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Categoria: Té Literario ~ Aguas de primavera | Fecha: septiembre 30th, 2013 | Publicado por Gabriela Carina Chromoy

AGUAS DE PRIMAVERA – IVÁN TURGUÉNIEV – CAPÍTULO 10

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Ay, ay, ay, leo este Capítulo 10 de nuestras Agua de primavera y me acuerdo de los planteos de mi madre respecto de ser artista
Prepárense una taza de té y sigamos con la lectura. A partir de hoy, leeremos de lunes a viernes. Resérvense el 30 de Noviembre para nuestro encuentro.
AGUAS DE PRIMAVERA – IVÁN TURGUÉNIEV – CAPÍTULO 10

Gemma, en efecto, pareció contentísima de verlo, y Frau Lenore lo recibió muy afectuosa. Se veía que Sanin había producido en ellas una impresión favorable la víspera. Emilio corrió a ocuparse del almuerzo, no sin haber cuchicheado al oído de Sanin: «¡No lo olvide usted!»

—No lo olvidaré —contestó Sanin.

Frau Leonore no se encontraba del todo bien; tenía jaqueca y, medio tumbada en un sillón, procuraba moverse lo menos posible. Gemma llevaba una bata amarilla, sujeta con un cinturón negro de cuero; tenía también aspecto fatigado, y una ligera palidez cubría sus mejillas; leves ojeras circundaban sus párpados, pero el brillo de su mirada no se había empañado y aquella palidez daba algo de misterio y dulzura a sus facciones, de una pureza y una severidad clásicas. Ese día le llamó sobre todo la atención, a Sanin, la extraordinaria belleza de sus manos… Cuando las levantaba para arreglarse y sujetar los rizos oscuros y lustrosos de sus cabellos, Sanin no podía apartar la vista de aquellos dedos largos y flexibles, separados unos de otros como los de la Fornarina(1) de Rafael.

Hacía mucho calor en la calle. Sanin quería despedirse después de almorzar, pero le hicieron ver que con semejante día lo mejor era quedarse donde estaba. Convino en ello y se quedó. Un agradable frescor reinaba en la estancia donde sus anfitriones y él se habían instalado y cuyas ventanas daban a un jardincito plantado de acacias. Un ávido enjambre de abejas, avispas y zánganos, zumbaban atareados entre el frondoso follaje sembrado de áureas flores. Ese incesante murmullo que penetraba en la habitación por las celosías entreabiertas y las cortinas echadas, hablaba del calor de afuera y hacía parecer aún más suave el fresco de aquella casa cerrada y acogedora.

Sanin habló mucho, como la víspera, pero ya no de Rusia ni de la vida rusa. Con el fin de complacer a su amiguito, a quien habían mandado a casa de Herr Klüber enseguida del almuerzo, para ejercitarse en la teneduría de libros, llevó la conversación al terreno de las ventajas y los inconvenientes que el arte y el comercio tenían en comparación. Esperaba ver a Frau Lenore tomar la defensa de esta última profesión; pero le extrañó sobremanera el ver que también Gemma participaba de tales opiniones.

—Si se es artista, sobre todo cantante, —insistió con ademán enérgico -es preciso ocupar el primer puesto. El segundo nada vale. ¿Y quién sabe si se ha de llegar a ese primer puesto?

Pantaleone, que tomaba parte en la conversación (porque en su calidad de viejo y servidor antiguo, tenía el privilegio de sentarse en compañía de los dueños de la casa: los italianos, en general, no son de etiqueta muy severa), naturalmente, defendía el arte con todas sus fuerzas. A decir verdad, sus argumentos eran muy endebles: repetía que era necesario hallarse dotado de cierto ímpetu de inspiración, d’un certo estro d’inspirazione. Frau Lenore le objetó que probablemente él mismo había poseído ese estro, y que, sin embargo…

—Tuve enemigos —respondió Pantaleone con aire tétrico.

—¿Y cómo puedes estar seguro —ya se sabe que los italianos se tutean a menudo— de que Emilio, aun suponiendo que estuviese dotado de ese estro, no los tendría?

