ANNA KARENINA – TERCERA PARTE – CAPÍTULOS 10, 11 Y 12
ANNA KARENINA – LEV TOLSTOY
TERCERA PARTE – Capítulo 10
–Kitty me escribe que no desea sino soledad y silencio –dijo Dolly.
–¿Está mejor de salud? –preguntó Levin con emoción.
–Gracias a Dios se halla completamente bien. Yo no creí nunca que padeciera una afección pulmonar.
–¡Me alegra mucho saberlo! ––exclamó Levin.
Y Dolly, mirándole en silencio mientras hablaba, leyó en su rostro una expresión suave y conmovedora.
–Escuche, Constantino Dmitrievich ––dijo Daria Alejandrovna, con su sonrisilla bondadosa y un tanto burlona–: ¿está usted disgustado con Kitty?
–¿Yo? No –repuso Levin.
–Pues, si no lo está, ¿cómo no fue a vernos, ni a ellos ni a nosotros, cuando estuvo en Moscú?
–Daria Alejandrovna, -dijo Levin, sonrojándose hasta la raíz del pelo– me extraña que usted, que es tan buena, no comprenda… ¿Cómo no siente usted, por lo menos, compasión de mí, sabiendo que…?
–¿Sabiendo qué?
–Sabiendo que me declaré a Kitty y que ella me rechazó –dijo Levin. Y la emoción que un instante antes le inspiraba el recuerdo de Kitty se convirtió en irritación al pensar en el desaire sufrido.
–¿Por qué se figura que lo sé?
–Porque todos lo saben.
–Está usted en un error. Yo no lo sabía, aunque lo imaginaba.
–Pues ahora ya lo sabe.
–Yo sólo sabía que había algo que la apenaba y que Kitty me rogó que no hablara a nadie de su tristeza. Si no me contó a mí lo sucedido, es seguro que no se lo ha contado a nadie. Pero, dígame, ¿qué es lo que pasó entre ustedes?
–Ya se lo he dicho.
–¿Cuándo fue?
–La última vez que estuve en su casa.
–¿Sabe lo que voy a decirle? –repuso Dolly– Que Kitty me da mucha pena, mucha… En cambio, usted no siente más que el amor propio ofendido.
–Quizá, pero… –empezó Levin.
Dolly le interrumpió:
–En cambio, por la pobre Kitty siento mucha compasión. Ahora lo comprendo todo.
–Sí, sí, Daria Alejandrovna… Pues, nada, usted me dispensará, pero… –indicó Levin, levantándose– Hasta la vista, ¿eh?
–Espere, espere y siéntese –dijo ella cogiéndole por la manga.
–Le ruego que no hablemos más de eso –indicó Levin sentándose y sintiendo a la vez renacer en su corazón la esperanza que creía enterrada para siempre.
–Si yo no le apreciara y no le conociera como le conozco… –dijo Dolly, con lágrimas en los ojos.
El sentimiento que creyera muerto se adueñaba más cada vez del alma de Levin.
–Sí, ahora lo comprendo todo –repitió Dolly–. Ustedes, los hombres, que son libres y pueden siempre escoger, no pueden comprenderlo… Pero una joven, obligada a esperar, con su pudor femenino, con su recato virginal, una joven que sólo les trata a ustedes de lejos y ha de fiarse de su palabra… Una joven así puede experimentar un sentimiento sin saber explicárselo.
–Pero cuando el corazón habla…
–El corazón puede hablar, piénselo bien: cuando ustedes se interesan por una muchacha, van a su casa, la tratan, la miran, esperan, estudian lo que sienten, analizan sus impresiones y, si están seguros de que aman, entonces piden su mano.
–Las cosas no son precisamente así.
–Es igual. Ustedes se declaran cuando su amor ha madurado lo suficiente o cuando, entre dos que les interesan, su voluntad se inclina por una. Y a ella no se le pregunta nada. Ustedes desean que ella escoja; pero ella no puede escoger: sólo le cabe decir sí o no.
«Sí; la elección entre Vronsky y yo», pensó Levin. Y el sentimiento que resucitaba en su alma pareció morir de nuevo y atormentar su corazón.
