kmf "kmf"
Categoria: Té Literario ~ Anna Karenina | Fecha: julio 31st, 2013 | Publicado por Gabriela Carina Chromoy

ANNA KARENINA – SÉPTIMA PARTE – CAPÍTULOS 23 Y 24

DSC03264
Jazmines en el pelo… y rosas en la cara no es precisamente la imagen de la Anna de estos capítulos. Vamos con el 23 y 24 de la Séptima Parte, que empiezan con un par de frases lapidarias:

ANNA KARENINA – LEV TOLSTOY
SÉPTIMA PARTE – Capítulo 23

Para emprender algo en la vida de familia es preciso que exista entre los esposos un completo acuerdo, una situación de mutua compenetración basada en el amor o bien, un divorcio absoluto, una separación total.

Cuando las relaciones entre los esposos son indefinidas y no se desenvuelven en ninguna de aquellas situaciones, nada puede ser llevado entre ellos a feliz término.

Muchos matrimonios pasan años enteros así, en lugares desagradables e incómodos y en una no menos desagradable e incómoda situación, sólo por no tomar una decisión cualquiera.

Vronsky y Anna se encontraban en este caso. Tanto para el uno como para la otra, la vida en Moscú, en aquella época de polvo y calor, cuando el sol no brillaba ya como en primavera, los árboles de los boulevards estaban cubiertos de hojas y las hojas llenas de polvo, se les hacía insoportable. No obstante, no acababan de marcharse, como tenían decidido hacía tiempo, a su finca de Vosdvijenskoie, sino que continuaban viviendo en Moscú. Y cada día se sentían más aburridos y desesperados, porque hacía tiempo que no se ponían de acuerdo.

La animadversión que les separaba parecía no tener una causa externa y todas las tentativas para explicarse, en vez de mejorar su situación parecían agravarla todavía más. Era una especie de irritación interior que para ella tenía su origen en el enfriamiento del amor de Vronsky y para él, en el pesar de haberse puesto, por ella, en una situación penosa y difícil que Anna, en lugar de hacerla llevadera, la hacía aún más desagradable.

Así, hasta los intentos de una explicación entre los dos que lo aclarase todo eso hiciera desaparecer aquel estado de recelos e irritación latente, acababa siempre en fuertes disputas.

Para Anna todo lo de Vronsky –sus costumbres, sus pensamientos, sus deseos, todo su modo de ser físico y moral– estaban dirigidos al amor; y este amor lo ambicionaba sólo para ella. Ahora, sintiendo enfriarse en Vronsky su pasión, no podía dejar de pensar que acaso una parte de aquel amor lo consagraba a otra a otras mujeres y los celos la devoraban.

No teniendo motivos de celos, los inventaba. Al más leve indicio los pasaba de un objeto a otro: ya tenía celos de aquellas mujeres despreciables con las cuales, gracias a sus relaciones de soltero, podía entrar fácilmente en contacto; ya lo sentía de las mujeres de la alta sociedad con las que pudiera encontrarse o bien de una mujer imaginaria con la cual había de casarse después de romper con ella. Este último pensamiento era el que con más frecuencia la atormentaba, porque en un momento de confianza, de confesiones mutuas, de confidencias, Vronsky, imprudentemente, le había dicho que su madre le comprendía tan poco que se había permitido aconsejarle que se casara con la princesa Sorokina.

Los celos, pues, la llenaban de indignación, la tenían constantemente irritada contra Vronsky y la llevaban a buscar, sin cesar, motivos en que alimentar sus sentimientos desesperados.

Para ella, Vronsky era el único culpable de sus sufrimientos, cualquiera que fuera su causa. La demora en la respuesta de Karenin respecto al divorcio, debida a la indecisión de su marido, la soledad, el aburrimiento y los desaires que le proporcionaba la vida en Moscú. Todo, absolutamente todo, era culpa de él.

«Si él me quisiera», se decía, «habría comprendido lo agobiante que es mi situación y habría hecho todo lo posible por sacarme de ella».

También Vronsky era culpable de que vivieran en Moscú y no en la hacienda, pues esto se debía, pensaba Anna, a que él no podía vivir en el pueblo, apartado de sus relaciones de ciudad como ella quería.

