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Categoria: Té Literario ~ Anna Karenina | Fecha: julio 14th, 2013 | Publicado por Gabriela Carina Chromoy

ANNA KARENINA – SEXTA PARTE – CAPÍTULOS 25 Y 26

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ANNA KARENINA – LEV TOLSTOY
SEXTA PARTE – Capítulo 25

Siempre en las mismas condiciones, sin tomar medidas para el divorcio, Vronsky y Anna pasaron el verano y parte del otoño en el campo.

Habían decidido no ir a ningún otro lugar; pero cuanto más tiempo se quedaban solos y sobre todo en el otoño, sin invitados, tanto más veían los dos que tendrían que cambiar de vida, que no podrían resistir la que llevaban.

Aparentemente, era tan buena que no cabía otra mejor: había abundancia de todo, salud, tenían una hija en quien mirarse y ocupaciones en qué emplearse y distraerse.

Aunque no había invitados a quienes deslumbrar, Anna se ocupaba igualmente de arreglarse y adornarse.

Leía mucho, tanto novelas como otros libros que estaban de moda. Se hacía enviar todas las obras de las cuales se hablaba en la prensa y en las revistas extranjeras y las leía con aquella atención profunda que se tiene solamente en la soledad. Además, todas las cuestiones en que se ocupaba Vronsky, ella las estudiaba en los libros y revistas de la especialidad; así que sucedía, a menudo, que aquél se dirigía a ella con preguntas sobre agricultura, arquitectura o asuntos deportivos e incluso acerca de cuestiones de las yeguadas.

Vronsky se maravillaba de su memoria, de sus conocimientos, que había comprobado más de una vez, pues, incluso, al principio, dudando de ello, le pedía confirmación de sus explicaciones y ella se la daba con gran seguridad, buscándola en los libros correspondientes.

Había tomado también gran interés en la instalación del hospital. No sólo ayudaba, sino que ella misma había concebido y organizado muchas cosas.

Pero, de todos modos, su preocupación principal era ella misma, su persona, el deseo de aparecer siempre hermosa a los ojos de su amado, para que no echara de menos todo lo que había dejado por ella. El deseo, no sólo de agradarle, sino de servirle, se había convertido en el fin primordial de su vida.

Vronsky se sentía conmovido ante tanta abnegación; pero, al mismo tiempo, le pesaban las redes amorosas con las cuales Anna quería retenerlo. Cuanto más tiempo pasaba, más atrapado se sentía en ellas y tanto más deseaba liberarse o, al menos, probar si estaban estorbando su libertad.

Sin este deseo, que aumentaba constantemente, de ser libre, de no tener escenas desagradables cada vez que había de salir a la ciudad para las juntas o las cameras, Vronsky habría estado completamente satisfecho de su vida. El papel que había escogido, de rico propietario de tierras, clase social que debía componer el núcleo esencial de la aristocracia rusa, no solamente lo había encontrado de su gusto, sino que al cabo de medio año de estar viviéndolo, le procuraba cada vez mayor placer. Sus asuntos, que lo atraían más y más, ocupándolo continuamente, llevaban una marcha próspera. No obstante las enormes sumas que le costaban el hospital, las máquinas, las vacas que había hecho traer de Suiza y muchas otras cosas, Vronsky estaba seguro de que no disminuiría su fortuna, sino que la vería aumentada.

Cuando se trataba de la venta de las maderas, trigo, lanas, arriendo de tierras, Vronsky sabía mantenerse firme como el pedernal y obtener precios altos, remunerativos. En los asuntos de administración, tanto en aquella finca como en las demás propiedades, empleaba siempre los procedimientos más sencillos, menos peligrosos y se mostraba económico y calculador hasta en las cosas más insignificantes. No obstante, toda la astucia y habilidad del alemán, que le llevaba a hacer compras y le presentaba unas cuentas según las cuales al principio en un negocio había más gastos que ingresos pero que, obrando con cautela, podía hacerse con menos dinero, en la forma que él indicaba y obtener mayores y más seguros beneficios, Vronsky no cedía si consideraba que los gastos eran exagerados. Solamente daba su conformidad a tales dispendios cuando lo que iban a traer o tenían que arreglar era nuevo o desconocido en Rusia y destinado a despertar admiración. Por otra parte, no se decidía a grandes gastos más que cuando tenía las sumas necesarias disponibles sin quebranto de otras atenciones y, para decidirse a estos gastos, entraba en todos los pormenores, buscando y rebuscando el mejor empleo de su dinero.

