ANNA KARENINA – SÉPTIMA PARTE – CAPÍTULOS 11, 12, 13 Y 14.
«No hay situación a la que el hombre no se acostumbre, especialmente si todos los que lo rodean la soportan como él.» Después de un viernes de rabona (sólo justificada por el festejo del cumpleaños de Maia), vamos con los Capítulos 11, 12, 13 y 14 de la Séptima Parte de Anna Karenina. La foto de hoy, con mi humilde tacita de Jazmines en el pelo, el blend con el que ayer homenajeé a mi princesa, en familia, la tomó ella, con su flamante cámara de niña. A veces, el té es glamoroso y hasta afectado, como Anna y, a veces, es sólo lo que es, como Levin y la vida. ¡Salud!
ANNA KARENINA – LEV TOLSTOY
SÉPTIMA PARTE – Capítulo 11
«¡Qué mujer tan extraordinaria, tan simpática y digna de compasión!», pensaba Levin mientras salía, acompañado de Esteban Arkadievich, al aire frío de la calle.
–¿Qué te ha parecido? ¿No te lo dije yo? –preguntó Oblonsky, observando que su cuñado estaba completamente entregado al recuerdo de Anna.
–Sí. –contestó Levin pensativo– Es una mujer extraordinaria. No sólo es inteligente sino, también, de una admirable cordialidad. La compadezco con toda el alma.
–Ahora, si Dios quiere, todo se arreglará. Y puesto que ves lo que te ha pasado en este caso, en adelante no formes juicios prematuros sobre la gente –añadió Esteban Arkadievich en tanto que abría la puerta de su carruaje.
–Y adios, –se despidió– que vamos por caminos diferentes.
Levin se dirigió a su casa, en la que entró sin dejar de pensar en Anna, en la conversación tan sencilla que con ella había tenido, en todos los cambios que había observado en su fisonomía, en su situación, que despertaba en él una piedad profunda.
Al entrar en su casa, Kusmá le comunicó que Katerina Alejandrovna se encontraba bien, que hacía pocos momentos que se habían marchado de allí las hermanas y le entregó dos cartas. Una era de su encargado, Sokolov, el cual le decía que no había vendido el trigo porque ofrecían tan sólo cinco rublos y medio y que no tenía de dónde sacar más dinero; la otra carta era de su hermana, reprochándole el que su asunto no estuviera aún terminado.
Levin, con el ánimo alegre, resolvió en seguida, con extraordinaria facilidad, la cuestión del trigo, que en otra ocasión le habría dado mucho que pensar.
«Pues bien: si no dan más, lo venderemos a cinco rublos y medio.»
En cuanto a las quejas de su hermana no despertaron en él más que este pensamiento:
«Es extraordinario lo ocupado que estamos aquí todo el tiempo».
Se sentía culpable ante su hermana por no haber hecho aún lo que ésta le había pedido pero encontró fácil disculpa.
«Es verdad que hoy no he ido tampoco al Juzgado», se acusaba. «Pero es que hoy», se disculpaba luego, «no he tenido, realmente, tiempo de hacerlo».
Y, después de haber decidido ocuparse de aquel asunto al día siguiente, se dirigió a las habitaciones que ocupaba su esposa.
Mientras se dirigía hacia allí, repasaba mentalmente todo lo que había hecho durante el día; las conversaciones que había escuchado y aquellas en las que había tomado parte. En todas ellas –se confesaba– habían tratado de cuestiones por las cuales no se habría interesado en otra ocasión, sobre todo estando solo, en el pueblo pero, ahora, aquí, le habían resultado interesantes. Tan sólo en dos ocasiones encontraba haber hecho algo que no le satisfacía plenamente: una era su símil del sollo en los comentarios respecto a la pena impuesta a un extranjero; la otra era «algo no bien definido» que había en aquella dulce compasión o tierno afecto que se había despertado en él hacia Anna.
Levin encontró a su mujer triste y aburrida.
La comida entre las tres hermanas había resultado animada, pero se habían cansado de esperarlo y la animación fue decayendo hasta no saber qué decirse. Luego las hermanas se marcharon y Kitty quedó sola con sus pensamientos, preocupada por la tardanza de su marido.
–¿Y tú qué has hecho durante todo el día? –le preguntó Kitty, mirándolo a los ojos, en los que advertía cierto brillo sospechoso. No obstante y a fin de no contenerlo en su efusión, disimuló y escuchó con dulce sonrisa de aprobación la referentecia de lo que había hecho aquella noche.
–En el Círculo me encontré con Vronsky –explicó Levin– y me alegré de verlo. Todo sucedió de la manera más natural. ¿Lo comprendes, verdad? La tirantez que había entre nosotros ha dejado ya de existir. Era una situación absurda que tenía que terminar. No vayas a creer por esto que intente ahora buscar su sociedad –y mientras decía estas palabras Levin se puso rojo, pensando que «por no buscar su sociedad» había ido a visitar a Anna a la salida del Círculo.
