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Categoria: Té Literario ~ Anna Karenina | Fecha: julio 8th, 2013 | Publicado por Gabriela Carina Chromoy

ANNA KARENINA – SEXTA PARTE – CAPÍTULOS 11, 12, 13 Y 14

Perov Vasily - Hunters in camp
Imagen: Cazadores en el campo – Vasily Perov.
ANNA KARENINA – LEV TOLSTOY
SEXTA PARTE – Capítulo 11

Cuando Levin y Oblonsky entraron en casa del aldeano donde Levin solía parar, ya se hallaba allí Veselovsky.

Sentado en el centro de la habitación y asiéndose con ambas manos al banco en que se sentaba, reía con su risa contagiosa, mientras el hermano de la dueña, un soldado, tiraba de sus botas llenas de cieno tratando de quitárselas.

–He llegado ahora mismo. Ils ont été charmants. Me han dado de beber, de comer… ¡Y qué pan! Délicieux! Tienen un vodka tan bueno como nunca lo he bebido. ¡No quisieron aceptarme dinero! Y no cesaban de decirme que no me ofendiera.

–¿Por qué iban a aceptarle dinero? ¿No le han convidado? ¿Acaso tienen el vodka para venderlo? –dijo el soldado, logrando al fin sacar la bota ennegrecida.

A pesar de la suciedad de la vivienda, manchada por las botas de los cazadores y por los perros enfangados, que se lamían mutuamente; a pesar del olor mixto de ciénaga y pólvora que llenó la casa; a pesar de la falta de cuchillos y tenedores, los amigos tomaron el té y cenaron con el agrado con que sólo se come cuando se está de caza.

Una vez aseados, se dirigieron al pajar, ya bien barrido, donde los cocheros les habían improvisado camas.

Después de fluctuar sobre perros, escopetas y recuerdos e historias de caza, la conversación se centró en un tema interesante para todos.

Vaseñka exteriorizó su entusiasmo sobre aquella noche pasada en un pajar, entre el olor del heno, el encanto del carro roto –que así lo parecía, porque le habían bajado la delantera para convertirlo en lecho–, entre los simpáticos campesinos que le invitaran vodka y los perros que se tendían cada uno al pie de la cama de su amo. Oblonsky contó después la deliciosa cacería en que participara el verano anterior en las tierras de Maltus.

Maltus era una conocida personalidad de las compañías de ferrocarriles que poseía una gran fortuna.

Esteban Arkadievich habló de las marismas que el tal personaje tenía arrendadas en la provincia del Tver, de cómo aguardó a los invitados, de los dogcarts en que les llevó y de la tienda cercana al pantano en que estaba preparado el almuerzo.

–Yo no comprendo –dijo Levin, incorporándose sobre su montón de heno– cómo no te repugna toda esa gente. Reconozco que la comida con vino Laffitte es muy grata pero, ¿no te disgusta ese lujo en tales personas? Toda esa gente gana el dinero como lo ganaban en otro tiempo nuestros arrendatarios de aguardientes y se burlan del desprecio público porque saben que sus riquezas mal adquiridas los salvarán, al fin y al cabo, de este desprecio.

–Tiene usted razón. ¡Mucha razón! –exclamó Veselovsky– Cierto que Oblonsky va a sitios así por bonhomie pero no falta quien diga: Puesto que Oblonsky va…

–No es eso. –y Levin adivinaba en la oscuridad que Oblonsky sonreía al hablar de aquello– No considero ese medio de ganar dinero menos honrado que el de nuestros campesinos, comerciantes o nobles. Unos y otros se han hecho ricos con su trabajo y su inteligencia…

–¿Qué trabajo? ¿El de obtener una concesión y revenderla?

–Trabajo es, ya que, si no existieran personas como Maltus y otros parecidos, no tendríamos aún ferrocarriles.

–Pero no es un trabajo comparable con el de un campesino o el de un sabio.

–Admitámoslo; pero es un trabajo, puesto que su actividad produce frutos: los ferrocarriles. Claro, que tú crees que los ferrocarriles son inútiles.

–Eso es otra cosa. Estoy dispuesto a reconocer su utilidad. Pero toda ganancia desproporcionada al trabajo hecho es deshonrosa.

–¿Quién puede definir en eso las proporciones justas?

–La ganancia por trabajos deshonrosos, lograda con malas artes –repuso Levin, comprendiendo que no podía marcar el límite entre lo honrado y lo no honrado –como, por ejemplo, la de los bancos, es injusta. Es parecida a las enormes fortunas que se hacían cuando existía el sistema de los arrendamientos, sólo que ha variado de forma. Le roi est mort, vive le roi! Apenas desaparecidos los arrendamientos, surgieron los bancos y los ferrocarriles, modos análogos de ganar dinero sin trabajar.

