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Categoria: Té Literario ~ Anna Karenina | Fecha: julio 10th, 2013 | Publicado por Gabriela Carina Chromoy

ANNA KARENINA – SEXTA PARTE – CAPÍTULOS 17 Y 18

anna tapa libro
ANNA KARENINA – LEV TOLSTOY
SEXTA PARTE – Capítulo 17

El cochero paró los caballos y miró a ver si encontraba a quién preguntar por la finca. Detrás, en un campo de centeno, cerca de un carro, sentados sobre la tierra, se veían varios campesinos.

El encargado fue a saltar para ir hacia ellos pero, cambiando de opinión, se puso a llamarlos a gritos.

El vientecillo que producía el caminar del coche, parado éste, se había desvanecido y el aire estaba en calma. Los tábanos se pegaron a los caballos, cubiertos de sudor y éstos se defendían de ellos rabiosamente, movimiento constantemente la cabeza, las patas, sacudiéndose con la cola. Cesó el ruido metálico de las guadañas, que estaban afilando los campesinos.

Uno de éstos se levantó y se dirigió al coche, andando poco a poco, con precaución por ir con los pies descalzos sobre un camino reseco y lleno de piedritas.

–¡Más deprisa, gandul! –gritó el encargado -¡A ver si llegas de una vez!

El viejo –de cabellos blancos, ondulados y atados con una tirita de corteza de árbol, de espalda curvada, manchada de sudor– apresuró el paso, andando a pequeños saltos y, llegando al coche, con su mano derecha, renegrida y arrugada por el sol, el aire y los años, agarrada al guardabarro, y con el pie izquierdo en vilo, dijo con gesto obsequioso:

–¿Preguntan por Vosdvijenskoie, la casa de los señores, la finca del Conde? Pues en cuanto salgan de aquí, encontrarán un recodo a la izquierda. Sigan derecho por el camino, que les llevará allí. ¿Y a quién van a ver? ¿Al mismo Conde?

–Y dígame: ¿están en casa, buen hombre?– preguntó Daria Alejandrovna, no sabiendo de qué modo, aun con aquel labriego, había de hablar de Anna.

–Creo que están –dijo el viejo, bajando el pie izquierdo y alzando el derecho para dar ahora descanso a éste, que dejó en el polvo su huella, marcando claramente los cinco dedos. Creo que están en casa. –siguió, con ganas de hablar––– Ayer también vinieron invitados… Tienen siempre una barbaridad de invitados…

–¿Qué quieres? ––chilló a su vez, a un mozo que le gritaba algo desde el carro. Luego continuó –Esto es… Hace poco que pasaron todos por aquí, montados a caballo. Querían ver el rastrojo… Ahora seguramente están en casa… ¿Y ustedes quiénes son?

–Nosotros venimos de muy lejos. –dijo el cochero– ¿De modo que está cerca de aquí?

–Te digo que aquí mismo. A poca distancia –decía el campesino, pasando su mano derecha por la aleta…

Un joven, sano, fuerte, se acercó también y le interrumpió:

–¿Saben si habrá trabajo por la cosecha?

–No lo sé, amigo.

–Así, pues, vas hacia la izquierda y llegarás directamente allí –terminó el campesino, separándose de mala gana de los viajeros.

El cochero hizo correr a los caballos pero, cuando tomaba la revuelta, el viejo, les gritó:

–¡Párate! ¡Eh, querido, vuélvete!

El cochero paró los caballos.

–Allí viene el mismo señor. –volvió a gritar el campesino– Vean cómo corren.

Y mostraba a cuatro jinetes y a dos personas que iban en un charabán y que eran Vronsky, su jockey, Veselovsky y Anna montados en sendos caballos y la princesa Bárbara y Sviajsky, que ocupaban el carruaje. Habían salido de la finca para dar un paseo y ver cómo trabajaban en el rastrojo las máquinas recientemente adquiridas.

