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ANNA KARENINA – OCTAVA PARTE – CAPÍTULOS 9 Y 10

domingo, agosto 11th, 2013

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Capítulos 9 y 10 de la Octava Parte de Anna Karenina. Levin contradictorio; Levin adorable; Levin conservador; Levin progresista; Levin presa de la moral y las costumbres de su tiempo… habrá alguien que no se haga estos planteos? Y, si tuviéramos que elegirlo, no nos gustaría saber qué piensa y siente íntimamente? Una cosa clara: Levin con contradicciones pero sincero. Vamos, con una tacita de té.
ANNA KARENINA – LEV TOLSTOY
OCTAVA PARTE – Capítulo 9

Semejantes pensamientos lo torturaban con mayor o menor intensidad pero no lo abandonaban nunca.

Leía y meditaba y cuanto más lo hacía, más se alejaba del fin perseguido.

En los últimos tiempos, en Moscú y en el pueblo, persuadido de que no podía hallar la solución en los materialistas, leyó y releyó a Platón, Espinoza, Kant, Schelling, Hegel y Schopenhauer, los filósofos que explican la vida según un criterio no materialista.

Sus ideas le parecían fecundas cuando las leía o cuando buscaba él mismo refutaciones de otras doctrinas, en especial contra el materialismo. Pero cuando leía o afrontaba la resolución de problemas, le sucedía siempre lo mismo. Los términos imprecisos tales como «espíritu», «voluntad», «libertad», «sustancia», ofrecían, en cierto modo, a su inteligencia, un determinado sentido sólo en la medida en que él se dejaba prender en la sutil red que le tendían con sus explicaciones. Pero apenas olvidaba la marcha artificial del pensamiento y volvía a la vida real, para buscar en ella la confirmación de sus ideas, toda aquella construcción artificiosa se derrumbaba como un castillo de naipes y le era forzoso reconocer que se le había deslumbrado por medio de una perpetua transposición de las mismas palabras, sin recurrir a ese «algo» que, en la práctica de la existencia, importa más que la razón.

Durante una época, leyendo a Schopenhauer, Levin substituyó la palabra «voluntad» por «amor», y esta nueva filosofía le resultó satisfactoria durante un par de días mientras no se alejaba de ella. Pero luego, también ésta decayó al enfrentarla con la vida y la vio revestida de unos ropajes de muselina que no calentaban el cuerpo.

Su hermano le aconsejó que leyera las obras teológicas de Jomiakov.

Levin leyó el segundo tomo y, pese a su estilo polémico, elegante e ingenioso, se sintió sorprendido por sus ideas sobre la Iglesia. Le asombró al principio la manifestación de que la comprensión de las verdades teológicas no está concedida al hombre, sino a la unión de hombres reunidos por el amor, esto es, a la Iglesia.

Esta teoría reanimó a Levin: primero la Iglesia, institución viva que une en una todas las esencias humanas, que tiene a Dios a su cabeza y que, por este motivo, es sagrada e indiscutible; luego aceptar sus enseñanzas sobre Dios, la creación, la caída, la redención, le pareció mucho más fácil que empezar por Dios, lejano y misterioso y pasar luego a la creación, etc. Pero después, leyendo la historia de la Iglesia por un escritor católico y la historia de la Iglesia por un escritor ortodoxo, y viendo cómo las dos Iglesias combatían entre sí, Levin perdió la confianza en la doctrina de Jomiakov sobre la Iglesia, y también aquella construcción se derrumbó ante él como las filosóficas.

Vivió aquella primavera momentos terribles y no parecía el mismo.

«No puedo vivir sin saber lo que soy y por qué estoy aquí. Y puesto que no puedo saberlo, no puedo vivir», se decía.

« En el tiempo infinito, en la infinidad de la materia, en el infnito espacio, una burbuja se desprende de un organismo, dura algún tiempo y luego estalla. Y esa burbuja humana soy yo…»

Se trataba de una ficción atormentadora, pero en ella consistía el último y único resultado de todos los trabajos realizados durante siglos por el pensamiento humano en aquella dirección; era ésta la última doctrina que se encuentra en la base de casi todas las actividades científicas. Era ésta la convicción dominante y Levin la adoptó –sin que él mismo supiese explicarse ni cuándo ni cómo–, como la interpretación más clara.

Mas no sólo le pareció que no podía ser verdad, sino que constituía una ironía cruel de una fuerza malévola y abominable a la que resultaba imposible someterse.

Era preciso liberarse de aquella fuerza. Y la liberación estaba en manos de cada uno. Había que cortar tal dependencia del mal y no había sino un medio: la muerte.

Y Levin, aquel hombre feliz en su hogar, fuerte y sano, se sentía muchas veces tan cerca del suicidio que hasta llegó a ocultar las cuerdas para no estrangularse y temió salir a cazar por miedo a que le acometiese la idea de dispararse contra sí mismo con la escopeta.

Pero ni se estranguló ni se disparó un tiro, sino que continuó viviendo.

OCTAVA PARTE – Capítulo 10

Cuando Levin pensaba qué cosa era él y por qué vivía, no encontraba contestación y se desesperaba; mas cuando dejaba de hacerse estas preguntas, sabía quién era él y para qué vivía, porque su vida era recta y sus fines estaban bien definidos, e incluso en los últimos tiempos, su vida era más firme y decidida que nunca.

Al regresar al campo en los primeros días del mes de junio, Levin volvió a sus habituales ocupaciones; y los trabajos agrícolas, sus tratos con los labriegos, sus relaciones con familiares, amigos y conocidos, los pequeños problemas de su casa, los asuntos que sus hermanos le tenían encargados, la educación de su hijo, la nueva obra en el colmenar que había comenzado aquella primavera, todo esto ocupaba totalmente su tiempo.

Se interesaba en tales ocupaciones, no porque las justificara con puntos de vista sobre el bien común como lo hacía antes; al contrario, desengañado, por una parte, por el fracaso de sus empresas anteriores en favor de la comunidad, y demasiado ocupado, por la otra, por sus pensamientos y por la gran cantidad de asuntos que llovían sobre él de todos lados, Levin dejaba a un lado todas sus antiguas ideas sobre el bien general y se dedicaba por completo a aquellos asuntos simplemente porque le parecía que debía hacerlo así y que no podía obrar de otro modo.

En otros tiempos (es decir, en su infancia, y ahora estaba ya en plena madurez) cuando hacía o procuraba hacer algo que fuera un bien para el pueblo, para Rusia, e incluso para la Humanidad, Levin sentía que aquel impulso lo llenaba de satisfacción; pero la misma actividad que antes le parecía tan grande, útil y hermosa, ahora se le figuraba empequeñecida y aun a punto de desaparecer.

Después de su casamiento, que empezó a limitar sus actividades a los asuntos o cuestiones particulares suyas o de sus allegados, no sentía aquella satisfacción, pero sí la de saber que su obra era necesaria y ver que sus intereses o los que le confiaban iban bien y mejoraban constantemente.

Ahora, incluso contra su voluntad, penetraba cada vez más en los problemas de la tierra, pensando que, como el arado, no podía librarse del surco.

Indudablemente, era necesario que la familia viviera como lo hicieran los padres y los abuelos y educar en los mismos principios a los hijos. Esto lo consideraba Levin tan necesario como el comer cuando se siente hambre, y era igualmente tan preciso como preparar la comida, o llevar la máquina económica de la propiedad que tenía en Pokrovskoie de modo que produjera beneficios.

Así, consideraba un deber indiscutible el pagar sus deudas, y no menos que éste el de mantener la tierra recibida de los padres en tal estado que el hijo, al heredarla, sintiera agradecimiento hacia su padre por ello, como Levin lo había sentido hacia el suyo por todo lo que había plantado y edificado.

Y para esto no había que dar en arriendo las tierras, sino ocuparse por sí mismo del cultivo, abono de los campos, cuidar los bosques y plantar nuevos árboles, criar animales…

Creía también un deber suyo cuidar de los asuntos de Sergio Ivanovich y de su hermana; ayudar a los campesinos que acudían a él en busca de consejo, siguiendo la antigua costumbre; cosas todas estas que no podía dejar de hacer, como no puede dejarse caer a un niño que se tiene en los brazos.

Tenía que ocuparse de preparar un cómodo alojamiento a su cuñada, con sus niños a quienes habían invitado a pasar con ellos el verano. Tenía también que atender a las necesidades de su mujer y de su hijo y pasar algún rato con ellos, cosa que, por otra parte, no requería de él esfuerzo alguno, ya que cada día le costaba más pasar mucho tiempo alejado de aquellos seres queridos.

Y todo esto, junto con la caza y el cuidado de las abejas, llenaba por completo la vida de Levin, aquella vida que él consideraba a veces sin sentido.

Pero, además de que Levin conocía perfectamente lo que debía hacer, sabía también cómo había que hacerlo, cuál asunto era el más importante y cómo debía atenderlo y desarrollarlo.

Sabía que tenía que contratar la mano de obra cuanto más barata mejor, pero no debía esclavizar a los obreros adelantándoles dinero y pagándoles jornales inferiores al precio normal, como sabía que podía hacerse. Podía venderse paja a los campesinos en los años malos, aunque inspirasen piedad; pero era preciso suprimir la posada y la taberna, aunque diesen ganancias, para evitarles gastos que contribuían a su ruina. Había que castigar severamente la tala de árboles; pero le era imposible imponer una multa porque los animales ajenos entraran en sus prados o labrantíos; y, aunque eso irritaba a los guardias y hacía desaparecer el miedo a las multas, Levin dejaba marchar tranquilamente a los animales ajenos que penetraban en su propiedad.

Prestaba dinero a Pedro para librarlo de las garras de un usurero que le exigía un rédito del diez por ciento mensual, pero no cancelaba ni aplazaba el pago del arrendamiento a los campesinos que se resistían a satisfacerlo en su día. No perdonaba al encargado que no se hubiese segado una pradera a tiempo, perdiéndose la hierba, pero comprendía y disculpaba que no se hubiese segado antes la hierba del nuevo bosque, que era muy extenso y presentaba grandes dificultades para aquella labor. Era imposible condonar al obrero los jornales que perdía no yendo al trabajo. La muerte del padre le parecía una causa muy justificada y la lamentaba; pero había que hacer el descuento correspondiente a los días no trabajados.

Ahora bien, no se podía dejar de pagar su mensualidad a los viejos criados de la casa aunque no fuesen ya útiles para ningún trabajo.

Levin sabía, también, que al volver a su casa encontraría en su despacho a muchos campesinos que estaban esperándolo desde hacía varias horas para consultarle sus asuntos, pero sentía que su primer deber era ver a su esposa, que se encontraba mal de salud, aunque aquellos campesinos hubieran de esperar algún tiempo más. En cambio, si acudían a verlo en el momento de instalar las abejas, que era la ocupación que más le gustaba, la dejaba en manos del viejo criado y los atendía aunque no le interesase en lo más mínimo su conversación.

Si obrando así hacía bien o mal no quería saberlo, y hasta huía las conversaciones y pensamientos sobre estos temas. Sabía que las discusiones le llevaban a la duda y que ésta entorpecía la labor que había de realizar. No obstante, cuando no pensaba, vivía y sentía constantemente en su alma la presencia de un juez implacable que le señalaba cuándo obraba bien y qué era lo que hacía mal; y en este caso su conciencia se lo advertía en seguida.

Sin embargo, Levin continuamente, muchas veces, se preguntaba qué era él y por qué y para qué estaba en el mundo; y el no hallar una contestación concreta lo atormentaba hasta tal punto que pensaba en el suicidio. Pero, a pesar de ello, continuaba firme en su camino.

ANNA KARENINA – OCTAVA PARTE – CAPÍTULOS 7 Y 8

sábado, agosto 10th, 2013

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Las contradicciones de los agnósticos… ¡Cómo lo quiero a Levin, realmente! Prepárense una teterita para esta noche y recuerden que la promo de 10 de nuestros blends está en vigencia hasta el final del evento. Les dejo los Capítulos 7 y 8 de la Octava Parte de Anna Karenina, junto al anuncio de nuestro Té Literario del 31 de Agosto.
ANNA KARENINA – LEV TOLSTOY
OCTAVA PARTE – Capítulo 7

Agafia Mijailovna salió de puntillas. El aya bajó la cortina, ahuyentó las moscas que se habían introducido bajo el velo de muselina de la camita, logró expulsar a un moscardón que se debatía contra los vidrios de la ventana y se sentó, agitando una rama de álamo blanco medio marchita sobre la madre y el niño.

–¡Qué calor hace! –comentó– ¡Si al menos mandara Dios una lluvia!

–Sí. ¡Chist! –repuso Kitty, meciéndose suavemente y oprimiendo con cariño la manita regordeta –que parecía atada con un hilo a la muñeca–, que Mitia movía sin cesar, abriendo y cerrando los ojos.

