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Categoria: Té Literario ~ Anna Karenina | Fecha: junio 16th, 2013 | Publicado por Gabriela Carina Chromoy

ANNA KARENINA – CUARTA PARTE – CAPÍTULOS 17, 18, 19 Y 20

anna tapa libro
ANNA KARENINA – LEV TOLSTOY
CUARTA PARTE – Capítulo 17
Recordando sin querer la impresión de las conversaciones que sostuviera durante la comida y después de ella, Alexis Alexandrovich volvió a la solitaria habitación del hotel.
Las palabras de Dolly respecto al perdón no le produjeron sino un sentimiento de pesar. Aplicar o no a su caso las normas cristianas era cosa ardua de la que no podía hablarse superficialmente. Y la cuestión estaba resuelta por él hacía tiempo.
De todo lo que allí se dijera, lo que más impresión le había producido fueron las palabras del ingenuo y bondadoso Turovzin: «Se portó como un hombre: le desafió y le mató». Evidentemente, todos compartían tal opinión, aunque no la expresaban por delicadeza.
«En fin: es cosa resuelta; no hay que pensar más en ello», se dijo.
Y, meditando en su futuro viaje y en el asunto que iba a estudiar, entró en su cuarto y preguntó al conserje por su criado, que lo acompañaba, El conserje contestó que el criado había salido hacía ya algún rato. Alexis Alexandrovich ordenó que le sirviesen té, se sentó a la mesa y tomó la guía de ferrocarriles para estudiar el itinerario de su viaje.
–Hay dos telegramas. –dijo el criado cuando volvió y entró en la habitación– Pido perdón a vuestra excelencia por haberme tomado la libertad de salir un momento.
Alexis Alexandrovich cogió los despachos y los abrió. El primero contenía la noticia de haber sido designado Stremov para un cargo ambicionado por Karenin. Tiró el telegrama, se sonrojó e, incorporándose, comenzó a pasear por la habitación.
«Quos vult perdere Jupiter dementat prius», se dijo incluyendo en el tal quos a las personas que habían favorecido el nombramiento.
No sólo le disgustaba el hecho de que le dejaran de lado, sino que le extrañaba y no comprendía que no viesen todos que cualquier otro habría servido mejor que aquel charlatán de Stremov para semejante cargo. ¿Cómo no comprendían que trabajaban para su propia ruina, que perjudicaban su propio prestigio con aquel nombramiento?
«Será algo por el estilo», se dijo con amargura al coger el segundo telegrama. Era de su mujer. La palabra «Anna» trazada con el lápiz azul de telégrafos fue lo primero que hirió su vista. «Anna», leyó. Y luego: « Me muero. Pido, suplico venga. Perdonada, moriré más tranquila». Karenin sonrió con desdén y tiró el telegrama. Así, al primer momento, no le cabía duda alguna de que se trataba de una argucia, de un engaño. «No se detiene ante ningún embuste. Pero va a dar a luz. Quizá padezca una fiebre puerperal. Y, ¿qué fin persigue? Que yo reconozca al niño, que me comprometa y no plantee el divorcio», pensaba. «Pero ahí dice: «Me muero»…»
Volvió a leer el telegrama y, de pronto, el sentido directo de lo que en él estaba escrito le sorprendió.
«¿Y si fuera cierto?», se preguntó. «¿Y si es verdad que en un momento de dolor, ante la muerte próxima, se arrepiente sinceramente y yo, considerándolo un engaño, me niego a acudir…? No sólo sería cruel y todos me condenarían por ello, sino que resultaría necio por mi parte…»
–Pida el coche, Pedro. Me voy a San Petersburgo –dijo al criado.
Había decidido ir a San Petersburgo y ver a su esposa. Si la enfermedad era un engaño, se marcharía sin decir nada. Si estaba efectivamente enferma y quería verlo antes de morir, la perdonaría, de hallarla viva; y si llegaba tarde, cumpliría los últimos deberes para con ella.
Durante el camino no pensó más en lo que debía hacer.
Al día siguiente, con un sentimiento de fatiga y de desaseo corporal, como consecuencia de la noche pasada en el vagón, Alexis Alexandrovich avanzaba en coche, entre la neblina matinal de San Petersburgo, por la Avenida Nevsky, desierta a aquella hora, mirando ante sí, sin pensar en lo que le esperaba. No podía reflexionar en ello, porque, al calcular lo que podría ocurrir, no lograba alejar de sí la idea de que la muerte de Anna resolvería las dificultades de su situación.
Pasaban ante sus ojos las tiendas cerradas, los panaderos, los cocheros nocturnos, los ayudantes de los porteros que barrían las aceras. Miraba todo aquello procurando apagar en su interior el pensamiento de lo que le esperaba y de lo que no osaba desear y, a pesar de todo, deseaba.
Llegó a la puerta de su casa. Un coche de alquiler y otro particular, con el cochero dormido, estaban junto a la escalera.
Al entrar en el portal, Karenin pareció como si sacara del lugar más recóndito de su cerebro la decisión tomada y consultó con ella. En su decisión estaba escrito que de haber engaño, se marcharía conservando un sereno desdén y, de ser verdad, guardaría las apariencias.
El portero abrió antes de que Alexis Alexandrovich llamara. El portero Petrov, a quien llamaban Kapitonich, tenía hoy un aspecto muy extraño. Vestía una levita vieja, no llevaba corbata a iba en pantuflas.
–¿Cómo está la señora?
–Ayer dio a luz felizmente.
Alexis Alexandrovich se detuvo y palideció. Y sólo ahora comprendió que deseaba con toda su alma que Anna muriese.
