ANNA KARENINA – SEXTA PARTE – CAPÍTULOS 19 Y 20
ANNA KARENINA – LEV TOLSTOY
SEXTA PARTE – Capítulo 19
Al quedarse sola, Daria Alejandrovna examinó detenidamente la habitación. Tanto ésta como todas las demás de la casa que había visto daban la impresión de abundancia y de un lujo del cual sólo sabía algo Dolly por las novelas inglesas, pues nunca lo había visto tal, no ya en el campo, sino en ningún otro lugar de Rusia. Todo era nuevo allí, empezando por los papeles pintados y el tapiz que cubrían las paredes. La cama tenía muelles, colchón y una cabecera especial. Por almohadas había pequeños cojines con finísimas fundas. El lavabo era de mármol y había también, en la habitación, tocador, sofá, mesillas de noche, mesas y mesitas, un reloj de bronce sobre la chimenea, visillos y cortinas, todo nuevo, lujoso, muy caro.
La doncella, muy presumida, que vino a ofrecerle sus servicios, estaba peinada y vestida a la moda y con mayor lujo que la misma Dolly. Su cortesía, limpieza y buena disposición para servirle le eran agradables pero a Daria Alejandrovna le molestaba su presencia, pues le producía vergüenza que le viera la blusita remendada que había tenido la mala ocurrencia de ponerse para el viaje. Dolly se avergonzaba ahora de los mismos remiendos y zurcidos por los cuales se vanagloriaba en su casa de buena administradora, que calculaba que para 6 prendas de vestir necesitaba veinticinco arshinas (1) de batista, que, a sesenta y cinco copecks, costaban más de quince rublos, aparte de los adornos y el trabajo y guardaba este dinero para otras necesidades.
Daria Alejandrovna se sintió muy aliviada de esta molestia cuando entró en la habitación su antigua conocida, Anuchka, diciendo que a la presumida doncella la llamaba su señora y que ella se quedaría allí para sustituirla.
Anuchka parecía sentirse feliz de la llegada de Daria Alejandrovna y charlaba sin cesar. Dolly observó que la sirvienta ardía en deseos de dar su opinión respecto a la situación de su señora y, sobre todo, referente al amor del Conde por Anna Arkadievna y varias veces inició ese tema. Pero Dolly la cortaba, sin vacilar, en seguida.
–He crecido al lado de Anna Arkadievna; ella es para mí lo más caro del mundo… No somos nosotros quienes debemos juzgar… Pero amar, sí que parece que la ama.
–Entrega esto para lavar, si es posible –atajó Daria Alejandrovna.
–Sí, señora. Toda la ropa se lava con máquina y para los pequeños lavados tenemos dedicadas dos mujeres… El Conde mismo lo vigila todo… Es un marido…
La entrada de Anna puso fin a las expansiones de Anuchka, con gran satisfacción de Daria Alejandrovna.
Anna se había puesto un vestido sencillo de batista que Dolly examinó con admiración. Sabía lo que significaba en cuanto a dinero aquella sencillez.
–Tu antigua conocida –dijo Anna a Dolly, señalando a Anuchka.
Anna ahora ya no se turbaba, estaba completamente tranquila. Dolly veía que se había repuesto de la impresión que le produjo su llegada y se expresaba en aquel tono superficial, indiferente, con el cual creía cerrar el sagrario de sus sentimientos y de sus pensamientos más íntimos y queridos.
– ¿Y cómo va tu pequeña, Anna? –preguntó Dolly.
–¿Any? –así llamaba Anna a su hija– Está bien. Se ha puesto mucho mejor. ¿Quieres verla? Vamos y la verás. Hemos tenido muchos contratiempos con las niñeras. Ahora tenemos una buena ama –una italiana–. Muy buena, sí, pero, ¡tan tonta! que quisimos volver a mandarla a su país, pero la niña está tan acostumbrada a ella que hemos desistido de hacerlo.
–¿Y cómo lo habéis arreglado… ?
Dolly iba a hablar respecto al apellido de la niña pero, al ver que se ensombrecía el rostro de Anna, cambió el sentido de la pregunta.
–¿Cómo lo habéis arreglado para separarla del pecho? –dijo.
–Has querido preguntar otra cosa, ¿no? –dijo Anna, frunciendo el ceño de modo que de sus ojos no se le veían más que las pestañas pintadas– Has querido preguntar por su apellido, ¿verdad? Esto atormenta a Alexis. Ella no tiene apellido. Es decir, tiene uno: Karenina. De todos modos, –siguió, esclarecido ya el rostro––– de esto ya hablaremos luego. Vamos a que veas a la pequeña. Verás qué linda está. Ya anda a gatas.