–Quizá sea así pero, en todo caso, es muy ingeniosa… ¡Quieto «Krak»! –gritó Oblonsky a su perro, que se rascaba y se agitaba en el heno. Y continuó serenamente, sin precipitarse, convencido de la verdad de lo que decía: –No hay una línea divisoria entre el trabajo honroso y el deshonroso. ¿Es honrado que gane yo más sueldo que mi jefe de sección, que entiende más que yo del trabajo?

–No lo sé.

–Te lo explicaré mejor. Supongamos que lo que tú recibes de beneficio por trabajar tu propiedad son cinco mil rubios y que el aldeano que nos alberga, dueño de su finca, no saca de ella, a pesar de todo su trabajo, más que cincuenta rubios. Esto es tan poco honrado como que yo gane más que el jefe de sección de mi departamento y como que Maltus gane más que un obrero ferroviario. A mi parecer, la hostilidad que existe en la sociedad contra esa gente no tiene fundamento y creo que procede de celos, de envidia…

–Eso no es verdad. –repuso Veselovsky– Aquí no cabe envidia. Es que se trata de algo poco limpio…

–Perdonen. –interrumpió Levin –Dices que no es honrado que este aldeano gane cincuenta rubios y yo cinco mil. Eso no es justo, lo confieso y…

–Verdaderamente; nosotros pasamos el tiempo comiendo, bebiendo, cazando y sin hacer nada de provecho, mientras los campesinos se matan trabajando –dijo Veselovsky, quien se notaba que pensaba en ello por primera vez en su vida y que por eso hablaba con tanta sinceridad.

–Ya sé que tú piensas y sientes así, pero no por eso les darás tus propiedades. –agregó Oblonsky, con intención deliberada de molestar a Levin. Últimamente había surgido cierta hostilidad entre los dos cuñados. Dijérase que desde que cada uno estaba casado con una hermana, existía cierta rivalidad sobre quién había organizado mejor su vida.

Y ahora esta rivalidad se traslucía en la conversación, que derivaba a aspectos personales.

–No les doy mis tierras porque no me las piden y, de querer hacerlo, no habría podido, no tengo a quien regalarlas –dijo Levin.

–Ofréceselas a este labriego. Verás cómo las acepta.

–¡Cómo? ¿Buscándole y firmando un acta de venta?

–No sé cómo, pero si estás convencido de que no tienes derecho a…

–No estoy convencido. Al contrario: considero que a lo que no tengo derecho es a regalarlas, que me debo a mi propiedad, a mi familia…

–Perdona. Si consideras que tal desigualdad es injusta, ¿por qué no obras en consecuencia?

–Ya lo hago, en el sentido negativo de procurar no hacer mayor la diferencia que existe entre el campesino y yo.

–Dispensa que te diga que eso es un sofisma.

–Realmente, es una explicación algo sofística. –apoyó Veselovsky– ¿Cómo? ¿No duermes todavía? –dijo al campesino, que entraba en el pajar.

–¡Qué voy a dormir! Creía que los señores estaban durmiendo, pero como les oigo charlar… Tengo que sacar el garabato. ¿No me morderán los perros? –preguntó, andando con cautela sobre sus pies descalzos.

–¿Y dónde vas a dormir tú?

–Hoy pernoctamos en el campo.

–¡Qué magnífica noche! –dijo Vaseñka, contemplando por la puerta, abierta ahora, de la casa, el charabán desenganchado y el paisaje iluminado por la luz crepuscular. ¿Oyen esas voces de mujeres que cantan…? ¡Y, en verdad, que no lo hacen nada mal! ¿Quiénes cantan? –preguntó al labriego.

–Las muchachas de la propiedad cercana.

–Vamos a pasear. No podremos dormir… Anda, Oblonsky.

–¡Si pudiéramos ir y descansar a la vez! –suspiró Esteban Arkadievich, estirándose sobre su lecho –¡Pero se reposa tan a gusto aquí!

–Entonces iré solo. –dijo Vesolovsky, levantándose con presteza y poniéndose las botas– Hasta luego, señores. Si me divierto, los llamaré. Me han invitado ustedes a cazar y no los olvidaré ahora…

–Es un muchacho muy simpático –dijo Oblonsky, cuando su amigo se marchó y el campesino cerró la puerta.

–Sí, muy simpático –convino Levin, pensando en su reciente conversación.

Le parecía haber expresado lo más claramente posible sus pensamientos e ideas y sin embargo los otros dos, hombres inteligentes y sinceros, le habían contestado al unísono que se consolaba con sofismas. Esto lo desconcertaba.

–Sí, amigo mío. –siguió Oblonsky– Una de dos: o reconocemos que la sociedad actual está bien organizada y, entonces, hemos de defender nuestros derechos o reconocemos que gozamos de ventajas injustas, como hago yo y las aprovechamos con placer.

