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Categoria: Té Literario ~ Anna Karenina | Fecha: septiembre 6th, 2013 | Publicado por Gabriela Carina Chromoy

ANNA KARENINA – OCTAVA PARTE – CAPÍTULOS 18 Y 19

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Buenas noches, amigos dacheros y lectores. Con estas corridas, el año nuevo y la gripe, los había dejado sin el final de Anna Karenina. Con mi tacita de Invierno en Kiev, aquí vamos con los Capítulos 18 y 19 de la Octava Parte. Espero que los disfruten tanto como lo hicimos en el Té Literario.
ANNA KARENINA – LEV TOLSTOY
OCTAVA PARTE – CAPÍTULO 18

Durante todo el día, mientras se desarrollaban las más diversas conversaciones, en las que intervenía como si sólo participara en ellas lo externo de su inteligencia, Levin, no obstante el desengaño del cambio, que debía pesar sobre él, sentía incesantemente, con placer, la plenitud de su corazón.

Después de la lluvia, la excesiva humedad impedía salir de paseo. Además, las nubes de tormenta no desaparecían del horizonte y pasaban unas veces por un sitio, otras por otro, ennegreciendo el cielo, acompañadas a intervalos por el fragor de los truenos. El resto del día lo pasaron, pues, todos en la casa.

No se discutió más, y después de la comida se encontraban todos de excelente humor.

Katavasov, al principio, hizo reír mucho a las señoras con sus bromas originales, que siempre gustaban cuando se le empezaba a conocer; pero luego, interpelado por Kosnichev, suspendió sus interesantísimas observaciones sobre la diferencia de vida, caracteres y hasta de fisonomías entre los machos y hembras de las moscas caseras.

Sergio Ivanovich, también estaba alegre y a la hora del té, a petición de su hermano, expuso su punto de vista sobre el porvenir de la cuestión de Oriente, de modo tan sencillo y elegante que todos lo escucharon con placer.

Kitty fue la única que no pudo escucharlo hasta el final, porque la llamaron para bañar a Mitia.

Algunos momentos después, llamaron también a Levin al cuarto del niño.

Dejando la taza de té y, lamentando interrumpir una charla interesante, se dirigió a la habitación del niño con inquietud, ya que sólo lo llamaban en ocasiones importantes.

A pesar de lo interesante del plan –que Levin no oyera hasta el fin– expuesto por Sergio Ivanovich respecto a que los cuarenta millones de eslavos liberados debían, en unión de Rusia, abrir una nueva era en la historia del mundo; a pesar de su inquietud e interés por el hecho de que lo llamaran, en cuanto se encontró solo, al salir del salón recordó sus pensamientos de por la mañana.

Y todas aquellas consideraciones de la importancia del elemento eslavo en la historia universal le pareció tan insignificante en comparación con lo que sucedía en su alma que por el momento lo olvidó todo y se sumió en el mismo estado de espíritu en que estuviera durante la mañana.

Ahora no recordaba el proceso de sus ideas, como lo hacía antes, ni tampoco lo necesitaba. Se hundía en seguida en el sentimiento que lo guiaba, en relación con estas ideas, y hallaba que aquel sentimiento era más fuerte y definido, en su alma, que antes.

Ya no le sucedía ahora como anteriormente, cuando en los momentos en que encontraba un consuelo imaginario, le era forzoso restablecer todo el proceso de sus ideas para hallar el sentimiento. Al contrario, a la sazón, la sensación de alegría y serenidad era más viva que antes, y el pensamiento no alcanzaba hasta la altura del sentimiento.

Levin, caminando por la terraza y mirando las estrellas que aparecían en el cielo ya oscurecido, recordó de repente y se dijo: «Sí, mirando al cielo, pensaba que la bóveda que veo no es una ilusión; pero no llevé mis pensamientos hasta el final, algo no quedó bien meditado. Sea como sea, no puede haber objeción. Basta con reflexionar sobre ello un poco más y entonces todo quedará aclarado…».

Y al penetrar en la alcoba del niño, se acordó de lo que se había ocultado a sí mismo. Y era que si la principal demostración de la Divinidad consistía en su revelación de lo que es el bien, en ese caso, ¿por qué la revelación se limita sólo a la Iglesia cristiana? ¿Qué relación tienen con esta revelación las doctrinas budistas y mahometanas que también profesan y hacen el bien?

Parecíale encontrar ya la contestación a tal pregunta cuando, antes de contestarse, entró en el cuarto del niño.