Al ver el coche, los jinetes apresuraron el andar de sus caballos. Delante, al lado de Veselovsky, iba Anna, que llevaba con paso tranquilo su caballo inglés, pequeño y fuerte, de crines y cola cortas. La hermosa cabeza de Anna, con los cabellos negros, que desbordaban del alto sombrero, sus hombros rectos, el talle fino, su actitud tranquila y graciosa, formaban una bonita estampa de amazona que, a la vez que la admiraron, llenaron a Dolly de sorpresa.

En el primer momento le pareció algo inconveniente que Anna montara a caballo. Daria Alejandrovna consideraba aquello como una coquetería que no iba bien con su situación. Pero, cuando la vio de cerca, rectificó aquel juicio. Era todo tan sencillo, tranquilo y digno en la figura y la actitud de Anna, que nada podía resultar más natural.

Al lado de ella, sobre el fogoso caballo militar, alargando hacia delante sus gruesas piernas, con su gorrita escocesa de largas cintas que flotaban por detrás, visiblemente orgulloso de sí mismo, iba Vaseñka Veselovsky.

Daria Alejandrovna, al reconocerle, no pudo reprimir una sonrisa.

Detrás iba Vronsky. Montaba un caballo de pura sangre, de color bayo oscuro y que aparecía agitado por el galope. Para retenerle, Vronsky tenía que tirar fuertemente de las riendas.

Los seguía un hombre vestido de jockey.

Sviajsky con la Princesa, en un charabán nuevo, llevado por un magnífico caballo negro de carreras, iban a los alcances de los jinetes.

Cuando Anna reconoció a Dolly en la pequeña figura de mujer acurrucada en un rincón del viejo landolé, su rostro se iluminó de alegría.

–¡Ella! –exclamó.

Y lanzó su caballo al galope.

Al llegar junto al coche, saltó sin ayuda de nadie y, recogiendo el vuelo de sus faldas de amazona, corrió al encuentro de Dolly.

–Yo esperaba y no osaba esperar… ¡Qué alegría! No puedes imaginarte mi alegría –decía Anna, ora juntando su rostro al de Dolly y besándola, ora separándose un poco y mirándola sonriente, con cariñon–¡Qué alegría, Alexis! –dijo a Vronsky, que saltaba del caballo y se acercaba a ellas.

Vronsky, quitándose su alto sombrero gris, saludó a Dolly.

–No sabe usted cuánto nos alegra su llegada –dijo, dando un particular significado a las palabras y con franca sonrisa, que descubría sus fuertes y blancos dientes.

Vaseñka Veselovsky, sin bajarse del caballo, se quitó su gorrita y saludó a Dolly, agitando alegremente las cintas por encima de su cabeza.

–Es la princesa Bárbara –contestó Anna a la mirada interrogativa de Dolly, cuando se acercó a ellos el charabán.

–¡Ah! –dijo Daria Alejandrovna. Y, contra su deseo, su rostro expresó descontento.

La princesa Bárbara era tía de su marido. Dolly la conocía desde hacía mucho tiempo y no le inspiraba ningún respeto. Sabía que había pasado toda su vida viviendo como un parásito en las casas de sus parientes ricos; pero el que ahora viviera en la de Vronsky, hombre completamente ajeno a ella, lo sintió como una ofensa para la familia de su marido. Anna se dio cuenta de la expresión de disgusto que se pintaba en el rostro de su amiga y se confundió; se puso roja y tropezó con el vuelo de su falda de amazona, que había soltado en aquel momento.

Daria Alejandrovna se acercó al charabán, que se había parado y saludó fríamente a la Princesa.

Sviajsky, a quien también conocía, le preguntó cómo estaban el extravagante de su amigo y su joven esposa; y después de echar una ojeada a los caballos, que no formaban pareja, y al landolé que tenía las aletas recompuestas, Sviasky propuso a las damas que pasasen al charabán.

–No, seguiré en este vehículo –rehusó Dolly.

–El caballo es tranquilo y la Princesa guía bien –insistieron.

–No. Quédense como están. –decidió Anna –Nosotras iremos en el landolé.