–No, si sintieses la injusticia de estos bienes, no podrías aprovecharlos con placer… o al menos no podría yo. Lo esencial para mí es no sentirme culpable.

–Oye: ¿y si nos fuéramos con Vaseñka? –dijo Oblonsky, visiblemente cansado por el esfuerzo mental que exigía la discusión– Me parece que ya no dormiremos. ¡Ea, vamos allá!

Levin no contestó. Le preocupaba la expresión que había empleado de que él obraba con justicia aunque en sentido negativo.

«¿Cabe ser justo sólo negativamente?», se preguntaba.

–¡Qué aroma exhala el heno fresco! –dijo su cuñado levantándose– No podré dormir… Vaseñka debe de hacer de las suyas. ¿No oyes su voz y cómo ríen? ¿Qué, vamos? ¡Anda!

–No, no voy –respondió Levin.

–¿Acaso lo haces también por principios? –dijo Oblonsky, buscando su gorra en la obscuridad.

–No es por principios pero, ¿a qué voy a ir?

–Vas a tener muchas contrariedades en la vida… –dijo Esteban Arkadievich, incorporándose, después de haber encontrado la gorra.

–¿Por qué?

–¿Crees que no he notado los términos en que estás con tu mujer? Me parece haber oído que entre vosotros es importantísima la cuestión de si te vas dos días de caza o no… Eso en la luna de miel está bien pero para toda la vida sería insoportable. El hombre tiene sus propios intereses como tal y debe ser independiente. El hombre ha de ser enérgico –concluyó, abriendo las puertas del pajar.

–¿Quieres decir con eso que debo cortejar a las criadas? –preguntó Levin.

–¿Por qué no, si es divertido? Ça ne tire pas à conséquence… A mi mujer eso no le perjudica y a mí me divierte. Lo importante es que se guarde respeto a la casa, que en ella no suceda nada. Pero no hay que atarse las manos.

–Acaso aciertes… –repuso secamente Levin, volviéndose hacia otro lado– Bueno: mañana hay que levantarse temprano. Yo no despertaré a ninguno. Al amanecer, saldré a cazar.

–Messieurs, venez–vite! –gritó la voz de Vaseñka, que llegaba a buscarles– Charmante! ¡La he descubierto yo! Charmante! Es una verdadera Gretchen… Y ya somos amigos… Les aseguro que es una preciosidad –continuó diciendo, en un tono de voz con el que parecía dar a entender que aquella encantadora criatura había sido creada especialmente para él y se sentía satisfecho de que se la hubieran creado tan a su gusto.

Levin fingió dormir.

Oblonsky, poniéndose las pantuflas y encendiendo un cigarro, salió del pajar y sus voces se fueron perdiendo.

Levin tardó mucho en dormirse. Oía a los caballos masticar el heno y luego sintió al dueño de la casa y a su hijo mayor marcharse al campo. Finalmente, percibió cómo el soldado se arreglaba para dormir al otro lado del pajar, con su sobrino, hijo menor del amo.

Oyó al niño explicar a su tío la impresión que le habían causado los perros, que le parecieron enormes y terribles, y preguntarle que a quién iban a coger aquellos animales. El soldado, con voz ronca y soñolienta, contestó que los cazadores se irían por la mañana al carrizal y harían fuego con sus escopetas y al final, para librarse de las preguntas del chiquillo, le dijo:

–Duerme, Vasika, duerme. Si no, ya verás lo que te pasa…

A poco el soldado empezó a roncar; todo estaba en calma. Sólo se oía el relinchar de los caballos y el graznar de las chochas en las marismas.

Levin se preguntaba: «¿Es posible que yo no sea más que un ser negativo? Y si es así, ¿qué culpa tengo?».

Comenzó a pensar en el día siguiente. «Saldré muy temprano y procuraré serenarme. Hay muchas chochas y también fúlicas. Al volver, encontraré la cartita de Kitty. Quizá Stiva tenga razón. Me muestro poco enérgico con ella. Pero, ¿qué puedo hacer? Otra vez lo negativo…»

Entre sus sueños oyó la risa y el animado charlar de sus amigos. Abrió los ojos por un momento. En la puerta del pajar charlaban los dos, a la luz de la luna, muy alta ya. Esteban Arkadievich comentaba la lozanía de la muchacha, comparándola con una avellanita recién sacada de la cáscara y Veselovsky, con su risa alegre, repetía unas palabras probablemente dichas por el labriego: «Usted procure salirse con la suya…».

Levin repitió, medio dormido:

–Mañana al amanecer, señores…

Y se durmió.

SEXTA PARTE – Capítulo 12

Al despertarse, a la aurora, Levin trató de hacer levantar a sus compañeros.