–¿Y de salud?
Korvey, con su delantal de mañana, bajaba corriendo la escalera.
–Muy mal. –contestó– Ayer hubo consulta de médicos. El doctor está ahora en casa.
–Suban el equipaje –ordenó Karenin.
Y, sintiendo cierto alivio al saber que existía aún la posibilidad de la muerte, entró en el recibidor. En el perchero había un capote militar. Karenin, viéndolo, preguntó:
–¿Quién está en casa?
–El médico, la comadrona y el príncipe Vronsky.
Alexis Alexandrovich pasó a las habitaciones interiores.
En el salón no había nadie. Al oír el rumor de sus pasos, la comadrona, tocada con una cofia de cintas color lila, salió del cuarto de Anna. Se acercó a Karenin y con la familiaridad que da la inminencia de la muerte, le tomó por el brazo y lo llevó a la alcoba.
–¡Gracias a Dios que ha llegado! No hace más que hablar de usted ––dijo la mujer.
–¡Traed hielo en seguida! –pidió desde la alcoba la voz autoritaria del médico.
Alexis Alexandrovich entró en el gabinete de Anna. Junto a la mesa, sentado de lado en una silla baja, Vronsky, con el rostro oculto entre las manos, lloraba. Al oír la voz del médico, saltó de la silla, apartó las manos de su rostro y vio a Karenin. Al verlo ante sí, quedó tan confundido que se sentó otra vez, hundiendo la cabeza entre los hombros como si quisiera desaparecer. Poco después, sobreponiéndose, se levantó y dijo:
–Se muere. Los médicos dicen que no hay salvación. Estoy a su disposición en todo, pero permítame quedarme aquí… Al fin y al cabo… es su voluntad… y yo…
Karenin, al ver las lágrimas de Vronsky, se sintió invadido por aquel desconcierto espiritual que le producía siempre el aspecto del sufrimiento. Sin terminar de escuchar las palabras de Vronsky, cruzó precipitadamente el umbral de la alcoba.
Desde el cuarto llegaba la voz de Anna y su voz era animada, alegre, con una entonación muy definida.
Alexis Alexandrovich entró y se acercó al lecho. Anna yacía en él con el rostro vuelto hacia su marido. Sus mejillas ardían, sus ojos brillaban, las pequeñas y blancas manos salían de las mangas de la camisola y jugaban con las puntas de las sábanas retorciéndolas.
No sólo parecía gozar de lozanía y buena salud, sino hallarse en excelente estado de ánimo. Hablaba deprisa, en voz alta, con inflexiones muy precisas y llenas de sentimiento.
–Alexis… Me refiero a Alexis Alexandrovich… ¡Qué extraño y terrible sino que los dos se llamen Alexis!, ¿verdad? Pues Alexis no me lo rehusaría. Yo lo habría olvidado todo y él me perdonaría. ¿Por qué no viene? Es bueno, aunque él mismo no sabe que lo es. ¡Dios mío, qué pena! Denme agua… ¡Pronto! Pero esto será malo para ella, para mi niña. Bueno, entonces llévenla a la nodriza. Sí: estoy conforme, valdrá más… Cuando él llegue se disgustará viéndola. Llévensela…
–Ya ha llegado, Anna Arkadievna. Está aquí ––dijo la comadrona, tratando de llamar la atención de Anna sobre su marido.
–¡Qué tonterías! –continuaba ella, sin verle– Denme, denme la niña. ¡No ha llegado aún! Dice usted que no me perdonará, porque no lo conoce… Nadie lo conocía, únicamente yo… Y me daba pena. ¡Oh, sus ojos! Sergio tiene los ojos como él; por eso no quiero mirárselos… ¿Han dado de comer a Sergio? Estoy segura de que van a olvidarlo… Y él no lo habría olvidado. Hay que trasladar a Sergio a la alcoba del rincón y decir a Mariette que duerma allí.
De pronto, Anna se hizo un ovillo y con temor, cual si esperase un golpe, se cubrió con las manos la cara, como para defenderse. Había visto a su marido.
–¡No, no! –exclamó– No la temo, no temo la muerte. Acércate, Alexis. Hice que te apresuraras porque tengo poco tiempo… poco tiempo de vida… En seguida vendrá la fiebre y no comprenderé nada. Pero ahora lo entiendo todo y todo lo veo.., En el rostro arrugado de Alexis Alexandrovich se dibujo una expresión de sufrimiento. Cogió la mano de Anna y trató de decirle algo, pero no pudo pronunciar una sola palabra. Su labio inferior temblaba. Luchaba con su emoción y sólo de vez en cuando miraba a su esposa. Y cada vez que lo hacía, veía los ojos de ella mirándole con tanta suavidad y dulzura como nunca lo había mirado.
–Espera, no sabes… Espera, espera… –y Anna se interrumpió como para concentrar sus ideas– Sí, sí, sí… –empezó– es lo que quería decirte. No te extrañe, soy la misma de siempre… Pero dentro de mí hay otra y le temo. Es esa otra la que amó a aquel hombre y trataba de odiarte, sin poder olvidar la que antes había sido. Pero aquélla no era yo. Ahora soy la verdadera, soy yo misma… toda yo… Me muero, ya lo sé, puedes preguntarlo… Siento un peso en los brazos, las piernas, los dedos… ¡Mira qué dedos tan enormes! Pero todo esto va a acabar pronto. Sólo necesito una cosa: que me perdones, que me perdones sin reservas. Soy muy mala… El aya me decía que una santa mártir… ¿cómo se llamaba? era peor aún… Quiero ir a Roma; allí hay un desierto… No quiero estorbar a nadie. Sólo llevaré conmigo a Sergio y a la niña. ¡No, no puedes perdonarme!… ¡Yo ya sé que esto no se puede perdonar! No… no, vete… eres demasiado bueno…
Con una de sus ardientes manos, Anna retenía la de su marido mientras lo rechazaba con la otra.
