Qué tempranamente entró Bradbury a mi vida, gracias a mi madre. Hoy, en el aniversario de su cumpleaños, nos mira desde las estrellas (y qué merecido lugar para este extraordinario hacedor de historias).
¿Compartimos, en esta tarde fría, una taza de té caliente y un cuento?
«La máquina voladora» es una historia que considera la naturaleza de la paz y el progreso, en tanto explora, sutilmente, los temas de la responsabilidad personal y política. La historia narra los acontecimientos de un único día y la difícil decisión tomada por un emperador ficticio en la China del Siglo V.
LA MÁQUINA VOLADORA (Ray Douglas Bradbury)
En el año 400 de nuestra era, los dominios del emperador Yuan se extendían junto a la Gran Muralla china y las pacíficas tierras, húmedas de lluvia, eran verdes y los súbditos ni demasiado felices ni demasiado desgraciados. En la mañana del primer día de la primera semana del segundo mes del nuevo año, el emperador Yuan sorbía un poco de té y se abanicaba protegiéndose del calor de la brisa, cuando un sirviente cruzó corriendo las losas rojas y azules del jardín, gritando:
—Oh, emperador, emperador, ¡un milagro!
—Sí —dijo el emperador—, el aire es suave esta mañana.
—¡No, no, un milagro! —dijo el sirviente con rápidas reverencias.
—Y el té tiene muy buen sabor. Esto es ciertamente un milagro.
—No, no, excelencia.
—Déjame pensar entonces… Se ha levantado el sol y estamos en un nuevo día. O el mar es azul. Éste es, sin duda, el más hermoso de los milagros.
—¡Excelencia! ¡Un hombre está volando!
El emperador dejó de abanicarse. —¿Qué?
—Lo vi, en el aire, con alas. Oí una voz que venía del cielo y cuando alcé los ojos, allí estaba, un dragón con un hombre en la boca, un dragón de papel y bambú, del color del sol y la hierba.
—Es temprano —dijo el emperador— y acabas de despertar de un sueño.
—¡Es temprano, pero lo he visto! Venid y lo veréis también.
—Siéntate aquí conmigo —dijo el emperador— Bebe un poco de té. Debe de ser algo raro, indudablemente, ver volar a un hombre. Tienes que pensarlo un tiempo y yo también tengo que prepararme.— Bebieron té.
—Por favor —dijo al fin el sirviente— o el hombre se irá.
El emperador se incorporó pensativamente —Bueno, puedes mostrarme ahora lo que has visto.
Se internaron en un jardín, cruzaron un prado, pasaron por un puentecito, entre un grupo de árboles, y subieron a una colina.
—¡Ahí está! —dijo el sirviente.
El emperador miró el cielo. Y en el cielo, riéndose, tan arriba que uno apenas podía oírlo, había un hombre; y el hombre estaba vestido con papeles brillantes y cañas como alas y una hermosa cola amarilla y volaba de un lado a otro, como el mayor de los pájaros en un universo de pájaros, como un nuevo dragón en una región de antiguos dragones.
El hombre les gritó desde lo alto en los frescos vientos de la mañana. —¡Vuelo! ¡Vuelo!
El sirviente lo saludó con la mano. —¡Sí, sí!
El emperador Yuan no se movió. Miró la Gran Muralla que asomaba ahora entre las nieblas lejanas, sobre las verdes colinas, la espléndida serpiente de piedras que se retorcía majestuosamente a lo largo de todo el país. La maravillosa muralla que los protegía desde tiempos inmemoriales de las hordas enemigas y había preservado la paz durante innumerables años. Vio la ciudad, recogida en sí misma junto a un río, un camino y una loma, que empezaba a despertar. —Dime —le dijo al sirviente— ¿ha visto algún otro a este hombre volador?
—Sólo yo, excelencia —dijo el sirviente sonriendo al cielo, agitando las manos.
El emperador miró el cielo otro minuto y luego dijo: —Dile que baje.
—¡Eh, baja, baja! ¡El emperador quiere verte! —llamó el sirviente con las manos a los lados de la boca.
El emperador miró en todas direcciones mientras el hombre volador bajaba, deslizándose en el viento de la mañana. Vio un labrador que miraba el cielo y se fijó dónde estaba. El hombre alado descendió con un susurro de papeles y un crujido de cañas de bambú. Se acercó orgullosamente al emperador, tropezando con su aparejo, e inclinándose al fin ante el anciano.
—¿Qué has hecho? —preguntó el emperador.
—He volado por el cielo, excelencia —replicó el hombre.
—¿Qué has hecho? —dijo otra vez el emperador.
—¡Acabo de decirlo!
—No me has dicho nada. El emperador extendió una delgada mano para tocar el bonito papel y la quilla depájaro del aparato. Olía a la frescura del viento.
—¿No es hermoso, excelencia?
—Sí, demasiado hermoso.
—¡Es único en el mundo! —sonrió el hombre—. Y yo soy el inventor.
—¿Único en el mundo?
—¡Lo juro!
—¿Algún otro sabe de esto?
—Nadie. Ni siquiera mi mujer, que creería que me ha trastornado el sol. Creyó que yo estaba haciendo una cometa. Me levanté de noche y caminé hasta los acantilados lejanos. Y cuando sopló la brisa de la mañana y se levantó el sol, me hice de coraje, excelencia y salté del acantilado. ¡Volé! Pero mi mujer no sabe nada.
—Mejor para ella, entonces —dijo el emperador—. Vamos.