Y también Vronsky era el culpable de que se viese separada para siempre de su hijo.

Anochecía.

Sola, esperando que regresara Vronsky de una comida que daba un amigo para celebrar su despedida de soltero, Anna paseaba a lo largo del gabinete de Alexis, en el cual le gustaba estar para ver todos sus objetos y porque era la habitación de la casa donde repercutía menos el ruido de los carruajes rodando por el empedrado y, mientras paseaba, iba pensando en todos los detalles de la última discusión tenida con su amado.

Tras recordar todas las palabras ofensivas cruzadas entre ambos durante la disputa, Anna pensó en las que la habían provocado.

No podía comprender que la disputa se hubiera producido por una causa tan fútil e inofensiva.

Efectivamente, la causa visible fue que Vronsky censuró los colegios femeninos de la Escuela Media, diciendo que no tenían ninguna utilidad. Anna defendió aquellas instituciones y Vronsky insistió mostrando poca estima por la instrucción femenina en general, incluso hacia Hanna, la niña inglesa a quien ella protegía y de la cual dijo, despectivamente, que «ni necesitaba siquiera saber física». Esto irritó a Anna, que vio también en las palabras de él un menosprecio hacia sus conocimientos y buscó una frase con qué molestar a Vronsky, vengándose con ella del dolor que le causaba y así le dijo:

–No esperaba yo que comprendiese usted mis sentimientos como parece que ha de comprenderlos el hombre que ama; pero me creía al menos con derecho a esperar más de su delicadeza.

Vronsky se sintió, en efecto, irritado por sus palabras y le replicó de una manera desagradable.

Anna no recordaba lo que ella le había entonces contestado, pero él sin más causa que el deseo de herirla, le dijo:

–Confieso que su apego a esa niña, que tiene recogida, me es desagradable, porque no me parece natural.

La crueldad con que Vronsky atacaba aquel pequeño mundo que ella se había constituido para soportar mejor su aislamiento del otro, de la sociedad; la injusticia con que la inculpaba de falta de naturalidad en lo que hacía, la hicieron estallar.

–Es en verdad una pena que sólo los sentimientos groseros y materiales sean comprensibles para usted y sólo éstos sean naturales. –Y salió airadamente de la habitación.

Cuando el día anterior, por la noche, Vronsky fue a verla, ninguno de los dos hizo alusión a la disputa que habían tenido pero ambos sentían aún en sus espíritus un fuerte resquemor.

Hoy Vronsky había estado fuera de casa todo el día y a Anna, en su soledad, le pesaba tanto el haber discutido con él que deseaba olvidarlo todo, perdonarlo, reconciliarse con su amado justificándolo y hacerse ella responsable de todo.

«Sólo yo tengo la culpa de todo», se decía. «Estoy irascible, tontamente celosa. Sí, se lo diré así y haremos las paces, olvidaremos todas nuestras disputas, nuestros recelos y marcharemos al campo y allí estaré más tranquila y más acompañada. Hasta puede que él me quiera más y yo recobre la felicidad.»

De repente, recordó aquello que la había exasperado más en la disputa –el decirle que fingía, que lo que hacía carecía de naturalidad– y comprendió que se lo había dicho sólo para herirla.

«Yo sé lo que él quiso decirme: que no es natural que, no queriendo a mi propia hija, quiera a una niña ajena. ¿Qué sabe él del amor a los hijos? ¿Qué sabe él de mi amor a Sergio, al que he sacrificado por él?

Pero este deseo suyo de mortificarme, de hacerme mal… No; él ama a otra mujer, no cabe duda, no puede ser de otro modo.»

Y al advertir que, a pesar de sus deseos de calmarse y restablecer sus relaciones con Vronsky, volvía a sus celos y su irritación, Anna se horrorizó de sí misma.

«¿Acaso será imposible? ¿No podré con la idea de reconocerme culpable a mí misma? Él es justo y honrado y me ama», reflexionaba luego, «y yo lo amo también. En estos días obtendré el divorcio y se normalizará nuestra situación, ¿qué más quiero? Debo estar tranquila, confiada. Echaré la culpa de esta discordia sobre mí. Sí, ahora, cuando venga, le diré que estuve injusta, aunque realmente no lo estuve; y haremos las paces y nos marcharemos de aquí».

