evidentemente, poseía otros fundamentos de vida, ocultos para Levin, formaba parte de una innumerable legión de gente que dirigía la opinión pública mediante ideas que no sentían. Aquel enfadado propietario, acertado en sus reflexiones, deducidas a través de su experiencia de la vida, era injusto en sus apreciaciones sobre una clase entera –y la mejor– de los habitantes de Rusia. Todo ello, más el descontento de sus ocupaciones y la vaga esperanza de que se hallara a todo remedio, se fundía en Levin en un sentimiento de interior inquietud y la espera de una pronta resolución.
Al quedar solo en el cuarto que le habían destinado, sobre el colchón de muelles que le hacía saltar inesperadamente pies y brazos a cada movimiento, Levin permaneció despierto largo rato. La conversación con Sviajsky, a pesar de haber dicho cosas muy atinadas, no logró en ningún momento interesarle, pero las ideas del viejo propietario merecían que se pensase en ellas. Involuntariamente recordaba sus palabras y corregía las respuestas que él le diera.
«Sí», pensaba, «debí decirle: Usted afirma que nuestras propiedades van mal porque el aldeano odia todos los perfeccionamientos y en eso tiene razón. Pero el asunto va bien donde el aldeano obra según sus costumbres, como en la casa del viejo que vive a la mitad del camino. Nuestro descontento de las cosas demuestra que los culpables somos nosotros y no los trabajadores. Ya hace tiempo que obramos al modo europeo sin considerar las cualidades de la mano de obra. Probemos a reconocer la fuerza obrera no como una fuerza ideal de trabajadores, sino como un conjunto de aldeanos rusos, con sus instintos propios, y organicemos la explotación de nuestras propiedades con arreglo a ello. Imagine usted –debí decirle– que usted llevara su propiedad como el viejo del camino y que hubiera sabido interesar en el éxito de la labor a los trabajadores y que hubiese aplicado el sistema de trabajo que ellos admiten. Entonces obtendría usted, sin agotar la tierra, dos o tres veces más que ahora. Divídalo en dos, dé la mitad a los obreros y usted recibirá más y la mano de obra también. Para ello hay que disminuir el nivel de ganancias a interesar a los obreros en el éxito. El cómo es cuestión de detalles, pero indudablemente esto es posible».
Aquellas ideas agitaban de un modo extraordinario a Levin. Pasó sin dormir la mitad de la noche, reflexionando sobre la manera de realizar su pensamiento. No pensaba volver a casa al día siguiente, pero ahora resolvió marchar de madrugada. Además, aquella cuñada del escote le despertaba un sentimiento análogo a la vergüenza y al arrepentimiento de haber hecho algo malo.
Sobre todo, tenía que volver pronto a casa para presentar a los campesinos un nuevo proyecto, antes de la sementera de otoño, a fin de poder sembrar ya en las nuevas condiciones.
Había decidido cambiar radicalmente el modo de dirigir su propiedad.