El lujo que tanto admiraba a Daria Alejandrovna lo advirtió aún más en esta habitación. Allí había cochecitos que habían hecho enviar de Inglaterra, diversos aparatos para enseñar a andar, un diván especial, mecedoras y bañeras. Todo muy moderno, nuevo, inglés, sólido, excelente y costoso. La habitación era grande, muy alta y clara.
Cuando ellas entraron, la niña, vestida solamente con camisetita, estaba sentada en una pequeña butaca cerca de la mesa y tomaba su caldo, con el que se manchaba profusamente. A su lado se veía a una muchacha rusa que le daba de comer, comiendo ella al mismo tiempo y que estaba destinada exclusivamente a la habitación de la niña.
Ni la nodriza ni el aya estaban allí. Las dos se encontraban en la habitación contigua, de donde llegaba el eco de una conversación, sostenida en un francés sui generis, en el cual sólo ellas podían expresarse y comprenderse.
Al oír la voz de Anna, la inglesa, bien vestida, alta, de rostro desagradable, peinada con bucles, entró precipitadamente. Se apresuró a disculparse ante Anna, a pesar de que ésta no le había hecho observación alguna y a cada palabra de su señora, repetía: Yes, yes, my lady.
La niña tenía cejas y cabellos negros, rostro colorado, con su cuerpecito fuerte, rojizo como la piel de una gallina. No obstante el gesto ceñudo con que las miró al entrar, la pequeña gustó a Daria Alejandrovna y hasta envidió su aspecto sano. Le gustó también la manera cómo se arrastraba. Ninguno de sus niños – comparó– se arrastraron de aquella manera. Cuando se la ponía sobre la alfombra y se la sostenía cogiéndola por detrás de su vestidito, estaba verdaderamente encantadora. Mirando a Dolly y a su madre, con el vivo mirar de sus ojos negros y grandes, sonriente, visiblemente contenta (sin duda intuía que estaban admirándola), caminaba por el suelo gateando, con sus piernecitas muy abiertas y apoyada, también, en sus bracitos. Lo hacía sin dificultad, moviendo ágilmente y con rapidez sus miembros y todo su cuerpo robusto.
Pero la forma de criar y educar a la niña no gustaron a Daria Alejandrovna y menos aún le gustó la inglesa que cuidaba de ella. Lo único que explicaba que Anna, tan conocedora de la gente, pudiera tener para su niña un aya tan antipática y poco respetable, era que ninguna buena aya habría querido entrar en una familia tan irregular como aquella.
Daria comprendió, también, que Anna, la nodriza, la niñera y la niña no estaban acostumbradas las unas a las otras, que las visitas de la madre debían de ser poco corrientes.
Anna quiso dar a la niña un juguete y no lo encontró.
Lo que más extrañó a Dolly fue que, al preguntar cuántos dientes tenía la niña, la madre no lo supo decir, pues no estaba enterada de los dos dientes que le habían salido últimamente.
–A veces tengo la impresión de que aquí sobra mi presencia. ––dijo Anna saliendo de la habitación y levantando la cola de su vestido para no tocar los juguetes que había al lado de la puerta– No estaba así con mi primer niño…
–Y yo pensaba que sería lo contrario –comentó, tímidamente, Dolly.
