ANNA KARENINA – SEXTA PARTE – CAPÍTULOS 27 Y 28
ANNA KARENINA – LEV TOLSTOY
SEXTA PARTE – Capítulo 27
Al sexto día debían celebrarse las elecciones de Presidente provincial de la Nobleza. Las salas grandes y las pequeñas estaban llenas de nobles vestidos de diferentes uniformes. Muchos de ellos habían llegado allí aquel mismo día. Conocidos y amigos que no se habían visto desde hacía mucho tiempo, unos, venidos de Crimea, otros, de San Petersburgo, otros, del extranjero, se encontraban en las salas.
Los debates se celebrarían cerca de la mesa presidencial, bajo el retrato del Emperador.
Los nobles se agrupaban en dos partidos.
Por la animosidad y desconfianza de las miradas, por las conversaciones, interrumpidas cuando se aproximaba gente del otro bando y porque algunos se iban entonces, hablando en voz baja, hasta el pasillo lejano, se veía que cada partido ocultaba secretos al otro.
Por su aspecto exterior, los nobles se dividían en dos clases: los viejos llevaban sus antiguos uniformes de nobleza, con espadas y sombreros o los uniformes correspondientes a sus empleos en la marina, la caballería o la infantería. Los uniformes de los viejos nobles estaban hechos al estilo antiguo: con pliegues sobre las hombreras. A muchos les quedaban pequeños, cortos de talla o estrechos, como si sus portadores hubieran crecido desde que les habían sido confeccionados.
Los jóvenes llevaban uniformes desabrochados con el talle bajo, anchos los hombros, chalecos blancos o bien, los uniformes con cuellos negros y laureles bordados, distintivo del ministerio de Justicia. Los uniformes de la Corte que aquí y allá adornaban la sala pertenecían al partido joven.
Pero la división en jóvenes y viejos no coincidía con la agrupación en partidos. Como observó Levin, algunos de los clasificados como jóvenes por su vestir, pertenecían al partido «viejo»; y, al contrario, algunos de los nobles más viejos hablaban en voz baja con Sviajsky y se veía que eran partidarios de éste, de los más decididos partidarios del partido nuevo.
Levin había seguido a su hermano hasta una sala pequeña, donde los de su grupo fumaban, bebían, tomaban bocadillos y charlaban. Se había acercado a uno de los corros y escuchaba su conversación, y ponía en tensión todas sus fuerzas tratando de comprender lo que decían.
Sergio Ivanovich estaba en el centro del grupo.
Ahora escuchaba a Sviajsky y a Kliustov, el presidente de otra comarca, que pertenecía, también, a su partido.
Kliustov no quería ir a pedir a Snetkov que se presentara a la elección y Sviajsky trataba de convencerlo, explicándole la conveniencia de hacerlo. Sergio Ivanovich, por su parte, dio su aprobación a aquel plan.
Levin no comprendía para qué querían pedir al partido enemigo que presentase a la elección a aquél a quien querían derrotar.
Esteban Arkadievich, que acababa de tomar un bocadillo y beber, secando su boca con un pañuelo perfumado, de batista, con rayas en el borde y que vestía uniforme de gentilhombre, se acercó a ellos.
–Estamos en nuestro puesto, Sergio Ivanovich –dijo, alisándose las patillas.
Y, escuchando lo que hablaban, apoyó la opinión de Sviajsky.
–Basta tener una comarca: la de Sviajsky, que pertenece abiertamente a la oposición –dijo, en palabras bien comprensibles para todos menos para Levin.
–¿Qué, Kostia? Parece que vas tomando gusto a estas cosas –añadió Sergio Ivanovich, dirigiéndose a Levin y tomándole el brazo.
Levin, en efecto, se habría alegrado de tomar gusto a aquella cuestión pero no pudo comprender de qué se trataba y, separándose unos pasos de los que hablaban, expresó a Esteban Arkadievich su sorpresa de que pidieran al Presidente provincial que presentase su candidatura.
–Oh, sancta simplicitas! –dijo Esteban Arkadievich. Y explicó a Levin claramente y en pocas palabras de qué se trataba– ¿No comprendes que con las medidas que hemos tomado es preciso que Snetkov se presente? Si Snetkov renunciara a presentarse, el partido viejo podría escoger otro candidato y desbaratar nuestros propósitos. Si el distrito de Sviajsky es el único que se abstiene de pedir que se presente, habrá empate y entonces, nosotros lo aprovecharemos para proponer un candidato de los nuestros.
Levin no comprendió bien lo que le explicaba su cuñado y quiso pedir algunas aclaraciones.
Pero en aquel momento, entre ruidosas conversaciones, se dirigieron todos a la sala grande.
–¿Qué? –¿Qué pasa? –¿A quién? –¿La confianza? –¿A quién? –¿Qué? –¿Deniegan? –No es confianza; es que niegan a Flerov. –¿Qué es esto de que está juzgado? –Así nadie tendrá derecho. –¡Es una vileza! ¡La ley! –oyó Levin gritar por todas partes y, junto con todos, que se apresuraban no sabía hacia dónde y que al parecer tenían que oír algo y no sabía qué, se dirigió al gran salón y, casi llevado en vilo por los otros nobles, se acercó a la mesa de las elecciones provinciales, junto a la cual discutían el Presidente de los nobles, Sviajsky y otros cabecillas.