Vaseñka de bruces, con las medias puestas y las piernas estiradas, dormía tan profundamente que fue imposible obtener de él respuesta alguna.

Oblonsky, entre sueños, se negó a salir tan temprano. Incluso «Laska», que dormía enroscada en el extremo del heno, se levantó, perezosa y desganada, estirando y enderezando a disgusto las patas traseras.

Levin se calzó, cogió el arma, abrió la puerta con cuidado y salió.

Los cocheros dormían junto a los coches; los caballos dormitaban también. Sólo uno de ellos comía, indolentemente, su ración de avena. Aún se sentía mucha humedad.

–¿Por qué te has levantado tan pronto, hijo? –preguntó la vieja casera, con tono amistoso, como a un viejo conocido.

–Voy a cazar tiíta. ¿Por dónde he de ir para salir al carrizal? –preguntó él.

–Llegarás en seguida por detrás de casa, cruzando nuestras eras, buen hombre y luego por los cáñamos, donde hallarás un sendero, que es el que debes seguir.

Pisando con cuidado, con los pies descalzos, la vieja acompañó a Levin, a través de las eras, hasta el camino que había indicado y, una vez en él, habló:

–Siguiendo este sendero, llegarás derechito al carrizal. Nuestros mozos ayer llevaron allí los caballos.

«Laska» corría alegre por el camino. Levin la seguía con paso ligero, rápido, siempre mirando hacia el cielo. Quería llegar a los pantanos antes de la salida del sol. Pero el sol no perdía el tiempo. La media luna, que aún iluminaba el paisaje cuando Levin salió de la casa, ya no brillaba mas que como un trozo de mercurio. Apuntaba la aurora. Las manchas indefinidas sobre el campo vecino aparecían ya claramente como montones de centeno. El rocío, invisible aún en la penumbra matinal y que llenaba los altos cáñamos, mojaba a Levin los pies y el cuerpo hasta más arriba de la cintura. En el silencio diáfano de la campiña dormida se oían los más tenues sonidos. Una abeja pasó, volando, al lado mismo de una de sus orejas. Levin miró con atención y vio otras muchas. Todas salían desde el seto del colmenar, volaban por encima del cáñamo y desaparecían en dirección del carrizal. El camino, como había indicado la vieja, llevó a Levin directamente a los pantanos. Se adivinaban éstos desde lejos por el vapor que despedían y bajo el cual aparecían indefinidos como islas los juncos y las matas de sauce.

Al borde de las marismas y a ambos lados del camino, se veían hombres y chiquillos que habían pernoctado allí. Estaban echados, durmiendo, abrigados con sus caftanes. No lejos de ellos, distinguíanse tres caballos trabados, uno de los cuales hacía resonar las cadenas que lo sujetaban. «Laska» iba al lado de su amo, mirándolo de cuando en cuando, como pidiéndole permiso para alejarse.

Al llegar al primer montículo del carrizal, Levin revisó los pistones de la escopeta y dejó marchar al perro. Uno de los caballos –un robusto potro de tres años– al ver a «Laska» se espantó y, levantando la cola y relinchando, trató de huir. Los otros caballos se asustaron también y, a saltos, con las patas trabadas, salieron del carrizal, produciendo con sus cascos, en el agua y la tierra arenosa, un ruido como de latigazos.

«Laska» se paró, miró a los caballos y luego a Levin como preguntándole qué había de hacer. Éste la acarició y, con un silbido, dio la señal de que podía comenzar la caza. La perra corrió alegremente por la tierra blanda, penetró en los aguazales y no tardó en percibir el olor a ave que, ente los otros mil de hierbas pantanosas, raíces, moho y estiércol de caballos, era el que la excitaba más. Ahora este olor se extendía por todas partes sobre las tierras pantanosas, sin que fuera fácil precisar de dónde salía. «Laska» corría de un lado para otro, venteando, muy abiertas sus narices. El olor se percibió, de pronto, más fuerte.

La perra se paró en seco y miró atentamente, vacilante, como sin poder precisar todavía dónde se hallarían las aves pero seguro que estaban cerca y debían de ser en gran número. «Laska» avanzó cautelosamente, husmeando todas las matas, cuando la distrajo la voz de su dueño:

–¡«Laska» allí! –dijo Levin indicando al otro lado.

La perra miró a Levin como preguntándole si no sería mejor que continuase la búsqueda que estaba llevando a cabo pero el amo repitió la orden con voz severa. «Laska» corrió al orilla de tierra cubierta de agua que le indicaba su dueño. Sabía que allí no podía haber nada pero tenía que obedecer. Lo recorrió todo, segura de no encontrar nada y volvió al lugar que había dejado. Ahora, cuando Levin no la estorbaba, sabía bien lo que tenía que hacer y, sin mirar a sus pies, tropezando con los montoncillos de tierra que encontraba en su camino y hundiéndose en el agua pero levantándose al instante con un fuerte impulso de sus patas elásticas y fuertes, comenzó a describir círculos en torno a un punto determinado.