–¡Y decimos que el pueblo bebe! –exclamó después– No sé quién bebe más, si el pueblo o nuestra clase… El pueblo bebe en los días de fiesta, pero nosotros…
Kitty oía extrañada las incoherencias de su marido. ¿A qué venía aquello de si el pueblo bebía o si los aristócratas bebían? ¿Qué les importaba a ellos? A ella, lo que le interesaba ahora era averiguar por qué causa se había él sonrojado, cosa que había observado muy bien.
–¿Y luego dónde estuviste?
–Esteban Arkadievich me pidió con gran interés que visitara a su hermana.
Y al decir esto se sonrojó de nuevo y sintió que las dudas sobre si habría hecho bien o mal visitando a Anna se le desvanecían para dejar paso al convencimiento de que había obrado de una manera inconveniente.
Los ojos de Kitty relampaguearon pero se contuvo, disimuló su emoción y exclamó sencillamente:
–¡Ah!
–Espero que no te enfades porque haya ido allí. Me lo pidió, como te digo, Esteban Arkadievich y Dolly también lo deseaba –continuó Levin.
–¡Oh, no! –dijo ella con una mirada que nada bueno predecía.
–Es una mujer muy simpática, digna de compassion. –dijo Levin tratando de convencer a Kitty– Me dio para ti un encargo conmovedor. –Y le repitió las palabras que le había dicho para su esposa.
–Sí, sí, está claro. Es una mujer digna de compasión –dijo Kitty con voz indiferente. Y, en seguida, le preguntó: – ¿De quién has recibido carta?
Levin explicó la correspondencia que había recibido y, sosegado por el tono tranquilo de su esposa, se marchó al gabinete para cambiarse de traje.
Al volver, encontró a su mujer en la misma butaca, en la misma actitud en que la había dejado. Cuando Levin se le acercó, ella lo miró con tristeza y rompió a sollozar.
–¿Qué es eso? ¿Qué te pasa? –preguntó él, que ya había adivinado lo que «le pasaba».
–Te has enamorado de esa mala mujer. –decía Kitty entre sollozos– Te ha hechizado… Lo he visto en tus ojos… Sí, sí… ¿Qué puede resultar de eso? Has ido al Círculo… Has bebido… Has bebido… Has jugado a las cartas… Y luego has ido… ¡Adónde has ido!… ¡No, vámonos de aquí…! ¡Esto no puede durar! ¡Yo me voy mañana mismo!
Durante un largo rato Levin trató inútilmente de calmarla.
No lo consiguió sino prometiéndole no visitar más a Anna, cuya perniciosa influencia junto con el vino que había bebido, habían perturbado su razón. Lo que más sinceramente reconoció fue, sin embargo, que el vivir tanto tiempo en Moscú, dedicado sólo a conversar, a fumar en exceso, a comer abundantemente y a beber más abundantemente aún, habían acabado por hacer de él un estúpido. Y con igual sinceridad le prometió que nada de aquello volvería a suceder.
Así hablaron hasta altas horas de la noche. Cuando se acostaron, ya completamente reconciliados, eran las tres.
SÉPTIMA PARTE – Capítulo 12
Cuando Esteban Arkadievich y Levin se hubieron marchado, Anna se puso a pasear a lo largo de la habitación.
Aunque inconscientemente (como lo hacía todo en los últimos tiempos), Anna había hecho durante toda la noche cuanto le había sido posible para enamorar a Levin. Sabía que había logrado su propósito tanto como era posible en una noche y tratándose de un hombre casado y honesto enamorado de su mujer.
También él le había gustado y, a pesar de la gran diferencia que existía entre Vronsky y Levin, su tacto de mujer le había permitido descubrir en ambos aquel rasgo común gracias al cual Kitty había podido sentirse atraída por los dos. Y, no obstante, apenas se hubo despedido, Anna dejó de pensar en él para pensar en Vronsky de nuevo.
Un solo pensamiento la perseguía de una manera obsesiva: «Si tal efecto causo en un hombre casado», se decía, «y enamorado de su mujer, ¿por qué sólo él se muestra tan frío conmigo? Yo sé que Alexis me ama», siguió pensando». «Pero ahora hay algo nuevo que nos separa. ¿Por qué no ha estado aquí en toda la noche? Encargó a Stiva que me dijera que no podía dejar a Jachvin en su juego… ¿Es que es un niño ese Jachvin? Supongamos que sea así, puesto que él nunca miente. Sin embargo, dentro de esta verdad hay alguna otra cosa. Aprovecha todas las ocasiones para mostrarme que tiene otras obligaciones que le impiden estar más conmigo. Sé que es así y estoy conforme… Mas, ¿por qué ese afán de decírmelo?