Era evidente que, con este modo de llevar la propiedad, no derrochaba sus bienes, sino que, por el contrario, los hacía crecer.

En el mes de octubre tenían que celebrarse las elecciones de la Nobleza en la provincia de Kachin, donde estaban las propiedades de Vronsky, Sviajsky, Kosnichev, Oblonsky y una pequeña parte de las de Levin.

Por las personas que tomaban parte en ellas y otras circunstancias, estas elecciones atraían la atención general. De ellas se hablaba mucho y se hacían grandes preparativos y habitantes de Moscú, San Petersburgo y aun del extranjero, se trasladaron allí para tomar parte en ellas.

Hacía mucho tiempo que Vronsky había prometido a Sviajsky asistir y diez días antes de las elecciones, éste, que lo visitaba con mucha frecuencia, fue a buscarlo a sus tierras.

La víspera, con motivo de este viaje, se había producido una discusión entre Vronsky y Anna.

Era el otoño, el tiempo más triste y aburrido para la vida en el campo. Por esto Vronsky calculaba que su ausencia había de ser desagradable a Anna y, preparado ya para la marcha, se la anunció con una expresión fría y decidida, como nunca empleara hasta entonces con ella.

Pero, con gran sorpresa suya, Anna recibió la noticia con gran tranquilidad; sólo le preguntó cuándo pensaba volver y se limitó a sonreír cuando él la miró con atención y sin comprenderla.

Vronsky sabía que cuando ella se encerraba en sí misma de aquel modo, era señal de que había tomado alguna importante resolución y no quería que le descubriesen lo que meditaba. Temía, pues, que ahora se encontrase en este caso; pero deseaba de tal modo evitar una escena de enojosas explicaciones, que fingió creer y en parte lo creía sinceramente, que ella lo había comprendido.

–Espero que no te aburras– le dijo.

–Eso espero yo. –dijo Anna– Ayer recibí una caja de libros de Gottier. No me aburriré.

–«¿Quiere adoptar ese tono? Tanto mejor», pensó Vronsky. «Si no, siempre estaríamos con las mismas historias.»

Vronsky, se marchó, pues, a Kachin sin hablar con Anna. Era la primera vez, desde que habían comenzado sus relaciones, que esto sucedía pero, aunque le inquietaba y le dolía, en el fondo Vronsky se dijo que, a pesar de todo, era lo mejor.

«Al principio será como ahora», pensaba. «Algo indefinido, vago; luego, ella se acostumbrará. De todos modos, puedo dárselo todo, pero no mi independencia de hombre.»

SEXTA PARTE – Capítulo 26

En septiembre, Levin se trasladó a Moscú para estar presente en el parto de Kitty.

Ya llevaba viviendo allí, sin hacer nada, un mes entero, cuando Sergio Ivanovich, que se ocupaba de la propiedad de su hermano en la provincia de Kachin y que tomaba gran interés en la cuestión de las futuras elecciones, se presentó allí, requiriéndolo para ir a votar, ya que tenía derecho a ello en la comarca de Selesnov. A Levin le interesaba ir a Kachin por tener allí pendiente un asunto de una hermana suya que vivía en el extranjero, relacionado con una tutela y la obtención de una cantidad en concepto de indemnización.

Levin estaba indeciso pero Kitty, que veía que su marido se aburría en Moscú, le aconsejó ir y hasta, sin consultarle, puesto que esperaba una negativa, le encargó el uniforme de la Nobleza. El gasto de ochenta rublos que costó el uniforme, determinó a Levin a ir a Kachin e intervenir en las elecciones.