El olor de los pájaros se percibía cada vez más fuerte y definido. De repente, la perra pareció comprender con claridad que una de las aves estaba allí, a cinco pasos, detrás de una saliente de tierra y quedó inmóvil. Sus cortas patas no le permitían ver nada frente a ella pero el olfato no la engañaba. Inmóvil, la boca y las narices muy abiertas, el oído alerta y la cola tensa, agitada sólo en su extremidad, respiraba penosamente; pero, con cautela, gozábase en la espera y, con más cautela aún, miraba a su dueño, volviéndose más con los ojos que con la cabeza. Levin, con el semblante que el perro conocía, pero con una mirada que le parecía terrible, avanzaba tropezando y con una lentitud extraordinaria, según le parecía al animal.

Al advertir que «Laska» se bajaba al suelo y entreabría la boca, comprendió Levin que las chochas estaban allí y, rogando a Dios que no le fallase la caza, sobre todo en aquel primer pájaro, se dirigió corriendo, aunque con precaución, hacia donde se encontraba el perro. Subió la pequeña loma y, al mirar entre dos montecillos de tierra, descubrió con los ojos lo que «Laska» había olfateado: una chocha bastante grande, que en aquel momento volvió la cabeza hacia ellos, alargó el cuello y permaneció en actitud de escuchar. Luego abrió ligeramente las alas, las volvió a cerrar y, moviendo pesadamente la cola, se alejó, desapareciendo detrás de uno de los montecillos.

–¡Busca, «Laska»! ¡Busca! –gritó Levin, azuzando al perro.

«Pero, si no puedo ir! », pensaba el animal. «¿Adónde iré? Desde aquí las olfateo y si avanzo no sabré dónde están ni qué son.» Pero el dueño la empujó con la rodilla y con voz excitada le volvió a gritar:

–¡Busca, «Laska»! ¡Busca!

«Bueno, lo haré como quieres», pareció pensar aún el animal, «pero no respondo del éxito». Y salió disparada hacia adelante. Ahora ya no olfateaba nada, no seguía rastro alguno; sólo veía y sentía sin comprender.

A diez pasos del lugar donde se encontraba antes se levantó una fúlica. Su agudo chillido y su ruido de alas característico estremeció el aire. Se oyó un disparo y el pájaro se desplomó en la hondonada húmeda.

Otro pájaro se levantó detrás de él, sin que el perro interviniese. Cuando Levin lo vio estaba ya lejos. Pero el disparo lo alcanzó. El pájaro voló unos veinte pasos más, se levantó como una pelota y, luego, dando vueltas, cayó pesadamente en el carrizal.

«Laska» trajo a Levin las dos aves y aquél las metió en el zurrón, pensando: «Vaya, hoy ya es otra cosa».

–Tendremos buena caza, «Laska», ¿verdad?

Levin volvió a cargar su escopeta y se puso de nuevo en camino.

El sol había salido ya por completo. La luna había perdido su brillo, si bien blanqueaba aún sobre el ciclo. No se veía ni una estrella. Los montoncillos de tierra, que antes relucían cubiertos por el rocío plateado, ahora estaban como dorados. El azul nocturno de las hierbas se había convertido en un verdor amarillento. Las avecillas del pantano buscaban las sombras de los arbustos, cerca del arroyo. Un buitre estaba posado sobre un montón de centeno, mirando a un lado y otro del carrizal. Las chochas volaban en todas direcciones. Un chiquillo, descalzo, hacía correr a los caballos, trabados aún, riéndose de sus torpes movimientos. Un viejo, sentado, se rascaba bajo el caftán. Otro chiquillo corrió hacia Levin y le dijo:

–Señor, ayer había aquí muchos patos.

Levin continuó su cacería, seguido de lejos por el pequeño.

De un solo disparo, afortunado, mató tres chochas ante el chiquillo, que expresó su entusiasmo haciendo varias cabriolas.

SEXTA PARTE – Capítulo 13

El proverbio de los cazadores que dice que si se mata la primera pieza, la caza será feliz, resultó cierto.

Levin tuvo una cacería afortunada.

A las diez de la mañana regresó a la casa, fatigado y hambriento pero feliz, después de haber andado unas treinta verstas, con diecinueve piezas y un grueso pato que llevaba atado a la cintura porque no cabía ya en el morral.

Sus compañeros se habían levantado ya y hasta habían comido.

Levin entró gritando alegre y jactanciosamente:

–¡Eh! ¡Mirad! ¡Diecinueve piezas! ¡Traigo diecinueve!