–Mire, Daria Alejandrovna: así se eligen los vestidos, pero no el amor. La elección se hace por sí sola, y una vez hecha, hecha está. Las cosas no se repiten.
–¡Oh, cuánto orgullo! –exclamó Dolly– ¡cuánto orgullo! –repitió aún, como si despreciara aquel bajo sentimiento que se manifestaba en Levin, comparándolo al otro que sólo las mujeres conocen– Cuando usted se declaró a Kitty, ella no estaba en situación de poder decirle nada. Dudaba entre usted y Vronsky. A éste lo veía a diario, a usted hacía tiempo que no lo veía. Si Kitty hubiese tenido más edad, claro que… Yo, por ejemplo, en su lugar, no habría dudado. Vronsky a mí me fue siempre muy antipático. Y así salió.
Levin recordó la respuesta de Kitty. Le había dicho: «No, no puede ser».
–Aprecio en mucho su confianza, pero creo que no acierta usted. –expuso Levin con sequedad– Tenga yo razón o no, este orgullo que tanto censura usted en mí me hace imposible pensar en Catalina Alejandrovna, ¿comprende usted?, imposible del todo.
–Quiero decirle aún una cosa. Hágase cargo de que le hablo de mi hermana a la que quiero tanto como a mis hijos. No pretendo asegurarle que ella lo ama, pero sí que su negativa de entonces no significa nada.
–No sé. –repuso Levin casi con ira– Pero no sabe usted cuánto me hace sufrir con sus palabras. Esto es para mí como si a la madre de un niño muerto le estuvieran diciendo: «¿Ves?, tu niño ahora sería de esta o de aquella manera si no hubiese muerto y tú serías feliz mirando a tu niño…». ¡Pero el niño ha muerto, ha muerto!
–¡Me hace usted reír! ––dijo Dolly, considerando con melancólica ironía la emoción de Levin– Sí, ahora cada vez voy comprendiéndolo mejor. –continuó, pensativa– ¿Así que no vendrá usted a vernos cuando esté Kitty?
–No. No es que vaya a huir de Catalina Alejandrovna, pero siempre que me sea posible le evitaré el disgusto de mi presencia.
–Es usted el hombre más extraño. ––dijo Dolly, mirando a Levin, con dulzura, a la cara– En fin, como si no hubiéramos dicho nada… ¿Qué quieres? –preguntó en francés a la niña, que entraba en aquel momento.
–¿Dónde está mi paleta, mamá?
–Cuando te hable en francés, contéstame en francés.
La niña quería decirlo así, pero había olvidado cómo se llamaba la paleta en francés. La madre se lo recordó y luego le dijo, siempre en francés, dónde tenía que ir a buscarla. A Levin todo esto le disgustó. Al presente, nada de lo que había en aquella casa, ni siquiera los niños, le gustaba como antes.
«¿Por qué hablará a sus niños en francés?», pensaba. «¡Qué poco natural y qué falso es! Los niños lo presienten. ¡Les hacen aprender el francés y a desaprender la sinceridad!», continuaba pensando, sin saber que Daria Alejandrovna había pensado lo mismo mil veces y había creído necesario enseñar así a sus hijos aún a costa de la sinceridad.
–¿Va a marcharse tan pronto? Quédese un poco más.
Levin se quedó hasta el té, pero toda su alegría se había disipado y sentía cierto malestar.
Después del té, Levin salió al portal para mandar que engancharan los caballos y, al regresar, encontró a Dolly con el rostro descompuesto y llenos de lágrimas los ojos.
En el momento de subir él, había sucedido algo que destruyó toda la alegría y el orgullo de sus hijos que había experimentado Dolly aquel día. Gricha y Tania se habían peleado por una pelota. Ella oyó los gritos, corrió al cuarto de los niños y halló un espectáculo lamentable. Tania tenía cogido a Gricha por los cabellos y éste, con el rostro contraído por la cólera, daba a su hermana puñetazos a ciegas.