Aquella manita atraía a Kitty; habría querido besarla pero se contenía por temor de despertar al pequeño.

Al fin la mano dejó de moverse y los ojos del niño se cerraron. Sólo de vez en cuando Mitia, sin dejar de mamar, alzaba sus largas y curvas pestañas y miraba a su madre con ojos que, a media luz, parecían negros y húmedos.

El aya dejó de mover la rama y se adormeció.

Arriba sonaba la voz del Príncipe y se oía a Kosnichev reír a carcajadas.

«Hablan animadamente ahora que yo no estoy», pensaba Kitty. «Siento que Kostia no esté. Debe de haber ido a visitar las colmenas. Aunque me entristece que se vaya con tanta frecuencia, no me parece mal, puesto que lo distrae. Está más animado y mejor que en primavera. ¡Se lo veía tan concentrado en sí mismo, sufría tanto! Me daba miedo, temía por él… ¡Qué tonto es!» pensó riendo.

Sabía que lo que atormentaba a su marido era su incredulidad. Pero, a pesar de que ella, en su fe ingenua, creía que no había salvación para el incrédulo, y que, por lo tanto, su marido estaba condenado, la falta de fe de aquel cuya alma le era más cara que cuanto existía en el mundo, no le producía la menor inquietud.

Cada vez que pensaba en ello sonreía y se repetía para sí misma: «Es un tonto».

« ¿Por qué pasará el año leyendo libros filosóficos?», pensaba. «Si todo está explicado en esos libros, puede comprenderlo rápidamente. Y si no lo está, ¿para qué los lee? Él mismo afirma que desearía creer. Pues, ¿por qué no cree? Seguramente porque piensa demasiado. Y piensa tanto porque está mucho a solas.

Siempre a solas, siempre… Con nosotros no puede hablar de todo. Estos huéspedes le agradarán, sobre todo Katavasov. Le gustará discutir con él», se dijo.

Y en seguida se puso a pensar en dónde sería más cómodo preparar el lecho para Katavasov, bien solo o con Sergio Ivanovich.

De pronto la asaltó una idea que la estremeció de inquietud, desasosegando incluso a Mitia, que la miró con severidad.

«Me parece que la lavandera no ha traído aún la ropa. Si no lo advierto, Agafia Mijailovna es capaz de poner a Sergio Ivanovich ropa ya usada sin lavar…»

Aquel pensamiento hizo afluir la sangre al rostro de Kitty.

«Voy a dar órdenes», decidió.

Y, volviendo a sus pensamientos de un momento antes, recordó que se referían a algo sobre el alma, en lo que no había acabado de reflexionar. Trató de concretar sus ideas.

«¡Ah! Kostia es un incrédulo», se dijo con una sonrisa.

«Pues que se quede sin fe, ya que no la tiene… Es mejór que ser como la señora Stal, o como yo fui en el extranjero. El no es capaz de fingir.» Y a su imaginación se presentó un rasgo de la bondad de su esposo.

Dos semanas antes Dolly había recibido una carta de su marido en la que, pidiéndole disculpas, le rogaba que salvase su honor, vendiendo su parte en la propiedad para pagar las deudas que él tenía contraídas.

Dolly se desesperó. Sentía hacia su marido odio, desprecio y compasión; resolvió separarse de él y negarse a lo pedido, pero al fin consintió en vender parte de la propiedad.

Fue entonces cuando Levin se acercó a su mujer y le propuso, lleno de confusión, y no sin grandes precauciones, cuyo recuerdo la hacía sonreír conmovida, un medio, en el que ella no había pensado, de ayudar a Dolly sin ofenderla y que consistía en ceder a su hermana la parte de la propiedad que correspondía a Kitty.

«¿Cómo puede ser un incrédulo, si posee ese corazón, ese temor de ofender a nadie, ni siquiera a un niño? Lo hace todo para los demás y nada para sí mismo. Sergio Ivanovich considera deber de mi marido ser su administrador, Dolly con sus hijos está bajo su protección. Y luego, los campesinos que acuden diariamente a él, como si Kostia estuviera obligado a servirlos… ¡Ojalá seas como tu padre!», murmuró para sí, entregando el niño al aya y rozando con los labios su mejilla.

OCTAVA PARTE – Capítulo 8

Desde que, viendo morir a su hermano predilecto, Levin examinó los conceptos de la vida y la muerte, a través de aquéllas que él llamaba nuevas ideas, es decir, aquéllas que desde los veinte a los treinta y cuatro años suplieron a sus opiniones infantiles y de adolescente, quedó horrorizado, no tanto ante la muerte como ante la vida, de la cual no conocía ni en lo más mínimo lo que era, por qué existe y de dónde procede.

El organismo, su descomposición, la indestructibilidad de la materia, la ley de la conservación de la energía, la evolución, eran las expresiones que sustituían a su fe de antes.

Aquellas palabras y las concepciones que expresaban eran, sin duda, interesantes desde el punto de vista intelectual, pero en la realidad de la vida no acababan nada.

Levin se sintió como un hombre al que hubieran reemplazado su gabán de invierno por un traje de muselina y el cual, al notar frío, sintiera, no en virtud de razonamientos, sino por la sensación física de todo su ser, que se hallaba desnudo y condenado a sucumbir.

Desde entonces, aunque casi inconscientemente y continuando su vida de antes, Levin no dejó un momento de experimentar aquel temor de su ignorancia. Reconocía, además, vagamente, que las que él llamaba «sus convicciones» no sólo eran producto de la ignorancia, sino que le hacían, además, inaccesibles los conocimientos que tan imperiosamente necesitaba.

Al principio su matrimonio y las obligaciones y alegrías inherentes a él, ahogaron sus meditaciones; pero últimamente, después del parto de su mujer, cuando vivía ocioso en Moscú, aquella cuestión que requería ser resuelta se presentaba ante Levin con redoblada insistencia y cada vez más a menudo.

El problema se planteaba así para él: «Si no admito las explicaciones que da el cristianismo a las cuestiones de mi vida, ¿qué admito?».

Y en todo el arsenal de sus ideas no hallaba ni remotamente la respuesta.

Era como un hombre que en tiendas de juguetes y almacenes de armas buscase alimentos.

Involuntariamente, inconscientemente, buscaba en sus lecturas, en sus conversaciones, en los hombres que lo rodeaban, una relación con aquellos problemas y su resolución.

Lo que más le extrañaba y afligía era que la mayoría de los hombres de su ambiente y edad, después de cambiar, como él, sus antiguas creencias por las nuevas ideas, iguales a las suyas, no veían mal alguno en tal cambio y vivían completamente tranquilos y contentos.

De modo que a la cuestión principal se unían otras dudas para atormentar todavía más. ¿Sería sincera aquella gente o fingiría? ¿Acaso ellos comprendían mejor y más claramente que él las respuestas que da la ciencia a las preguntas que lo preocupaban? Y Levin se ponía a estudiar con interés las ideas de aquella gente y los libros que podían contener las soluciones tan deseadas.

Lo único que encontró desde que empezó a ocuparse de aquello, fue que se engañaba al suponer, a través de los recuerdos de su época universitaria y juvenil, que la religión no existía y que su época había pasado.

Todos los hombres buenos que conocía y con quienes mantenía relaciones, eran creyentes. El anciano Príncipe, Lvov, a quien tanto estimaba, Sergio Ivanovich, todas las mujeres y hasta su propia esposa, creían lo que él creyera en su infancia y adolescencia, y lo mismo el noventa y nueve por ciento del pueblo ruso, aquel pueblo cuya vida le inspiraba tanto respeto y que era creyente casi en su totalidad.

Después de haber leído muchos libros, Levin se convenció de que los materialistas, cuyas ideas compartía, no daban a éstas ninguna significación particular, y en lugar de explicar estas cuestiones –sin cuya solución él no podía vivir–, se aplicaban a resolver otros problemas que no ofrecían para él el menor interés, como la evolución de los organismos, la explicación mecánica del alma y otras cosas por el estilo.

Además, durante el parto de su mujer, le había sucedido una cosa extraordinaria. El incrédulo se había puesto a rezar y entonces rezaba con fe. Pero pasado aquel momento, su estado de ánimo de entonces no consiguió hallar lugar alguno en su vida.

No podía reconocer que entonces había alcanzado la verdad y que ahora se equivocaba, porque en cuanto comenzaba a reflexionar serenamente, todo se le desmoronaba. Tampoco podía reconocer que había errado al rezar, porque el recuerdo de aquel estado de ánimo le era querido y, considerándolo como una prueba de debilidad, le habría parecido que profanaba la emoción de aquellos instantes.

Esta lucha interior pesaba dolorosamente en su ánimo y Levin buscaba con todas sus fuerzas la solución.

ANNA KARENINA – OCTAVA PARTE – CAPÍTULO 6

viernes, agosto 9th, 2013

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¡Tolstoy, Tolstoy, genial traductor de las almas! Si a alguna madre no le ha pasado esto que él tan bien muestra aquí, en relación a las mujeres que la rodeaban cuando, primeriza, trataba de criar a su bebé, me lo cuenta. Cuenco de rojo té en mano, vamos con el Capítulo 6 de la Octava Parte de Anna Karenina.
ANNA KARENINA – LEV TOLSTOY
OCTAVA PARTE – Capítulo 6

Como ignoraba cuándo saldría de Moscú, Sergey Ivanovich no había telegrafiado a su hermano para que le mandase el coche a la estación.

Levin no se hallaba en casa cuando su hermano y Katavasov, negros de polvo, llegaron, sobre el mediodía, en el coche alquilado en la estación, a la entrada de la casa de Pokrovskoie.

Kitty, sentada en el balcón con su padre y su hermana, reconoció a su cuñado y bajó corriendo a recibirlo.

–¿No le da vergüenza no habernos avisado de su llegada? ––dijo, dando la mano a su cuñado y presentándole la frente para que se la besase.

Así les hemos ahorrado molestias y de todos modos hemos llegado bien. –respondió Sergey Ivanovich –Pero estoy tan cubierto de polvo, que me asusta tocarla. Andaba muy ocupado y no sabía cuándo podría marcharme… Sigue usted como siempre –añadió sonriendo: –gozando de su tranquila felicidad, fuera de las corrientes vertiginosas, en este sereno remanso. Nuestro amigo Teodoro Vassilievich se ha decidido también a venir al fin…

–Pero conste que no soy un negro. –indicó Katavasov– Voy a lavarme para ver si me convierto en algo semejante a un hombre. –Hablaba con su humor habitual. Tendió la mano a Kitty y sonrió con sus dientes que brillaban en su rostro ennegrecido por el polvo.

–Kostia se alegrará mucho. Ha ido a la granja. Ya debía estar de vuelta.

–Él siempre ocupado en las cosas de su propiedad… Claro, en este tranquilo rincón –dijo Katavasov –En cambio, nosotros, en la ciudad, no vemos nada fuera de la guerra serbia. ¿Qué opina de eso nuestro amigo? Seguramente de un modo distinto a los demás.

–No… Opina como todos. –repuso, confusa, Kitty, mirando a su cuñado– Voy a mandar a buscarlo. Papá está aquí con nosotros. Ha llegado hace poco del extranjero.

Dio orden de que fuesen a buscar a Levin y de que condujeran a los recién llegados a lavarse, uno en el gabinete y otro en la habitación de Dolly. Luego, una vez dadas instrucciones para preparar el desayuno de los huéspedes, Kitty, aprovechando la libertad de movimientos de que había estado privada durante su embarazo, se dirigió, corriendo, al balcón.

–Son Sergey Ivanovich y el profesor Katavasov –dijo. –Sólo ellos nos faltaban con este calor… –respondió el anciano Príncipe.

–No, papá. Son muy simpáticos y Kostia los quiere mucho –afirmó Kitty, sonriente, con aire implorador, al observar la expresión irónica del rostro de su padre.

–Si no digo nada…

–Vete con ellos, querida –rogó Kitty a su hermana– y hazles compañía. Han visto a tu marido en la estación y dicen que está bien. Voy corriendo a ver a Mitia. No le he dado de mamar desde la hora del té. Ahora habrá despertado y estará llorando.

Y Kitty, sintiendo que a su pecho afluía abundante la leche, se dirigió rápidamente al cuarto del pequeño.

El lazo que unía a la madre con el niño era todavía tan íntimo, que por el solo aumento de la leche conocía Kitty cuando su hijo tenía necesidad de alimento. Antes de entrar en el cuarto, sabía ya que el pequeño estaría llorando. Y así era, en efecto. Al oírlo, Kitty apresuró el paso. Cuanto más deprisa iba, más gritaba el niño. Su voz era sana pero impaciente, famélica.

–¿Hace mucho que está gritando? –preguntó Kitty al aya, sentándose y disponiéndose a amamantarlo –Démelo ¡Pronto! ¡Oh, qué lenta es usted! ¡Traiga! Ya le anudará el gorro después.