¿Quiere hacerme comprender que su amor hacia mí no debe coartar su libertad? Pues bien: no necesito esas demostraciones; lo que preciso que me demuestre es su cariño. Debería comprender todo lo penosa que es mi vida aquí, en Moscú. ¿Es que esto es vivir? No, no vivo; paso el tiempo esperando este desenlace que nunca acaba de llegar. ¡Otra vez estoy sin contestación! Stiva dice que no puede ir a casa de Alexis Alejandrovich y yo no puedo escribir de nuevo. No puedo hacer nada, no puedo emprender nada para salir de esta situación. Tan sólo puedo procurarme pequeños entretenimientos –la familia inglesa, leer, escribir– para ir mal pasando el tiempo, pues todo esto no es sino un engaño, como la morfina. Vronsky debería tener compasión de mí», terminó. Y lágrimas de piedad por su propia suerte le inundaron los ojos.
Oyó el nervioso campanillazo de Vronsky y, precipitadamente, se secó las lágrimas, se sentó en una butaca al lado de la lámpara, abrió un libro y fingió leer para que él creyese que estaba tranquila. Creía conveniente mostrar algún descontento porque él no había vuelto a la hora prometida, pero no extremar el enfado, y, sobre todo, no despertar en él compasión. Ella se compadecía a sí misma, pero no quería en manera alguna compasión de él; de él sólo quería amor. No quería tampoco luchar pero, involuntariamente, se colocaba en plan de combate.
–¿No te has aburrido? –le preguntó él, acercándose a Anna, animado y alegre– ¡Qué pasión más terrible es el juego! –comentó luego.
–No, no me he aburrido. –contestó Anna– Ya hace tiempo que aprendí a no aburrirme en estas largas esperas. Además, han estado aquí Stiva y Levin.
–Sí, me dijeron que venían a visitarte. ¿Te ha gustado Levin? –preguntó Vronsky, sentándose al lado de Anna.
–Mucho. Hace poco que se han marchado. ¿Qué ha hecho Jachvin?
–Al principio ganó diecisiete mil rublos. Lo llamé para que abandonara el juego. Casi se decidió, pero, luego volvió a jugar y ahora está perdiendo.
–Entonces, ¿a qué te quedaste tú allí? –dijo Anna, levantando sus ojos hacia él.
Su mirada se cruzó con la de Vronsky, que en aquel momento era fría y agresiva.
–Has dicho a Stiva –siguió– que te quedabas allí para evitar que Jachvin jugara demasiado y resulta que esto no era verdad, que fue sólo un pretexto, puesto que ahora lo has dejado en el juego y perdiendo, por añadidura.
Y sus palabras, su entonación, sus ademanes, todo en ella reflejaban deseos de discusión, de lucha…
Vronsky contestó fríamente y con firmeza:
–Primero, no le he pedido a Stiva que te dijera nada. Segundo, nunca digo lo que no es verdad. Y tercero y principal: he tenido ganas de quedarme en el círculo y me quedé. –Y después de un breve silencio añadió: – Anna, ¿a qué vienen estas recriminaciones? –Y se inclinó hacia ella y extendió, abierta, su mano derecha esperando que ella pondría entre aquélla las suyas.
Anna se sintió conmovida y dichosa ante aquel gesto de ternura; pero una fuerza extraña y maligna –un sentimiento de lucha– la impelía a no dejarse dominar.
No correspondió, pues, a aquel gesto de su amado, sino que le dijo con más irritación:
–Naturalmente: has querido quedarte allí y te has quedado. Haces todo lo que quieres. Está bien. Pero, ¿para qué me lo dices? ¿Para qué? –dijo más enardecida cada vez– ¿Acaso te discute alguien tus derechos? Si quieres tener razón, quédate con ella.
La mano de Vronsky se cerró con enojo, su cuerpo se enderezó y en su rostro se pintó una expresión más decidida aún y tenaz.
–Para ti es una cuestión de tozudez –dijo Anna de repente, al encontrar una palabra que definiera justamente los pensamientos y el sentir de Vronsky, un calificativo para aquella expresión de su rostro que tanto la irritaba– Para ti se trata sólo de salir vencedor en esta lucha conmigo, mientras que para mí…
La invadió una inmensa compasión por sí misma y, casi llorando, continuó:
–¡Si supieras lo que representa esto para mí! ¡Si pudieras comprender lo que significa para mí tu hostilidad, esta hostilidad, que ahora, en este instante, siento tan cruelmente! ¡Me encuentro al borde de una gran desgracia y siento miedo de mí misma!
Anna volvió la cabeza para ocultar sus sollozos.
–Pero, ¿a qué te refieres? –pregúntó Vronsky, horrorizado de sus pensamientos. Y, asustado ante la desesperación que ella manifestaba, se le acercó de nuevo, le tomó la mano acariciándosela e, inclinándose, se la besó. Luego le dijo cariñosamente, esforzándose en convencerla: –¿De qué te quejas? ¿Acaso busco diversiones fuera de casa? ¿Es que no huyo del trato con otras mujeres?
–¡No faltaría más! –exclamó Anna.