La turbación de Karenin aumentaba de instante en instante y llegó a un grado tal que desistió de luchar. Y de pronto sintió que lo que siempre consideraba como un desconcierto espiritual, era, por el contrario, un estado de ánimo tan venturoso que le daba una nueva felicidad antes desconocida. No pensó en que la doctrina cristiana, que él practicaba, le ordenaba perdonar y amar a sus enemigos; pero ahora el sentimiento de amarlos y perdonarlos le colmaba el alma. Permanecía arrodillado, con la cabeza apoyada sobre la articulación de uno de los brazos de su mujer, que le quemaba como fuego a través de la camisola y lloraba como un niño.
Anna abrazó su cabeza, que empezaba a perder el cabello, se acercó a él y con audaz orgullo levantó la mirada.
–¡Así es él!, ¿lo veis? ¡Ya lo sabía yo! Y ahora, ¡adiós todos, adiós! ¿Para qué han venido todos esos? ¡Que se marchen! Pero, ¡sacadme esas mantas!
El médico separó sus manos, la recogió cuidadosamente en las almohadas y tapó sus hombros. Ella, obediente, se inclinó y miró ante sí con los ojos radiantes.
–Recuerda una cosa… que sólo deseaba tu perdón… No pido más… ¿Por qué no viene él? –y miraba a la puerta del cuarto donde estaba Vronsky– Acércate, acércate y dale la mano.
Vronsky se acercó a la cama, contempló a Anna y se cubrió el rostro con las manos.
–¡Descúbrete la cara y míralo: es un santo! ––dijo Anna– ¡Descúbrete la cara! –repitió con irritación– ¡Alexis Alexandrovich, descúbrele la cara! ¡Quiero verle!
Karenin separó las manos de Vronsky de su rostro, que resultaba terrible por la expresión de pena y vergüenza que transparentaba.
–Dale la mano. Perdónalo.
Alexis Alexandrovich dio la mano a Vronsky sin reprimir ya las lágrimas que acudían a sus ojos.
–¡Gracias a Dios, gracias a Dios! Ahora todo está arreglado. Quiero estirar un poco las piernas… Así, así estoy bien… ¡Con qué mal gusto han sido pintadas esas flores! No se parecen en nada a las violetas de verdad ––dijo, señalando los papeles pintados que cubrían las paredes de la habitación–. ¡Dios mío, Dios mío! ¿Cuándo terminará esto? Denme morfina. Doctor: déme morfina. ¡Ay, Dios mío, Dios mío!
Y se agitaba en el lecho.
El médico de cabecera y los otros doctores decían que aquello era una fiebre puerperal de la cual el noventa y nueve por ciento de los casos terminan en la muerte. Todo el día lo había pasado Anna con fiebre, delirio y frecuentes desvanecimientos. A medianoche la enferma había perdido el conocimiento y estaba casi sin pulso.
Esperaban el fin de un momento a otro.
Vronsky se fue a su casa. Por la mañana acudió para saber cómo seguía la enferma. Karenin, hallándolo en el recibidor, le dijo:
–Quédese; quizá ella pregunte por usted.
Y él mismo lo acompañó al gabinete de su esposa.
Por la mañana, Anna entró de nuevo en un período de exaltada animación, de conversación rápida y agitada que terminó de nuevo en un desvanecimiento.
El tercer día el hecho se repitió y los médicos dijeron que empezaba a haber esperanzas.
Este día Karenin se dirigió al gabinete donde estaba Vronsky, cerró la puerta y se sentó frente a él.
–Alexis Alexandrovich, –dijo Vronsky, comprendiendo que llegaba el momento de las explicaciones– no puedo ni hablar. No sabría hacerme cargo de las cosas. ¡Tenga piedad de mí! Por terrible que sea para usted esta situación, créame, lo es todavía más para mí.
E hizo ademán de levantarse. Pero Karenin lo sujetó por el brazo y le dijo:
–Le ruego que me escuche; es necesario. He de manifestar los sentimientos que me han guiado y me guían para que usted no se llame a engaño respecto a mí. Usted sabe que opté por el divorcio y que incluso había iniciado este asunto. No le ocultaré que antes de entablar la demanda vacilé y sufrí mucho. Confieso que me atormentaba el deseo de vengarme, de hacerles daño a usted y a ella. Cuando recibí el telegrama, llegué con iguales sentimientos. Más diré: he deseado la muerte de Anna. Pero…
Alexis Alexandrovich calló un momento, reflexionando si debía o no abrirle su corazón.
–Pero la vi y la perdoné. Y la felicidad que experimenté perdonándola me indicó mi deber. He perdonado sin reservas, sincera y plenamente. Quiero ofrecer la mejilla izquierda al que me ha abofeteado la derecha. Quiero dar la camisa al que me quita el caftán. Sólo pido a Dios que no me quiten la dicha de perdonar.
Las lágrimas llenaban sus ojos. Su mirada lúcida y serena sorprendió a Vronsky.
–Mi decisión está tomada. Puede usted pisotearme en el barro, hacerme objeto de irrisión ante el mundo; pero no abandonaré a Anna y no le dirigiré jamás a usted una palabra de reproche. –continuó Alexis Alexandrovich– Mi obligación se me aparece ahora con claridad: debo permanecer al lado de mi esposa y permaneceré. Si ella desea verlo, le avisaré, pero ahora me parece mejor que usted se vaya…
Karenin se levantó y los sollozos ahogaron sus últimas palabras.