—¡Pues bien, háganlo mercachifle! —dijo despechado Pantaleone —¡Pero Giovanni Battista no se hubiera conducido así, a pesar de ser confitero!

—Giovanni Battista, mi marido, era un hombre razonable; y si en su primera juventud pudo dejarse arrastrar…

Pero el viejo no escuchaba; se alejó, murmurando con hosquedad:

—¡Ah! ¡Giovanni Battista!

Gemma exclamó que si Emilio sentía en sí el amor a la patria y si quería consagrar sus fuerzas a la independencia de Italia, podía ciertamente sacrificar la seguridad de su porvenir por un fin tan noble y elevado, pero no por el teatro. Al oír esto, Frau Lenore, inquieta, suplicó a su hija que, al menos, no arrastrase a su hermano fuera del buen camino. ¿No bastaba con que ella fuese una republicana furibunda? Después de haber pronunciado estas palabras, Frau Lenore exhaló un suspiro quejumbroso y dijo que sufría mucho, que su cabeza estaba «próxima a estallar» (Frau Leonore, por cortesía para con su invitado, hablaba en francés con su hija). Gemma se puso enseguida a acariciar a la madre, soplándole con delicadeza en la frente después de humedecérsela con agua de colonia; la besó con dulzura en las mejillas, le arregló la cabeza encima de la almohada, le prohibió que hablase y la besó de nuevo. Luego, dirigiéndose a Sanin, se puso a contarle, medio risueña, medio sentimental, qué admirable madre era la suya y cuán hermosa había sido.

-¿Pero, ¿qué digo? ¡Aún lo es! ¡Y hermosísima! ¡Vea usted, vea usted, vea usted qué ojos!

Gemma sacó del bolsillo un pañuelo blanco, lo puso sobre la cara de su madre, y tirándo de él hacia abajo poco a poco, descubrió primero la frente, después las cejas y los ojos de Frau Lenore, se detuvo un momento y le pidió que mirase. Obedeció ésta, y Gemma dio un grito de admiración. Los ojos de Frau Lenore eran en verdad hermosos. Hizo resbalar rápidamente el pañuelo por la parte inferior de la cara, menos regular que la superior, y volvió a empezar a llenarla de besos. Frau Lenore, sonriéndose, se volvió un poco e hizo como que rechazaba a su hija con esfuerzo. Gemma fingió también luchar y se puso a acariciarla no con la felina zalamería de las francesas, sino con la gracia italiana, bajo la cual siempre se adivina la fuerza.

Por fin, dijo Frau Lenore que estaba fatigada. Gemma le aconsejó que durmiera un poco en el sillón. Y que «ella y el caballero ruso —le monsieur russe— se estarían quietos… muy tranquilos, como ratoncitos… comme des petites souris».

Frau Lenore le dirigió una sonrisa por única respuesta, cerró los ojos, respiró profundo dos o tres veces y se adormeció. Gemma se sentó rápido junto a ella en una banqueta y, sosteniendo la almohada donde descansaba la cabeza de su madre, permaneció inmóvil, llevando sólo de vez en cuando a sus labios un dedo de la otra mano para recomendar silencio, y mirando a Sanin con el rabito del ojo, cada vez que éste se permitía el menor movimiento. Concluyó el joven por inmovilizarse también y quedó como hechizado, dejando a su alma admirar, con todas sus fuerzas, el cuadro que ante él se ofrecía. Aquel aposento medio a oscuras, donde como puntos luminosos brillaban acá y allá frescas rosas muy abiertas en antiguos vasos de color verde; aquella mujer dormida, con las manos suavemente cruzadas, con su bondadoso rostro rendido y aureolado por la suave blancura de la almohada; aquella joven que la miraba con atención, también buena, pura y admirablemente hermosa, con sus ojos negros, profundos, llenos de sombra y a la vez de fulgores… ¿era un ensueño, un cuento de hadas…? ¿Y cómo estaba «él» allí?

(1) Margarita Luti, romana de singular belleza, hija de un panadero (fornaio), modelo y amante del pintor italiano Rafael Sanzio (1483-1520).

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