–Pues dime: ¿qué debo hacer para que estés contenta? Estoy pronto a hacer todo lo que me digas con tal de que seas feliz –decía Vronsky– ¡Qué no haría yo, Anna, para librarte de todas tus penas!
–No es nada… no es nada… –dijo ella, sintiéndose dichosa de nuevo– Ni yo misma sé lo que quiero… Acaso la soledad… Los nervios… Pero no hablemos más de esto –y cambió la conversación procurando disimular la victoria conseguida– ¿Cómo han ido las carreras? No me has contado nada todavía.
Vronsky pidió la cena y se puso a contar las incidencias de las carreras de caballos pero por su tono y por sus miradas, que se hacían a cada momento más fríos, Anna comprendió que, a pesar de su precaución, Vronsky no le perdonaba la derrota sufrida, que reaparecía en él aquel sentimiento de tozudez contra el cual venía luchando. Parecía incluso que estaba más frío y duro que antes, como arrepentido de haberse dejado dominar por ella.
Anna recordó las palabras que le habían proporcionado el triunfo sobre él («estoy al borde de una gran desgracia y siento miedo de mí misma»), mas comprendió que este recurso era peligroso, quizá contraproducente y desistió de emplearlo otra vez.
Anna percibía claramente en ambos, a la par de su amor, otro sentimiento antagónico formado por recelos y dudas en ella y ansias de libertad y voluntad de dominio por parte de él; y desesperó de poder dominar en ella aquel sentimiento y sabía que tampoco él lo podría dominar.
SÉPTIMA PARTE – Capítulo 13
No hay situación a la que el hombre no se acostumbre, especialmente si todos los que lo rodean la soportan como él.
Tres meses antes, Levin no se hubiera creído capaz de dormir tranquilo en las condiciones en que estaba viviendo ahora (sin fin definido, desordenadamente, con gastos superiores a sus recursos econónimos, emborrachándose como lo había hecho aquella noche en el Círculo y, sobre todo, sosteniendo relaciones amistosas con el hombre del cual, en algún tiempo, había estado enamorada su mujer). Le habría quitado el sueño, también, pensar que había visitado a una mujer a la que se consideraba como una mujer perdida, sentirse cautivado por ella y se lo habría quitado, sobre todo, el pesar de haber disgustado a su querida Kitty.
No, Levin antes no habría dormido tranquilo con el peso de todo aquello sobre la conciencia pero esta noche, ya fuera por el cansancio del ajetreo que había tenido durante todo el día, ya por no haber dormido la noche anterior o por los efectos del vino, se durmió en un sueño profundo.
A las cinco de la mañana, el ruido de una puerta que se abría le despertó. Se incorporó de un salto y miró alrededor.
Kitty había abandonado la cama. Pero en el gabinete contiguo se veía luz y sintió los pasos de ella, que se movía por aquella estancia.
–¿Qué pasa Kitty? –le preguntó, alarmado– ¿Qué haces?
–No pasa nada –contestó Kitty entrando en el cuarto con la luz encendida– Me sentí algo indispuesta – explicó sonriente y con acento cariñoso.
–¿Qué, ya empieza eso? ¿Hay que ir a buscar a la comadrona? –preguntó él. Y comenzó a vestirse apresuradamente.
–No, no –contestó Kitty sonriendo. Y lo detuvo y lo obligó a acostarse de nuevo.–No es nada. –explicó– Sentí un pequeño malestar. Pero ya ha pasado.
Y Kitty apagó la luz y se metió otra vez en la cama, quedando quieta y tranquila.
A Levin le resultaba sospechosa aquella tranquilidad en la respiración, pareciéndole que Kitty hacía esfuerzos por no aparecer agitada y, más que nada, consideraba extraña la expresión dulce y animada con que ella, al volver a la habitación, le había dicho «no es nada», sin duda –pensaba él- para tranquilizarlo.
Pero Levin tenía tanto sueño que, apenas hubo acabado de hablar, se quedó dormido en seguida.
Solamente después, se acordó del acento tranquilo de Kitty y comprendió lo que había pasado en el alma de su mujer durante aquellos momentos en que ella, inmóvil pero con el alma llena de inquietudes, de dudas, de temores, de alegrías y de sufrimientos físicos, esperaba el hecho más transcendental de su vida.
A las siete sintió la mano de Kitty sobre su hombro y le oyó decir algo, aunque no la entendió, porque hablaba en voz baja, con un débil murmullo, dudando entre la necesidad de despertarlo y la lástima de estropearle el tranquilo sueño de que estaba gozando.
–Kostia, no te asustes –le dijo, al fin– pero me parece que habrá que mandar a buscar a Elisabeta Petrovna.
La luz estaba otra vez encendida y Kitty, sentada en la cama, tenía en sus manos la labor en que estaba trabajando aquellos días (una prenda para el niño que esperaba).
–Por favor, no te asustes. Yo no tengo miedo alguno –dijo ella al ver la cara de espanto de Levin. Y, cariñosamente, le apretó la mano contra su pecho y luego se la llevó a los labios.