Y se puso a contarlas ante ellos, gozando con la admiración y gozando también con la envidia de Esteban Arkadievich. Las aves no tenían el hermoso aspecto de cuando iban volando o se movían graciosamente sobre el suelo, sino que estaban ya con las plumas lacias y muchas apelmazadas y cubiertas de negruzca sangre; pero representaban, efectivamente, una buena caza.

Levin se sintió todavía más feliz al recibir una carta de su esposa, que le había traído un hombre.

Kitty le decía:

Estoy completamente bien y alegre. No te preocupes por mí; puedes estar más tranquilo que antes, pues tengo otro ángel guardián. Vlasievna (era la comadrona, un nuevo e importante personaje en la vida de Levin) vino a verme y la hemos hecho quedarse aquí hasta que vuelvas. Me encontró completamente bien. Todos los demás están también contentos y sanos. No te apresures por volver y, si la caza es buena, quédate un día más.

Las dos alegrías que había recibido –la buena caza y la carta de Kitty– eran tan grandes, que le pasaron casi inadvertidos dos contratiempos. Uno era que el caballo rojo, que al parecer había trabajado demasiado el día antes, no comía y tenía un aspecto abatido. El cochero decía que estaba reventado.

–Ayer lo fatigaron demasiado, Constantino Dmitrievich. Recuerde usted que lo hicieron correr durante diez verstas sin ningún miramiento.

Otra circunstancia le produjo de momento un disgusto: de las provisiones que Kitty había preparado, con tal abundancia que creían que habían de tener víveres para una semana, no quedaba nada ya. Levin regresaba de la caza, como antes dijimos, con intenso apetito y, recordando con tal precisión las ricas empanadillas que les había cocinado su mujer que, al acercarse a la casa, percibía ya el olor y el gusto en la boca, de igual modo que su perra percibía el olfato de la caza. En cuanto se hubo despojado de sus arreos, gritó, pues, a Filip:

–¡Eh! A ver esas empanadillas, que tengo un hambre canina.

La decepción fue grande cuando le dijeron que no sólo no quedaban empanadillas, sino que tampoco quedaban pollos.

–¡Vaya un apetito! ––comentó Esteban Arkadievich, riéndose e indicando a Vaseñka–Yo no sufro por falta de apetito pero lo que es ése… Parece imposible lo que come.

–¡Qué le vamos a hacer! –exclamó Levin, mirando sombríamente a Veselovsky. Y pidió:

–Filip, tráeme carne, pues.

–La carne se la han comido y los huesos los han echado a los perros –contestó Filip.

–¡Hubieran podido, al menos, dejarme algo! –lamentó, casi llorando, el hambriento Levin– Entonces, prepara un ave –añadió– y pide para mí, aunque sea, sólo un poco de leche.

Cuando se hubo bebido la leche, en buena cantidad, se le pasó el enojo y hasta se sintió avergonzado de haberlo mostrado ante un extraño y rió el trance.

Por la tarde, salieron de nuevo al campo a cazar y hasta Veselovsky mató algunas piezas.

Ya de noche, regresaron a la casa.

Tanto la ida como la vuelta la pasaron divertidísimos. Veselovsky cantaba alegremente; refería su estancia entre los campesinos que le ofrecieron vodka y constantemente le imploraban «que no ofendiese»; el fracaso que tuvo al querer coger avellanas; su plática picaresca con la chica de la propiedad vecina y la sentencia de otro labriego, que le preguntó si era casado y, al contestarle que no, le dijo: «pues más que mirar a las mujeres de otros, deberías procurarte una propia». Todo lo cual le divertía de tal modo que, recordándolo, no cesaba de reír.

–En general, estoy muy contento con nuestro viaje. –decía– ¿Y usted, Levin? –preguntó.

–Yo lo estoy también, mucho –contestó Levin sinceramente, pues ya no sentía animosidad contra Vaseñka, sino que, por el contrario, comenzaba a cobrarle afecto.

SEXTA PARTE – Capítulo 14

Al día siguiente, a las diez de la mañana, habiendo ya recorrido toda su finca, Levin llamó a la habitación donde dormía Vaseñka.

–Entrez! –gritó aquél.

Levin entró y le halló en paños menores.

–Perdóneme, –se disculpó Veselovsky– estaba acabando mis ablutions.

–No se apresure –contestó Levin, sentándose en el alféizar de la ventana. ¿Ha dormido usted bien?

–Como un tronco. No me he despertado ni una sola vez.

–¿Qué toma usted, té o café?

–Ni una cosa ni otra: almuerzo sólido. Créame que estoy avergonzado de esto, pero es mi costumbre. También desearía dar antes un paseíto. Ha de enseñarme usted los caballos.