SEXTA PARTE – Capítulo 28
Levin se hallaba bastante lejos de la mesa electoral. Un noble, que estaba a su lado y respiraba fatigosamente y otro, que metía gran ruido con sus zapatos, le impedían oír lo que se decía.
De lejos le llegaba la voz suave del Presidente. Luego oyó la voz agria del señor batallador y también la de Sviajsky.
Fue cuanto Levin pudo comprender que estaban discutiendo sobre el espíritu de un artículo de la ley y sobre la significación que había de darse a las palabras «hacer objeto de una encuesta».
La gente dejó pasar a Sergio Ivanovich, que se dirigía a la mesa.
Éste, después de haber escuchado el discurso del señor batallador, dijo que lo mejor era consultar el artículo de la ley y pidió al secretario que lo buscase.
Sergio Ivanovich lo leyó y se puso a explicar su significación pero entonces le interrumpió un propietario de tierras alto, grueso, encorvado, con los bigotes teñidos, vestido con un uniforme estrecho que le levantaba el cuello por detrás. Éste se acercó a la mesa y, dando un golpe sobre ella con su sortija, gritó:
–¡A votar! ¡En seguida a votar! No hay por qué hablar más.
De pronto, se levantaron varias voces a la vez.
El noble alto, el de la sortija, gritaba más que ninguno, poniéndose más y más irritado. Era imposible en aquel barullo apreciar lo que unos y otros decían.
Aquel señor opinaba lo mismo que Sergio Ivanovich pero, por lo que se veía, odiaba a éste y su partido y este sentimiento se lo comunicó a los de su bando y despertó en ellos una resistencia muy tenaz, aunque de carácter menos agresivo. Hablaban a gritos, con gran irritación y, por un momento, se produjo un terrible alboroto, que obligó al Presidente provincial a gritar también, reclamando orden.
–¡A votar! ¡A votar! El que sea noble lo comprenderá. Nosotros vertimos nuestra sangre… La confianza del Monarca… ¡No hay que escuchar al Presidente!… No puede mandarnos… No se trata de eso. ¡A votar en seguida! ¡Qué asco!… –decían gritos irascibles que sonaban por todas partes. Las miradas y los rostros estaban aún más irritados e inflamados que las palabras y expresaban un odio irreconciliable.
Levin seguía sin comprender de qué se trataba y le pareció imposible que se pusiera tanta pasión en discutir si se debía o no votar la opinión referente a Flerov.
Como después le explicó Sergio Ivanovich, Levin había olvidado aquel silogismo según el cual, para el bien general, era preciso que se destituyera al Presidente; para destituir al Presidente necesitaban la mayoría de votos; para tener mayoría de votos, debían dar el derecho de votar a Flerov; y por otorgar o no a Flerov este derecho a votar se había discutido el artículo de la ley.
–Un voto puede decidirlo todo y, cuando se quiere ser útil a la causa común, –dijo Sergio Ivanovich– hay que ser serio y consecuente.
Pero Levin había olvidado la explicación y estaba apesadumbrado de ver en tal estado de irritación a aquellos hombres, todos simpáticos, buenos y todos respetables. Y para librarse de aquel sentimiento, salió de la sala sin esperar el final y se dirigió a otra, donde no había más que los camareros cerca de los mostradores.
Al ver a los criados que, con rostros tranquilos y animados, se ocupaban en secar y disponer la vajilla, experimentó un sentimiento de alivio, como si hubiera dejado una habitación de olor sofocante y pestilente para pasar al aire puro.
Levin se puso a pasear por la sala, mirando a todos ellos con placer.
Le divirtió el ver a un criado, de patillas canosas que, para mostrar desdén a otros que se mofaban de él, les enseñaba de qué forma habían de plegar las servilletas.
Estaba a punto de entablar conversación con el viejo lacayo, cuando el secretario del tutelaje de la Nobleza –un viejecillo que poseía la facultad de conocer completos los nombres de todos los nobles de la provincia– le distrajo de aquella idea.
–Haga el favor de venir Constantino Dmitrievich. –le dijo– Lo está buscando su hermano. Se vota la opinión…
Levin entró otra vez en la sala, recibió una bolita blanca y, siguiendo a su hermano, se acercó a la mesa, cerca de la cual, con rostro significativo, irónico, pasándose continuamente la mano derecha por la barba y oliéndola luego, estaba Sviajsky.
Sergio Ivanovich puso la mano en el cajón y metió su bolita procurando ocultar dónde lo hacía. Hecho esto, dejó paso a Levin, quedándose allí mismo.
–¿Dónde la he de meter?
Lo dijo en voz baja, mientras que a su lado estaban hablando y esperaba que su pregunta no fuera oída por los demás; pero los que hablaban callaron de súbito y su pregunta, tan inconveniente, fue oída por los que estaban allí.