Levin se incorporó precipitadamente, se tiró de la cama, se puso la bata y se quedó sentado en el lecho, sin saber lo que hacía, sin apartar los ojos de su esposa.
Sabía lo que tenía que hacer, tenía que ocuparse en seguida de todo lo preciso para aquel trance pero no se movía, no podía apartar la mirada de aquel rostro querido que tantas veces había contemplado. Ahora descubría en él una expresión nueva, mezcla de ansiedad y de alegría. ¡Cuán miserable se consideraba al recordar el disgusto que aquella misma noche le había ocasionado al verla ahora ante sí tal como estaba en aquel instante! El rostro de Kitty le parecía más bello que nunca, encendido y rodeado de los rubios cabellos que se escapaban de su cofia de noche, radiante de alegría y de resolución.
Nunca aquella alma cándida y transparente se le había aparecido ante los ojos con tanta claridad, toda entera y sin velo alguno y Levin se sentía ante ella maravillado y sorprendido.
Kitty lo miraba, sonriendo.
De pronto, sus cejas temblaron, levantó la cabeza y, acercándose rápidamente a su esposo, lo cogió por la mano, lo atrajo hacia sí, lo abrazó fuertemente y lo besó, sofocándolo con su aliento. Debía de sentir fuertes dolores y lo abrazaba como buscando un lenitivo y a Levin le pareció, como siempre, que él era el culpable de aquel dolor.
Sin embargo, la mirada de Kitty, en la que había una gran dulzura, le decía que ella, no sólo no le reprochaba, sino que lo amaba más por aquellos mismos sufrimientos.
«Pues si no soy yo el culpable, ¿quién es?», se dijo involuntariamente Levin, como buscando al culpable con ánimo de darle su castigo.
Pero en seguida se dio cuenta de que allí no había culpable a quien castigar.
Kitty sufría, se quejaba, mas se sentía orgullosa de sus sufrimientos, que la colmaban de alegría y hacían que los deseara.
Levin presentía que en el alma de ella nacía y se desarrollaba algo cuya grandeza y sublimidad escapaba a su comprensión.
–Yo haré avisar a mamá mientras corres en busca de Elisabeta Petrovna… ¡Kostia!… No, no es nada, ya ha pasado.
Se apartó de Levin para llegar al timbre y oprimió el botón.
–Ahora ya puedes irte. Pacha vendrá en seguida. Ya estoy bien –terminó.
Y Levin vio, con sorpresa, que Kitty tomaba su labor y se ponía a trabajar tranquilamente.
En el instante en que él salía por una de las puertas de la habitación, entraba la criada de servicio por la otra. Se paró y oyó cómo Kitty daba órdenes precisas a la muchacha y, junto con ésta, empezaba a mover la cama.
Levin se vistió y, mientras enganchaban los caballos, porque a aquella hora no había coches de alquiler, subió corriendo al dormitorio. Entró en la habitación de puntillas (como llevado por alas le pareció). Dos sirvientas iban de un lado a otro de la habitación atareadas, trasladando cosas y arreglándolas, mientras Kitty se paseaba dando órdenes y sin dejar de hacer labor a la vez.
–Ahora voy a casa del médico. Han ido ya a buscar a Elisabeta Petrovna. De todos modos, pasaré yo por allí. ¿Necesitas algo más? –le preguntó.
Kitty lo miró sin contestar y, frunciendo las cejas a causa del intenso dolor que experimentaba, lo despidió con un ademán.
–¡Sí, sí… ve…!
Cuando atravesaba el comedor, oyó un débil gemido que salía del dormitorio y de nuevo se restableció el silencio. Se detuvo y, durante un largo rato, no pudo comprender lo que sucedía.
«Sí, es ella», se dijo al fin. Y, llevándose las manos a la cabeza, corrió escaleras abajo.
«¡Señor, Dios mío, perdóname y ayúdanos!», imploró.
Y el hombre sin fe repetió varias veces la misma imploración y le brotaba desde lo más profundo del alma.
En momentos como aquel, de incertidumbre y angustia, Levin olvidaba todas sus dudas respecto a la existencia de Dios y, considerándose impotente, recurría al Todopoderoso implorándole que lo ayudase. Su escepticismo había desaparecido al punto de su alma, como el polvo barrido por el vendaval. Él no se sentía con fuerzas para afrontar debidamente aquel trance, ¿y a quién podría recurrir mejor que a Aquel en cuyas manos creía ahora entregada a la que era todo su amor, su alma y aun su propia vida?
El caballo no estaba todavía enganchado y Levin, con la gran ansiedad y tensión nerviosa que lo dominaban, no quiso esperar y comenzó a caminar a pie, encargando a Kusmá que lo alcanzase con el carruaje.
En la esquina encontró un trineo de alquiler del servicio de noche que se acercaba veloz. Sentada en él iba Elisabeta Petrovna, con una capa de terciopelo y la cabeza cubierta con un pañuelo de lana.