–¡Oh, no! ¿Sabes? Vi a Sergio. –dijo Anna entornando los ojos como si viera en su interior algo lejano -De esto hablaremos también después. –siguió– Bueno, no vayas a creer… No parezco yo misma. Estoy como una hambrienta a la cual pusieran ante una comida abundante y no supiera por dónde empezar. La comida abundante eres tú y las conversaciones que hemos de cambiar y que no puedo tener con nadie. Pues bien:
no sé por cuál empezar. Mais je ne vous ferai grâce de rien. Habrás de escuchármelo todo. ¡Ah! Además, debo hacerte un bosquejo de la sociedad que encontrarás aquí. Verás. Empecemos por las señoras. La princesa Bárbara. La conoces y sé la opinión que tenéis de ella tú y Stiva. Tu marido dice que toda su vida se reduce a demostrar su superioridad sobre la tía Katerina Paulovna. Esto es la pura verdad. Pero es buena y le estoy agradecida. En San Petersburgo hubo un momento en que yo necesité una chaperona. En aquel instante llegó ella. Pero te aseguro que es buena. Facilitó mucho mi situación allí, en San Petersburgo. Aquí estoy tranquila, soy completamente feliz. De esto hablaremos también luego. Pero volvamos a nuestros huéspedes. ¿Conoces a Sviajsky? Es el representante de la Nobleza de la provincia y un hombre muy digno, aunque creo que necesita algo de Alexis. Comprenderás que, dada su fortuna y viviendo aquí, Alexis puede tener mucha influencia. Luego tenemos a Tuchkevich. Ya lo has visto. Estaba con Betsy; ahora lo han dejado y se han venido aquí. Como dice Alexis, Tuchkevich es uno de esos hombres que son agradables si se les toma por lo que ellos quieren aparentar. Et puis, il est comme il faut, como dice la princesa Bárbara. Tenemos, también, a Veselovsky. A éste ya lo conoces. Es un chico muy agradable. –y una sonrisa picaresca frunció los labios de Anna– ¿Qué historia rara tuvo con Levin? Él nos ha contado algo, pero no le creemos. Il est très gentil et naif –añadió con la misma sonrisa– Los hombres –siguió Anna– necesitan distracciones y Alexis no puede vivir sin tener gente a su lado y por eso tenemos esta sociedad. Es preciso que haya en la casa animación y alegría para que Alexis no desee algo nuevo. Luego verás al encargado de los negocios de Alexis, un alemán, un hombre muy bueno que conoce bien el asunto.
Él lo aprecia mucho. Luego el médico, un hombre joven. No es completamente nihilista; pero, ¿sabes?, es de los que andan en el asunto. Ahora, es un médico excelente. Luego viene el arquitecto… Une petite coeur.
(1) Arshín: unidad de medida básica rusa, obsoleta, usada desde el S. XVI, equivalente a aproximadamente 70 cm.
SEXTA PARTE – Capítulo 20
–Aquí tiene, Princesa, a Dolly, a la que tanto quería usted ver –dijo Anna, saliendo, junto con Daria Alejandrovna, a la gran terraza de piedra donde, sentada ante el bastidor, bordando un antimacasar para el conde Alexis Kirilovich, estaba la princesa Bárbara.
–Dice –añadió Anna– que no quiere tomar nada antes de la comida, pero usted ordenará que sirvan el desayuno. Mientras, yo voy a buscar a Alexis y los traeré a todos aquí.
La princesa Bárbara acogió a Dolly cariñosamente y, con tono algo protector, se puso a explicarle en seguida que vivía en la casa de Anna porque ésta la amaba, de siempre, más que a su hermana, Katerina Paulovna, que la había educado. Ahora, cuando todos habían abandonado a Anna, ella había considerado un deber ayudarla en este período transitorio, el más penoso de su vida.
–Cuando se ultime el divorcio, volveré de nuevo a mi sociedad pero ahora, mientras pueda ser útil, cumpliré mi obligación por más penoso que pueda ser y no haré como hacen los demás. ¡Y qué buena eres! ¡Qué bien has hecho viniendo! Ellos viven como los mejores esposos. Dios los juzgará. No vamos a juzgarlos nosotros. ¿Y Birinsovsky con Aveneva? ¿Y el mismo Nicandrov? ¿Y Vasiliev y Mamonova? ¿Y Lisa Neptunova? De ellos nadie dijo nada y todos los recibían. Y, además, c’est un interieur si joli, si comme il faut. Tout à fait à l’anglaise. On se réunit au matin au breakfast, et puis on se sépare. Todos hacen lo que quieren hasta la cena. La cena es a las siete. Stiva ha hecho bien en dejarte venir. Es preciso que mantenga relaciones con ellos. ¿Sabes? Por medio de su madre y hermano, puede hacer mucho. Además, ellos hacen muy buenas obras. ¿No te han hablado de su hospital? Será admirable. Todo viene de París.
La conversación fue interrumpida por Anna, que encontró a los hombres de la casa en la sala de billar y ahora volvía con ellos. Hasta la comida aún faltaban dos horas y se dedicaron a buscar un medio de pasar aquel tiempo. El día era hermoso y en Vosdvijenskoie había muchos modos de distraerse, todos distintos de los que estaban en uso en Pokrovskoie.
–¿Una partida de tenis? –propuso, con su bella sonrisa, Veselovsky– Nosotros dos jugaremos de compañeros, Anna Arkadievna.
–No. Hace calor. Sería mejor pasear por el jardín o dar un paseo en la barca para enseñar las orillas a Daria Alejandrovna –indicó Vronsky.