Y, cogiendo a Dolly del brazo, se la llevó consigo a aquel coche.

Daria Alejandrovna miraba con interés el charabán, tan lujoso como no lo había visto nunca; a los magníficos caballos; a todas aquellas personas que la rodeaban, tan elegantemente vestidas, tan bien ataviadas. Pero lo que más la admiraba era el cambio que advertía en su querida Anna. Otra mujer menos observadora o que no hubiese conocido antes a su cuñada y, sobre todo, que no hubiera pensado lo que durante su viaje pensó Dolly, no habría observado nada de particular en ella. Pero ahora, Dolly estaba sorprendida de encontrar en Anna aquella belleza que solamente en los momentos de delirio amoroso se ve en las mujeres. Todo en ella era bello: los hoyuelos de las mejillas y de la barbilla; la forma y el color de los labios; la sonrisa alada; el brillo de los ojos; la rapidez y la gracia de los movimientos; el tono de la voz; hasta la manera en que, medio en serio, medio en broma, contestara a Veselovsky al pedirle éste permiso para montar su caballo y enseñarle a galopar con las cuatro patas estiradas. Todo en ella respiraba un encanto del que Anna parecía consciente y que la colmaba de gozo.

Cuando se sentaron en el landolé, las dos mujeres se sintieron algo turbadas: Anna, por la mirada atenta a interrogadora de Dolly y ésta porque, después de las palabras de desdén de Sviasky para su landolé, sentía vergüenza y también pesar de no haber podido ofrecer a Anna otro carruaje mejor.

El cochero y el encargado sentían, también, rubor por la pobreza, el mal estado y la mala presencia de su equipo.

El encargado, para ocultar su confusión, se dedicó a ayudar a las señoras a acomodarse en el carruaje.

Filip se puso sombrío y se hizo propósito de no doblegarse ante aquella superioridad. Por lo pronto, sonrió con ironía al negro caballo de carrera. «Este caballo», se decía, «está bien únicamente para paseo y no podría ni hacer cuarenta verstas con calor y solo».

Los campesinos abandonaron sus carros y se acercaron a mirar, llenos de curiosidad y alegres, haciendo diversos y sabrosos comentarios.

–¡Qué contentos se ponen al verla…! Se ve que hacía tiempo que no se veían ––dijo el viejo de los cabellos ceñidos con la tira de corteza.

–Tío Gerasim; vaya por ese potro negro y tráigalo para llevar las gavillas, pues lo hará en un momento.

–Mire, mire. Aquel de los calzones, ¿es un hombre o una mujer? ––dijo uno de ellos, indicando a Vaseñka, que se sentaba en la silla de señora del caballo de Ana.

–No, hombre, no. ¿No ves cómo ha saltado a la silla?

–¿Qué, mozos, hoy ya no dormimos?

–¿Qué es eso de dormir hoy? –dijo el viejo. Y mirando al sol, la cabeza ladeada y la mano derecha haciendo visera sobre los ojos, añadió: –Seguro que ya pasa de mediodía. Tomad los garabatos y a la faena.

SEXTA PARTE – Capítulo 18

Anna miraba el rostro de Dolly, delgado, con huellas de cansancio y polvo del camino en las arrugas. Iba a decir lo que estaba pensando (que Dolly había adelgazado mucho), pero recordó que ella estaba mucho más guapa que antes (la misma mirada admirativa de su cuñada se lo había advertido), suspiró y en vez de ello, se puso a hablar de sí misma.

–Me miras –dijo– y piensas si puedo ser feliz en mi situación. Pues bien: da vergüenza confesarlo pero, sí, soy feliz, imperdonablemente feliz. Me ha sucedido una cosa maravillosa; algo así como despertar de un sueño espantoso y darme cuenta de que todo aquello que me aterraba era cosa de un sueño. Yo he despertado de mi pesadilla. Pasé por momentos dolorosos, aterradores, pero ahora, sobre todo, desde que estamos aquí, ¡soy tan feliz!

Y, sonriendo tímidamente, dirigió sus ojos al rostro de Daria Alejandrovna, con mirada interrogadora.