–¡Loado sea Dios! ––dijo Levin con alegría al reconocer el rostro, pequeño y rosado de la comadrona, cuya expresión era entonces severa y hasta preocupada. Salió al encuentro del trineo y sin hacerle parar, le fue siguiendo a pie sin dejar de correr.
–¿Sólo dos horas dice usted? ¿Sólo dos? –preguntó ella– A Pedro Dmitrievich lo encontrará en su casa pero no hace falta que le dé prisa. ¡Ah!, oiga: entre en una farmacia y compre opio.
–¿Cree usted que todo irá bien? ¡Dios mío, perdóname y ayúdanos! –exclamó Levin.
En aquel momento su trineo salía del portal de su casa. De un salto se colocó al lado de Kusmá y ordenó a éste que lo llevara a casa de Pedro Dmitrievich lo más rápidamente posible.
SÉPTIMA PARTE – Capítulo 14
El médico no estaba levantado aún.
El criado, ocupado en limpiar los cristales de sus lámparas de petróleo y sin dejar su trabajo, dijo a Levin que «el señor había ido a dormir tarde y le había ordenado que no lo despertara ahora», añadió, «que creo que se levanta pronto». Absorto en su trabajo, apenas lo había mirado y aquella atención hacia las lámparas y su indiferencia ante las palabras de Levin, al primer momento indignaron a éste. Pero reflexionó en seguida y comprendió que nadie sabía lo que ocurría en su interior ni estaba obligado a compartir sus sentimientos y se dijo que, por esta razón, debía obrar con tranquilidad y firmeza para romper el hielo de la indiferencia de los otros y alcanzar el fin que perseguía.
«No debo precipitarme ni omitir nada, tal debe ser mi regla de conducta», se dijo, satisfecho de sentir toda su atención, todas sus fuerzas físicas absorbidas por la tarea que se había impuesto.
Puesto que el médico no estaba levantado todavía, Levin cambió su plan. Así, decidió ordenar a Kusmá que fuera, con una carta suya, a buscar a otro médico. Él iría a la farmacia para adquirir el opio y si, a su regreso, Pedro Dmitrievich no estaba aún levantado, trataría de conseguir del criado como fuera, de grado o por fuerza, que despertara a su señor y le diese su recado.
En la farmacia el mancebo ponía en unas obleas cierta medicina que esperaba un cochero, y lo hacía con la misma atención con que el criado de Pedro Dmitrievich limpiaba las lámparas; y, con igual indiferencia que el criado, dijo a Levin que no podía atenderlo en aquel momento, que esperase.
Procurando no irritarse ni precipitarse, Levin explicó al farmacéutico para qué necesitaba el opio, le hizo ver que se trataba de un caso de urgencia y le rogó que le despachara cuanto antes. El mancebo consultó en alemán, a alguien que se encontraba detrás de un biombo y, habiendo recibido el consentimiento de aquella persona, tomó sin prisas un frasco, vertió una pequeña cantidad de su contenido en otro frasco pequeño, le puso una etiqueta, lo cerró con precinto y, no obstante las indicaciones y apremios de Levin, se dispuso a envolverlo en un papel.
Levin, intranquilo, nervioso, no pudo soportar ya más aquella dilación, arrebató el frasco de las manos del mancebo y salió de la farmacia corriendo, derribando sillas y cerrando violentamente las grandes puertas con cristales.
Pedro Dmitrievich no estaba aún levantado y el criado se ocupaba en colocar un tapiz y también esta vez se negó a despertar a su señor.
Sin precipitarse, Levin sacó de su cartera un billete de diez rublos, se lo dio al criado y, pronunciando las palabras lentamente pero sin perder tiempo, le explicó que su señor (¡qué grande e importante le parecía a Levin ahora aquel Pedro Dmitrievich, a quien tan insignificante había visto siempre!) el propio Pedro Dmitrievich, le había prometido ir a la hora que fuese y que seguramente no se enfadaría porque le despertaran en aquel momento.
El criado consintió en ello y se dirigió a las habitaciones de arriba, indicando a Levin que pasara a la sala de espera.
A través de la puerta, éste oyó cómo el doctor se levantaba, iba de un lado a otro, se lavaba y decía algo.
Pasaron unos tres minutos, que a él le parecieron más de una hora y, no pudiendo esperar más, se levantó y dijo, con acento suplicante, desde la puerta de la sala:
–¡Pedro Dinitrievich! ¡Pedro Dmitrievich! ¡Por Dios! Perdóneme y recíbame como esté. Han pasado más de dos horas…
–En seguida… en seguida ––contestó la voz del doctor.
Levin adivinó, sorprendido, que el doctor sonreía y se sintió algo aliviado de su angustia.
Sin embargo, insistió:
–Permítame un momento.
Pasaron otros diez minutos mientras el médico se ponía las botas y el traje y se peinaba.
–¡Pedro Dmitrievich! –comenzó a hablar de nuevo Levin, con voz lastimera. Pero, en aquel momento, el médico vestido ya y peinado, penetró en la sala.