Vronsky se levantó también y, medio encorvado, miraba con la frente baja a Alexis Alexandrovich. No comprendía los sentimientos de aquel hombre, pero adivinaba que eran muy elevados, incluso inaccesibles para él.

CUARTA PARTE – Capítulo 18
Después de su conversación con Karenin, Vronsky salió a la escalera y se detuvo, sin darse cuenta de dónde estaba ni a dónde debía ir.
Se sentía avergonzado, culpable, humillado y sin posibilidades de lavar aquella humillación. Se veía lanzado fuera del camino que siguiera hasta entonces tan fácilmente y con tanto orgullo. Sus costumbres y reglas de vida, que siempre creyera tan firmes, se convertían de pronto en falsas e inaplicables.
El marido engañado, que hasta aquel momento le pareciera un ser despreciable, un estorbo incidental –y un tanto ridículo– de su dicha, era elevado de pronto por la propia Anna a una altura que inspiraba el máximo respeto, apareciendo repentinamente, no como malo, o falso, o ridículo, sino como bueno, sencillo y lleno de dignidad.
Vronsky no podía dejar de reconocerlo. Sus papeles respectivos, súbitamente, habían cambiado. Vronsky veía la elevación del otro y su propia caída; comprendía que Karenin tenía razón y él no. Tenía que admitir que el marido mostraba grandeza de alma hasta en su propio dolor y que él era bajo y mezquino en su engaño.
Pero esta conciencia de su inferioridad ante el hombre que antes despreciara injustamente, constituía la parte mínima de su pena. Se sentía incomparablemente más desgraciado ahora, porque su pasión por Anna, que últimamente parecíale que empezaba a enfriarse, ahora, al saberla perdida, se hacía más fuerte que nunca.
La vio durante toda su enfermedad tal como era, leyó en su alma y le pareció que nunca hasta entonces la había amado. Y ahora, precisamente ahora, cuando la conocía bien, quedaba humillado ante ella y la perdía, dejándole de él sólo un recuerdo vergonzoso. Lo más terrible de todo fue su posición humillante y ridícula cuando Karenin separó sus manos de su rostro avergonzado.
De pie en la escalera de la casa de los Karenin, Vronsky no sabía qué hacer.
–¿Mando buscar un coche? –le preguntó el portero.
–Sí… un coche.
Una vez en casa, fatigado después de las tres noches que llevaba sin dormir, Vronsky se tendió boca abajo en el diván apoyándose sobre los brazos. Le pesaba la cabeza. Los más extraños recuerdos, pensamientos e imágenes se superponían con extraordinaria rapidez y claridad: ora la poción que daba a la enferma y de la que llenó en exceso la cuchara; ora las manos blancas de la comadrona; ora la extraña actitud de Karenin arrodillado ante el lecho.
«Quiero dormir y olvidar», se dijo con la tranquila convicción de un hombre sano, seguro de que si resuelve dormirse lo conseguirá inmediatamente.
Y, en efecto, en aquel mismo instante todo se confundió en su cerebro y comenzó a hundirse en el precipicio del olvido. Las olas del mar de la vida comenzaban en su inconsciencia a cerrarse sobre su cabeza, cuando de repente pareció como si la descarga de una fuerte corriente eléctrica atravesara su cuerpo.
Se estremeció de tal modo que hasta dio un salto sobre los muelles del diván y, al buscar un punto de apoyo, quedó de rodillas, asustado. Tenía los ojos muy abiertos y parecía que no hubiera llegado a dormirse. La pesadez de cabeza y la flojedad muscular que sintiera un momento antes desaparecieron repentinamente.
«Puede usted pisotearme en el barro…»
Oía las palabras de Alexis Alexandrovich y lo veía ante sí; veía el rostro febril y ardiente de Anna, con sus ojos brillantes, que miraban con amor y dulzura, no a él, sino a Alexis Alexandrovich; veía su propia figura, estúpida y ridícula, como sin duda había aparecido en el momento en que Karenin le apartara las manos del rostro.
Estiró las piernas de nuevo, se acomodó sobre el diván en la misma postura de antes y cerró los ojos. «Quiero dormir, dormir…», se repitió. Pero con los ojos cerrados veía el rostro de Anna más claramente aún, tal como lo tenía en la tarde memorable, para él, de las carreras.
«Esos días no volverán más, nunca mis… Ella quiere borrarlos de su recuerdo. ¡Y yo no puedo vivir sin ellos! ¿Cómo reconciliarnos, cómo?», pronunció Vronsky en voz alta, y repitió varias veces aquellas palabras inconscientemente. Haciéndolo, impedía que se presentasen los nuevos recuerdos e imágenes que le parecía sentir acumularse en su mente. Pero la repetición de aquellas palabras sólo pudo contener por un breve instante el vuelo de su imaginación. De nuevo aparecieron en su mente, uno tras otro, con extrema rapidez, los momentos felices y junto con ellos su reciente humillación.
«Apártale las manos», decía la voz de Anna. Alexis Alexandrovich se las apartaba y sentía la expresión ridícula y humillante de su propio rostro.