–Estoy muy contenta. –contestó Dolly, sonriendo, aunque con poco entusiasmo –Estoy muy contenta, sí, por ti. ¿Por qué no me has escrito?

–¿Por qué? Porque no me atrevía a hacerlo. Te olvidas de mi situación.

–¿Conmigo no te atreviste? Si hubieses sabido como yo… Considero que…

Daria Alejandrovna quiso contarle sus pensamientos de aquella mañana, pero sin saber por qué, en aquel momento le parecieron fuera de lugar.

–Bueno, de esto ya hablaremos luego. –eludió –¿Y qué son estas construcciones? –preguntó en seguida para cambiar de conversación y señalando a los techos, rojos y verdes, que se veían entre las acacias y las lilas– Parece una pequeña ciudad.

Pero Anna no le contestó.

–No, no, dime cómo consideras mi situación. ¿Qué piensas de ello?

–Pienso que… –empezó a decir Dolly.

En este momento, Vaseñka Veselovsky, enseñando al caballo a galopar con las patas extendidas, pasó ante ellas.

–Va bien, Anna Arkadievna –gritó.

Anna ni lo miró, para volver a la conversación interrumpida.

Pero Daria Alejandrovna pensó de nuevo que era poco conveniente una larga conversación sobre aquello en el coche y expresó su pensamiento en pocas palabras.

–No considero nada. –dijo –Siempre te he querido y cuando se ama a una persona se la ama tal como es, aunque no sea como uno quisiera que fuese.

Anna separó su mirada de Daria Alejandrovna y, con el ceño fruncido (su nueva costumbre, que Dolly no conocía aún) quedó pensativa, queriendo descifrar el significado de aquellas palabras.

Al cabo de un rato, habiendo comprendido lo que Daria Alejandrovna había querido decir, volvió a mirarla y, lentamente y con firmeza, le dijo:

–Si tuvieses pecados, te serían perdonados por haber venido aquí y por estas palabras.

Dolly vio que brotaban abundantes lágrimas de los ojos de Anna y le estrechó la mano en silencio.

–¿Pero qué son estas construcciones? –insistió para cortar aquella situación –¡Cuántas hay!

–Son las casas de los empleados, –explicó Anna– la fábrica, las cuadras. Aquí empieza el paseo. Todo estaba abandonado y Alexis lo arregló. Tiene mucho cariño a esta hacienda y –lo que no esperaba de él en modo alguno– se interesa en gran manera por los trabajos. Desde luego, tiene una inteligencia privilegiada y una gran voluntad. Todo lo que emprende lo hace admirablemente. Y, no sólo no se aburre, sino que trabaja con pasión. Se ha convertido en un amo ordenado, económico y hasta avaro con las cosas de la propiedad. Sólo en esto, ¿eh?

Anna hablaba con aquella sonrisa y alegría con las que hablan las mujeres de los secretos que sólo ellas conocen o de las cualidades del hombre amado.

–¿Ves esta gran construcción? Es el nuevo hospital. Calculo que costará más de cien mil rublos. En estos momentos es su dada. ¿Y sabes por qué lo hace? Los campesinos le pidieron que les rebajase el arriendo de unos prados; él se negó a ello; yo se lo reproché, llamándolo avariento y entonces él, para demostrar que no se negaba a aquella pretensión por avaricia, sino por no considerarla justa, comenzó este hospital que, como digo, le costará una buena cantidad. Si quieres, esto c’est une petitesse; pero, después de esto, lo quiero más. Ahora verás la casa. –siguió –Es la de sus abuelos y está por fuera tal y como se la dejaron, pues Vronsky no quiere hacer en ella cambio alguno.

–¡Es soberbia! –exclamó Dolly, viendo la casa, grande, pero bien proporcionada en sus tres dimensiones, en sus huecos; con esbeltas columnas y otros bellos adornos; y que resaltaba, con aspecto grandioso, entre el verdor, de diferentes matices, de los árboles del jardín.