«Esta gente no tienen conciencia», se dijo para sí, «mientras los otros se mueren, ellos se están peinando».
–¡Buenos días! –le saludó el doctor, dándole la mano, y como queriendo burlarse de él con su calma –No se apresure usted.
Luego, con gran traquilidad, le preguntó:
–Bueno, ¿qué ha pasado hasta ahora?
Procurando no omitir detalle alguno e interrumpiéndose constantemente para rogarle que fuera con él a asistir a Kitty cuanto antes, inmediatamente si era posible, Levin contó al doctor todo lo que había ocurrido hasta el momento en que había salido de casa.
–No se apresure usted, hombre, no se apresure –le dijo el doctor con calma– Ustedes no entienden de esas cosas… A pesar de que seguramente no habrá necesidad de mí, he prometido ir e iré… Pero no hay ningún motivo para apresurarse… Siéntese usted, hágame el favor. ¿Quiere café?
Levin le dirigió una mirada, mezcla de asombro e ira, pensando si aquel hombre estaría chanceándose de él.
El doctor lo comprendió y dijo sonriendo:
–Ya sé… Ya sé lo que son estos casos, puesto que he asistido a muchos y yo mismo tengo hijos. Nosotros, los maridos, somos en estos momentos la gente más torpe. El marido de una de mis clientes, habitualmente, en el parto de su esposa, corre a refugiarse en la cuadra.
–¿Qué cree usted que ocurrirá, Pedro Dmitrievich? ¿Cree que todo saldrá bien?
–Todo indica un feliz desenlace.
–¿Así que va usted a venir en seguida? –preguntó, mirando con ira al criado, que traía al doctor el café.
–Dentro de una hora.
–¡No, por Dios! –suplicó Levin.
El médico empezó a tomar su café, mientras él callaba, intranquilo y angustiado.
–A los turcos les zurran de lo lindo. ¿No ha leído usted los telegramas de ayer? –dijo Pedro Dmitrievich mientras mojaba, con gran calma, el panecillo en el café y se lo iba comiendo poco a poco.
–No, no puedo más. –exclamó Levin, levantándose de un salto– ¿Así que vendrá usted dentro de un cuarto de hora? –volvió a preguntar.
–De una media hora.
–¿Palabra de honor?
Levin llegó a su casa al mismo tiempo que la Princesa y los dos se acercaron a la puerta del dormitorio.
La Princesa tenía lágrimas en los ojos y sus manos temblaban. Al verle, lo abrazó y se puso a llorar.
–¿Cómo va eso, querida Elisabeta Petrovna? –preguntó la Princesa a la comadrona, que salía en aquel momento de la habitación de Kitty con el rostro radiante, aunque preocupada.
–Todo va bien. –dijo la comadrona– Pero persuádanla –añadió– a que se esté en la cama. Así sentirá menos los dolores.
Cuando Levin, al despertar aquella mañana, comprendió que había llegado el momento del alumbramiento, resuelto a sostener el valor de su esposa, se había prometido no pensar en nada, ocultar sus emociones y, sobre todo, su intranquilidad y su incertidumbre durante las cinco horas que, según los entendidos, debía durar la prueba y mantener el ánimo sereno para consolarla y animarla con su presencia.
Pero, cuando al volver de la casa del médico vio que Kitty continuaba sufriendo, empezó a suspirar y a levantar los ojos al cielo, a temer que no podría resistirlo y se pondría a llorar o tendría que huir y, con mirada suplicante, repitió con insistencia sus invocaciones a Dios:
«¡Señor, perdóname y ayúdanos!»
Pasó una hora de horrible tortura para él, pasó otra y otra, hasta las cinco que le habían indicado que duraría el parto y al cabo de las cuales esperaba el final de su tribulación, pero después de aquel tiempo el estado de Kitty seguía igual.
Se sentía desesperado. Sufría horriblemente no viendo término a los dolores de su esposa. A menudo pensaba, contando las palpitaciones, que su corazón iba a estallar y sentía agotarse su paciencia.
Y pasaban minutos tras minutos, horas y más horas sin que se aclarara aquella situación.
Todas sus condiciones habituales de vida, comidas, sueño, aseo, distracciones –de las cuales Levin creía que no podría prescindir, habían desaparecido, no existían para él. Perdió la noción del tiempo. Aquellos momentos en que Kitty lo llamaba a su lado y con sus manos sudorosas apretaba las suyas con gran ansia, con fuerza extraordinaria y se las abandonaba después, con expresión de agotamiento, le parecían horas; o bien el tiempo se le pasaba sin sentirlo. Levin se sorprendió cuando Elisabeta Petrovna encendió la luz y en un reloj que había tras de un biombo, vio que eran las cinco de la tarde. Si le hubieran dicho que eran las diez de la mañana, igualmente se habría sorprendido.