El niño se ahogaba llorando.

–No, no, querida señora –intervino Agafia Mijailovna, que apenas se movía del cuarto del niño– Hay que arreglarlo bien… «¡Ahaaa, ahaaa!» –decía tratando de calmar al pequeño, casi sin mirar a la madre. El aya llevó al niño a Kitty, mientras Agafia la seguía con el rostro enternecido.

–Me conoce, me conoce. Créame, madrecita Catalina Alejandrovna… Tan cierto como hay Dios que me ha conocido –aseguraba la anciana refiriéndose al niño.

Kitty no la atendía. Su impaciencia aumentaba al compás de la impaciencia del niño. Con las prisas todo se hacía más difícil y el pequeño no lograba encontrar lo que buscaba y se desesperaba.

Al fin, tras unos ruidos sofocados, que demostraban que había chupado en falso, consiguió lo que quería y la madre y el hijo, sintiéndose calmados, callaron.

–El pobre está completamente sudado –dijo Kitty, en voz baja, tocándolo– Y, ¿por qué dice usted que la reconoce? –preguntó mirando al niño de reojo.

Y le parecía que su mirada, bajo el gorrito que le caía sobre los ojos, evidenciaba cierta malicia, mientras sus mejillas se hinchaban rítmicamente y sus manitas de palmas rojizas describían movimientos circulares.

–No es posible. De conocer a alguien, habría sido primero a mí –siguió Kitty, contestando a Agafia Mijailovna.

Y sonrió.

Sonreía porque, a pesar de lo que decía, en el fondo de su corazón le constaba, no sólo que el niño conocía a Agafia Mijailovna, sino que conocía y comprendía muchas cosas que todos ignoraban y que ella, su propia madre, sólo había llegado a saber gracias a él. Para Agafia Mijailovna, para el aya, para el abuelo, para su padre, Mitia era simplemente un ser vivo, sólo necesitado de cuidados materiales, pero para su madre era ya un ente de razón con el que le unía una historia entera de relaciones espirituales.

–Ya lo verá usted, si Dios quiere, cuando despierte. Cuando yo le haga así, el rostro se le pondrá claro como la luz de Dios–dijo Agafia Mijailovna.

–Bien. Ya lo veremos entonce.s –repuso Kitty– Ahora váyase. El niño quiere dormir.

ANNA KARENINA – OCTAVA PARTE – CAPÍTULO 5

miércoles, agosto 7th, 2013

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Buenas noches! Tardísimo, ya sé. Vamos con el Capítulo 5 de la Octava Parte de Anna Karenina. De a uno? Sí. Es que nos falta tan poco! Vayan guardándose el 31 de agosto.
ANNA KARENINA – LEV TOLSTOY
OCTAVA PARTE – Capítulo 5

En las largas sombras que a la luz del sol proyectaban las pilas de sacos sobre el andén, Vronsky paseaba con el largo abrigo puesto, el sombrero calado sobre los ojos y las manos metidas en los bolsillos. Cada veinte pasos se detenía y daba una rápida vuelta. Sergey Ivanovich, al aproximársele, creyó notar que Vronsky, aunque lo veía, fingía no reparar en él. Pero tal actitud lo dejó indiferente, porque ahora se sentía muy por encima de aquellas susceptibilidades.

A sus ojos, Vronsky, en aquellos momentos, era un hombre de importancia para las actividades de la causa y Sergey Ivanovich consideraba deber suyo animarlo y estimularlo. Así, se acercó a él sin vacilar.

Vronsky se detuvo, lo miró, lo reconoció y, avanzando unos pasos hacia él, le dio un fuerte apretón de manos con efusión.

–Tal vez no tenga usted deseos de ver a nadie. –dijo Kosnichev– ¿Podría serle útil en algo?

–A nadie me sería menos desagradable de ver que a usted.–repuso Vronsky– Perdone, pero es que no me queda nada agradable en la vida.

–Lo comprendo y por eso quería ofrecerle mi ayuda. ––dijo Sergey Ivanovich, escudriñando el rostro, visiblemente dolorido, de su interlocutor– ¿No necesita usted alguna carta de recomendación para Risich o Milán?

Vronsky pareció comprender con dificultad lo que le decía. Al fin contestó:

–¡Oh, no! Si no le importa, demos un paseo. En los coches el aire está muy cargado. ¿Una carta? No; gracias. Para morir no hacen falta recomendaciones. ¿Acaso me sirven para los turcos? –dijo, sonriendo sólo con los labios mientras sus ojos conservaban una expresión grave y dolorida.

–Quizá le facilitará las cosas al entrar en relaciones, necesarias en todo caso, con alguien ya preparado.
En fin, como guste… Celebré saber su decisión. Se critica tanto a los voluntarios, que la resolución de un hombre como usted influirá mucho en la opinión pública.

–Como hombre, sirvo, porque mi vida a mis ojos no vale nada. –dijo Vronsky– Y tengo bastante energía física para penetrar en las filas enemigas y matar o morir. Ya lo sé. Me alegra que exista algo a lo que poder ofrendar mi vida, esta vida que no deseo, que me pesa… Así, al menos, servirá para algo.

Y Vronsky hizo con la mandíbula un movimiento de impaciencia provocado por un dolor de muelas que lo atormentaba sin cesar, impidiéndole incluso hablar como quería.

–Renacerá usted a una vida nueva, se lo vaticino. –dijo Kosnichev, conmovido– Librar de la esclavitud a nuestros hermanos es una causa digna de dedicarle la vida y la muerte. ¡Que Dios le conceda un pleno éxito en esta empresa y que devuelva a su alma la paz que tanto necesita! –añadió. Y le tendió la mano.

Vronsky la estrechó con fuerza.

–Como instrumento, puedo servir de algo. Pero como hombre soy una ruina –contestó recalcando las palabras.

El tremendo dolor de una muela le llenaba la boca de saliva y le impedía hablar. Calló y examinó las ruedas del ténder, que se acercaba lentamente deslizándose por los railes.

Y de improviso, un malestar interno, más vivo aún que su dolor, lo hizo olvidarse de sus sufrimientos físicos. Mirando el ténder y la vía, bajo el influjo de la conversación con aquel conocido a quien no hallara desde su desgracia, Vronsky de repente la recordó a «ella» , es decir, lo que quedaba de ella cuando él, corriendo como un loco, había penetrado en la estación.

Allí, en la mesa del puesto de gendarmería, tendido, impúdicamente, entre desconocidos, estaba el ensangrentado cuerpo en el que poco antes palpitaba aún la vida. Tenía la cabeza inclinada hacia atrás, con sus pesadas trenzas y sus rizos sobre las sienes; y en el bello rostro, de roja boca entreabierta, había una expresión inmóvil, rígida, extraña, dolorosa sobre los labios y terrible en los ojos quietos, entornados. Se diría que estaba pronunciando las tremendas palabras que dirigiera a Vronsky en el curso de su última discusión: «¡Te arrepentirás de esto!» .

Y Vronsky procuraba recordarla tal como era cuando la encontró por primera vez, también en la estación, misteriosa, espléndida, enamorada, buscando y procurando felicidad, no ferozmente vengativa como la recordaba en el último momento.

Trataba de evocar sus más bellas horas con Anna pero aquellos momentos habían quedado envenenados para siempre. Ya no podía recordarla sino triunfante, cumpliendo su palabra, su amenaza de hacerlo sentir aquel arrepentimiento profundo e inútil ya. Y Vronsky había dejado de sentir el dolor de muelas y los sollozos desfiguraban ahora su cara.

Después de dar un par de paseos a lo largo de los montones de sacos, Vronsky, una vez sereno, dijo a Kosnichev:

–¿No tiene usted nuevas noticias desde ahora? Los turcos han sido batidos por tercera vez y se espera un encuentro decisivo.

Y después de discutir sobre la proclamación de Milan como rey y de las enormes consecuencias que podía acarrear semejante hecho, al sonar la segunda campanada se separaron y se dirigieron a sus coches.

ANNA KARENINA – OCTAVA PARTE – CAPÍTULOS 3 Y 4

martes, agosto 6th, 2013

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En los añitos en que cada viernes nos juntábamos a cantar con Marcelo Loustau, cuando los ánimos estaban caldeados o cuando la tristura más grande apretaba el alma, él me decía: Por suerte existe la música. Cuando leo estos capítulos de Anna Karenina pienso que por suerte existe el té. Prepárense una taza de DaCha Russkiĭ Sekret y vengan a leer los Capítulos 3 y 4 de la Octava Parte conmigo. Hasta mañana, dachas queridas.
ANNA KARENINA – LEV TOLSTOY
OCATAVA PARTE – Capítulo 3

Después de haberse despedido de la Condesa, Sergey Ivanovich y Katavasov, que ya se habían juntado, entraron en el vagón totalmente lleno y el tren se puso en marcha.

En la estación de Zarizino un grupo de jóvenes rodeó el tren cantando: «Gloria al Zar.» Otra vez los voluntarios se mostraron en los vagones y saludaron, pero Kosnichev no detenía ya en ellos su atención. Había tenido tanto que ver con este tipo que gente, que no lograban ya despertar su atención. En cambio, Katavasov, que, dadas sus ocupaciones, no había tenido ocasión de observarlos hasta entonces, estaba muy interesado en ellos y hacía constantes preguntas a su amigo.

Sergey Ivanovich le aconsejó que pasara a segunda clase y hablara allí personalmente con ellos.

Katavasov siguió su consejo.

En la primera parada, pasó a segunda clase y vio a los voluntarios. Cuatro de ellos iban sentados en un rincón del coche, hablando en voz alta, convencidos de la atención de los viajeros y Katavasov, que acababa de entrar, estaba concentrado en ellos. Un joven alto, de pecho hundido, hablaba más fuertemente que ninguno. Parecía estar algo borracho y explicaba un episodio que le había ocurrido en la escuela. Frente a él se sentaba un oficial ya no joven, con la chaqueta austríaca del uniforme de la Guardia. Escuchaba, sonriendo, el relato y, a veces, hacía callar al joven. Un tercero, con uniforme de artillería, se sentaba en un baúl, a su lado y un cuarto dormitaba.

Katavasov trabó conversación con el joven y supo que era un rico comerciante moscovita que había disipado su fortuna antes de cumplir los veintidós años. No agradó a Katavasov, porque era un joven mimado, poco varonil y de débil salud. Se le notaba seguro, sobre todo ahora que había bebido, de realizar un hecho heroico y se vanagloriaba de él de una manera harto desagradable.

El oficial retirado también causó a Katavasov mal efecto. Era uno de esos hombres que lo han visto todo. Había servido en los ferrocarriles, sido procurador, poseído fábricas y hablaba de todo ello sin venir a cuento, empleando inadecuadamente expresiones técnicas.

En cambio el artillero despertó la simpatía de Katavasov. Hombre modesto y reposado, se le notaba respetuoso ante la sabiduría del ex oficial de la Guardia y la heroica abnegación del ex comerciante y no hablaba de sí mismo. Cuando Katavasov le preguntó el motivo de que fuese a Serbia, repuso con sencillez:

–Como van todos… Hay que ayudar a los servios. Me dan lástima.
–Precisamente faltan artilleros ––dijo Katavasov.

–Pero he servido poco en artillería. Quizá me destinen a caballería o infantería.

–¿Cómo van a mandarle a infantería cuando lo que más necesitan son artilleros? –respondió Katavasov, calculando, por la edad de su interlocutor, que debía de tener algún grado.

–He servido poco en artillería. –repitió– Soy sargento retirado.

Y comenzó a explicar los motivos de no haberse presentado a los exámenes.

Todo ello en conjunto produjo en Katavasov una impresión ingrata y cuando los voluntarios se apearon a beber en una estación, resolvió contrastar su impresión desfavorable con la de algún otro. Había allí un viajero, un anciano vestido con capote militar, que había estado escuchando todo aquel rato la charla de Katavasov con los voluntarios y ahora, al quedar solos los dos, se dirigió a él:

–¡Qué posiciones tan diferentes las de estos hombres que marchan a la guerra! –dijo con vaguedad, deseando expresar su opinión y deseando conocer la del viajero.

El anciano era un militar que había hecho dos campañas. Sabía apreciar lo que es un buen soldado y por el aspecto y charla de aquellos señores y por la desenvoltura con que aplicaban los labios a la bota en el camino, deducía que eran malos militares.

Además, el viajero vivía en una ciudad provinciana y habría deseado contar a Katavasov que de su población se había ido voluntario un recluta expulsado del servicio, borracho y ladrón, al que nadie quería dar trabajo. Pero sabiendo por experiencia que en el estado de exaltación en que estaba la gente era peligroso exponer su opinion, opuesta a la de los demás y sobre todo peligroso criticar a los voluntarios, el viejecito quedó observando a su interlocutor.