Habiendo Levin y su huésped paseado por el jardín y hasta hecho gimnasia en el trapecio, volvieron a la casa y entraron en el salón, donde estaban ya las señoras.

–¡Qué magnífica cacería! ¡Cuántas y qué agradables impresiones! –dijo Veselovsky al saludar a Kitty, que se hallaba sentada ante el samovar– ¡Qué lástima que las señoras estén privadas de estos placeres!

Otra vez le pareció a Levin ver algo humillante en la sonrisa, en la expresión de triunfo con que Veselovsky se dirigió a su mujer.

La Princesa, que estaba sentada al extremo opuesto de la mesa, junto a María Vlasievna y Esteban Arkadievich, hablaba de la necesidad de trasladar a Kitty a Moscú para la época del parto y Oblonsky llamó cerca de sí a Levin para hablarle de la cuestión. A Levin, que en los días que precedieron a su casamiento le disgustaban los preparativos que, por su insignificancia, ofendían la grandeza de lo que se iba a realizar, le disgustaban todavía más los que se hacían para el parto que se acercaba, cuya llegada contaban todos con los dedos. Hacía cuanto podía para no oír las conversaciones sobre la manera de envolver al niño, volvía el rostro para no ver las vendas infinitas y misteriosas, los pedazos triangulares de tela, a los que Dolly daba gran importancia y otras cosas semejantes.

El acontecimiento del nacimiento del hijo (pues no le cabía duda de que sería niño), que se le había prometido pero en el cual, a pesar de todo, no podía creer –tan extraordinario le parecía–, se le presentaba por un lado como una inmensa felicidad, tan inmensa, que le parecía imposible; y, por el otro, como un suceso tan misterioso, que aquel supuesto conocimiento de lo que había de venir y, como consecuencia, los preparativos que se hacían, como si se tratara de un acontecimiento ordinario producido por los hombres, despertaba en él un sentimiento de ira y de humillación.

La Princesa no comprendía, sin embargo, estos sentimientos y atribuía a ligereza y a indiferencia los escasos deseos que mostraba su yerno de pensar en las cosas que a ella tanto le interesaban y de hablar de ellas. Así que no lo dejaba tranquilo. Insistía continuamente en sus consultas, en explicarle lo que había hecho, que había encargado a Esteban Arkadievich buscar el piso, cómo pensaba arreglarlo…

Levin rehuía:

–No sé nada de eso, Princesa… Hagan lo que quieran…

–Pues hay que decidir. Si no, ¿cuándo se va a hacer la mudanza?

–No sé… No sé… Sólo sé que nacen millones de niños sin ser llevados a Moscú, hasta sin médicos… Pero hagan como quiera Kitty.

–Con Kitty es imposible hablar de esto. ¿Quieres que la asustemos? Esta primavera, Natalia Galizina murió a consecuencia de un mal parto.

–Bien, bien. Como usted diga, así se hará.

Y mostraba un gesto sombrío.

Pero lo que le tenía así no era la conversación con la Princesa, por mucho que le desagradara, sino la que sostenían Vaseñka y Kitty.

Veselovsky estaba inclinado hacia su mujer, hablándole casi al oído con su sonrisa sarcástica, de dominador y ella le escuchaba ruborizada y con emoción bien visible. Había algo impuro en la actitud de ambos.

«No, esto no es posible», se decía Levin.

Y de nuevo se le oscurecieron los ojos; de nuevo, sin la más leve transición, descendió de la altura de su felicidad, de la calma y la dignidad, y se hundió en el abismo de la desesperación, la humillación y la ira y sintió asco de todo y de todos.

–Obren ustedes como quieran, Princesa –dijo, volviendo a mirar hacia su mujer.

–¡Qué pesada eres, corona de Monomaj (1)! –le dijo Esteban Arkadievich, en tono de broma y aludiendo, no sólo a la conversación con la Princesa, sino a la actitud que tenía Levin y que aquél había advertido bien.

Entró Daria Alejandrovna y todos se levantaron para saludarla.

Vaseñka se levantó sólo un instante y, con la falta de cortesía propia de los jóvenes modernos, se limitó a hacer una leve inclinación de cabeza y volvió junto a Kitty, continuando su conversación con ella sin dejar de reír.

–¡Qué tarde te has levantado hoy, Dolly! –dijo Levin.

–Masha me ha dado muy mala noche. Ha dormido muy mal y hoy está de un pésimo humor –explicó Dolly.

Vaseñka hablaba con Kitty de lo mismo que el día anterior: de Anna. Afirmaba que el amor debe ser puesto por encima de las conveniencias sociales.

Esta conversación era desagradable a Kitty por su fondo y por el tono en que era llevada y, sobre todo, porque sabía que el verla así con Veselovsky molestaba a su marido.