Y, para no pensar más en lo sucedido y no volver a irritarse, Anna hizo que le llevaran los baúles y se entretuvo en colocar en ellos lo que habían de llevar al campo.

A las diez de la noche llegó Vronsky.

SÉPTIMA PARTE – Capítulo 24

–¿Qué, te has divertido? –preguntó Anna, con expresión tímida y dócil, saliendo al encuentro de Vronsky.

–Como siempre –repuso él.

Por el tono y la actitud de Anna, Vronsky comprendió, inmediatamente, que se hallaba en uno de sus mejores momentos y, aunque ya estaba acostumbrado a los cambios en el carácter de su amada, se alegró, porque también él se sentía particularmente contento y de excelente humor.

–¿Qué veo? –comentó con voz y ademanes alegres, señalando con satisfacción los baúles, que estaban preparados -Eso sí que está bien.

–Sí, tenemos que marcharnos de aquí. –explicó Anna– He salido a dar un paseo y he gozado tanto, que he sentido deseos de volver al campo. ¿No tienes tú aquí nada que te retenga?

–Sólo deseo eso, irnos al pueblo. Vengo en seguida y hablaremos. Ahora voy a cambiarme de ropa. Ordena que me sirvan el té.

Y Vronsky pasó a su gabinete.

Al quedarse sola, Anna volvió su pensamiento a la conversación que acababa de tener con Vronsky y se dijo que había algo humillante en aquellas palabras: «Eso sí que está bien». «Así hablan a un niño cuando renuncia a sus caprichos», pensaba. Y era aún más humillante por el contraste entre el tono de ella, tímido y contrito y el tono seguro de él.

Y Anna advirtió que en su ánimo se levantaba de nuevo un sentimiento de ira contra Vronsky pero hizo un esfuerzo sobre sí misma y, cuando volvió él, lo acogió con la misma sonrisa de antes.

Cuando Vronsky se sentó, Anna, a su lado, le contó, repitiendo en cierto modo las palabras que había preparado, cómo había pasado el día y sus planes para el viaje.

–¿Sabes? He tenido como una inspiración. –decía– ¿Por qué hemos de esperar aquí el divorcio? ¿No da igual esperarlo en el campo? Yo no puedo estar aquí. He perdido la paciencia y no quiero ni oír hablar del divorcio. He decidido que esto no tenga influencia en mi vida. ¿Estás conforme?

–¡Oh, sí! –dijo, Vronsky mirando, con alguna inquietud, el rostro conmovido de Anna.

–Y vosotros, ¿qué habéis hecho? ¿Quién más estuvo? –preguntó después de un momento de silencio.

Vronsky nombró a los invitados y contó que la fiesta había resultado excelente y la reunión animada. Hubo un concurso de barcas a remo.

–Todo resultó muy agradable –añadió– pero en Moscú las cosas no pueden pasar sin ridicule. Se presentó una señora –la profesora de natación de la reina de Suecia– y quiso mostramos su arte.

–¡Cómo! ¿Ha nadado ante vosotros? –preguntó Anna Arkadievna frunciendo el ceño.

–Con un horrible costume de natation. Figúrate una mujer fea y vieja con las carnes enrojecidas. Bueno, ¿y cuándo nos marchamos?

–¡Qué fantasía más loca! ¿Y qué? ¿Había algo de particular en su manera de nadar? –preguntó Anna, sin contestar a la pregunta de éste y con una sombra de preocupación en el semblante.

–Absolutamente nada de particular, ¿no te digo? Era una cosa completamente estúpida. Entonces, ¿cuándo piensas que nos marchemos de aquí?

Anna Arkadievna sacudió su cabeza como queriendo alejar un pensamiento desagradable.

–¿Cuándo? –dijo -Cuanto antes mejor. Para marcharnos mañana no tenemos tiempo pero podemos marchar pasado mañana.

–Espera. Pasado mañana es domingo y debo ir a casa de maman –dijo Vronsky confuso, porque en cuanto nombró a su madre sintió fija sobre él la mirada de Anna, en la que se reflejaba una sospecha.

La confusión de Vronsky reforzó la desconfianza de ella, que se ruborizó y se separó de él.