–Sí, allí necesitan hombres –dijo, sonriendo con los ojos.

Hablaron del último parte y los dos ocultaron la sorpresa que les producía el hecho de que, estando los turcos batidos en todas partes, se aguardase para el día siguiente un combate decisivo. Y se separaron sin haberse expresado sus opiniones.

Katavasov, al entrar en su coche, contra sus costumbres, no se sintió con valor para exponer su opinión con sinceridad y dijo a Sergey Ivanovich que los voluntarios le habían parecido unos excelentes muchachos.

En una de las estaciones importantes, nuevamente se recibió a los que iban a la guerra con canciones y gritos de entusiasmo, nuevamente aparecieron postulantes de ambos sexos y señoras provincianas con ramos de flores acompañando a los voluntarios a la fonda de la estación. Pero estas manifestaciones no podían ya compararse con la de Moscú.

OCTAVA PARTE – Capítulo 4

Durante la parada en una capital de provincia, Kosnichev, en vez de ir a la fonda, se quedó paseando en el andén.

Al pasar la primera vez ante el camarote de Vronsky, vio echada la cortina de la ventanilla pero la segunda vez distinguió en ella a la anciana Condesa, que lo llamó.

–Ya lo ve usted; también hago el viaje. Acompaño a Alexis hasta Kursk.

–Me lo habían dicho –repuso Sergey Ivanovich, parándose ante la ventanilla y mirando al interior– ¡Qué hermoso rasgo! –añadió, al ver que Vronsky no estaba dentro.

–Sí, pero, ¿qué iba a hacer después de su desgracia?

–¡Qué horrible ha sido! ––exclamó Kosnichev.

–¡No sabe lo que yo he sufrido! Entre, entre… ¡No sabe lo que yo he sufrido! –repitió cuando Sergey Ivanovich se hubo sentado a su lado en el diván– ¡No puede figurárselo! Alexis pasó seis semanas sin hablar con nadie y sin comer más que cuando yo se lo suplicaba. Era imposible dejarlo solo un momento. Vivíamos en el piso de abajo y tuvimos cuidado en quitarle todo aquello con que pudiera suicidarse. Pero, ¿quién puede preverlo todo? Ya sabe usted que ya una vez había intentado suicidarse, por ella también… – agregó la anciana, frunciendo las cejas al recordarlo– Ella ha terminado como debía terminar una mujer así. Incluso eligió una muerte baja, vil…

–No somos nosotros quienes hemos de juzgarla, Condesa. –dijo Sergey Ivanovich suspirando– Pero reconozco que todo eso habrá sido muy penoso para usted.

–¡Horrible! Figúrese que yo estaba en nuestra finca. Y Alexis, ese día, se hallaba en casa. Trajeron una carta. Él escribió la respuesta y la envió. No sabíamos que ella estaba en la estación. Apenas entró en la habitación por la noche, Mary me dijo que una señora se había lanzado bajo el tren en la estación. Me pareció que se me caía el mundo encima. ¡Mi primer pensamiento fue que era ella! Lo primero que mandé fue que no se dijese nada a mi hijo. Pero ya se lo habían dicho. Su cochero se encontraba allí y lo había visto todo. Cuando entré en su cuarto, corriendo, él estaba como loco; daba miedo verle. Corrió a la estación sin decir palabra. No sé lo que pasó allí pero lo trajeron a casa como muerto… No le habría usted reconocido. El médico dijo: Prostration complète. Luego, casi cayó en la locura. En fin, ¿a qué hablar? –dijo la Condesa haciendo un ademán– Era un cosa horrible. Diga usted lo que quiera, ella ha obrado como una mala mujer. Pasiones tan desesperadas no conducen a nada bueno. ¿Qué quiso probar con su muerte, quiere usted decírmelo? Se ha perdido a sí misma y ha causado la perdición de dos hombres excelentes: su marido y mi hijo…

–¿Y qué hace su marido? –preguntó Kosnichev.

–Se llevó a la niña. Aliocha, al principio, estaba conforme con todo. Pero ahora le duele mucho haber entregado su hija a un extraño… Y no puede retirar su palabra. Karenin acudió al entierro. Procuramos que no se encontrara con Aliocha. ¡Había de ser tan penoso para él verse con el marido! En cuanto a Karenin la cosa era más soportable, pues la muerte de su esposa lo ha dejado libre. En cambio mi pobre hijo lo ha sacrificado todo por ella: el servicio, su madre, su posición… Y ni aun así tuvo ella compasión de él y le aniquiló por completo y deliberadamente. Usted podrá pensar lo que quiera, pero hasta en su muerte se ha mostrado una mala mujer, sin religión, sin nada… Dios me perdone pero, viendo el estado de mi hijo, no puedo dejar de maldecir su memoria.

–Y él, ¿cómo está ahora?

–Dios nos ha ayudado con esto de la guerra de Serbia. Soy una vieja y no entiendo nada de estas cosas pero estoy segura de que esto lo ha enviado Dios. Claro que, como madre, tengo miedo y, además, según dicen, ce n’est pas très bien vu à Saint–Petersbourg. Pero, ¿qué vamos a hacer? Sólo esto podia reanimarle. Su amigo Jachvin perdió su fortuna a las cartas y resolvió ir a Serbia. Visitó a mi hijo y lo persuadió. Y él, ahora está interesado. Hable con mi hijo, se lo ruego. Lo alegrará mucho verlo. Háblele, por favor… Mire:
está paseando por allí…

Sergey Ivanovich contestó que lo haría con mucho gusto y pasó al otro lado del tren.

ANNA KARENINA – OCTAVA PARTE – CAPÍTULOS 1 Y 2

lunes, agosto 5th, 2013

DACHA MAMA collage
Entramos a la Octava y última Parte de Anna Karenina, del genial Lev Tolstoy, con nueva promoción de diez de nuestros blends más queridos.
Preparen sus teteras y vamos:
ANNA KARENINA – LEV TOLSTOY
OCTAVA PARTE – Capítulo 1

Pasaron casi dos meses y el veranillo iba ya por su mitad. Sólo hasta entonces Sergey Ivanovich no se decidió a salir de Moscú.

En su vida, durante aquel tiempo, se habían producido varias novedades. Hacía un año que, tras seis de trabajo, había terminado su libro titulado Ensayo de una descripción de las bases y regímenes gubernamentales de Rusia y de Europa. El prefacio y algunos fragmentos habían sido publicados ya en revistas y los pasajes más importantes se los había leído a la gente de su círculo. De modo que los conceptos contenidos en la obra no eran una novedad absoluta para el público; pero, con todo, Sergey Ivanovich esperaba que la aparición de su obra despertase un gran interés y que, aunque no originase una revolución en la ciencia, produjese, al menos, sensación en el ambiente intelectual.
Hacía un año que, después de un minucioso repaso, el libro había sido editado y enviado a las librerías.

Aunque no preguntaba a nadie nada sobre su obra, aunque contestaba con fingida indiferencia a las preguntas de sus amigos acerca de ella y ni siquiera interrogaba a los libreros sobre la marcha de la venta, Sergey Ivanovich seguía con atención las impresiones que su libro despertaba en sociedad y en el mundo literario.

Pero pasaron una, dos y tres semanas sin que advirtiese impresión alguna en la gente.

Sus amigos, los especialistas y los sabios hablaban en ocasiones de su obra, evidentemente por cortesía.

Sus demás conocidos, nada interesados por el contenido de un libro científico, no le preguntaban nunca por él.

Así la gente, ocupada ahora en otras cosas, acogió la publicación con completa indiferencia. Y la crítica, durante todo un mes, no hizo comentario alguno sobre la producción de Sergey Ivanovich.

Éste hacía cálculos sobre el tiempo que pudieran tardar los críticos en ocuparse de la obra pero pasaron dos meses y el silencio continuaba igual.

Sólo el Sieverniy Juk, en un artículo humorístico que trataba del cantante Drabanti, quien había perdido la voz, dijo algunas palabras despectivas sobre el libro de Kosnichev. Tales palabras mostraban que la crítica estaba ya hecha hacía tiempo y que la obra había sido entregada a la burla general.

Finalmente, al tercer mes, un periódico publicó una crítica del libro.

Kosnichev conocía al autor del artículo: lo había encontrado una vez en casa de Golubzov.

Se trataba de un periodista joven y enfermo, muy audaz como escritor pero muy poco erudito y tímido en sus relaciones personales.

A pesar del desprecio que sentía por el autor, Sergey Ivanovich comenzó la lectura de la crítica con el máximo respeto.

Era algo terrible. El periodista había interpretado la obra de un modo imposible de comprender. Daba, no obstante, algunos extractos de ella, escogidos con tal habilidad, que para los que no la hubiesen leído –y era palmario que casi no la había leído nadie– resultaba evidente que la obra no pasaba de ser un conjunto de palabras huecas e incluso empleadas inoportunamente (lo que subrayaban signos de interrogación) y que su autor era un hombre totalmente inculto. Y lo peor era que el artículo resultaba tan ingenioso que el propio Kosnichev no habría desdeñado emplear su ingeniosidad, que era lo que lo hacía más terrible.

A pesar de la estricta imparcialidad con que Sergey Ivanovich meditó los argumentos del publicista, no se detuvo en los defectos que le achacaba, ni en los errores de que hacía burla, sino que, involuntariamente, su pensamiento lo llevó a recordar su encuentro con el cronista y la conversación que había sostenido con él.

«¿Le habré ofendido en algo?», se preguntaba.

Y al acordarse de que en su encuentro con aquel joven periodista, le había corregido unas palabras acreditativas de su ignorancia, Sergey Ivanovich encontró la explicación del artículo.

A esto siguió un silencio absoluto en la prensa y en todas partes y Sergey Ivanovich comprendió que su trabajo de seis años, realizado con tanto cariño, no dejaba huella alguna.

Su situación era entonces tanto más penosa cuanto que, terminado el trabajo literario que le había ocupado todo aquel tiempo, se pasaba ocioso mucha parte del día.

Kosnichev, inteligente, instruido, sano, no sabía a qué dedicar su actividad. Las charlas en salones, reuniones, congresos y comités –es decir, en todos los lugares donde cabía discutir– ocupaban parte de su tiempo. Pero él, residente en la ciudad hacía muchos años, no se prodigaba por completo a las conversaciones como su inexperto hermano cuando llegaba a Moscú. Así que le quedaba mucha energía desempleada.

Afortunadamente para él, en aquel tiempo que le fue tan doloroso en virtud del poco éxito de su libro, la cuestión de los disidentes vino a sustituir a la de los amigos americanos, a la del hambre en Samara y, a la del espiritismo, la del problema eslavo, que antes apenas se trataba en sociedad; y Sergey Ivanovich, ya antes estimador de este asunto, ahora se consagró a él enteramente.

En el mundillo de Kosnichev no se hablaba ni discutía de otra cosa que de la guerra serbia. Cuanto hace en general la gente ociosa para matar el tiempo, se hacía ahora en beneficio de los eslavos.
Los bailes, conciertos, discursos, modas y hasta las tabernas y cervecerías, servían para proclamar la adhesión a los hermanos de raza.

Sergey Ivanovich no estaba de acuerdo, en detalle, con mucho de lo que se comentaba y escribía.

Veía que la cuestión eslava se había convertido en un tema de moda, uno de esos que, cambiando de tiempo en tiempo, sirven de distracción a la sociedad.

Comprobaba también que muchos se ocupaban del asunto con fnes de vanidad o provecho. Reconocía que los periódicos decían muchas cosas innecesarias a fin de atraer la atención sobre ellos por gritar más fuerte que los demás. Y notaba, sobre todo, que en aquel momento de entusiasmo general, bullían y gritaban más todos los fracasados y resentidos: los generales sin ejército, los ministros sin ministerio, los jefes de partido sin partidarios.

Apreciaba que en todo aquello había mucho de ridículo y de frívolo pero a la vez descubría un entusiasmo creciente, indudable, que unía a todas las clases sociales, un entusiasmo con el que forzosamente había de simpatizar.

La matanza de eslavos, de gente de la misma religión, había despertado compasión hacia las víctimas e indignación contra los opresores. El heroísmo con que serbios y montenegrinos luchaban por la gran causa, había hecho nacer en todo el pueblo ruso el deseo de ayudar a sus hermanos, no sólo con palabras, sino con obras.

Había aún otro hecho que llenaba de alegría a Sergey Ivanovich y era la manifestación de la opinión pública. El pueblo manifestaba sus deseos de una manera definida. El alma popular se expresaba, como decía él. Y cuanto más profundizaba aquel movimiento, más se convencía de que estaba destinado a alcanzar proporciones inmensas, a hacer época.

Sergey Ivanovich olvidó su libro, sus decepciones y se consagró, por entero, a aquella gran tarea. A partir de aquel momento estuvo ocupado constantemente y no le quedaba ni tiempo para contestar a las muchas cartas y consultas que le dirigían.