Continuaba tendido en el diván, tratando de dormir, aunque estaba convencido de que no lo conseguiría y repetía en voz baja las palabras de cualquier pensamiento casual, intentando evitar así que aparecieran nuevas imágenes. Prestaba atención y oía el murmullo extraño, enloquecedor, de las palabras que iba repitiendo:
«No supiste apreciarla, no has sabido hacerte valer, no supiste apreciarla, no has sabido hacerte valer…»
«¿Qué es esto?», se preguntó. «¿Es que me estoy volviendo loco? Puede ser… ¿Por qué enloquece la gente y por qué se suicida sino por esto?», se contestó.
Abrió los ojos, vio junto a su cabeza el almohadón bordado obra de Varia, la esposa de su hermano. Tocó el borlón de la almohada y se esforzó en recordar a Varia, queriendo precisar cuándo la había visto por última vez. Pero cualquier esfuerzo por pensar le era doloroso. «No; debo dormirme», decidió. Acercó el almohadón de nuevo y apoyó la cabeza en él y procuró cerrar los ojos, cosa que no podía conseguir sino con gran esfuerzo. Se levantó de un salto y se sentó.
«Eso ha terminado para mí», pensó. «Debo reflexionar en lo que me conviene hacer. ¿Qué me queda?» Y su pensamiento imaginó rápidamente todo lo que sería su vida, separado de Anna. «¿La ambición, Serpujovskoy, el gran mundo, la Corte?» No pudo fijar el pensamiento en nada. Todo aquello tenía importancia antes, pero ahora carecía de ella por completo.
Se levantó del diván, se quitó la levita, se aflojó el cinturón y, descubriendo su velludo pecho, para poder respirar con más facilidad, comenzó a pasear por la habitación. «Así se vuelve loca la gente», repitió, «y así se suicidan los hombres… para no avergonzarse…», añadió lentamente.
Se acercó a la puerta y la cerró. Luego, con la mirada fija y los dientes apretados, se acercó a la mesa, cogió el revólver, lo examinó, volvió hacia él el cañón cargado y se sintió invadido por una profunda tristeza. Como cosa de dos minutos, permaneció inmóvil y pensativo, con el revólver en la mano, la cabeza baja y en el rostro la expresión de un inmenso esfuerzo de concentración mental.
«Está claro», se dijo, como si el curso de un pensamiento lógico, nítido y prolongado le hubiese llevado a una conclusión indudable. En realidad, aquel «está claro» sólo fue para él la consecuencia de la repetición de un mismo círculo de recuerdos a imágenes que pasaran por su mente decenas de veces en aquella hora. Eran los mismos recuerdos de su felicidad, perdida para siempre, la misma idea de que todo carecía de objeto en su vida futura, la misma conciencia de su humillación. Era siempre una sucesión idéntica de las mismas imágenes y sentimientos. «Está claro», repitió cuando su cerebro hubo recorrido por tercera vez el círculo mágico de recuerdos y pensamientos.
Y aplicando el revólver a la parte izquierda de su pecho, con un fuerte tirón de todo el brazo, apretando el puño de repente, Vronsky oprimió el gatillo.
No sintió el ruido del disparo, pero un violento golpe en el pecho lo hizo tambalearse. Trató de apoyarse en el borde de la mesa, soltó el revólver, vaciló y se sentó en el suelo, mirando con sorpresa en torno suyo. Visto todo desde abajo, las patas curvadas de la mesa, el cesto de los papeles y la piel de tigre, no reconocía su habitación.
Oyó los pasos rápidos y crujientes de su criado cruzando el salón y se recobró. Hizo un esfuerzo mental, comprendió que estaba en el suelo y, al ver la sangre en la piel de tigre y en su brazo, recordó que había disparado sobre sí mismo.
«¡Qué estupidez! No apunté bien», murmuró, buscando el arma con la mano. El revólver estaba a su lado, pero él lo buscaba más lejos. Continuando su búsqueda, se estiró hacia el lado opuesto, no pudo guardar el equilibrio y cayó desangrándose.
El elegante criado con patillas, que más de una vez se había quejado ante sus amigos de la debilidad de sus nervios, se asustó tanto al ver a su señor tendido en el suelo que corrió a buscar ayuda, dejándolo, entre tanto, perder más y más sangre.
Al cabo de una hora llegó Varia, la mujer del hermano de Vronsky, y con ayuda de tres médicos, a los que envió a buscar a distintos sitios y que llegaron todos a la vez, instaló al herido en el lecho y se quedó en su casa para cuidarle.

CUARTA PARTE – Capítulo 19
La equivocación cometida por Alexis Alexandrovich consistía en que, al prepararse a ver a su mujer, no pensó en la posibilidad de que su arrepentimiento pudiera ser sincero, de que él la perdonara y ella no muriese.
Dos meses después de su vuelta de Moscú, aquel error se le presentó en toda su crudeza. La equivocación no había consistido sólo en no prever tal posibilidad, sino también en no haber conocido su propio corazón antes del día en que había visto a su mujer moribunda.
Junto al lecho de la enferma se entregó por primera vez en su vida al sentimiento de humillada compasión que despertaban siempre en él los sufrimientos ajenos y del que se avergonzaba como de una perjudicial debilidad.
La compasión por Anna, el arrepentimiento de haber deseado su muerte y sobre todo la alegría de perdonar, hicieron que repentinamente sintiera no sólo terminado su sufrimiento, sino, además, una tranquilidad de espíritu nunca experimentada antes. Notaba que, de repente, lo que había sido origen de sus dolores se convertía en origen de la alegría de su alma. Lo que le pareciera insoluble cuando condenaba, reprochaba y odiaba, le resultaba sencillo ahora que perdonaba y amaba.