Al verlo, pareció como si algo se rompiese en el corazón de la madre y las tinieblas ensombrecieran su vida. Comprendió que aquellos niños de los que tan orgullosa se sentía no sólo eran niños como todos, sino hasta de los peores y más mal educados, llenos de inclinaciones brutales y perversas, niños malos…
Dolly ahora era incapaz de hablar ni pensar en otra cosa, y no pudo menos de referir sus desdichas a Levin.
Levin comprendió que Dolly sufría y trató de consolarla, asegurando que aquello no significaba nada, que todos los niños se pegan, pero, mientras lo decía, pensaba: «No, yo no fingiré ante mis hijos, ni les haré hablar en francés; mis hijos no serán así. No hay que forzarlos y echarlos a perder. Y cuando no se hace eso, los niños son excelentes. Si tengo hijos, no serán como éstos».
Levin se despidió para marcharse. Ella no le retuvo más.
TERCERA PARTE – Capítulo 11
A mediados de julio se presentó ante Levin el alcalde del pueblo de su hermano, situado a unas veinte verstas de Prokovskoie, para informarle acerca de cómo iban los asuntos de la siega. El principal ingreso de las fincas de su hermano consistía en los prados. Otros años, los aldeanos arrendaban los prados a razón de veinte rublos por deciatina. Cuando Levin asumió la dirección de la propiedad, encontró que valían más y fijó el precio en veinticinco rublos por deciatina. Los aldeanos no pagaron aquel precio y, como sospechara Levin, procuraron quitarle otros compradores.
Entonces Levin fue allí a hizo segar el heno contratando jornaleros y yendo a la parte con otros. Aunque los aldeanos se oponían con todas sus fuerzas a la innovación, la cosa marchó bien y el primer año ya se sacó de los prados casi el doble. En los años siguientes continuó la oposición de los campesinos, pero la siega se realizó del mismo modo.
Este año los aldeanos habían arrendado los prados yendo a la tercera parte en las ganancias y ahora el alcalde venía a comunicar a Levin que la siega estaba concluida y que él, en previsión de que lloviese, había llamado al encargado, en presencia del cual hizo el reparto y separó los once almiares (1) que pertenecían al propietario.
No obstante, por las respuestas inconcretas a la pregunta de cuánto heno había en el mayor de los prados, por la precipitación con que el alcalde había repartido el heno sin habérselo ordenado y por el acento del campesino en general, Levin comprendió que el reparto del heno no había sido cosa clara y decidió ir personalmente a comprobarlo.
Llegó al pueblo a la hora de comer. Dejó el caballo en casa de un anciano, esposo de la nodriza de su hermano, y pasó al colmenar para informarse de las pormenores de la siega.
El viejo Parmenov, hombre charlatán y de buen aspecto, acogió a Levin con júbilo, le habló de sus abejas y de la enjambrazón de aquel año. Pero a las preguntas sobre la siega respondió vagamente y con desgana.
Ello confirmó a Levin sus suposiciones. Fue al prado y examinó los almiares. En cada uno de ellos no podía haber cincuenta carretadas de heno. Para desenmascarar a los labriegos, mandó llamar a los carros que habían transportado el heno, ordenó que se cargase un almiar y se llevase a la era.
De cada almiar salieron treinta y dos carros. Pese a las afirmaciones del alcalde de que el heno estaba muy hinchado, de que se aplastaba al cargarlo en los carros, pese a sus juramentos de que todo había sido dividido como Dios manda, Levin insistió en que, habiéndose repartido el heno en ausencia suya, no lo aceptaba a razón de cincuenta carretadas por almiar.
Tras largas discusiones, se acordó que los aldeanos recibieran aquellos once almiares para ellos, contando en cada uno cincuenta carretadas, y que se separara de nuevo la parte de Levin.
Entre las discusiones y los trabajos de repartir el heno se llegó al mediodía. Una vez terminada la distribución, Levin, confiando la vigilancia de lo que faltaba por hacer a su encargado, se sentó sobre un almiar construido en torno a una alta pértiga y se hundió en la contemplación del prado y en la animación que ofrecía con las gentes en pleno trabajo.