Después de trabajar así la primavera y parte del estío, en julio decidió ir a casa de su hermano.

Pensaba descansar un par de semanas en el mismo corazón del pueblo, en una alejada campiña, para gozar del espectáculo de aquel despertar del alma popular que él y todos los habitantes de las ciudades estaban persuadidos de que existía.

Katavasov, que hacía tiempo quería cumplir la promesa dada a Levin de visitarle en su pueblo, acompañó a Sergey Ivanovich en su viaje.

OCTAVA PARTE – Capítulo 2

Apenas Kosnichev y Katavasov llegaron a la estación del ferrocarril de Kursk, extraordinariamente animada en aquel momento y mientras salían del coche y examinaban los equipajes que el lacayo acababa de llevar, llegaron cuatro carruajes de alquiler cargados de voluntarios.

Señoras con ramos de flores salieron a recibirlos y, seguidos de una gran muchedumbre, entraron en la estación.

Una de las señoras salió de la sala y se dirigió a Kosnichev.

–¿También ha venido usted a despedirlos? –preguntó en francés.

–No. Es que voy a descansar al pueblo con mi hermano, Princesa. ¡Usted nunca falta a estas despedidas!–indicó con imperceptible sonrisa, Kosnichev.

–¡A ninguna! ¡Ya hemos despedido a ochocientos! Malvinsky no quería creerme…

–Más de ochocientos. Si contamos con los que han salido directamente de Moscú, pasan de mil –corrigió Sergey Ivanovich.

–¡Ya lo decía yo! –exclamó con alegría la dama– ¿Es cierto que se ha recaudado cerca de un millón de rublos?

–Más, Princesa.

–¿Ha leído el telegrama de hoy? Han vuelto a batir a los turcos.

–Lo he leído –contestó él.

Se referían a un despacho que afirmaba que los turcos habían sido batidos durante tres días seguidos en tres puntos y que se aguardaba un combate decisivo.

–A propósito, –dijo la Princesa– hay un joven distinguido que ha querido ir y le han opuesto no sé qué dificultades. Quería pedirle que… Le conozco, ¿sabe? Quisiera que escribiera una carta en su favor. Es recomendado de la condesa Lydia Ivanovna.

Una vez averiguados los detalles que conocía la Princesa sobre el joven aspirante a voluntario, Sergey Ivanovich, pasando la sala de primera clase, escribió la carta a la persona de quien dependía el asunto y se la entregó a la Princesa.

–¿Sabe quién va también en este tren? El conde Vronsky –dijo la Princesa, con significativa y triunfal sonrisa, cuando Sergey, reuniéndose con ella, le entregó la carta.

–Sabía que se iba, pero ignoraba cuándo. ¿En ese tren?

–Le he visto. Sólo lo acompaña su madre. Al fin y al cabo, es lo mejor que podía hacer.

–Claro, se comprende.

Mientras hablaban, la gente que rodeaba a los voluntarios se dirigió hacia el mostrador de la fonda de la estación.

Ellos se dirigieron allí también y oyeron a un señor que, en alta voz, con una copa en la mano, arengaba a los voluntarios.

–Servís a la fe, a la Humanidad, a nuestros hermanos –decía aquel hombre subiendo cada vez más el tono de la voz– Nuestra madre Moscú os bendiga por la gran causa a la que vais a servir. ¡Viva! –concluyó como un trueno y temblándole el llanto en la voz.

El viva fue contestado por todos y nuevos grupos de gente afluyeron a la sala. Poco faltó para que derribaran a la Princesa.

–¡Qué entusiasmo, Princesa! –exclamó Esteban Arkadievich, apareciendo radiante, con una alegre sonrisa en los labios– ¿Verdad que ha hablado bien? Son palabras que llegan al alma. ¡Bravo! ¡Ah, sí, también está aquí Sergey Ivanovich! ¿Por qué no dice usted también algunas frases alentadoras? ¡Lo hace usted tan bien! –añadió con sonrisa suave y afectuosa, tocando ligeramente el brazo de Kosnichev.

–No, me voy.

–¿Adónde?

–Al campo, al pueblo de mi hermano.

–Entonces verá usted allí a mi esposa. Aunque le he escrito, haga el favor de decirle que me ha visto y que all right! Ella lo entenderá. De todos modos, tenga la amabilidad de indicarle que he sido nombrado miembro de la Comisión Mixta. Sí, ella lo entenderá… Les petites misères de la vie humaine, ¿sabe? –dijo a la Princesa, como disculpándose– ¡Ah! La Miagkaya, no Lisa, sino la Biblich, envía mil fusiles y doce hermanas de la caridad. ¿Qué le decía yo?

–Ya lo había oído decir –repuso Kosnichev de mala gana.

–Siento que se vaya usted. –agregó Oblonsky–Mañana damos una comida en honor de dos que se marchan: uno, Dimmer–Bartniansky, de San Petersburgo y otro un amigo nuestro, Veselovsky. Los dos se van y eso que Veselovsky se casó hace poco. ¡Qué valiente! ¿Verdad, Princesa? –preguntó a la dama.

La Princesa, sin contestar, miró a Kosnichev. Pero que Sergey Ivanovich y la señora mostraran, ostensiblemente, deseos de deshacerse de él, no parecía turbar a Oblonsky. Miraba, sonriente, ora la pluma del sombrero de la Princesa, ora a un lado y a otro, como recordando algo. Viendo a una señora que llevaba una alcancía para los donativos en pro de los voluntarios, Esteban Arkadievich la llamó y depositó un billete de cinco rublos.

–Mientras me quede dinero no puedo ver con indiferencia esas alcancías. –dijo– ¿Qué me cuentan del telegrama de hoy? ¡Qué valerosos son los montenegrinos!

Cuando la dama le dijo que Vronsky se iba en aquel tren, Oblonsky exclamó:

–¿Qué me dice usted?

Su rostro expresó tristeza por un momento pero un minuto después, al entrar, alisándose las patinas, en la sala en que estaba el Conde, ya había olvidado su llanto sobre el ataúd de su hermana y sólo veía en Vronksy un héroe y un viejo amigo.

–No se puede negar que, con todos sus defectos, es un temperamento ruso, típicamente eslavo. –dijo la Princesa a Kosnichev cuando Oblonsky se alejó de ellos– Pero temo que a Vronsky le disguste verlo. Sea como sea, me conmueve la suerte de ese hombre. Procure hablarle durante el viaje –concluyó.

–Sí, si puedo…

–Nunca he simpatizado con él. Pero este rasgo me hace perdonarle muchas cosas. No sólo va a la guerra él mismo, sino que lleva un escuadrón a sus expensas.

–Ya me lo han dicho.

Sonó la campana. Todos corrieron a las puertas.

–Ahí está –dijo la Princesa, señalando a Vronsky que, con un largo abrigo y un sombrero negro de anchas alas, iba del brazo de su madre, mientras Oblonsky, a su lado, le hablaba con animación.
Vronsky, con las cejas fruncidas, miraba ante sí, como si no oyera a Esteban Arkadievich.

No obstante, seguramente por indicación de su amigo, Vronsky miró hacia la Princesa y Sergey Ivanovich y se quitó el sombrero en silencio. Su rostro envejecido, de doliente expresión, parecía petrificado.

Subió a la plataforma sin hablar, dejó pasar primero a su madre y desapareció en el camarote del coche.

Resonaron las notas del himno nacional.

Se oyó gritar en las plataformas:

–¡Dios guarde al Zar!

Siguieron hurras y vítores. Uno de los voluntarios, un muchacho muy joven, alto, de pecho hundido, saludaba destacándose de los demás, agitando sobre la cabeza su sombrero de fieltro tosco y un ramo de flores.

Tras él, dos oficiales y un hombre ya maduro, de larga barba, tocado con una sucia gorra, saludaban también.

ANNA KARENINA – SÉPTIMA PARTE – RESUMEN Y ANÁLISIS

domingo, agosto 4th, 2013

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ANNA KARENINA – LEV TOLSTOY
SÉPTIMA PARTE – RESUMEN Y ANÁLISIS

RESUMEN
Al inicio de esta parte, los Levin han estado en Moscú durante más de dos meses. La llegada del hijo de Kitty es signo de alarma y preocupación de todos, excepto de Kitty. La relación entre Levin y Kitty está mejorando; rara vez discuten desde que están Moscú. En una visita a una amiga de la familia, Kitty y su padre se encuentran Vronsky. Kitty se asombra de sí misma al darse cuenta de que lo trata con calma y civilizadamente pero sin interés. Levin se siente mucho más alterado pero, sin embargo, se las arregla para calmarse y decide que va a tratar a Vronsky con amabilidad, la próxima vez que lo vea, ya que no tiene motivos para estar celoso.

Como siempre, Levin se siente incómodo en la ciudad. Está molesto por los grandes gastos, aparentemente frívolos, que surgen de vivir en un centro urbano. Le resulta difícil trabajar en su libro de teoría agrícola y es torpe cuando se trata de hacer visitas sociales. Renueva su amistad con viejos amigos de la universidad como Katavasov y se encuentra con nuevos intelectuales, como Metrov. Visita a la familia de Kitty, incluyendo a su hermana, Nataly, a quien acompaña a un concierto. Durante una visita especialmente difícil a la familia Bols, encuentra a Oblonsky, quien lo arrastra con su encanto típico. Bajo la influencia de Oblonsky, Levin no sólo hace las paces con Vronsky, sino que también acepta visitar a Anna, a quien no conoce.

Levin llega a casa de los Vronsky y no se encuentra con Anna sino con su retrato magnífico, realizado por el pintor Mijailov. Queda completamente prendado tanto de la belleza de otro mundo de la pintura como de la mujer en la vida real, que lo encanta completamente. Anna le parece el epítome de la mujer mundana, culta, caritativa (asumió el cuidado de una niña inglesa huérfana) e interesada en una variedad de temas. Cuando regresa a casa, Kitty sufre como loca al saber que fue a ver a Anna y hasta piensa que lo “ha embrujado”. Él se queda hasta tarde reconfortando a Kitty y asegurándole su amor.

Después de que Levin se retira, Anna analiza su situación. Ha puesto especial esfuerzo en encantar a Levin, en un intento de poner a prueba su poder. Está amargada y enojada porque se siente abandonada y privada de amor. Se da cuenta de que su poder sobre Vronsky se desmorona; han empezado a saludarse con hostilidad, mutuamente. Anna sabe que esto es destructivo pero no puede evitarlo. Siente que su lucha se ha vuelto necesaria. No sabe nada acerca de su solicitud de divorcio de Karenin y esto hace que la relación entre ella y Vronsky se vuelva aún más tensa.

Esa noche, Kitty despierta a Levin y le dice que no se siente bien. Empieza el trabajo de parto. Se llama a la comadrona, María y Levin se apresura a buscar al doctor. El médico lo mantiene en espera por varias horas y luego aparece, indiferente, lo que enfurece a Levin, pero le explica a éste que no hay prisa. En efecto, el parto dura 22 horas, durante las cuales Levin les da problemas a la partera, a Dolly y a la princesa mayor con sus exigencias dramáticas y arrebatos. Pero también reza, por primera vez en años y piensa en su hermano Nicolás. Cuando nace la criatura (un niño sano), Levin experimenta un sentimiento de profunda alegría y felicidad.

Cargado de deudas, Oblonsky se encamina hacia Petersburgo, esa primavera, con el fin de obtener un puesto más lucrativo como miembro del Comité de la compañía de ferrocarriles. La obtención del puesto requiere una actitud de sometimiento en una serie de humillantes maneras. Mientras que está en la ciudad, visita a Karenin para convercerlo de divorciarse de Anna. Karenin reacciona con gran emoción y afirma que su cristianismo no le permitirá hacer tal cosa. Oblonsky ve a Sergey, que se ha adaptado, dolorosamente, a la ausencia de su madre, sacándola de su mente. A pesar de sus esfuerzos, se siente mal por la aparición de su tío y llora cuando éste se va.

Oblonsky escucha de la princesa Betsy que la suerte de su hermana depende de Jules Landau, un imbécil místico que supuestamente da consejos notables mientras duerme.
Esto resulta ser cierto. Durante una visita de negocios a la Princesa Lydia, en un esfuerzo por conseguir el puesto de trabajo que persigue, se encuentra a Lydia y Karenin en compañía de Landau. Lydia defiende el reencuentro de Karenin con el Cristianismo. Sigue una escena extraña cuando Landau ofrece su sabio consejo durante el sueño. Oblonsky huye de la escena, sólo para recibir un rotundo «no» de Karenin, al día siguiente y se da cuenta de que la respuesta de Karenin se debe al asesoramiento de Landau en estado de inconciencia.