Perdonaba a su mujer, compadeciéndola por sus pesares y por su arrepentimiento. Perdonaba a Vronsky y lo compadecía, sobre todo después de haberse enterado de su acto de desesperación. Compadecía también a su hijo más que antes. Se reprochaba haberse ocupado muy poco de él hasta entonces; incluso hacia la niña recién nacida experimentaba un sentimiento especial, mezcla de piedad y de ternura.
Al principio atendió sólo a la recién nacida, movido por la compasión hacia aquella niña infeliz, que no era hija suya, que había sido olvidada por todos durante la enfermedad de su madre y que seguramente habría muerto si Karenin no se hubiera ocupado de ella.
Luego, poco a poco, sin darse cuenta, empezó a querer a la pequeña. Muchas veces al día entraba en el cuarto de los niños y allí permanecía sentado largo rato. De modo que la niñera y el aya, al principio, cohibidas en su presencia, se acostumbraron a él insensiblemente.
En ocasiones pasaba hasta media hora mirando la carita rojiza como el azafrán, fofa y aún arrugada, de la pequeña, examinando sus manitas gordezuelas, de dedos crispados, con el dorso de los cuales se frotaba los ojos y el arranque de la nariz.
Alexis Alexandrovich se sentía más sereno que nunca en aquellos momentos; estaba en paz consigo mismo; no veía nada de extraordinario en su situación ni creía que tuviera que cambiarla para nada, Pero, a medida que pasaba el tiempo, iba reconociendo con claridad que, por muy natural que a él pudiera parecerle tal estado de cosas, los demás no permitirían que quedasen así. Además de la bondadosa fuerza moral que guiaba su alma, había otra tan fuerte, si no más, que guiaba su vida, y esta segunda fuerza no podía darle la tranquilidad pacífica y humilde que deseaba.
Advertía que todos lo miraban con interrogativa sorpresa sin comprenderlo, como esperando algo de él. Y, particularmente, comprobaba la fragilidad y poca consistencia de sus relaciones con su mujer.
Al desvanecerse aquel momento de enternecimiento producido por la proximidad de la muerte, Alexis Alexandrovich comenzó a comprobar que Anna le temía, se sentía inquieta en su presencia y no osaba arrostrar su mirada. Era como si la atormentase el deseo de decirle algo y no se decidiera a decirlo y también como si esperara alguna cosa de él, como si presintiese que aquellas relaciones no podían perdurar de aquel modo.
A finales de febrero, la recién nacida, a quien también llamaron Anna, enfermó. Karenin fue por la mañana al dormitorio, ordenó que se avisase al médico y marchó al Ministerio. Terminadas sus ocupaciones, volvió a casa hacia las cuatro. Al entrar en el salón, vio que el criado, hombre muy arrogante, vestido de librea con una esclavina de piel de oso, sostenía en las manos una capa blanca de cebellina.
–¿Quién ha venido? –preguntó Karenin.
–La princesa Isabel Fedorovna Tverskaya –contestó el lacayo, sonriendo, según se le figuró a Alexis Alexandrovich.
En aquella dolorosa etapa, Karenin venía observando que sus amistades del gran mundo les trataban ahora, tanto a él como a su mujer, con un interés particular. En todos aquellos amigos descubría una especie de alegría que sólo con dificultad conseguían ocultar, la misma alegría que viera en los ojos del abogado y ahora en los del sirviente. Parecía que todos se hallasen entusiasmados, como preparando la boda de alguien. Cuando encontraban a Alexis Alexandrovich le preguntaban por la salud de Anna, con alegría difícilmente reprimida.
La presencia de la princesa Tverskaya, tanto por los recuerdos que evocaba como por no simpatizar con ella, era desagradable a Karenin.
En la primera de las habitaciones de los niños, Sergio, inclinado sobre la mesa, con los pies sobre una silla, dibujaba, acompañando su propio trabajo de palabras alentadoras. La inglesa que sustituyera a la francesa durante la enfermedad de Anna, estaba sentada junto al niño haciendo labor. Al ver entrar a Karenin se levantó con precipitación, hizo una reverencia y dio un leve empujón a Sergio.
Alexis Alexandrovich acarició la cabeza de su hijo, contestó a las preguntas de la institutriz sobre la salud de su esposa y le preguntó lo que había dicho el médico sobre la pequeña.
–El doctor asegura que no es nada serio y ha recetado baños, señor.
–Pero la niña padece aún –repuso Karenin, oyéndola gemir en la habitación contigua.
–Creo, señor, que esa nodriza no sirve ––dijo osadamente la inglesa.
–¿Por qué lo piensa así? –preguntó él, deteniéndose.
–Lo mismo pasó en casa de la condesa Paul, señor. Se sometió a la criatura a tratamiento y resultó que el niño padecía hambre. La nodriza no tenía bastante leche, señor.
Alexis Alexandrovich quedó pensativo y, tras reflexionar unos momentos, cruzó la puerta.
La niña estaba tendida, volvía la cabecita y se revolvía inquieta entre los brazos de la nodriza, negándose a tomar el enorme pecho que se le ofrecía y a callar, a pesar del doble «¡Chist!» de la nodriza y del aya, inclinadas sobre ella.
–¿No ha mejorado? –preguntó Karenin.
–Está muy inquieta –contestó el aya en voz baja.
–Miss Edward dice que acaso la nodriza no tenga leche suficiente.
–También lo creo yo, Alexis Alexandrovich.
–¿Y por qué no lo decía?
–¿A quién? Anna Arkadievna está enferma aún –dijo el aya con descontento.
El aya servía hacía muchos años en casa de los Karenin. Y hasta en aquellas sencillas palabras creyó Karenin notar una alusión al presente estado de cosas.