Llevaba ya seis días en aquella provincia, asistiendo diariamente a la reunión e intentando, a la vez, arreglar los asuntos de su hermana que, sin embargo, no se enderezaban de ningún modo. Los representantes de la Nobleza estaban todos muy ocupados en las elecciones y resultaba imposible arreglar un asunto por sencillo que fuese, como aquel que gestionaba Levin, que dependía del tutelaje. Y para el otro asunto –la indemnización– encontraba también obstáculos. Tras prolongadas gestiones, consiguióse hallar la solución y estaba ya el dinero preparado, pero el notario, aunque hombre muy amable y servicial, no pudo entregar el talón porque necesitaba la firma del presidente, el cual se hallaba en las sesiones de las elecciones y no había otorgado poderes a nadie.

Todas estas gestiones, el ir de aquí para allá, el hablar con hombres muy amables, que comprendían lo desagradable de la posición del solicitante pero no podían ayudarle, todo esto, que no daba resultado alguno, producía en Levin un sentimiento penoso, parecido al fastidioso estado de debilidad que se siente cuando se quiere emplear la fuerza corporal en un sueño. Lo había experimentado con frecuencia, mientras hablaba con el abogado, el hombre más bondadoso que pudiera hallarse, el cual hacía todo lo posible e imaginable, sin omitir ningún medio que pudiera sacar a Levin del apuro.

–Pruebe esto. –decía– Vaya a tal parte.

Y formulaba un plan tan completo como era posible para salvar el obstáculo fatal que se oponía a la solución. Pero en seguida añadía:

–No creo, sin embargo, que consiga nada, pero pruebe.

Y Levin probaba, iba allí donde le indicaba. Todos eran buenos y amables pero resultaba que aquel obstáculo, que quería evitar, se levantaba de nuevo desbaratándolo todo.

Lo que sobre todo le molestaba, lo que no podía comprender de ningún modo, era con quién estaba luchando, a quién aprovechaba que aquel asunto no se ultimase. Parecía que nadie, ni siquiera su mismo abogado, lo supiera. Si Levin hubiera podido comprenderlo, como comprendía, por ejemplo, que para llegar a la ventanilla de la estación de ferrocarril es preciso esperar turno, no se habría sentido tan molesto y enojado. Pero nadie sabía o quería explicarle por qué existían aquellas dificultades que tanta contrariedad le producían.

No obstante, Levin, desde su casamiento, había cambiado mucho de carácter; era paciente y, si no comprendía por qué todo estaba arreglado de aquel modo, se decía con toda tranquilidad que, sin saberlo todo, no se podía juzgar y que, probablemente, sería, sin duda, necesario que fuera así. Y procuraba no indignarse.

Ahora, estando presente en las elecciones y tomando parte en ellas, Levin tampoco formaba juicio alguno y, al contrario, procuraba comprender lo mejor posible aquellas cuestiones de las cuales hombres honrados y a quienes respetaba se ocupaban con tanta seriedad e interés.

Desde su casamiento, a Levin se le descubrían muchos nuevos y serios aspectos de la vida que antes, por su manera superficial de considerarlos, le parecían despreciables. Así, suponía, ahora también, una gran importancia a las elecciones y se esforzaba en descubrirla.

Sergio Ivanovich le explicó su significación y la trascendencia del cambio que esperaban de ellas. Él, representante provincial de la Nobleza tenía en sus manos, según la Ley, muchos e importantes asuntos (las tutorías –por una de las cuales sufría Levin ahora–; las enormes sumas de los nobles; las escuelas mixtas, femeninas, masculinas y militar; la educación popular para el nuevo orden de cosas; y, por fin, el zemstvo).

El entonces presidente de la Nobleza, Snetkov, era un hombre a la antigua, recto y sincero, un hombre que había gastado su fortuna haciendo muchas buenas obras; bondadoso, honrado a su modo, pero que no comprendía las necesidades del nuevo tiempo. En todo y siempre, se ponía de parte de los nobles y obstaculizaba abiertamente la educación popular y daba al zemstvo, que tanta importancia había de tener, un espíritu de casta. Por ello, en el lugar de este representante de la Nobleza, tenían que colocar un hombre moderno, culto, activo, completamente nuevo en aquel ambiente y que llevara las cuestiones en forma de poder sacar de los derechos otorgados a la nobleza, no como tal, sino como elemento del zemstvo, todas las ventajas de autonomía que fuera posible. En la rica provincia de Kachin, que siempre iba delante de las otras en estas cuestiones, estaban las fuerzas necesarias para llevar el asunto con provecho y de modo que sirviera de ejemplo a otras provincias y a toda Rusia. Por esto tenían gran importancia aquellas elecciones, en las que se proponía nombrar presidente, en lugar de a Snetkov, a Sviajsky o, aun mejor, a Nievedovsky, catedrático, hombre extraordinariamente inteligente, gran amigo de Sergio Ivanovich.