Las relaciones entre Anna y Vronsky siguen agrias. Anna se vuelve más celosa y Vronsky, más frío y distante. Vronsky pasa más tiempo fuera de la casa y su madre lo anima a casarse con la joven princesa Sorokin. Anna quiere volver al campo, donde las tentaciones de soltero no serán tan grandes. Vronsky está de acuerdo pero no quiere salir de inmediato. Se espera de él que le haga una visita a su madre al día siguiente. Ante esta noticia, los celos de Anna explotan. Ella sospecha que la madre de Vronsky está tratando de arreglar un matrimonio entre él y la princesa Sorokin; su furia provoca otra pelea devastadora. Se pelean esa noche y luego de nuevo, a la mañana siguiente; Vronsky se va con disgusto. Anna toma una dosis de morfina y escribe a Vronsky una nota pidiéndole perdón y rogándole que vuelva de inmediato. Luego, desesperada, va a visitar a Dolly.

Los siguientes capítulos tienen lugar, sobre todo, en la cabeza de Anna. Ella va a ver a Dolly, en donde está Kitty. Las dos hermanas reaccionan con torpeza y tienen poco de qué hablar. Anna no tiene la oportunidad de tener su charla con Dolly. Regresa a su casa, donde encuentra todo y a todos repulsivos. Desesperada por ver a Vronsky, sale hacia la estación de tren de Nijni. Quiere tomar un tren a la finca de la madre de Vronsky y enfrentarse a los tres, Vronsky, su madre y la princesa Sorokin.

En el camino a la estación de tren, Anna entra en un estado mental aterrador. Para ella, todo es despreciable y el mundo está lleno de fealdad, de miseria y de odio. Insulta, mentalmente, a la gente en la estación y en el tren. Una pareja que está sentada frente a ella en el tren le parece ser falsa y ridícula, ve a una niña en la plataforma llena de muecas y vulgaridad. Abrumada, se baja del tren después de una parada. Se encuentra con el cochero de Vronsky, que le da una nota fría de éste. Loca de tristeza, se pasea a lo largo de la plataforma. De repente, recuerda al guarda que murió el día que conoció a Vronsky y toma una decisión. Desciende a las vías y espera al tren que se aproxima. Cuando se da cuenta de lo que está haciendo ya es muy tarde: el tren la embiste; pide perdón a Dios y luego mira hacia arriba -su última visión es la del campesino sucio de su sueño premonitorio-.

ANÁLISIS
La novela y la brillantez narrativa de Tolstoy llegan a su plenitud en la Séptima Parte. Esta sección contrasta el nacimiento y la muerte y hace hincapié en el tipo de relación que fomentará lo primero más que lo segundo.
La sección comienza con Levin en Moscú. Tolstoy aprovecha a su narrador para mostrar a la sociedad urbana, una vez más: bajo la mirada de Levin parece corrupta y costosa. El roce de Levin con Moscú lo degenera un poco. Él bebe y se deslumbra con una mujer sensual (que no es otra que Anna). Afortunadamente, gracias a su fuerte apego al campo, su amor por Kitty y su propio sentido común, tiene la sabiduría de quitarse de encima esas influencias. Aunque hechizado temporalmente por Anna, él reconoce la bondad de Kitty y logra desprenderse de su hechizo. Su creciente conciencia cristiana prevalecerá más adelante en esta sección pero aquí se las arregla para sacudirse del fuerte encanto de Anna debido a que entiende que los apegos apasionados, alejados de Dios, son incorrectos. Esto es recompensado con la vida de su hijo. Anna, por su parte, como consecuencia de su comportamiento, cae cada vez más bajo en la locura y la muerte.

Muchos críticos han especulado sobre la posibilidad de una relación Levin-Anna. Las posibilidades son muy interesantes, porque de todos los personajes del libro, Levin es el más cercano a Anna en términos de pasión. Puede evidenciarse que sería más probable que él, entre todos, comprendiera la enorme vitalidad y compleja personalidad de Anna. Por ejemplo, la primera escena en la que Levin ve a Anna -y es importante que no la ve a ella sino a su retrato-, se da cuenta, con emoción, de que aquí hay una mujer extraordinaria. Su posterior conversación con ella confirma su primera impresión y queda encantado tanto por la propia Anna como por la perspectiva de conocer a alguien con profundidades similares de emoción y sentimiento.

Desafortunadamente, Anna ya está demasiado lejos en este punto del el libro como para sostener la idea de una posible relación con Levin. Devorada por los celos y la paranoia de perder el amor de Vronsky, ella es completamente inconsciente de alguien o algo más que su propio hacer. Lo que está haciendo, de hecho, es sabotearse a sí misma, hecho del que se da cuenta pero es incapaz de resistir. Otra vez, ella piensa en el campesino de sus sueños en las vías del tren, otra premonición de su muerte.

Después de la visita de Levin, el contraste entre las dos relaciones se vuelve claro. Él experimenta verdadera contrición por su comportamiento hacia Anna, en oposición a la aquiescencia hostil de Vronsky a las demandas de Anna. Levin y Kitty discuten sus problemas y celos honestamente, en vez de permitir que se agraven. Y en una imagen sorprendente de elección de la vida en vez de la muerte, Levin encuentra a Dios, mientras que los Vronsky continúan su danza de la muerte.

El único aspecto positivo de esta parte es el nacimiento del niño de los Levin. El nacimiento de su hijo despierta un gran avance religioso en Levin, una epifanía. Él piensa en la inevitabilidad de la muerte mientras espera con ansiedad el nacimiento, pensando en su hermano Nicolás y, sin embargo, encuentra, en la oración, algo por qué vivir. El nacimiento de su hijo le da una razón aún más fuerte para creer en la bondad de Dios. Aunque Tolstoy estaba apartado de la Iglesia Ortodoxa Griega, creía que Dios era la respuesta al tipo de pasiones carnales excesivas y sin fundamento que se encuentran en una relación como la de Anna y Vronsky. El descubrimiento de Levin representa un paso importante en su crecimiento personal. A partir de aquí, ya no buscará la respuesta a sus dudas en su relación con Kitty o en otros asuntos mundanos. Es esta creencia, que Tolstoy sostiene, lo que hace que su relación con Kitty tenga éxito a largo plazo, allí donde la relación de Vronsky con Anna falla.

Aunque Tolstoy intentó subrayar a Anna Karenina con un fuerte mensaje cristiano, él no creía ciegamente en todas las formas de la religión cristiana. El episodio Landau satiriza posturas exageradas de la fe cristiana. Landau es otro golpe sin piedad a la Condesa Lydia por cortesía de Tolstoy. También sirve para mostrar cuán bajo ha caído Karenin. En otros tiempos decidido y calculador, ha recurrido a los servicios de un místico francés para obtener consejo sobre cómo manejar su esposa. Su caída es casi tan grave como la de Anna.

Los capítulos previos al suicidio de Anna llevan al lector directamente a lo que pasa en su mente. Tolstoy prefigura poderosas técnicas modernistas del siglo 20 en estos capítulos, que son prácticamente corrientes de conciencia. Seguimos a Anna en su descenso final y el camino es aterrador. Ella está completamente desencajada de la realidad; la fealdad de su relación, sus acciones y su comportamiento todo, destruyen a Anna mientras corre frenéticamente alrededor de Petersburgo. El mundo entero se ha vuelto feo y lo único en que Anna puede pensar es en poner fin a la suciedad y la miseria a través del suicidio. Que ella se suicida en parte para castigar a Vronsky, es incuestionable; que ella lo hace para castigarse a sí misma es igualmente cierto, aunque no tan evidente. Dos cosas que se utilizaron antes, en la novela, para presagiar su suicidio, aparecen ahora: la memoria del guardia muerto por el tren y su visión del campesino sucio. Y aún, ni siquiera en este final, podemos condenar completamente a Anna; ella sigue teniendo un gran coraje en nuestro imaginario. El hecho de que su último pensamiento sea una plegaria demuestra que Tolstoy no la ha abandonado tampoco.

ANNA KARENINA – SÉPTIMA PARTE – CAPÍTULOS 29, 30 Y 31

domingo, agosto 4th, 2013

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Dachas lectoras, estos tres capítulos estaban destinados a la noche de ayer. Van a comprender por qué, después de haber pasado momentos tan hermosos con amigos, no quise arruinarme ni arruinarles el sábado. Tatiana Tischenko tiene razón: la historia de Anna ES muy triste. Vamos con los últimos tres Capítulos de la Séptima Parte y, más tarde, Resumen y Análisis.
La imagen que elegí es un fotograma de la primera versión cinematográfica dirigida por Vladimir Gardin, estrenada el 7 de Octubre de 1914 (cine mudo ruso).
ANNA KARENINA – LEV TOLSTOY
SÉPTIMA PARTE – Capítulo 29

Anna se sentó en el coche, en peor estado de ánimo que cuando había salido de su casa. A sus sufrimientos de antes se había añadido el sentimiento de humillación que le había producido su encuentro con Kitty.
–¿Adónde ordena la señora que la lleve? ¿A casa? –le preguntó Pedro.
–Sí, a casa ––dijo Anna sin pensarlo.
«¡Cómo me miraban! Les debí de parecer un ser extraño, curioso, incomprensible. ¿De qué puede hablar ese hombre a aquel otro con tanto entusiasmo?», pensó mirando a dos hombres que pasaban. «¿Es que es posible contar a otro lo que se está sintiendo?»
« Quería contar a Dolly todo lo sucedido pero he hecho muy bien en no decirle nada. ¡Qué contenta se habría puesto con mi desgracia! Lo habría ocultado, pero el principal sentimiento habría sido de alegría, porque yo estoy purgando ahora los placeres por los cuales me envidiaba. Kitty se habría alegrado más aún.
¡Qué bien la veo ahora! La veo como si fuera transparente. Sabe que me mostré amable con su marido y tiene celos de mí y me odia. Además, me desprecia. A sus ojos, soy una mujer inmoral. Si lo fuera habría intentado enamorar a su marido. Lo habría intentado», dijo. «¡Pero, si lo intenté! Y ese hombre, ¡qué satisfecho está de sí mismo!», pensó, mirando a un señor que iba en un coche en dirección opuesta a la suya, gordo, colorado, con aire bien visible de satisfacción. «Se habrá confundido», se dijo aún, viéndolo que la saludaba quitándose su brillante chistera y levantándola por encima de su también reluciente calva.
«El pobre hombre habrá pensado que me conocía. Tan poco como él me conocen otros muchos, incluso algunos que me tratan. Ni yo misma me conozco. No conozco sino mes appétits, como dicen los franceses. Toma, al menos ésos saben bien lo que quieren», se dijo viendo a dos chiquillos que acababan de parar a un vendedor de helados. Éste bajó la heladora que traía sobre la cabeza y, enjugándose el rostro sudoroso con la punta de la servilleta, sacaba unas porciones sucias de su mercancía. «Todos queremos algo dulce, sabroso. Si no hay bombones, nos conformarnos con un mal helado. También Kitty lo ha hecho así: no ha podido tener a Vronsky, tiene a Levin. Aparte de esto me envidia; me envidia y me odia. Todos nos odiamos los unos a los otros. Yo odio a Kitty y ella me odia a mí. Ésta es la verdad. «Tiutkin–Coiffeur… (leyó en un rótulo). Je me fais coiffer pour Tiutkin. Cuando vuelva», pensó, «lo haré reír con esta necedad» y sonrió. Pero en aquel instante recordó que no tenía a nadie a quien hacer reír, nadie con quien bromear.
«Además no hay nada alegre ni ridículo», siguió pensando. «Ahora tocan las campanas a vísperas. Y este comerciante está persignándose con tanto cuidado como si fuera a perder algo. ¿Para qué sirven todas estas iglesias, estas campanadas, estas mentiras? Sólo para ocultar que todos nosotros nos odiamos los unos a los otros. Igual que esos cocheros de punto, que están peleándose con tanta ira. Jachvin dice que el que juega con él quiere dejarlo sin camisa y él quiere dejarlo sin ella al otro. ¡Ésta es la única verdad!»
Arrebatada por estos pensamientos, hasta el punto de olvidarse de su situación, apenas se dio cuenta de que había llegado y de que el coche se detenía a la entrada de su casa.
Al ver al portero, que vino a su encuentro, Anna recordó que había enviado una carta y un telegrama a Vronsky.
–¿Hay contestación al telegrama? –preguntó. –Ahora lo miraré ––dijo el portero. Y después de rebuscar en su mesa, de uno de los cajones sacó un sobre cuadrado que contenía un telegrama y se lo dio a Anna. Ésta lo abrió con mano temblorosa y leyó:
-No puedo ir antes de las diez. Vronsky.
–Y ese Mijailo, al que mandé con una carta, ¿no ha vuelto todavía?
–No, señora ––contestó el portero.
–¡Ah! Si es así, ya sé lo que tengo que hacer –dijo Anna sintiendo que su espíritu se llenaba de una ira inmensa y de un deseo ardiente de venganza. «Yo misma iré a encontrarlo donde está y antes de irme para siempre se lo diré todo. Nunca he odiado a nadie como a este hombre», pensaba, mientras corría hacia su habitación.
Al ver el sombrero de su amado en el perchero del recibidor, Anna se estremeció de aversión. No se daba cuenta de que el telegrama de Vronsky era la respuesta al suyo y que él no había podido aún recibir su carta. Ahora se lo imaginaba hablando tranquilamente con su madre y con la Sorokina, que gozarían desde allí con sus sufrimientos.
«¡Sí: debo ir en seguida!», se dijo. No sabía concretamente a dónde tenía que ir; sólo comprendía que quería huir de los sentimientos que experimentaba en aquella casa. Los criados, las paredes, todo despertaba en ella una profunda aversión.
Sentía en la cabeza una gran pesadez.
«Sí, debo ir a la estación del ferrocarril y, si no está, seguir hasta la casa y sorprenderlo», miró en un periódico el horario de los trenes. Por la noche pasaba un tren a las ocho y dos minutos. «Sí, tendré tiempo», pensó.
Mandó enganchar caballos de refresco y se ocupó de poner en su saco de viaje los objetos indispensables para una ausencia de algunos días. Sabía que allí no volvería más. Entre los mil confusos proyectos que desfilaban por su mente, decidió vagamente que, después de la escena que pudiera tener con la Condesa a su llegada, seguiría su viaje por ferrocarril hasta Nijgorod y se detendría en el primer pueblo.
La comida estaba ya preparada.
Anna se acercó a la mesa, miró el pan y el queso; pero el sólo olor de las viandas le daba náuseas y decidió no comer.
Ordenó que le prepararan el coche y salió.
La casa proyectaba ya una gran sombra que atravesaba toda la calle. Era un atardecer claro y brillaba todavía el sol.
Anuchka, que le llevó el equipaje hasta el coche, Pedro, que lo colocó dentro del carruaje y el cochero, que expresaba descontento, todos le alteraban los nervios, despertaban su irritación con sus palabras y sus ademanes.
–No lo necesito, Pedro.
–¿Y quién le va a comprar el billete?
–Bueno; haz lo que quieras… Todo me da igual.
Pedro subió al pescante de un salto y, con la mano apoyada en la cintura, ordenó al cochero ir a la estación.