La niña gritaba más cada vez, se ahogaba y enronquecía. El aya, moviendo la mano con aire de disgusto, se acercó a la nodriza, cogió en brazos a la criatura y empezó a mecerla, paseando con ella.
–Hay que decir al médico que examine a la nodriza –indicó Karenin.
La nodriza, mujer de saludable aspecto y bien ataviada, sintiéndose temerosa de que la despidiesen, murmuró algo a media voz, mientras ocultaba, con desdeñosa sonrisa, su pecho opulento. Y también en aquella sonrisa vio Alexis Alexandrovich una ironía hacia su situación.
–¡Pobre niña! –dijo el aya, tratando de calmar a la pequeña y continuando su paseo con ella en brazos.
Alexis Alexandrovich se sentó en una silla y con el rostro triste, apenado, miraba al aya pasear por la habitación.
Cuando al fin se calmó la niña y el aya, tras ponerla en la blanda camita y arreglarle la almohada bajo la cabeza, se alejó de ella, Alexis Alexandrovich, penosamente, andando sobre las puntas de los pies, se acercó a la niña. Permaneció en silencio, contemplándola con tristeza. De repente, una sonrisa asomó a su rostro, haciendo moverse sus cabellos y fruncirse la piel de su frente. Luego salió del cuarto sin hacer el menor ruido.
Una vez en el comedor, llamó y ordenó al criado que se había apresurado a acudir, que fuese en seguida a buscar de nuevo al médico.
Sentíase irritado contra su mujer, que se preocupaba tan poco de aquella hermosísima niña. No quería verla en aquel estado de irritación, ni tampoco a la princesa Betsy. Pero como Anna podía extrañarse de que no fuese a su cuarto, hizo un esfuerzo y se dirigió allí.
Al acercarse a la puerta pisando la tupida alfombra, llegaron sin querer a sus oídos las palabras de una conversación que no habría querido escuchar.
–Si él no se marchase, yo comprendería su negativa y la de su marido. Pero Alexis Alexandrovich debe mostrarse por encima de todo esto ––decía Betsy.
–No me niego por mi marido, sino por mí misma –contestó la voz conmovida de Anna.
–No es posible que usted no desee despedirse del hombre que ha querido matarse por usted.
–Por eso mismo no quiero.
Alexis Alexandrovich se detuvo. Su rostro expresaba un temor casi culpable. Trató de alejarse sin ser visto. Pero reflexionando en que aquello sería poco noble, volvió sobre sus pasos, tosió y avanzó hacia la alcoba.
Las voces callaron; él entró. Anna estaba sentada en el sofá, envuelta en una bata gris, con los cabellos negros, recién cortados, formando una espesa maraña sobre su cabeza ovalada.
Como siempre que veía a su marido, su animación desapareció de repente. Bajó la vista y miró a Betsy con inquietud.
Ésta, vestida a la última moda, con un sombrero colocado sobre su cabeza como una pantalla sobre una lámpara, vistiendo un traje azul rojizo de amplias y llamativas líneas en diagonal trazadas de un lado sobre el corpiño y de otro sobre la falda, estaba sentada junto a Anna, manteniendo erguido el liso busto. Inclinó la cabeza y sonriendo burlonamente, saludó a Karenin.
–¡Oh! –exclamó, como sorprendida– ¡Me alegra mucho hallarlo en casa…! No se lo ve nunca en ninguna parte. Yo no lo he encontrado desde la enfermedad de Anna. Ya lo sé todo, sus cuidados… su… ¡Es usted un esposo admirable! –dijo con tono significativo y afectuoso, como si lo condecorara con la medalla de la bondad por su conducta con su mujer.
Alexis Alexandrovich saludó fríamente y besó la mano de su esposa preguntándole cómo se encontraba.
–Parece que me encuentro mejor –contestó Anna rehuyendo su mirada.
–Pero, por el color encendido de su rostro diría que tiene usted fiebre –dijo Karenin, recalcando la palabra «fiebre».
–Hemos hablado en exceso. –repuso Betsy– Comprendo que esto es demasiado egoísmo por mi parte; me marcho ya.
Se levantó, pero Anna, ruborizándose de repente, la cogió el brazo.
–No, quédese, haga el favor… Debo decirle… Y a usted también… –añadió dirigiéndose a su marido, mientras el rubor se extendía a su frente y a su cuello– No puedo ni quiero ocultarle nada…
Alexis Alexandrovich hizo crujir sus dedos y bajó la cabeza.
–Betsy me ha dicho que el príncipe Vronsky quería visitamos antes de marcharse a Tachkent –Anna hablaba sin mirar a su marido y cuanto más penosos eran sus sentimientos más se apresuraba– Le he dicho que no puedo recibirle.
–Me ha dicho usted, querida amiga, que eso dependía de su esposo –corrigió Betsy.
–Pues no, no puedo recibirle, ni sirve de…
Se interrumpió de pronto y contempló, interrogadora, a su marido, que ahora no la miraba.
–En una palabra, no quiero…
Alexis Alexandrovich, acercándose, trató de cogerle la mano.
Anna, dejándose llevar del primer impulso, retiró su mano de la de su esposo –grande, húmeda y con gruesas venas hinchadas–, que buscaba la suya. Después, haciendo un evidente esfuerzo sobre sí misma, la oprimió.
–Le agradezco mucho su confianza, pero… –repuso Karenin, turbado, comprendiendo con enojo que lo que podía explicar y decir a solas no era posible ante Betsy. Esta se le presentaba en aquel momento como la personificación de aquella fuerza incontrastable que había de guiar su vida a los ojos del gran mundo, estorbándole el que se entregara libremente a sus sentimientos de perdón y de amor.