Habría querido cortarla. Pero Kitty era demasiado sencilla e inocente para saber lo que había de hacer a fin de conseguirlo y hasta para ocultar el pequeño e inocente placer que le causaban –mujer al fin– las atenciones de Veselovsky. Pensaba, incluso, que acaso lo que hiciera con tal fin sería mal interpretado.

Efectivamente, cuando preguntó a Dolly «qué tenía Masha» y Vaseñka, al ser cortada su conversación, se puso a mirar a Dolly con indiferencia, a Levin la pregunta le pareció una astucia falta de naturalidad y repugnante.

–¿Qué, pues? ¿Iremos hoy a buscar setas? –preguntó Dolly.

–Vamos… Yo también iré ––dijo Kitty.

Kitty habría preguntado a Vaseñka si él iba también. No hizo la pregunta pero sólo con pensarlo se ruborizó.

En aquel momento Levin pasó a su lado con andar decidido.

–¿Adónde vas, Kostia? –le preguntó, intranquila, a su marido.

La expresión culpable de Kitty confirmó a Levin sus sospechas. Contestó desabridamente, sin mirar siquiera a su esposa.

–En mi ausencia llegó el mecánico alemán y todavía no lo he visto.

Bajó al piso inferior y aún no había salido de su gabinete, cuando oyó los pasos, tan conocidos por él, de Kitty, que iba rápidamente a su encuentro.

–¿Qué quieres? –preguntó Levin– Este señor y yo estamos ocupados.

–Perdone usted, –dijo ella al mecánico– necesito decir algunas palabras a mi marido.

El alemán quiso salir, pero Levin le contuvo:

–No se moleste.

–El tren sale a las tres. –objetó el otro– Temo no poder llegar a tiempo.

Levin no le contestó y salió de la estancia en unión de Kitty.

–¿Qué tienes que decirme? –preguntó a ésta en francés y sin mirarla.

Kitty sentía un temblor irresistible en todo su cuerpo; tenía lívido el semblante; y en general, un aspecto lamentable de abatimiento.

Levin lo presentía y no quería verlo.

–Quiero decir… quiero decirte –balbuceó ella– Quiero decir que así… así es imposible… imposible vivir. Que esto es un martirio…

–No hagas escenas aquí –le atajó Levin con irritación–. Puede venir gente…

Estaban, efectivamente, en una habitación de paso. Kitty quiso entrar en la contigua, pero allí estaba la inglesa dando lección a Tania.

–Salgamos al jardín –propuso, en vista de ello.

En el jardín hallaron al campesino que cuidaba de él y que estaba limpiando el sendero. Sin tener en cuenta ya que el jardinero la veía, que ella lloraba y él estaba conmovido y los dos tenían aspecto de sufrir una gran desgracia, siguieron adelante, rápidos. Sólo pensaban en que necesitaban darse explicaciones, de disuadirse mutuamente y de este modo librarse del martirio que ambos experimentaban.

–Así es imposible vivir. Yo sufro, tú sufres… ¿Y por qué? ––dijo Kitty cuando, al fin, se hubieron sentado en un banco solitario, en un rincón del paseo de los tilos.

–Dime una cosa, –replicó Levin, poniéndose delante de ella en la misma forma que la noche anterior: los puños crispados, apretados contra el pecho, las piernas abiertas, erguidos el torso y la cabeza, la mirada muy fija en los ojos de su mujer– ¿No había en su postura, en su tono, algo inconveniente, impuro, humillante para mí? Dime la verdad.

–Había. –confesó Kitty, con voz temblorosa– Pero Kostia, –se disculpó– ¿qué puedo hacer yo? Esta mañana quise tomar otro tono; pero ese hombre… ¿Para qué habrá venido? –añadió entre sollozos que sacudían todo su cuerpo, que ya iba abultándose por el embarazo– ¡Tan felices que éramos!

El jardinero pudo observar, con sorpresa, cómo primero iban los dos presurosos, aunque nadie los perseguía y cariacontecidos y que, luego, cuando nada particularmente alegre podían haber encontrado en aquel banco, volvían con rostros tranquilos y hasta radiantes.

(1) Corona de Monomaj: o gorro monómaco (en ruso, Шапка Мономахa) es la más antigua de las coronas que se encuentran actualmente en la Armería del Kremlin de Moscú y es uno de los símbolos de la autocracia rusa. Es un gorro de oro compuesto de ocho sectores esmeradamente ornamentados con un revestimiento desplazado de filigrana en oro y bordeados con piel negra. Fue la insignia de coronación de los príncipes de Moscú, zares y emperadores, desde Dmitri Donskói hasta Iván V de Rusia. Durante la simultánea coronación de este último y su hermanastro, el futuro Pedro I de Rusia, Pedro portaba una pequeña corona elaborada específicamente para la ceremonia y que asimismo se conserva en la Armería.

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