La sesión inaugural la abrió el Gobernador con un discurso en el que exhortó a los nobles a que eligieran los funcionarios, no por simpatía personal, sino por sus méritos y mirando el bien de la Patria. Añadió que él, el Gobernador, su esposa y la alta nobleza de Kachin, cumplirían, como en otras ocasiones, tan sagrado deber y no traicionarían la honrosa confianza del Monarca.

Al terminar su discurso, el Gobernador se dirigió a la salida y los nobles lo siguieron entre gran animación, hasta con entusiasmo y lo rodearon mientras se ponía la pelliza y hablaba amistosamente con el Presidente de la Nobleza.

Levin, que deseaba comprenderlo todo y no dejar que escapase nada a su atención, estuvo allí, entre la gente y así pudo oír cómo el gobernador decía:

–Haga el favor de decir a María Ivanovna que mi mujer siente mucho que tenga que ir al asilo.

Luego, los nobles se pusieron sus abrigos y se dirigieron a la catedral.

En la catedral, levantando el brazo con los demás y repitiendo las palabras del arcipreste, Levin juró firmemente cumplir sus deberes según los deseos del Gobernador.

Las ceremonias religiosas impresionaban siempre a Levin y cuando pronunció las palabras «beso la cruz» y vio que la gente allí reunida, viejos y jóvenes, repetían lo mismo, se sintió conmovido.

Al día siguiente y durante el tercero, se trató de las cuentas de la Nobleza y del colegio femenino. Eran asuntos que, según Sergio Ivanovich, no tenían ninguna importancia y Levin, ocupado en los propios, dejó de asistir a la reunión.

El cuarto día, en la mesa presidencial se procedió a la revisión de las cuentas de la Nobleza de la provincia. Y entonces, por primera vez, hubo lucha entre el partido nuevo y el viejo. La Comisión a la cual estaba confiado comprobar las cuentas, informó que estaban conformes, justas. El presidente de la Nobleza se levantó y, con los ojos humedecidos por las lágrimas, dio las gracias a los nobles por la confianza que le otorgaban. Los nobles le aplaudieron con entusiasmo y le estrecharon la mano… Pero en aquel momento, uno de los del partido de Sergio Ivanovich dijo que él había oído decir que la Comisión no había revisado las cuentas, considerando esto como una ofensa al Presidente. Uno de los miembros de la Comisión, imprudentemente, confirmó el hecho. Seguidamente, un señor pequeño y muy joven, en apariencia inofensivo pero vivo de genio, batallador y dialéctico, dijo que «al Presidente de la Nobleza le habría resultado agradable dar informe de las cuentas, pero que la delicadeza excesiva de los miembros de la Comisión, lo había privado de esta satisfacción moral». Los miembros de la Comisión renunciaron a su declaración y Sergio Ivanovich comenzó a demostrar lógicamente que era preciso declarar que las cuentas habían sido comprobadas o que no lo habían sido y desarrolló detalladamente este dilema. A Sergio Ivanovich le replicó un orador muy elocuente, del partido contrario. Luego habló Sviajsky y de nuevo el joven batallador. La discusión duró largo tiempo y terminó sin que, en resumen, ocurriera nada.

Levin estaba sorprendido de que sobre aquello se discutiera tanto, sobre todo porque, cuando preguntó a su hermano si efectivamente había habido malversación de fondos, Sergio Ivanovich le contestó:

–¡Oh! ¡No! Es un hombre honrado. Pero este modo de obrar, tan antiguo, de gobernar paternalmente, como en familia, los asuntos de la Nobleza, hay que cambiarlo.

Al día siguiente habían de celebrarse las elecciones de los presidentes comarcales y la jornada, en algunas comarcas, resultó bastante tumultuosa.

En la de Selesnov, Sviajsky fue elegido sin votación y aquel día se dio en su casa una espléndida y alegre comida.

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