Se interrumpió, pues, y quedó mirando a la princesa Tverskaya.
–Entonces, adiós, querida –––dijo Betsy levantándose.
Besó a Anna y salió. Karenin la acompañó.
–Alexis Alexandrovich: le tengo por un hombre generoso –dijo Betsy, deteniéndose en el saloncito y apretándole la mano una vez más significativamente– Soy una extraña, pero quiero tanto a Anna y siento tanto respeto por usted, que me permito darle un consejo. Acéptelo. Alexis Vronsky es el honor en persona y ahora se va a Tachkent.
–Le agradezco, Princesa, su interés y sus consejos. Pero la cuestión de a quien reciba o no mi mujer ha de resolverla ella misma.
Habló, según acostumbraba, con dignidad, arqueando las cejas, pero pensó en seguida que, dijera lo que dijese, no podía haber dignidad en su situación. Lo comprobó con la sonrisa contenida, irónica, malévola, con que lo miró Betsy después de haber oído sus palabras.

CUARTA PARTE – Capítulo 20
Karenin se despidió de Betsy en la sala y volvió al lado de su mujer. Anna estaba tendida en el diván, pero al sentir los pasos de su marido recobró precipitadamente su posición anterior y lo miró con temor. Alexis Alexandrovich notó que ella había llorado.
–Te agradezco tu confianza en mí –dijo, repitiendo en ruso lo que dijera ante Betsy en francés. Y se sentó a su lado.
Cuando Karenin hablaba en ruso y la trataba de tú, este «tú» producía en Anna un irresistible sentimiento de irritación.
–Agradezco mucho tu decisión. Creo también que, puesto que se marcha, no hay necesidad alguna de que el príncipe Vronsky venga aquí. De todos modos…
–Sí, ya lo he dicho yo. ¿Para qué insistir? –interrumpió de pronto Anna. «¡No hay ninguna necesidad», pensaba, «de que venga un hombre para despedirse de la mujer a quien ama, por la que quiso matarse, por la que ha deshecho su vida! ¡La mujer que no puede vivir sin él! ¡Y dice que no hay ninguna necesidad!». Anna apretó los labios y puso la mirada de sus ojos brillantes en las manos de Alexis Alexandrovich, con sus venas hinchadas, que en aquel momento se frotaba lentamente una contra otra. –No hablemos más de esto –añadió, más sosegada.
–Te he dejado resolver la cuestión por ti misma y me alegro de que… ––empezó Alexis Alexandrovich.
–De que mi deseo coincida con el suyo –concluyó Anna, molesta de que su marido hablara tan despacio cuando ella sabía bien lo que iba a decirle.
–Sí –afirmó él– Y la princesa Tverskaya hace mal en intervenir en los asuntos de una familia ajena, que son siempre delicados… Sobre todo, ella…
–No creo nada de lo que murmuran de Betsy. –interrumpió precipitadamente Anna– Sólo sé que me quiere sinceramente.
Alexis Alexandrovich suspiró y calló. Anna jugueteaba, inquieta, con las borlas de su bata, mirando a su marido con el doloroso sentimiento de repulsión física que tanto se reprochaba pero que no podía dominar. Ahora no deseaba más que una cosa: verse libre de su desagradable presencia.
–He enviado a buscar al médico –dijo Karenin.
–Me encuentro bien. ¿Para qué necesito al médico?
–La pequeña sigue quejándose y aseguran que la nodriza tiene poca leche.
–¿Por qué no me permitiste que la amamantase cuando te lo rogué? Pero da igual: a la niña la matarán.
Alexis Alexandrovich comprendió muy bien lo que significaba aquel «da igual».
Anna llamó y mandó que le trajesen a la niña.
–Pedí –dijo– que se me dejase amamantarla; no se me dejó hacerlo y ahora se me reprocha.
–No te lo reprocho, Anna.
–¡Sí me lo reprocha usted! ¡Dios mío! ¿Por qué no habré muerto? –sollozó Anna– Perdóname; estoy irritada y hablo sin razón. Déjame sola ahora, haz el favor –dijo, recobrando la serenidad.
«Esto no puede continuar así», se dijo resueltamente Alexis Alexandrovich al salir del cuarto de su mujer.
Jamás lo insostenible de su situación ante los ojos del gran mundo, jamás la aversión de su mujer hacia él, jamás todo el poder de aquella fuerza misteriosa que, contrapesando su estado de ánimo, guiaba su vida, obligándole a ejecutar su voluntad y a cambiar sus relaciones con su mujer, jamás todo aquello se le presentó con tan absoluta claridad como en aquel momento.
Comprendía con toda evidencia que el mundo y su mujer exigían de él algo, aunque no pudiera decir concretamente qué. Y sentía elevarse en su alma un impulso de irritación que destruía su tranquilidad y anulaba el mérito de cuanto había hecho.
A su juicio, valía más para Anna romper sus relaciones con Vronsky; pero, si todos se empeñaban en que ello era imposible, estaba dispuesto hasta a permitirlas con tal que no se deshonrase el nombre de los niños, que no los perdiese, que no cambiase su situación. Por malo que ello fuese, peor era romper sus relaciones, poniendo a Anna en una posición sin salida, deshonrosa y perdiendo él cuanto amaba.
Pero se sentía sin fuerzas. Sabía de antemano que todos estaban contra él y que no le permitirían hacer lo que ahora le parecía tan favorable y natural. Adivinaba que iban a forzarlo a hacer lo que, siendo peor, a los demás les parecía necesario.

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