Sergio Ivanovich frunció las cejas y le contestó muy serio y secamente:
–Allí donde le dicten sus convicciones.
Algunos sonrieron. Levin se sonrojó y, precipitadamente, metió una mano bajo el paño (la derecha, que era donde tenía la bolita). Luego recordó que debía meter también la otra mano (la izquierda) y la metió.
Pero ya era tarde y, aún más confuso, se alejó, con precipitación, hasta las filas de atrás.
–Ciento veintiséis votos en pro y noventa y ocho en contra –se oyó decir al secretario que no pronunciaba nunca la erre.
En aquel momento estalló una carcajada general: en el cajón había encontrado un botón y dos nueces.
Estaba otorgado a Flerov el permiso para votar. El partido nuevo había ganado la lucha.
Pero el viejo no se daba por vencido. Levin oyó que pedían a Snetkov que presentara la candidatura; vio cómo los nobles le rodeaban y vio cómo él hablaba con los nobles sin entender lo que decían.
Snetkov les estaba diciendo, en efecto, que les agradecía mucho la confianza y el cariño que le mostraban y que él creía inmerecido, pues todo lo que había hecho era por afecto a la Nobleza, a la cual había consagrado doce años de trabajo. Repitió varias veces estas palabras:
«He trabajado con todas mis fuerzas, con todo mi corazón y los aprecio y les estoy agradecido», y, de repente, se detuvo porque las lágrimas lo sofocaban y salió de la sala.
Aquellas lágrimas provocadas por la conciencia de la injusticia que con él se cometía, por su amor a la Nobleza o bien, por la tirantez de la situación en la cual se encontraba, sintiéndose rodeado de enemigos, conmovieron a la mayoría de los nobles y también Levin experimentó hacia Snetkov un sentimiento de afecto y simpatía.
Al salir, el Presidente provincial tropezó con Levin en la puerta.
–Perdón, perdón –le dijo como a un desconocido. Pero, al reconocerlo, le sonrió tímidamente. A Levin le pareció que había querido decirle algo, pero no había podido por la emoción que experimentaba. La expresión de su rostro, toda su figura –vestía de uniforme, con medallas y pasamanería y con pantalones blancos–, le recordaron a Levin el animal perseguido que ve crecer el peligro en torno a él. Esta expresión del rostro del Presidente era más conmovedora para él, porque no más lejos que el día anterior había ido a casa de Snetkov para el asunto del tutelaje y lo había visto con toda su dignidad de hombre honrado, rodeado de toda su familia. Habitaba una casa espaciosa, con muebles antiguos de familia; los lacayos, algo sucios, pero muy correctos, eran antiguos siervos que, aunque liberados, no habían cambiado de señor.
Levin vio cómo Snetkov acariciaba dulcemente, con gran cariño, a su nietecita, una niña muy hermosa, hija de su hija. Recordó a la esposa del Presidente, una señora gruesa, bondadosa, que llevaba una cofia con puntillas y se abrigaba con un chal turco; recordó al hijo, un excelente muchacho, estudiante del sexto curso, el cual al volver del colegio, saludó a su padre besándole la mano con respeto y cariño y las frases afectuosas de aliento que el anciano le dirigió y sus ademanes, que habían despertado en Levin un vivo sentimiento de simpatía hacia Setkov. Ahora, conmovido por aquellos recuerdos, buscaba decir algo agradable al anciano.
–Así que será usted de nuevo nuestro Presidente –le dijo para animarlo.
–Lo dudo. –contestó Snetkov mirando de reojo alrededor suyo -Estoy cansado… Ya soy viejo… Hay gente más digna y joven que yo… Que trabajen ellos.
Y el Presidente desapareció por la puerta de al lado.
Llegó el momento más solemne. Iba a empezar la votación. Los cabecillas de uno y otro bando contaban las bolas blancas y negras con los dedos.
Las discusiones por causa de Flerov no sólo dieron al nuevo partido la ventaja del voto de éste, sino que, además, les permitió ganar tiempo y hacer venir a otros tres nobles más, los cuales, por los manejos de los del partido viejo, no habían asistido a la anterior votación. Para ello, los de este partido, habían emborrachado a dos de aquellos nobles, que tenían debilidad por el vino y al tercero le habían quitado el uniforme. Pero los del nuevo partido, al enterarse de esto, tuvieron tiempo durante las discusiones respecto a Flerov, para mandar vestir al noble dejado sin uniforme, recoger a los que se habían emborrachado y llevarlos a la votación.
–He traído a uno. Le he echado un cubo de agua encima y parece que podrá pasar –dijo el noble al que habían enviado a buscar al borracho, explicando el caso a Sviajsky.
–¿No está demasiado ebrio? ¿No se caerá? –preguntó Sviajsky meneando la cabeza.
–No. Está bastante bien. Sólo temo que aquí puedan darle más de beber. Ya he dado orden en la cantina de que de ningún modo le sirvan más bebida.