–Estoy conforme con todo –aprobó Sviajsky.
–Pienso que para Dolly lo más agradable sería pasear por el jardín, ¿no es verdad? Luego ya iremos en la barca –––dijo Anna.
Se decidieron por esto último.
Veselovsky y Tuchkevich se dirigieron a la caseta de baños, prometiendo preparar la barca y esperarlos allí.
En parejas –Anna con Sviajsky y Dolly con Vronsky– pasearon por la avenida del jardín.
Dolly estaba algo cohibida y preocupada por aquel ambiente completamente nuevo para ella. En principio, teóricamente, no ya justificaba sino que hasta aprobaba lo hecho por Anna. Como sucede a menudo a las mujeres, aun a las completamente honradas y a las más virtuosas, cansadas de la vida normal, Dolly, no solamente perdonaba el amor culpable sino que hasta lo envidiaba. Pero, en realidad, en aquel medio que le era extraño, entre aquella refinada elegancia, desconocida para ella, Daria Alejandrovna se sentía a disgusto. Sobre todo le era desagradable ver a la princesa Bárbara, que lo perdonaba todo con tal de disfrutar de las comodidades de que gozaba.
En general, Dolly aprobaba, como decimos, lo hecho por Anna pero ver al hombre que había sido la causa de todo, le producía un sentimiento de malestar.
Además, Vronsky nunca le había gustado. Lo consideraba un orgulloso que no tenía nada de qué enorgullecerse como no fuera de su capital. Pero, contra su voluntad, aquí, en su propia casa, se imponía aún más que antes a ella y Dolly se sentía a su lado cohibida, privada de libertad.
Con Vronsky experimentaba un sentimiento parecido a lo que sentía ante la camarera a causa de su blusita vieja. No era que se avergonzara ante la doncella pero le molestaba que ésta advirtiera sus remiendos.
Tampoco con Vronsky se avergonzaba, pero se sentía molesta por ella misma.
Ahora, confusa, buscaba un tema de conversación. A pesar de que consideraba que a causa de su orgullo habrían de serle desagradables los elogios de su casa y del jardín, no encontrando otro tema mejor, le dijo que le había gustado la casa.
–Sí, es una bonita construcción, de buena arquitectura antigua –dijo Vronsky satisfecho por la alabanza.
–Me ha gustado, también, mucho el jardín. ¿Estaba antes así, delante de la casa? –continuó Daria Alejandrovna.
–¡Oh, no! –contestó Alexis. Su rostro se iluminó de placer –¡Si hubiese usted visto esto en primavera! –indicó.
Luego atrajo su atención sobre los diferentes detalles que adornaban la casa y el jardín.
Hablaba y mostraba aquello con verdadera emoción. Se adivinaba que, habiendo consagrado mucho trabajo, tiempo y dinero a arreglar y adornar su finca, Vronsky sentía necesidad de hablar de ello, y que le alegraban el alma las alabanzas que Daria Alejandrovna le prodigaba.
-Si quiere ver el hospital y no está usted cansada… No está lejos… ¿Vamos? –propuso tras mirar el rostro de Dolly y ver que no denotaba cansancio ni aburrimiento.
Daria Alejandrovna aceptó de buen grado.
–Anna, ¿tú vendrás también? –preguntó Vronsky a Anna.
–Vamos, ¿no? –consultó Anna a Sviajsky– Pero será necesario avisar –añadió– a Veselovsky y Tuchkovich, para que no estén los pobres preparando inútilmente la barca. Es un monumento –dijo a Dolly con aquella astuta sonrisa con la que antes le hablara del hospital.
–¡Oh! Es una obra capital –––comentó Sviajsky.
Y, para que no pareciera que adulaba a Vronsky, en seguida hizo una observación que podía contener una ligera censura.
–Sin embargo, Conde –le dijo– me sorprende que haciendo tanto por el pueblo en sentido sanitario, se muestre tan indiferente por las escuelas.
–C’est devenu tellement commun, les écoles! –replicó Vronsky– Pero no es sólo por este motivo, sino porque me he ido entusiasmando con la idea. Es por aquí –indicó a Daria Alejandrovna, indicándole la salida lateral del paseo.
Las señoras abrieron sus sombrillas y, después de unas cuantas vueltas, salieron a un sendero que corría por el límite de la finca.
Al salir de la puertecilla, Daria Alejandrovna vio ante ella, sobre un altozano, una construcción grande, roja, de forma caprichosa, casi ya terminada, cuyo tejado, de zinc, sin pintar brillaba todavía al sol.