Ante él, en el recodo que formaba el río tras un pequeño marjal, avanzaba llenando el aire con su alegre vocerío una abigarrada hilera de mujeres, entre el heno removido que se extendía por el rastrojo de un color verde claro en franjas grises y onduladas.
Tras las mujeres seguían hombres con horcas y los montones se convertían en altas y ligeras hacinas. A la izquierda, por el prado ya limpio, sonaba el ruido de los carros y, uno tras otro, alzados por las grandes horcas, desaparecían los haces y en vez de ellos se levantaban los enormes y pesados carros, cargados de tal modo de heno oloroso que la hierba desbordaba por las grupas de los caballos.
–Es preciso apresurarse mientras dura el buen tiempo. Si se hace así saldrá un heno excelente. ––dijo el viejo, que se había sentado junto a Levin– Mire, mire cómo trabajan los mozos. Lo recogen con tanto cuidado como si fuera té. ¡No van tan aprisa las aves cuando se les echa el grano, no! –añadió, indicando las gavillas ya cargadas en los carros– Desde la hora de comer habrán cargado como la mitad.
Y gritó a un mozo que, de pie en la parte delantera de uno de los carros y con las riendas en la mano, se disponía a marchar.
–¿Es el último?
–El último, padrecito –contestó el mozo, reteniendo el caballo. Y se volvió para mirar, sonriendo, a una mujer muy colorada y también sonriente que iba sentada en la parte trasera del carro y ambos continuaron su camino.
–¿Es hijo tuyo? –preguntó Levin.
–El más pequeño ––contestó el viejo con dulce sonrisa.
–¡Es un bravo mozo!
–No puede decirse mejor.
–¿Está casado ya?
–En la cuaresma de san Felipe hizo dos años.
–¿Tiene hijos?
–¡Hijos! ¡Si se me ha pasado un año entero sin saber nada de…! Hasta que nos burlamos de él y… ¡Pero qué heno tan hermoso! ¡Parece verdaderamente té! –continuó el viejo, queriendo cambiar de conversación.
Levin miró con más atención a Vanika Parmenov y a su mujer que, lejos de él, cargaba otro carro de heno. Iván Parmenov, de pie en el carro, recibía, igualaba y aplastaba los enormes haces de heno que, primero a brazadas y luego con la horca, le pasaba su mujer, que era joven y hermosa y trabajaba sin esfuerzo, con agilidad y alegría. Primero la joven lo ahuecaba, después hundía en él la horca y, con un movimiento rápido y flexible, cargaba sobre la horca todo el peso de su cuerpo, encorvando el busto, ceñido por un cinturón rojo. Luego se erguía mostrando su pecho lleno bajo el blanco corpiño y con un hábil ademán empujaba la horca a introducía el heno en el carro.
Rápidamente, para ahorrarle todo esfuerzo superfluo, Iván recogía en sus brazos el haz de heno que le pasaba su mujer y lo arrojaba en el carro.
Una vez que hubo levantado con el rastrillo el heno, la mujer se sacudió las briznas de hierba que le habían penetrado por el cuello de la camiseta, se arregló el pañuelo rojo sobre su blanca frente, no tostada por el sol, y subió al carro para ayudar a su marido a sujetar la carga. Iván le enseñaba el modo de hacerlo y a una observación de su mujer estalló en una franca carcajada. Sus rostros expresaban un amor intenso y juvenil despertado recientemente.
(1) Almiar: Pajar al descubierto, con un palo largo en el centro alrededor del cual se va amontonando la mies, la paja o el heno.
TERCERA PARTE – Capítulo 12
Una vez sujeto el heno en el carro, Iván bajó de un salto y comenzó a llevar por la brida a su caballo, excelente y bien nutrido.
La mujer echó el rastrillo en el carro y, con vivo paso, moviendo los brazos al andar, se dirigió al encuentro de las otras mujeres, que estaban sentadas en círculo. Iván, al llegar al camino, se unió a la fila de los demás carros. Las mujeres, con los rastrillos al hombro, radiantes en sus vivos colores, hablaban con voz alegre y sonora mientras seguían a los carros.