SÉPTIMA PARTE – Capítulo 30
«Otra vez estoy en la calle. De nuevo lo comprendo todo», se dijo Anna en el momento en que se puso en marcha el carruaje. Y mientras el coche rodaba, con suave balanceo y fuerte trepidación, saltando sobre los guijarros del empedrado, mil pensamientos iban pasando por su mente. «¿Qué es lo último en que pensé antes? ¡Ah, sí! Tiutkin–Coiffeur. No, no es eso. ¡Ah, sí!, lo que decía Jachvin: «la lucha por la existencia y el odio son lo único que mueve a los hombres». Vosotros hacéis mal en ir allí», se dirigía mentalmente a varios hombres que iban en un coche tirado por cuatro caballos, dirigiéndose a las afueras, con ánimo bien visible de divertirse. «Tampoco el perro que lleváis va a serviros de nada. No podréis huir de vosotros mismos.»
Luego, dirigiendo su mirada a un punto al que, volviendo su cabeza, miraba fijamente Pedro, Anna vio a un obrero que, completamente ebrio, con la cabeza bamboleándosele, era llevado por un guardia en un coche de alquiler.
«Este hombre es más feliz», pensó Anna. «El conde Vronsky y yo hemos buscado también el placer pero nuestra dicha no ha sido la que esperábamos.»
Y Anna examinó por primera vez a esta clara luz con que ahora lo veía todo, sus relaciones con Vronsky, sobre las cuales había procurado no pensar. «¿Qué buscaba él en mí? No tanto el amor como la satisfacción de su amor propio.» Recordó las palabras de Vronsky, la expresión de perro sumiso que había en su rostro en los primeros tiempos de su amor y la firme, resuelta, imperiosa y triunfante expresión de después. «Tal vez hubiera amor, pero más que nada había orgullo y vanidad. Ahora, ha terminado. Ya no tiene de qué vanagloriarse, sino de qué avergonzarse. Tomó de mí todo lo que quiso y ahora no me necesita. Ahora le soy un estorbo, aunque procura no mostrarse desatento conmigo. Ayer se le escapó la confesión de que quiere el divorcio y casarse conmigo para quemar sus naves. Me quiere, sí; pero, ¿cómo me quiere? The rest is gone… Lo único que quiere es despertar la admiración del mundo. ¡Y está tan satisfecho de sí mismo», pensó mientras miraba a un empleado de comercio que iba montado en un caballo de carreras.
«Sí: ya no tengo para él ningún atractivo. Si me marcho, en el fondo de su alma se alegrará. Esto no es una suposición mía: lo veo con claridad, gracias a esta luz bienhechora que me descubre el verdadero sentido de la vida y de las relaciones humanas. Mi amor se vuelve por momentos más apasionado y más orgulloso mientras que el suyo está apagándose; y así nos alejamos el uno del otro; y nada podemos hacer para cambiar esta situación. Para mí, él lo es todo y exijo que se me entregue completamente, en cambio él tiende más y más a alejarse de mí.
Antes de nuestras relaciones íbamos uno al encuentro del otro y ahora nos dirijimos irresistiblemente por caminos opuestos. Y es imposible que cambiemos. Él me dice y yo misma me lo he dicho, que estoy tontamente celosa. No es verdad: no estoy celosa: estoy descontenta. Pero…»
Agitada por un pensamiento que brotó de súbito en su cerebro, cambió de sitio en el coche y quedó extasiada, con la vista en un punto indefinido y la boca abierta como si fuera a hablar. «Si pudiese ser algo más que una amante apasionada que busca sólo sus caricias. Pero no puedo ni quiero ser otra cosa. Y así, sólo despierto en él desagrado, mientras su frialdad me llena a mí de ira. Es una cosa fatal y no puede ser de otro modo. ¿Es que si tuviera el convencimiento de que no me engaña, que no tiene proyecto alguno con respecto a Sorokina, que no está enamorado de Kitty, ni me hará traición, me sentiría feliz? Lo cierto es que él no me ama; lo demás, ¿qué me puede importar? Es verdad que también sin quererme, podría mostrarse amable y dulce conmigo, impulsado por el sentimiento del deber. Y esto sería mil veces peor que el odio: esto sería el infierno. ¡Y precisamente lo que hay ahora es esto! Ya hace tiempo que no me ama. Y donde termina el amor empieza el odio. No conozco estas calles tan pinas… casas… más casas. Y en las casas tanta gente… Hay un sinfín de gente y todos se odian los unos a los otros. ¡Bueno, imaginaré lo que necesito para ser feliz… Bien… Recibo el divorcio de Alexis Alexandrovich. Me dan a Sergio y me caso con Vronsky…»
Y al recordar a Alexis Alexandrovich, Anna se lo imaginó con extraordinaria precisión, como si lo tuviera ante ella con sus ojos dóciles, apagados, sin vida; con las venas azules transparentándose en sus blancas manos; con las peculiares entonaciones de su voz; con los dedos de las manos cruzados y haciéndolos crujir; y la idea de sus relaciones, calificadas también de amor, la hizo estremecer con un sentimiento de repugnancia.
«Bien: obtendré el divorcio y seré la mujer de Vronsky. ¿Acaso Kitty dejará entonces de mirarme como me ha mirado hoy? No… ¿Y Sergio dejará de preguntar por mi vida y por qué tengo dos maridos? Y entre Vronsky y yo, ¿qué nuevo sentimiento va a brotar? ¿Será posible una nueva sensación que, si no nos hace felices, consiga al menos que no nos sintamos desgraciados? ¡No, no, y no!», se contestó sin vacilar.
«¡Esto es imposible! El abismo que nos separa es demasiado profundo. Yo causo su desgracia y él la mía. Se han hecho todas las tentativas, pero la máquina se ha estropeado. Allí, esa mendiga, con el niño en los brazos, imagina que le tengo lástima. ¿No estamos todos en este mundo sólo para odiarnos los unos a los otros, atormentamos nosotros mismos y hacer sufrir a los demás?
Ahí van esos colegiales. Ríen. Y Sergio, ¿qué hará? También pensé que lo quería. Sentía ternura por él. Y, sin embargo, he podido vivir sin verlo. Lo he cambiado por otro amor y no me he quejado del cambio mientras este otro amor me daba satisfacción.»
Y aquello que llamaba «otro amor» se le apareció entonces bajo un aspecto repugnante. No obstante, la claridad con que veía ahora su propia vida y la de todos los demás, la llenaba de un extraño placer.
«Así somos todos: yo, Pedro y el cochero Teodoro y ese comerciante y la gente que vive en las riberas del Volga. ¿Adónde invitan a ir esos carteles? A todas partes, ¿no?», se dijo, cuando llegaba ya a la estación de Nijni –un edificio bajo e insignificante– y unos mozos se apresuraban hacia ella, para llevar el equipaje.
–¿Quiere la señora tomar el billete hasta Obiralovka? –preguntó Pedro.
Había olvidado por completo a dónde se dirigía y para que iba a aquel lugar y tuvo que hacer un gran esfuerzo para comprender la pregunta de su criado.
–Sí –le dijo al fin entregándole el monedero con el dinero. Y cogiendo su saquito rosa de viaje, bajó del coche.
Anna se dirigió, entre la gente, a la sala de espera de primera clase.
Poco a poco volvió a recordar todos los detalles de su situación y se puso a pensar otra vez en las decisiones que podía elegir.
Y de nuevo, ya la esperanza, ya la desesperación, avivaron el dolor de su corazón, que palpitaba con violencia.
Sentada en el diván con forma de estrella, esperaba el tren, mirando a los que entraban y salían de aquel local. Y todos despertaban en ella una invencible repugnancia.
Anna se dijo que al llegar a la estación mandaría una carta a Vronsky y se puso a pensar en lo que le escribiría.
Luego decidió que se presentaría de improviso en casa de la Condesa.
«Él estaría en aquel momento con su madre, se decía, lamentándose de su situación sin comprender los sufrimientos de ella; entonces ella, Anna, entraría en la habitación y… ¿Qué le dirían?»
Y Anna pensó que tal vez podría todavía ser feliz.
«¡Cuán terrible –se dijo–, es amar y odiar a un mismo tiempo! ¡Con qué violencia me palpita el corazón!»