Ahora Anna no pensaba en la profesora de la reina sueca; pensaba sólo en la princesa Sorokina, que vivía en un pueblo cerca de Moscú, al lado de la condesa Vronskaya.

–Puedes ir mañana –dijo ella.

–No. El dinero y los poderes, que son el objeto de mi visita, no es posible obtenerlos mañana.

–Siendo así, es mejor que lo dejemos.

–¿Y por qué?

–Más tarde no quiero partir. Me marcho el lunes o nunca.

–¿Y por qué? –preguntó extrañado Vronsky– Eso no tiene sentido.

–Para ti no tiene sentido porque no te preocupas de mí. –dijo ella en tono agresivo– No quieres comprender cómo sufro. La única que me entretenía aquí era Hanna y tú me has acusado con respecto a ella de hipocresía. Ayer me dijiste que no quiero a mi hija, que finjo querer a esa inglesa y que esto no es natural… Me gustaría saber qué vida puede ser natural para mí.

Anna se dio cuenta de lo que decía y se horrorizó de haber cambiado su decisión de estar tranquila, en paz con su amado. Pero a pesar de ello, sentía que ya no podía volverse atrás sin desmerecer e incluso perder su propia estima y sentía, además, que no podía resignarse a aquella injusticia que Vronsky había cometido con ella.

–Nunca he dicho eso. –trató de convencerla él –Dije sólo que no aprobaba ese cariño improvisado.

–¿Por qué tú que tanto te envaneces de tu rectitud, no dices la verdad?

–Nunca me envanezco de mi rectitud pero jamás digo lo que no es verdad –contestó él en voz baja y conteniendo la cólera que empezaba a sentir. -Siento mucho que no respetes…

–El respeto ha sido inventado para disimular la ausencia del amor. Si no me quieres ya, mejor y más noble es que me lo digas.

–¡Esto se hace insoportable! –exclamó Vronsky levantándose airado de la silla. Y, de pie ante Anna, le dijo lentamente: –¿Por qué pones a prueba mi paciencia? –y en un tono que quería significar que podía decir muchas cosas más, pero que se contenía, añadió: –Mi paciencia tiene un límite.

–¿Qué quiere usted decir con eso? –preguntó Anna en tono de reto, aunque horrorizada por la expresión del rostro de él, sobre todo de sus ojos, que la miraban amenazadores, con dureza.

–Quiero decir… –empezó Vronsky. Y tras unos momentos de duda, acabó: –Debo preguntarle qué quiere usted de mí.

–¿Qué puedo querer sino que usted no me abandone, como piensa hacer? –dijo Anna, comprendiendo todo lo que él no le había terminado de decir –Pero no es eso, no, lo que quiero; eso es ya una cosa secundaria: quiero su amor y usted no me ama. Es decir, que todo ha terminado.

Anna se dirigió a la puerta.

–Espera… Espera –la llamó Vronsky.

Y sin desarrugar el pliegue sombrío de sus cejas, pero cogiéndola cariñosamente de las manos, le dijo:

–¿Quieres decirme qué te sucede? He dicho que hay que aplazar la salida de aquí por tres días y, por contestación a esto, tan sencillo y claro, me has dicho que miento, que soy un hombre sin honor.

–Sí y lo repito; el hombre que me echa en cara que lo ha sacrificado todo por mí es peor que un hombre sin honor: es un hombre sin corazón –dijo Anna recordando las palabras que pronunciara él en la discusión que habían tenido antes.

–¡Decididamente, es imposible! –exclamó Vronsky soltando con desaliento las manos de Anna.

«Me odia, esto está claro», se dijo ella. Y sin decir ni una palabra más ni volver la cabeza y con pasos vacilantes, salió de la habitación.

«Ama a otra mujer. Esto es evidente», se decía entrando en su cuarto. «Quiero amor y no lo encuentro. Es decir, que ya no hay nada entre nosotros y debemos acabar de una vez. ¿Pero, cómo?», se preguntó, sentándose en una butaca ante el espejo.