Una voz áspera y ruda de mujer entonó una canción repitiendo el estribillo. Entonces, todos a coro, medio centenar de voces sanas, altas y rudas, iniciaron el mismo cantar y lo concluyeron.
Las mujeres se acercaban, cantando, hacia Levin, que sentía la impresión de que una nube cargada de truenos de alegría se aproximaba a él.
Llegó la nube, le alcanzó y el montón de heno en el que estaba tendido y los demás montones y los carros y el prado y hasta los campos lejanos, todo se agitó y onduló bajo el ritmo de aquel cantar salvaje y atrevido, acompañados de gritos, silbidos y exclamaciones de entusiasmo.
Levin sintió envidia de aquella sana alegría. Le habría gustado participar de aquella expresión del júbilo de vivir. Pero no podía hacerlo, como lo hacían ellos, y tenía que permanecer allí tendido y mirar y escuchar.
Cuando la gente desapareció de su vista y las canciones no llegaban ya a sus oídos, Levin sintió el pesado dolor de su soledad, de su ociosidad física, de los sentimientos de hostilidad que experimentaba hacia aquel mundo de campesinos.
Algunos de ellos habían discutido con él sobre el asunto del heno, le habían tratado de engañar y él les había increpado. Y, sin embargo, le saludaban, alegres, en voz baja, y se veía que no sentían ni podían sentir rencor hacia él y que ni siquiera recordaban que habían tratado de engañarle. Todo se había hundido en el mar del alegre trabajo común. Dios ha dado el día, Dios ha dado las fuerzas; y el día y las fuerzas están consagrados al trabajo y en él se halla su propia recompensa.
El objeto que tuviera el trabajo y cuáles pudieran ser sus frutos, constituían ya cálculos mezquinos y extraños a aquella alegría.
Levin solía admirar esta vida y, con frecuencia, solía experimentar envidia de los que la vivían. Pero especialmente hoy, bajo la impresión de lo que viera en las relaciones de Iván Parmenov con su joven esposa, Levin pensó que de él dependía cambiar su vida de holganza, tan penosa, su vida artificial por vida de trabajo pura y alegre como la de los demás.
El viejo que estaba a su lado se había marchado a casa hacía rato. Los aldeanos habían desaparecido también: los que vivían más cerca se habían ido a sus hogares; los que vivían más lejos, se habían reunido para comer y pasar la noche en el prado.
Levin, sin que le vieran los labriegos, se tendió sobre el montón de heno, mirando, oyendo, pensando.
Los que quedaron en el prado velaron durante casi toda la corta noche de verano. Primero se sentía su alegre charla y sus risas mientras cenaban. Luego siguieron canciones y otra vez risas. El largo día de trabajo no había dejado en ellos más huellas que las de la alegría.
Poco antes de rayar el alba, todo calló. Sólo se oían los rumores nocturnos: el continuo croar de las ranas en los charcos y el resoplar de los caballos en la niebla matutina que se deslizaba sobre el prado.
Levin se recobró, se levantó de encima del heno y, mirando las estrellas, comprendió que ya había pasado la noche.
«Bueno, ¿qué haré y cómo lo haré?», se preguntó, tratando de aclarar ante sí mismo cuanto había pasado y sentido de nuevo en aquella noche. Cuanto pensara y sintiera, de nuevo, se dividía en tres directrices mentales: una, la renuncia a su vida anterior, a su cultura, que no le servía para nada. Esta renuncia le agradaba y la encontraba fácil y sencilla. Otra directriz era la de la vida que había de vivir desde ahora. La sencillez, pureza y legitimidad de esta vida las comprendía claramente y estaba seguro de encontrar en ellas la satisfacción, la paz y la dignidad cuya falta sentía tan dolorosamente. Pero la tercera directriz de sus pensamientos giraba en tomo a la manera en cómo había de cambiar su vida de antes y emprender su nueva vida. Y aquí no imaginaba nada que fuese claro.