Kitty, con los brazos arremangados, se inclinaba sobre la bañera donde estaba el pequeño jugando con el agua, y al oír los pasos de su marido volvió el rostro hacia él y lo llamó con una sonrisa.

Sostenía con una mano la cabeza del niño, que estaba tendido de espaldas en el agua, agitando los piecitos, y con la otra, contrayéndola rítmicamente, Kitty oprimía la esponja contra el cuerpo regordete del pequeño.

–¡Míralo, míralo! –dijo cuando su esposo se acercó a ella– Agafia Mijailovna tiene razón: ya nos conoce…

Era evidente que, desde aquel día, Mitia reconocía a todos los que lo rodeaban.

En cuanto Levin se acercó a la bañera le hicieron presenciar un experimento que tuvo un éxito completo.

La cocinera, llamada expresamente, se inclinó hacia el niño, quien frunció las cejas y movió la cabeza negativamente. Luego se inclinó Kitty y el niño sonrió con júbilo, apoyó las manitas en la esponja y produjo con los labios un extraño sonido de contento.

No sólo la madre y el aya, sino hasta el mismo Levin, se entusiasmaron.

Con una mano sacaron al niño de la bañera, le vertieron más agua por encima, lo envolvieron en la sábana, lo secaron y después, cuando comenzó a emitir su prolongado grito habitual, se lo entregaron a su madre.

–Me alegro mucho de que empieces a quererlo –dijo Kitty a su marido después de que con el niño al pecho, se sentó en su lugar acostumbrado–. Estoy muy contenta. Ya empezaba a disgustarme. Decías que no experimentabas nada hacia él…

–¿He dicho que no sentía nada? Sólo decía que me había decepcionado.

–¿Te había decepcionado el niño?

–No él, sino yo con respecto a mi sentimiento por él. Esperaba más. Esperaba una especie de sorpresa, de sentimiento nuevo y agradable que florecería en mi alma. Y de pronto, en lugar de eso, sentí repugnancia, compasión…

Kitty lo escuchaba atentamente, teniendo al niño entre ambos y ajustándose a los finos dedos las sortijas que se quitara para bañar a Mitia.

–Y lo principal es que sentía mucho más temor y compasión por él que placer. Hoy, después del momento de temor que pasé durante la tormenta, comprendí cuánto lo quiero.

Kitty mostraba una radiante sonrisa.

–¿Te asustaste mucho? –preguntó–. Yo también. Pero ahora que todo ha pasado tengo más miedo aún… Iré a ver el roble. ¡Qué simpático es Katavasov! Todo el día se ha mostrado muy amable. ¡Y tú eres tan bueno con tu hermano, y te portas tan bien con él cuando quieres! Anda, ve con ellos. Aquí, después del baño, hace siempre demasiado calor…

OCTAVA PARTE – CAPÍTULO 19

Al salir del cuarto del niño y quedarse solo, Levin recordó otra vez aquel pensamiento en el cual había algo que no estaba claro.

En vez de ir al salón, desde el cual llegaban las voces de los demás, se detuvo en la terraza y apoyándose en la balaustrada contempló el cielo.

Había anochecido por completo. Al sur, hacia donde miraba, no se veían nubes. Ahora se amontonaban del lado opuesto y allí brillaban los relámpagos y se oían lejanos truenos.

Levin escuchaba el lento caer de las gotas de agua desde los tilos en el jardín, contemplaba el conocido triángulo de estrellas que tanto conocía, y la difusa Vía Láctea, que cruzaba a aquel triángulo por el centro.

Cada vez que brillaba un relámpago, no sólo la Vía Láctea sino las brillantes estrellas desaparecían, pero cuando el relámpago cesaba, las estrellas, como lanzadas por una mano certera, reaparecían en el mismo sitio.

«¿Y qué es lo que me hace todavía dudar?», preguntó Levin, presintiendo que, aunque la ignorara aún, la solución de sus dudas estaba ya preparada en su alma.

«Sí, la única, evidente a indudable manifestación de la Divinidad son las leyes del bien, expuestas al mundo por la revelación, y las cuales siento en mí y a cuyo reconocimiento no me incorporo, sino que estoy unido forzosamente con una comunidad de creyentes que se llama Iglesia. Pero los judíos, los mahometanos, los confucianos y budistas, ¿qué son? Y aquella era la pregunta que resultaba peligrosa. ¿Es posible que centenares de millones de seres humanos estén privados del mayor bien de la vida, sin el que la vida misma no tiene sentido?»