Regresaron al palacio. El sol estaba alto en el cielo ahora y de las hierbas subía un olor refrescante. El emperador, el sirviente y el hombre volador se detuvieron un momento en el vasto jardín. El emperador golpeó las manos.
—¡Eh, guardias!— Los guardias vinieron corriendo.—Apresad a este hombre.— Los guardias apresaron al hombre alado.—Llamad al verdugo.
—¿Qué es esto? —gritó el hombre alado, sorprendido— ¿Qué he hecho? Se echó a llorar y el hermoso papel del aparato se movió susurrando.
—He aquí un hombre que ha inventado una cierta máquina —dijo el emperador— y todavía nos pregunta qué ha hecho. No lo sabe él mismo. Ha inventado sin saber por qué y sin saber para qué servirá su invento.
El verdugo vino corriendo con una afilada hacha de plata. Se detuvo y se quedó allí, inmóvil, preparados los brazos desnudos y musculosos y la cara cubierta con una serena máscara blanca.
—Un momento —dijo el emperador. Se volvió hacia una mesa cercana donde había una máquina que él mismo había creado. El emperador sacó una llavecita dorada que le colgaba del cuello. Metió la llave en la minúscula y delicada máquina y le dio cuerda y la máquina funcionó. La máquina era un jardín de metal y joyas. En marcha, los pájaros cantaban en pequeños árboles, los lobos se paseaban por bosques en miniatura y unos hombrecitos corrían del sol a la sombra y de la sombra al sol, abanicándose con abanicos diminutos, escuchando menudos pájaros de esmeralda o inmóviles junto a unas fuentecitas susurrantes, aunque increíblemente pequeñas.
—¿No es hermoso? —dijo el emperador— Si me preguntas qué he hecho aquí, puedo responderte. He hecho que unos pájaros cantasen, he hecho que murmurasen unos bosques, he hecho que la gente se paseara entre estos árboles, disfrutando de las hojas, las sombras y las canciones. Eso he hecho.
—¡Pero oh, emperador! —suplicó el hombre alado, de rodillas, con lágrimas que le rodaban por la cara— ¡He hecho algo parecido! He descubierto belleza. He volado con el viento de la mañana. He contemplado las casas dormidas y los jardines. He olido el mar y hasta lo he visto más allá de las montañas. Y me he deslizado en el aire como un pájaro; oh, no puedo decir qué hermoso era estar allá arriba, en el cielo, con el viento alrededor, el viento que soplaba sobre mí ora como una pluma, ora como un abanico y cómo olía el cielo en la mañana. ¡Y qué libre me sentía! ¡Eso es hermoso, emperador, eso también es hermoso!
—Sí —dijo el emperador tristemente— Sé que debe de ser así. Pues sentí que mi corazón se movía contigo en el aire y me pregunté: ¿Cómo será eso? ¿Cómo se sentirá uno? ¿Qué parecerán los lagos desde allá arriba? ¿Y mis casas y sirvientes? ¿Como hormigas? ¿Y las ciudades lejanas que aún no han despertado?
—¡Entonces, perdóname la vida!
—Pero a veces —dijo el emperador aún más tristemente— uno debe renunciar a ciertas pequeñas bellezas si se quiere conservar la que se tiene. No te temo a ti pero temo a otro hombre.
—¿Qué hombre?
—Algún otro hombre que al verte hará una máquina de bambú y papeles brillantes como la tuya. Pero ese otro hombre tendrá una cara malvada y un corazón malvado y la belleza habrá desaparecido. Temo a ese hombre.
—¿Por qué? ¿Por qué?
—¿Quién puede decir que ese hombre, un día, no volará en un aparato de papel y cañas y arrojará grandes piedras sobre la Gran Muralla china— preguntó el emperador. Nadie se movió o habló.
—Córtale la cabeza —dijo el emperador. El verdugo dejó caer el hacha de plata. —Quemad la cometa y el cuerpo del inventor y enterrad juntas las cenizas —dijo el emperador. Los guardias se retiraron a cumplir las órdenes.
El emperador se volvió hacia el sirviente que había visto volar al hombre. —Cierra la boca. Todo fue un sueño. Un sueño muy triste y muy hermoso. Y a aquel labrador que también vio, dile que le pagaré para que piense que fue sólo una visión. Si esto se divulga alguna vez, tú y el labrador moriréis inmediatamente.
—Sois misericordioso, emperador.
—No, no soy misericordioso —dijo el anciano.
Más allá del jardín, vio a los guardias que quemaban la hermosa máquina de papel y cañas, que olía al viento de la mañana. Vio que el humo oscuro subía al cielo. Sólo perplejo y temeroso. Vio que los guardias cavaban un pozo para enterrar las cenizas.
—¿Qué es la vida de un hombre contra la de millones? Debo consolarme con este pensamiento.
Sacó la llave de la cadena que llevaba al cuello y dio cuerda, una vez más, al hermoso jardín en miniatura. Se quedó mirando las tierras que llegaban a la Gran Muralla, la pacífica ciudad, los prados verdes, los ríos y arroyos. Suspiró. En el jardincito susurró la oculta y delicada maquinaria y se puso en movimiento; los hombrecitos paseaban por los bosques, las caritas asomaban en las sombras matizadas por el sol y entre los arbolitos unos brillantes trocitos de canción azules y amarillos, volaban, volaban en aquel pequeño cielo.
—Oh —dijo el emperador, cerrando los ojos— mira los pájaros, mira los pájaros.