«Tener una mujer. Trabajar y sentir la necesidad de hacerlo… Y entonces, ¿abandonar a Pokrovskoie? ¿Comprar tierras? ¿Inscribirse en la comunidad de los campesinos? ¿Casarse con una aldeana? Pero ¿cómo hacerlo?», se preguntaba sin hallar contestación. « No he dormido en toda la noche y no puedo ver las cosas con claridad», se dijo. «Ya lo aclararé todo después. Pero estoy seguro de que esta noche ha decidido mi suerte. Todas mis ilusiones de antes sobre la vida familiar son tonterías. No es aquello lo que necesito. Todo es más sencillo y mucho mejor.»
«¡Qué hermoso es esto!, pensó mirando la especie de extraña concha de nácar formada por blancas nubecillas retorcidas que se había detenido en el cielo sobre su cabeza. ¡Qué hermoso es todo en esta noche maravillosa! ¿Cuándo ha podido formarse esa concha de nubes? Hace poco he mirado el cielo y no había nada en él, salvo dos franjas blancas. De igual modo, imperceptiblemente, ha cambiado mi concepción de la vida.»
Salió del prado y, por el camino real, se dirigió al pueblo. Se levantó un vientecillo y todo a su alrededor tomó un aspecto apagado y sombrío. Era el momento oscuro que precede generalmente a la salida del sol, a la victoria definitiva de la luz sobre las tinieblas. Levin, temblando de frío, avanzaba rápidamente mirando al suelo.
«¿Quién vendrá», pensó al oír ruido de cascabeles. Y alzó la cabeza.
A unos cuarenta pasos de distancia avanzaba, a su encuentro, por el ancho camino cubierto de hierba que Levin seguía, un coche con cuatro caballos, enganchados en doble pareja. Los caballos del exterior se apartaban de las rodadas, apretándose contra las varas y el hábil cochero, sentado a un lado del pescante, guiaba de modo que las varas quedasen sobre el refleje, con lo que las ruedas giraban sobre el suelo liso.
Levin no reparó más que en este detalle y, sin pensar en quién pudiera ir en el coche, miró distraídamente al interior.
En un rincón del asiento dormitaba una viejecita y, junto a la ventanilla, una joven, que al parecer acababa de despertarse, se anudaba con ambas manos las cintas de su cofia blanca. Radiante y pensativa, rebosante de vida interior, elegante y complicada, muy ajena a Levin, miraba, por encima de él, la naciente aurora.
Y en el momento en que esta visión desaparecía, dos ojos límpidos y sinceros se posaron en él, ella lo reconoció y una alegría llena de sorpresa iluminó su rostro.
Levin no podía equivocarse. Aquellos ojos eran únicos en el mundo. Sólo un ser en la tierra podía concentrar para él toda la luz y todo el sentido de la vida. Era ella. Era Kitty, que, por lo que él comprendió, se dirigía a Erguchevo desde la estación del ferrocarril.
Y todo lo que había agitado a Levin en aquella noche de insomnio, cuantas decisiones tomara, todo desapareció de repente. Recordó con repugnancia sus ideas de casarse con una campesina. Sólo allí, en aquel coche que se alejaba por el otro lado del camino, estaba la posibilidad de solventar el problema de su vida, de hallar aquella solución que hacía tanto tiempo lo atormentaba.
Kitty no lo miró más. Ya no sonaba el ruido de los muelles del coche y apenas se sentía el rumor de los cascabeles. Por el ladrido de los perros, adivinó Levin que el coche pasaba por el pueblo. Y él quedó solo consigo mismo, entre los campos desiertos, cerca del pueblo, ajeno a todo, caminando por un ancho camino abandonado.
Miró al cielo, esperando hallar aquella concha de nubes que despertara su admiración y que simbolizaba sus pensamientos y sentimientos de la pasada noche. En las alturas inaccesibles se había operado un cambio misterioso. Ya no existían ni señales de la concha, sino sólo un tapiz de vellones que cubría la mitad del cielo, vellones que se iban empequeñeciendo a cada instante. El cielo fue volviéndose más claro y más azul; y con la misma ternura, pero también con la misma inaccesibilidad, contestaba a la mirada interrogadora de Levin.
«No», se dijo Levin. «Por hermosa que sea esta vida de trabajo y sencillez, no puedo vivirla. Porque la amo a «ella»…»