Permaneció pensativo; pero en seguida se corrigió.

«Pero ¿Qué es lo que me pregunto? Me pregunto la relación que tienen con la Divinidad los distintos credos de la Humanidad. Pregunto sobre la manifestación general de Dios a todo el mundo, incluso a las nebulosas del firmamento… Pero ¿Qué estoy haciendo? A mí personalmente, a mi corazón, se le abre un conocimiento indudable, incomprensible para la razón, y he aquí que me obstino en explicar con razones y palabras ese conocimiento.

¿Acaso no sé que las estrellas no se mueven?», se preguntó, mirando el brillante astro que había cambiado de posición sobre las altas ramas de un abedul.

« Sin embargo, mirando el movimiento de las estrellas no puedo apreciar el de rotación de la Tierra y por tanto acierto al decir que las estrellas se mueven.

¿Habrían los astrónomos podido comprender y calcular algo sólo teniendo en cuenta los diversos y complicados movimientos de la Tierra? Todas sus extraordinarias conclusiones de los cuerpos celestes se basan sólo en el movimiento aparente de los astros en torno a la Tierra inmóvil, en ese movimiento que contemplo ahora y que, tal como es para mí, fue para millones de hombres durante siglos, y ha sido y será siempre igual, y por eso puede ser comprobado directamente.

Y así como habrían sido superfluas y discutibles las conclusiones de los astrónomos no basadas en la observación del cielo visible, en relación con un meridiano y un horizonte, igualmente superfluas y discutibles habrían sido mis conclusiones de no bastarse en la comprensión del bien, que ha sido, es y será igual para todos, y que me es revelado por el cristianismo, y el cual siempre puede verificarse en mi espíritu.

Así pues, la cuestión de las otras creencias y de su relación con la divinidad no podré resolverla nunca, entre otras cosas porque no tengo derecho a hacerlo.»

–Pero, ¿estás todavía aquí? –preguntó de repente la voz de Kitty, que se dirigía al salón por aquel mismo camino–. ¿Estás disgustado por algo? –agregó, mirando su rostro a la luz de las estrellas.

Mas no habría podido distinguirlo a no ser por el fulgor de un relámpago que ocultó en aquel momento la claridad de las estrellas e iluminó la cara de su marido. Gracias a aquel resplandor fugaz, Kitty pudo observarlo y, al verlo jubiloso y sereno, floreció en sus labios una sonrisa.

«Ella me comprende», pensó Levin. «Ella sabe en lo que estoy pensando. ¿Se lo digo o no? Sí, voy a decírselo.»

Pero en el momento en que iba a empezar a hablar, Kitty habló también.

–Oye, Kostia, ¿quieres hacerme un favor? Ve a la habitación del rincón a ver si la han arreglado bien para Sergio Ivanovich. A mí me da cierta vergüenza… ¿Le habrán puesto el lavabo nuevo?

–Bien; voy a ver –dijo Levin, incorporándose y besándola.

«No, más vale que no le diga nada», pensó, cuando Kitty pasó delante de él. «Se trata de un misterio que sólo yo debo conocer y que no puede explicarse con palabras.

Este nuevo sentimiento no me ha modificado, no me ha deslumbrado ni me ha hecho feliz como esperaba; como en el amor paternal no ha habido sorpresa ni arrebatamiento… No sé si esto es fe o no es fe. No sé lo que es. Pero sí sé que este sentimiento, de un modo imperceptible, ha penetrado en mi alma con el sufrimiento y ha arraigado en ella firmemente.

Me sentiré irritado como antes contra Iván, el cochero, seguiré discutiendo, expresaré inadecuadamente mis pensamientos, continuará levantándose un muro entre el santuario de mi alma y los demás, incluso entre mi espíritu y el de mi mujer. Seguiré culpándola de mis miedos para luego arrepentirme de ello; mi razón no comprenderá por qué rezo y sin por ello dejar de hacerlo… Todo como antes… Pero a partir de hoy mi vida, toda mi vida, desde el primero al último de sus minutos, independientemente de lo que pueda sucederme, no será ya irrazonable, no sólo no carecerá de sentido como hasta ahora, sino que en todos y en cada uno de sus momentos tendrá el sentido indiscutible del bien, al que seré capaz de conformar todos mis actos.»

FIN

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