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Categoria: Té Literario ~ Aguas de primavera | Fecha: septiembre 24th, 2013 | Publicado por Gabriela Carina Chromoy

AGUAS DE PRIMAVERA – IVÁN TURGUÉNIEV – CAPÍTULO 7

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Ella lee, ellos escuchan. Nosotros, también. ¡Qué lindo que es compartir el té y la lectura! ¿Vamos con una tacita de Viaje a Šipan y el Capítulo 7 de Aguas de primavera? ¡Ah! y vayan reservándose el 30 de Noviembre.
AGUAS DE PRIMAVERA – IVÁN TURGUÉNIEV – CAPÍTULO 7

Maltz era un literato francfortés del período de 1830. Sus sainetes, cortos y livianos, escritos en el dialecto local, describían los tipos de la comarca de una manera burlesca y atrevida, aunque el humorismo no fuese muy profundo.

Gemma leía de una manera notable, lo mismo que una buena actriz. Sostenía perfectamente con todos sus matices el carácter de cada personaje, y exhibía una mímica sin duda heredada con la sangre italiana. Cuando se trataba de representar alguna vieja en la chochez o algún burgomaesre imbécil, hacía las muecas más chistosas, encogía los ojos, fruncía la nariz, ceceaba y chillaba, sin piedad alguna para con su voz delicada y su lindo rostro.

Nunca se reía al leer; pero si los oyentes, excepto Pantaleone, que se apresuraba a retirarse malhumorado en cuanto se hablaba de quel ferrofutto Tedesco(1), si los oyentes la interrumpían con una carcajada general, entonces dejaba caer el libro en las rodillas y se reía, también ella, a mandíbula batiente, echando atrás la cabeza, mientras que los rizos de sus negros cabellos le saltaban sobre su nuca y sus hombros sacudidos por la hilaridad. Pero en cuanto acababa de reír, tomaba otra vez el libro, daba de nuevo la expresión adecuada a las facciones y continuaba en serio la lectura.

Sanin no se cansaba de admirarla. Le chocaba una cosa sobre todo: ¿por qué misterio, aquella cara tan idealmente bella podía tomar, de pronto, una expresión cómica y a veces hasta trivial?

Gemma era menos hábil en el modo de leer los papeles de muchachas, de «damas jóvenes». Las escenas de amor, sobre todo, no le salían bien. Ella misma lo notaba; por eso les daba un leve matiz irónico, como si no creyese en aquellos pomposos juramentos, en aquellas frases sublimes, de que el autor, por otra parte, se abstenía todo lo posible. Pasaban las horas, sin que Sanin se diera cuenta, y no se acordó de su viaje hasta que dieron las diez en el reloj. Saltó de la silla como si lo hubieran pinchado.

—¿Qué le pasa a usted? —preguntó Frau Lenore.

—Tenía que salir hoy para Berlín, y había reservado asiento en la diligencia.

—¿Cuándo sale la diligencia?

—A las diez y media.

—Entonces ya es tarde. —dijo Gemma —Quédese usted y leeré alguna otra cosa.

—¿Había usted pagado el pasaje entero, o nada más hecho la reserva? —preguntó Frau Lenore, con curiosidad.

—¡Todo entero! —gimió Sanin con gesto afligido.

Gemma lo miró, entornando los ojos, y se echó a reír.

—¡Qué es eso! —la retó su madre —Este joven acaba de perder dinero, ¿y eso te hace reír?

—¡Bah! —respondió Gemma —No se quedará arruinado por eso, y trataremos de consolarlo. ¿Quiere usted limonada?

Sanin tomó un vaso de limonada. Gemma reanudó la lectura de Maltz y todo volvió a ser lo mejor del mundo.

Dieron las doce de la noche. Sanin empezó a despedirse.

—Debe usted quedarse algunos días en Francfort. —le dijo Gemma —¿Por qué tanta prisa? Ninguna otra ciudad le parecerá a usted más agradable —hizo una pausa, y repitió sonriendo: —Ninguna otra, de verdad.

Sanin no respondió nada y pensó que lo vacío de su bolsillo lo obligaba a permanecer en Francfort hasta que tuviese respuesta de un amigo de Berlín, a quien había resuelto pedir dinero prestado.

—Quédese usted, quédese; —instó a su vez Frau Lenore —le presentaremos al prometido de Gemma, el señor Karl Klüber. Hoy no ha podido venir, porque está ocupadísimo en sus almacenes. Probablemente habrá visto usted en la Zeile un gran almacén de paños y sedas; pues bien, allí está de dependiente principal. Será para él una satisfacción presentarle a usted sus respetos.

Sanin, sabe Dios por qué, se sintió un poco contrariado. «¡Feliz prometido!», pensó, mirando a Gemma. Y creyó advertir en los ojos de la joven una expresión burlona. Saludó de nuevo a las señoras.

—¡Hasta mañana, hasta mañana! ¿No es así? —le preguntó Frau Lenore.

—¡Hasta mañana! —dijo Gemma, no a modo de pregunta, sino con un tono afirmativo, como si hubiera sido imposible ponerlo en duda.

—¡Hasta mañana! —respondió Sanin.

Emilio, Pantaleone y Tartaglia lo acompañaron hasta la esquina de la calle. Pantaleone no pudo dejar de manifestar su disgusto por la manera en que Gemma había leído. ¿Cómo no le daba vergüenza? ¡Qué es eso, hacer muecas, chillar! ¡Una caricatura! Hubiera podido elegir a Merope o a Clitemnestra(2), algo grande, trágico; ¡y no preferir imitar a una bruja alemana cualquiera! «Yo también puedo hacer otro tanto… Mertz, kertz, smertz», dijo con voz ronca, alargando la cara hacia delante y abriendo mucho los dedos. Tartaglia ladró detrás de él y Emilio se echo a reír. El viejo les volvió bruscamente la espalda.

Sanin volvió a la fonda El Cisne Blanco, donde lo aguardaba su equipaje en un rincón de la gran sala de espera. Se hallaba en un estado moral bastante confuso. Aún le zumbaban en los oídos todas aquellas conversaciones italo-franco-tedescas.

—¡Prometida! —murmuró, metiéndose en la cama del modesto dormitorio que había pedido —¡Y qué hermosa es! Pero, ¿por qué me he quedado?

Sin embargo, al día siguiente, escribió una carta a su amigo de Berlín.

(1) En italiano y alemán deformado: Aquel maldito alemán.
(2) Merope, Clitemnestra: En las leyendas mitológicas griegas, mujeres célebres que tuvieron una vida trágica.

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