Advertía tan poco el paso del tiempo como lo que en él ocurría. Veía el rostro de Kitty, ya excitado, ya sorprendido o sonriente o con gesto de dolor. Veía también a la Princesa, encendida, angustiada, sin voluntad, con el rostro enmarcado de bucles blancos, cubierto de lágrimas que devoraba mordiéndose los labios. Veía a Dolly y al doctor, que fumaba gruesos cigarros y a Elisaveta Petrovna, con el rostro firme, decidido y tranquilizador; y al viejo Príncipe, que se paseaba por la sala con el ceño fruncido. Pero Levin no se daba cuenta de que cuando cada uno de ellos entraba en la habitación, cambiaba de sitio o postura o se marchaba. La Princesa tan pronto estaba en la habitación junto al doctor, como en el gabinete, donde habían puesto la mesa. Y en el sitio que ocupaba la Princesa veía, después, a Dolly, sin que se diese cuenta para nada de sus entradas y salidas. Si le hacían algún encargo lo ejecutaba inconscientemente.
Recordaba que lo habían enviado a alguna parte y no podía precisar para qué, ni cuándo, ni adónde había ido. También, en otro momento, lo habían mandado llevar una mesa y un diván a la habitación. Lo había hecho deprisa y, sólo después, se dio cuenta de que los había llevado para pasar él la noche.
Lo habían mandado al gabinete a preguntar algo al doctor y éste, después de haberle contestado, se puso a hablar del desorden que reinaba en el Ayuntamiento.
Lo habían mandado también al dormitorio para llevar a la Princesa la Santa Imagen de la casulla de plata dorada y Levin, en unión de la vieja camarera de la Princesa, subió al sagrario para sacar la imagen y rompió la lamparilla. La vieja camarera lo consoló de aquel accidente y le dio ánimo respecto al estado de Kitty. Levin llevó la Santa Imagen y la colocó con gran cuidado a la cabecera de su mujer, detrás de los almohadones. Pero, dónde, cómo y por qué había hecho todo aquello no lo recordaba. Tampoco comprendía por qué la Princesa lo tomaba de la mano, lo miraba con compasión y le pedía que se calmase; por qué Dolly le pedía que comiera; ni por qué el médico lo miraba tan serio y con tanta compasión y lo hacía beber unas gotas.
Sabía y sentía que estaba en la misma situación, en igual estado de inconsciencia que hacía casi un año en la fonda de aquella capital de provincia, cerca del lecho de muerte de su hermano Nicolás. Entonces se trataba de una muerte y ahora de una vida. Pero igual que antes el dolor, la alegría abría ahora en la vida habitual de Levin un claro en el cual advertía algo superior que no acababa de comprender pero que le elevaba el alma a una altura a que no llegara nunca y adonde su razón no alcanzara.
«¡Señor, perdóname y ayúdanos!», repetía sin cesar, con la naturalidad y la fe con que lo había hecho en su infancia y durante su juventud, aquellos períodos de su vida tan lejanos que parecían definitivamente olvidados pero que habían dejado en su alma un sedimento que ahora le subía a los labios.
Durante aquellas horas interminables, Levin conoció alternativamente dos diferentes estados de ánimo: uno, cuando alejado de Kitty estaba con el doctor, que fumaba uno tras otro gruesos cigarros, apagándolos en el borde del cenicero, lleno ya de ceniza o bien cuando estaba con Dolly o con el Príncipe y hablaban de política, de la enfermedad de María Petrovna o sobre otro tema cualquiera, en animada conversación. En estos momentos, Levin olvidaba por completo lo que le estaba ocurriendo a su esposa y sentía firme su ánimo y despierto su pensamiento. El otro estado de espíritu por el que pasaba era cuando estaba en presencia de Kitty, cerca de su cabecera y se sentía otro ser completamente distinto: sentía como si su corazón fuera a romperse y rezaba sin cesar.
Cada vez que en un momento de olvido oía de nuevo un grito que le llegaba del dormitorio, Levin caía en el mismo error: al oírlo, daba un salto y corría allí, con intención de disculparse; luego, por el camino, se acordaba de que no era el causante de aquellos sufrimientos y sentía deseos de defender y de ayudar a su mujer. Al mirarla veía, sin embargo, que le era imposible ayudarla, se horrorizaba y clamaba una vez más: «¡Señor, perdóname y ayúdanos!».
Cuanto más tiempo pasaba, tanto más doloroso sentía Levin el contraste de aquellos dos sentimientos; más tranquilo se sentía fuera de su presencia, hasta el punto de olvidarse de todo; y más vivo era su sentimiento de impotencia cuanto más hondos eran los sufrimientos de su mujer. Pero, a pesar de todo, cuando oía su voz, corría al lado de ella a ayudarla.
A veces, cuando lo llamaba, sentía ira y deseos de increparla pero, al ver el rostro de Kitty sumiso y sonriente y oyendo sus palabras: «¡Cómo te atormento, Kostia! Perdóname», Levin quería volverse contra Dios; y al recordar a Dios, en seguida le imploraba que lo perdonara y les ayudase.