–¿Verdad que es bonita? Y desde arriba tiene unas vistas maravillosas.

Entraron en un camino cubierto de grava menuda, al borde del cual dos jardineros iban colocando piedras huecas para formar con flores, tiestos rústicos, vistosos, que adornaran el paseo.

El coche se paró a la entrada de la casa, bajo un gran pórtico, al pie de una escalinata.

–¡Mira! Ellos ya han llegado –dijo Anna, viendo allí los caballos que montaban sus compañeros de paseo– ¿Verdad que este caballo es magnífico? Es «Kol», mi preferido. Llévenlo de aquí y dénle azúcar. ¿Dónde está el Conde? –preguntó a dos lacayos que, vestidos de lujosos uniformes, salieron presurosamente a su encuentro– ¡Ah! Está aquí –se contestó, al ver a Vronsky y Veselovsky, que venían hacia ellas.

–¿Dónde piensas alojar a la Princesa? –preguntó Vronsky, en francés, a Anna. Y, sin esperar contestación, saludó una vez más a Dolly, besándole la mano y dijo: –Creo que lo mejor sería instalarla en la habitación grande, la del balcón.

–¡Oh, no! Eso sería demasiado lejos –objetó Anna, a la vez que daba a su caballo el azúcar traído por un criado– Mejor será –añadió– en la habitación del ángulo. Así estaremos más cerca. Vamos –instó a Daria Alejandrovna, cogiéndola del brazo– Et vous oubliez votre devoir –dijo a Veselovsky, el cual también había salido a la escalinata.

–Pardon, j’en ai tout plein les poches –contestó éste, sonriendo e introduciendo los dedos en los bolsillos del chaleco.

–Pero ha llegado usted demasiado tarde –insistió Anna, secándose la mano derecha, que el caballo le había llenado de baba al tomar el azúcar– ¿Y por cuánto tiempo has venido? –preguntó a Dolly– ¿Por un día? Eso es imposible.

–Así lo he prometido. Además, los niños… –quiso explicar Daria Alejandrovna.

–No, Dolly, queridita. Bueno, ya lo veremos… Vamos, vamos.

Y Anna llevó a su cuñada a la alcoba que le destinaban.

No tenía aquella habitación la solemnidad que Vronsky había propuesto y Anna se creyó obligada a excusarse por no proporcionarle otra mejor y no obstante, estaba amueblada con un lujo que Dolly no había visto en parte alguna y que le recordaba al de los mejores hoteles del extranjero.

Anna llevaba, todavía, puesto su traje de amazona. Dolly no había recompuesto aún su rostro, fatigado, cubierto de polvo por el viaje. Pero charlaban animadamente.

–¡Qué contenta estoy de que hayas venido! Háblame de los tuyos. A Stiva lo he visto aquí, de paso. Pero él no sabe decir nada de los niños. ¿Cómo está mi querida Tania? Me figuro que estará ya muy crecida.

–Sí, es ya muy mayor. ––contestó Daria Alejandrovna cortamente, con frialdad sin saber por qué, al extremo de que ella misma se extrañaba de hablar así de sus hijos– Vivimos muy bien en la casa de los Levin –siguió explicando.

–Pues si hubiera sabido –dijo Anna– que no me despreciabais… podíais haber venido todos aquí. Stiva es un buen y viejo amigo de Alexis.

De repente, algo confusa, se ruborizó.

–Es la alegría de verte la que me hace decir todas estas necedades. –siguió– En verdad, queridita, estoy muy contenta de verte (y besaba a Dolly). No me has dicho todavía lo que piensas de mí y quiero saberlo. Pero estoy contenta de que me veas así, tal como soy. Lo que principalmente deseo es que no piensen que quiero demostrar algo. No quiero demostrar nada: solamente quiero vivir. No quiero mal a nadie, excepto a mí misma… A esto tengo derecho, ¿verdad? De todos modos, éste es tema para una conversación muy larga; luego hablaremos de todo ello. Ahora voy a vestirme. Te mandaré la muchacha.

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