A continuación se puso a pensar a dónde iría una vez que se separara de Vronsky. «¿A casa de la tía que me educó? ¿A la de Dolly? ¿O, sencillamente, me iré sola al extranjero?» Pensó después en lo que estaría haciendo él en aquel momento, solo en su gabinete: en si aquella discusión había sido decisiva o si aún sería posible la paz entre ellos; en qué murmurarían de ella sus conocidos de San Petersburgo; en cómo la miraría Alexis Alexandrovich.

Muchos otros pensamientos con respecto a lo que podía ocurrir si rompía sus relaciones con Vronsky pasaban por su mente; pero Anna no se entregaba por completo a ellos. En su espíritu palpitaba una idea que, aunque imprecisa, era la que más le interesaba. Al recordar a Alexis Alexandrovich se acordó de las palabras que le había dicho en su enfermedad, después de haber dado a luz: «¿Por qué no habré muerto?».

Y ahora el recuerdo de estas palabras despertó en su alma el sentimiento que habían despertado entonces. «¡Sí, morir!», se dijo. Y la idea llenó su espíritu de una manera fija, imperiosa, obsesionante.

«La vergüenza y la deshonra de Alexis Alexandrovich y de Sergio y mi terrible vergüenza, todo quedaría salvado con mi muerte. Y, al verme muerta y por su causa, él se arrepentiría, me compadecería, me amaría y, no pudiendo ya remediarlo, se desesperaría y sufriría.» Una sonrisa de compasión por sí misma le dilató los labios y, mientras, sentada en una butaca, quitándose y poniéndose las sortijas de la mano izquierda, la vista fija ante ella, iba imaginando los sufrimientos de Vronsky ante su muerte.

Un rumor de pasos –los pasos de él– que se acercaban, la distrajeron de estos pensamientos.

Anna ni lo miró, simulando que estaba ocupada en arreglarse sus sortijas.

Vronsky se acercó a ella y, tomándole con suavidad una mano, le dijo en voz baja y dulcemente:

–Anna, vámonos pasado mañana si quieres. Estoy conforme con todo.

Ella siguió callada.

–¿Qué dices a esto, Anna? –preguntó él.

–Ya lo sabes –contestó ella rápida y enérgicamente y sin fuerzas, luego, para contener su emoción se puso a llorar –Déjame, déjame –decía entre sollozos– Me marcho mañana… Haré más… ¿Quién soy yo? Una perdida… Una piedra colgada de tu cuello… No quiero hacerte sufrir, no quiero… Te dejaré libre… ¡No me quieres! ¡Amas a otra!

Vronsky le rogó que se tranquilizase; le aseguró que no tenía ningún motivo para estar celosa, que jamás había dejado de amarla y que la amaba más que nunca.

–Anna, ¿por qué te martirizas y me mortificas de este modo? –le decía besándole las manos con ternura.

En su rostro había ahora suavidad y Anna, en la voz de él y en sus ojos, creyó adivinar el llanto.

Y, pasando de golpe de los celos más insensatos a una ternura exaltada y llena de pasión, cubrió de arrebatados besos la cabeza, el cuello, las manos de su amado…

Tags: , , , , , ,

Comments are closed.

Últimas Entradas del Blog

  • Tomar

    Tomar

    dom Feb 28

    Фэнтезийный мир Владимира Федотко. Cada tanto, sucede. Esa sincronicidad mágica. Una llamada,...

  • EL COLOR PÚRPURA ~ ALICE WALKER (PDF)

    EL COLOR PÚRPURA ~ ALICE WALKER (PDF)

    sáb Jun 06

    Queridos amigos de esta dacha virtual:  debajo iré pegando los enlaces para la lectura de nuestra nueva novela....

  • TÉ LITERARIO ~ EL COLOR PÚRPURA ~ ALICE WALKER

    TÉ LITERARIO ~ EL COLOR PÚRPURA ~ ALICE WALKER

    jue Jun 04

    Para arrancar este invierno de cuarentena, les propongo preparar sus teteras para hacer un viaje en el tiempo e ir leyendo...

Tea blends, blends artesanales, blends de té en hebras, té de alta gama, té premium, té ruso, té de samovar, tea shop, té gourmet, latex free tea blends, mezclas de té en hebras libres de látex, té orgánico.

Buenos Aires - Argentina | Tel. 15-6734-2781 - Llámenos gratuitamente | sekret@dachablends.com.ar