Al lado de aquella construcción ya acabada se estaba levantando otra.
Subidos sobre los andamios, los obreros vertían masa de los cubos, las alisaban con las paletas o ponían ladrillos.
–¡Qué rápidas van las obras! –dijo Sviajsky -Cuando estuve aquí la última vez no había techo todavía.
–En otoño estará terminado. En el interior está ya listo casi todo –explicó Anna.
–Y esta nueva construcción, ¿qué es?
–Son los locales destinados para el médico y la farmacia ––contestó Vronsky.
Al ver al arquitecto, que se acercaba, con su clásico abrigo corto, pidió permiso a las señoras, fue a su encuentro y sostuvo con él una animada conversación.
–Le digo que el frontis resulta demasiado bajo –dijo Vronsky a Anna, que, aproximándose, le preguntaba de qué trataban.
–Ya le dije yo –comentó– que tenían que levantar los cimientos.
–Sí, está claro que habría sido mejor, Anna Arkadievna; pero ya es tarde. No podemos hacer nada.
–Sí, me interesa mucho esta obra. –contestó Anna a Sviajsky, el cual había expresado su sorpresa por sus conocimientos de arquitectura– Hay que obrar de modo que la nueva construcción armonice con la del hospital. Pero ha sido ideada demasiado tarde y empezada sin plan.
Habiendo terminado la conversación con el arquitecto, Vronsky se unió, de nuevo, a las señoras y las acompañó por el interior del hospital.
Aunque, por fuera aún se estaban terminando algunos detalles, como las comisas, y en el piso de abajo pintaban, todavía, en el piso superior casi todo estaba terminado. Subiendo por la ancha escalera de hierro fundido entraron en la primera habitación. Era una pieza de vastas dimensiones. Las paredes estaban pintadas imitando mármol; las enormes ventanas, de cristal, ya estaban puestas. Únicamente el suelo, que debía ir entarimado, estaba aún sin terminar. Los carpinteros, que cepillaban unas tablas, dejaron su trabajo y, quitándose las cintas que sujetaban sus cabellos, saludaron a las señoras.
–Es el recibidor –explicó Vronsky. Aquí habrá un gran pupitre, una mesa, un armario y nada más.
–Vamos aquí. No os acerquéis a la ventana –dijo Anna.
Luego probó si la pintura estaba fresca, y dijo:
–Alexis, esto ya está seco.
Del recibidor pasaron al corredor, donde Vronsky les enseñó la ventilación, que tenía un sistema modernísimo. Desde allí los llevó a ver las bañeras, de mármol; las camas, con magníficos muelles.
Después les fue mostrando una tras otra las diversas salas, la despensa, el ropero, las estufas, de nuevo modelo; las carretillas que, sin producir ruido, habían de llevar por el pasillo los objetos necesarios y muchas otras cosas curiosas. Sviajsky lo apreciaba todo como un buen conocedor en cosas modernas.
Dolly estaba realmente sorprendida de cuanto veía y queriendo comprenderlo todo no cesaba de hacer preguntas, lo que procuraba a Vronsky un visible placer.
–Sí. Me parece que su hospital será el único bien organizado en toda Rusia –dijo Sviajsky.
–¿Y no tendrá usted aquí un departamento de maternidad? –preguntó Dolly– Es tan necesario en un pueblo. –añadió– Cuantas veces yo…
No obstante su cortesía, Vronsky la interrumpió:
–Esto no es una casa de maternidad: es un hospital y está destinado sólo a enfermedades. Eso sí, para todas, excepto las contagiosas. ––explicó luego– ¿Y esto? Mírelo –siguió, haciendo rodar hacia Daria Alejandrovna una butaca que acababa de recibir, para los convalecientes– Mírelo solamente. –insistió. Y se sentó en la butaca y la puso en movimiento– El enfermo –dijo– no puede andar, está débil aún, tiene los pies en cura o simplemente doloridos; pero le es necesario tomar el aire. Pues bien: con esto puede moverse, pasear, dirigirse a donde quiera.
Daria Alejandrovna se interesaba por todo. Todo le gustaba; y más que nada el propio Vronsky, con su animación tan natural a ingenua.
«Sí, es un hombre bueno, simpático», pensaba Dolly, a veces sin escucharlo pero mirándolo, observando la expresión de su rostro. Y mentalmente se ponía en el lugar de Anna y comprendía que ésta hubiera podido enamorarse de él.