AGUAS DE PRIMAVERA – IVÁN TURGUÉNIEV – CAPÍTULO 8
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AGUAS DE PRIMAVERA – IVÁN TURGUÉNIEV – CAPÍTULO 8
No había acabado de vestirse, cuando un camarero de la fonda le anunció la visita de dos señores. Uno de ellos era Emilio; el otro, un joven, buen mozo, de facciones impecables, era Herr Karl Klüber, el novio de la hermosa Gemma.
Todo induce a suponer que por aquel entonces no había en ningún comercio de Francfort un primer dependiente tan cortés, tan bien educado, tan imponente, tan amable como Herr Klüber. Lo intachable de su vestir sólo podía compararse a lo digno de su apostura y lo elegante de sus maneras, elegancia un poco estirada, según la moda inglesa —había pasado dos años en Inglaterra—, pero exquisita, sin embargo.
A primera vista se notaba, claramente, que este buen mozo, un poco severo, bien educado y pulcro hasta la exageración, tenía costumbre de ser condescendiente con sus superiores y arbitrario con sus subalternos, y que detrás del mostrador no podía menos que inspirar respeto hasta a los parroquianos. No podía abrigarse la menor duda acerca de su intachable honradez; bastaba ver sus almidonados cuellos. Y su voz era tal como pudiera apetecerse, llena y grave como la de un hombre seguro de sí mismo, no demasiado fuerte, y hasta con cierta dulzura de timbre. Era una voz ideal para dar órdenes a los dependientes inferiores: «¡Enseñe usted aquella pieza de terciopelo de Lyon color punzó!» O bien: «¡Ofrezca usted una silla a la señora!»
El señor Klüber comenzó por presentar tan finamente sus cumplimientos, y al saludar se inclinó tan noblemente, resbaló los pies de un modo tan agradable y entrechocó ambos tacones con tal urbanidad, que no podía vacilarse en decir: «Este es un hombre cuya ropa interior y virtudes morales son de primera calidad». En la mano izquierda, calzada con guante de Suecia, sujetaba, reluciente como un espejo, un sombrero, y en el fondo de él yacía el otro guante; la mano derecha, desnuda, que alargó a Sanin con ademán modesto pero resuelto, era tan pulida que superaba todo lo imaginable; cada uña era la perfección misma en su especie. Luego declaró, con los términos más escogidos de la lengua alemana, que había deseado presentar sus respetos y la seguridad de su gratitud al señor extranjero que había prestado tan señaladísimo servicio a un futuro pariente suyo, el hermano de su prometida. Al decir estas palabras, extendió la mano izquierda, la que sostenía el sombrero, en dirección a Emilio, quien, perdiendo el tino, se volvió hacia la ventana y se metió el dedo índice en la boca. Herr Klüber añadió que se consideraría muy feliz si por su parte pudiera hacer alguna cosa que le fuese grata al señor extranjero.
Sanin respondió, también en alemán, pero no sin algunas dificultades, que estaba encantado…, que el servicio era de poca importancia…, y rogó a sus huéspedes que tomasen asiento. Herr Klüber le dio las gracias, y, levantándose los faldones de la levita, se sentó en una silla, pero tan ligeramente y tan poco segura, que era imposible no decirse: «He ahí un hombre que se ha sentado por pura fórmula y que va a levantar el vuelo al instante».
En efecto, levantó el vuelo unos minutos después, y dando discretamente dos pasitos adelante, como en la contradanza, explicó con aire modesto que, con gran pesar suyo, no podían permanecer más tiempo fuera del almacén —¡los negocios ante todo!—, pero que siendo domingo el día siguiente, con la aprobación de Frau Lenore y de Fräulein Gemma, había organizado una gira de recreo a Soden, a la cual tenía el honor de invitar al señor extranjero, y que abrigaba la esperanza de que éste se dignaría embellecerla con su presencia.
Sanin no rehusó “embellecerla”. Herr Klüber saludó de nuevo y salió, luciendo sus pantalones del matiz más delicado, color garbanzo; las suelas de las botas, nuevecitas, chillaban no menos agradablemente.