SÉPTIMA PARTE – Capítulo 31
Se oyó, fuerte y clara, una campanada.
Pasaron ante Anna precipitadamente y con ruido de fuertes pisadas y voces, varios hombres jóvenes y mal parecidos que la miraron insolentemente.
Atravesando la sala, se acercó Pedro, con su librea, sus lustrosos zapatos y su rostro estúpido, para acompañarla hasta el vagón.
Al pasar Anna, los jóvenes que habían pasado corriendo, callaron, la miraron y uno de ellos murmuró al oído de otro algo que entendió ella que sería una grosería.
Anna subió el estribo y se sentó sola en un camarote de primera clase, sobre el diván de muelles, tan sucio, que apenas se adivinaba que en algún tiempo había sido blanco, colocando el saco a su lado.
Pedro, sonriendo estúpidamente, levantó ante la ventana su sombrero galoneado en señal de despedida.
El conductor cerró de golpe la puerta y ajustó el cierre del vagón.
Una dama, vestida de un modo extravagante, atravesó el andén. Llevaba polisón. Anna la desnudó mentalmente y se horrorizó de su fealdad.
Unas niñas pasaron corriendo y riéndose.
–Catalina Andreievna lo tiene todo, ma tante –gritó la niña.
«Son todavía niñas y ya fingen», se dijo Anna. Y, para no ver a nadie, se levantó rápidamente y se sentó al otro lado del camarote.
Un hombrecillo sucio, con una gorra por debajo de la que asomaban mechones de enredados cabellos, pasó por delante de la ventana, examinando las ruedas del vagón.
«Hay algo que me resulta conocido en este hombre», pensó al verle Anna. Y de pronto recordó su sueño (aquel hombre le pareció el viejecito de sus pesadillas) y, aterrada, corrió hacia la puerta.
El conductor abrió para dar paso a un matrimonio.
–¿Quiere usted salir? –preguntó a Anna.
Ella no contestó.
Ni el conductor ni ninguno de los dos esposos advirtieron la expresión de horror que se pintaba en su semblante.
Anna volvió a su sitio y se sentó.
Los dos esposos se sentaron frente a ella, examinando discretamente pero con atención, su vestido.
Tanto el uno como el otro le parecieron repugnantes. El marido le pidió permiso para fumar, con deseo evidente de entablar conversación con ella. Anna, con una leve señal de cabeza, le dio su consentimiento.
Pero se vio en seguida que sentía más deseos de hablar que de fumar, pues apenas obtenido el permiso, comenzó a hacerlo con su mujer sobre naderías y con el sólo propósito de llamar la atención de Anna, lo que ella advirtió con claridad.
«Están aburridos y se odian el uno al otro», se dijo. Y sintió que le era imposible no odiar, por su parte, a los dos, tan disformes y despreciables.
Se oyó la segunda campanada; el ruido de las carretillas con los bagajes y gritos y risas.
Anna pensaba que nadie tenía por qué alegrarse; aquellas risas la herían dolorosamente y habría querido taparse los oídos para no oírlas.
Por fin, se oyó la tercera campanada, un silbido de la locomotora, el chirrido de los enganches y el convoy se puso en movimiento.
El marido se persignó.
«Me gustaría saber lo que piensa al hacer ese gesto», se dijo Anna.
Por no mirar a la mujer, sentada frente a frente de ella, Anna dirigió su mirada a la gente que quedaba en el andén tras despedir a los viajeros y que parecía deslizarse en dirección opuesta a la que llevaba el tren.
El vagón en que iba ella salió del andén, pasó frente a una pared de piedra, cruzó el disco y dejó atrás algunos vagones estacionados en otras vías. Las ruedas, bien engrasadas, producían un ruido fuerte, como de duro machaqueo al saltar las junturas de los railes. El ruido se hizo más rápido; la ventanilla se iluminó con el claro sol de la tarde y una ligera brisa agitó la cortinilla.
Anna respiró con agrado el aire fresco y, olvidando a sus compañeros de viaje, se entregó de nuevo a sus reflexiones, mecida blandamente por el traqueteo del vagón.
«¿Qué estaba yo pensando antes? ¡Ah, sí! Que no encontraré una situación en la cual mi vida no sea un tormento; que todos hemos sido creados para sufrir; que todos sabemos e inventamos medios para engañarnos a nosotros mismos. Y cuando vemos la verdad no sabemos qué hacer.»
–Por eso le ha sido dada al hombre la razón: para librarse de lo que lo inquieta ––dijo la mujer de delante en francés y visiblemente satisfecha de su frase, haciendo muecas y chasqueando la lengua.
Parecía que sus palabras fuesen una contestación a los pensamientos de ella.
«Librarse de lo que lo inquieta…», repitió.
Y mirando al marido, grueso y colorado y a la mujer, muy delgada, Anna comprendió que la mujer estaba enferma y se consideraba incomprendida; que el marido, con su aire satisfecho, no le hacía caso y hasta quizá la engañaba con alguna otra; y que por esto la mujer había pronunciado aquellas palabras.
A Anna le parecía ver con clarividencia toda la historia de las vidas de aquel matrimonio, penetrar en los rincones más secretos de sus almas.
Pero en ello había poco que la interesara y continuó reflexionando:
«Si algo me inquieta, tengo la razón para librarme de ello; es decir, debo librarme. ¿Y por qué no he de poder apagar la luz cuando ya no hay nada que mirar, cuando sólo siento asco de todo? Y ¿por qué ese conductor corre por este estribo? ¿Por qué están gritando esos jóvenes del vagón de al lado? ¿Por qué hablan? ¿Por qué ríen? Todo eso es mentira, engaño, maldad».
Cuando llegó a la estación de destino, Anna bajó del vagón entre un grupo de viajeros y, apartándose de ellos como de leprosos, se puso a recapacitar sobre el motivo que la había llevado allí y lo que se proponía hacer.
Entre la gente que la rodeaba, de mal aspecto, ruidosa y que no la dejaban tranquila un momento, le era difícil coordinar sus ideas. Los mozos de equipajes la asediaban ofreciéndole sus servicios; pasaban ante ella hombres jóvenes o viejos y algunos se detenían a mirarla con insolencia, le guiñaban el ojo o le dirigían frases groseras. Había otros que paseaban taconeando ruidosamente sobre las tablas del andén; otros hablaban en voz alta o gritaban; mientras algunos, caminando con torpeza, tropezaban con ella y obstaculizaban su camino.
Recordó que, si no había allí contestación a su carta, debía proseguir su viaje y entonces paró a un mozo y le preguntó si estaba por allí el cochero del conde Vronsky.
–¿El conde Vronsky? Ha estado aquí. Ha venido a recibir a la princesa Sorokina, que llegó con su hija. Y ese cochero, ¿qué aspecto tiene?
Mientras Anna estaba hablando con el mozo, se le acercó Mijailo, colorado, elegante con su poddevka azul y luciendo una cadena, el cual, visiblemente satisfecho por haber cumplido tan bien el encargo, le entregó una carta.
Anna la abrió y leyó, con gran ansiedad, palpitándole aún con más fuerza el corazón.
«Siento mucho que la carta no haya llegado a tiempo. Iré a las diez», había escrito Vronsky con letra descuidada.
–Esto es… Tal como lo esperaba… –dijo Anna con sonrisa sarcástica.
–Bien. Vuélvete a casa –ordenó al cochero.
Pronunció estas palabras con voz débil, muy tenue, porque el rápido latir de su corazón le impedía casi hablar.
«No… no permitiré que me atormentes de este modo», pensó después. Y esta amenaza no iba dirigida a Vronsky, concretamente; tampoco se refería con ella a un propósito sobre sí misma, sino a la causa misma de sus torturas.
Se dirigió al otro extremo del andén.
Dos doncellas que estaban paseando volvieron la cabeza para mirarla e hicieron un comentario en voz alta sobre su vestido. «Son verdaderas», dijeron de las puntillas que llevaba. Los jóvenes no la dejaban tranquila. La miraban al rostro con insolencia, pasaban y repasaban por su lado y le decían palabras que no llegaba a entender o no quería. El jefe de la estación le preguntó si tomaba aquel tren. El chico que vendía kvass no apartaba sus ojos de ella.
«Dios mío, ¿adónde iré?», pensó Anna.
Al final del andén se paró.
Una señora y unos niños que habían ido a recibir a un señor con lentes y que reían y hablaban con voces muy animadas, callaron al verla y, después de haber pasado ella, se volvieron para mirarla. Anna apresuró el paso y llegó hasta el límite del andén.
Se acercaba un tren de mercancías.
Las maderas del andén trepidaron bajo sus pies, se movieron, dándole la sensación de que se encontraba otra vez de viaje.
De repente, se acordó del hombre que había muerto aplastado el día de su primer encuentro con Vronsky y comprendió lo que tenía que hacer. Con paso rápido, ligero, bajó las escaleras que iban del depósito de agua a la vía y se detuvo al lado mismo del tren que pasaba.
Examinaba tranquila las partes bajas del tren: los ganchos, las cadenas, las altas ruedas de hierro fundido.
Con rápida ojeada midió la distancia que separaba las ruedas delanteras de las traseras del primer vagón, calculando el momento en que pasaría frente a ella.
«Allí», se dijo, mirando la sombra del vagón y la tierra mezclada con carbón esparcido sobre las traviesas. «Allí en medio. Así lo castigaré y me libraré de todos y de mí misma.» Quiso tirarse bajo el vagón, pero le fue difícil desprenderse del saquito, cuyas asas se le enredaron en la mano, impidiéndole ejecutar su idea con aquel vagón. Tuvo que esperar el siguiente. Un sentimiento parecido al que experimentaba cuando, al bañarse, iba a entrar en el agua, se apoderó de ella y se persignó.
Aquel gesto familiar despertó en su alma una ola de recuerdos de su niñez y su juventud y, de repente, las tinieblas que cubrían su espíritu se desvanecieron y la vida se le presentó con todas las alegrías luminosas, radiantes, del pasado. Pero, no obstante, no apartaba la vista del segundo vagón, que, por momentos, se acercaba. Y en el preciso instante en que ante ella pasaban las ruedas delanteras, Anna lanzó lejos de sí su saquito de viaje y, encogiendo la cabeza entre los hombros, se tiró bajo el vagón.
Cayó de rodillas y, con un movimiento ligero, abrió los brazos, como si tratara de levantarse.
En aquel instante se horrorizó de lo que hacía. «¿Dónde estoy? ¿Qué hago? ¿Por qué?», se dijo. Quiso retroceder, apartarse, pero algo duro, férreo, inflexible, chocó contra su cabeza, y se sintió arrastrada de espaldas.
«¡Señor, perdóname!», exclamó, consciente de lo inevitable y sin fuerzas ya.
El hombrecito de sus pesadillas, diciendo en voz baja algo incomprensible, machacaba y limaba los hierros.
Y la luz de la vela con que Anna leía el libro lleno de inquietudes, engaños, penas y maldades, brilló por unos momentos, más viva que nunca y alumbró todo lo que antes veía entre tinieblas. Luego brilló por un instante con un vivo chisporroteo; fue debilitándose… y se apagó para siempre.

ANNA KARENINA – SÉPTIMA PARTE – CAPÍTULOS 27 Y 28

viernes, agosto 2nd, 2013

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ANNA KARENINA – LEV TOLSTOY
SÉPTIMA PARTE – Capítulo 27

«¡Se marchó! ¡Todo ha terminado!», se dijo Anna.

Estaba en pie cerca de la ventana. Sus pensamientos, la oscuridad en que estaba la habitación por haberse apagado la luz y el recuerdo de la terrible pesadilla que había tenido, llenaron su alma de terror.

«No, esto no puede ser», exclamó y, cruzando apresuradamente la habitación, oprimió el timbre con insistencia.

Sentía ahora tanto miedo de estar sola que, sin esperar la llegada del criado, se dirigió al encuentro de éste.

–Entérese a dónde ha ido el Conde –le dijo.

El criado contestó que el Conde se dirigía a las cuadras –El señor Conde –añadió– dijo, también, que el coche volvería en seguida por si la señora quería salir.

–Bien. Espere. Voy a escribir una carta y la hará llevar por Mijailo a las cuadras, inmediatamente.

Anna se sentó y escribió en un papel de cartas:

Tengo yo la culpa… Vuelve a casa… Tenemos que hablar… Por Dios, ven… Siento miedo…

Cerró la carta y se la entregó al criado. Luego, en su temor de quedarse sola, salió tras éste y entró en el cuarto de la niña.

«¿Qué es esto? Éste no es mi Sergio. ¿Dónde están sus ojos azules, sus caricias, su tímida y dulce sonrisa?» Éste fue su primer pensamiento al ver a la niña, gordita, colorada, con ojos negros y cabellos rizados, en vez de a Sergio, a quien ella, perturbada y confundida, pensaba encontrar en aquella habitación.

La niña, sentada cerca de la mesa, se entretenía en golpearla, insistentemente, con un corcho que había sacado de una garrafa. Al entrar su madre, volvió la cabeza y puso en ella sus ojos negros y pequeños con una mirada sin expresión.

La inglesa preguntó a Anna por su salud y ella contestó que se encontraba bien ya, añadiendo que al día siguiente se irían al campo. Luego se sentó junto a la niña y se puso a jugar con ella, moviendo el tapón de la garrafa. Mas, la risa clara y sonora de la niña y el movimiento que hizo con sus cejas le recordaron tan vivamente a Vronsky, que, conteniendo sus sollozos, se levantó bruscamente y salió de la habitación.

«¿Es posible que todo haya terminado? No, no es posible», pensaba. «Él volverá. ¿Pero cómo podrá explicarme la animación, la sonrisa expresiva que tenía mientras hablaba con Sorokina? Escucharé, a pesar de todo, lo que me diga, le creeré. Si no le creo, sólo me queda un camino. ¡Y esto no lo quiero!»

Anna miró el reloj. Habían pasado doce minutos desde que mandara el recado a Vronsky. «Un poco más. Nada más que diez minutos. ¿Y si no vuelve? No, no es posible… No está bien que me vea con los ojos así… Comprenderá que he llorado… Voy a lavarme… Sí… sí. ¿Estoy ya peinada o no», se preguntó de repente. Y no recordándolo, se tocó la cabeza. «Sí; estoy peinada… Pero, ¿cuándo me he peinado?… No me acuerdo», dudando aún, se miró una vez más al espejo. «¿Qué es esto?» , se dijo al ver en el espejo su rostro alterado y los ojos con un brillo extraño, que la miraban con expresión de espanto. «¿Soy yo esa mujer?»

Volvió a mirarse en el espejo para ver toda su figura y creyó sentir que, como en otras ocasiones semejantes, Vronsky se le acercaba por detrás y la acariciaba y besaba frenéticamente su espalda, su nuca…

Un estremecimiento recorrió todo su cuerpo, como si Vronsky estuviera realmente allí, prodigádole besos y caricias e, inconscientemente, se llevó sus manos a la boca y las besó con frenesí.

«¿Qué es esto», dijo luego. « ¿Será que me he vuelto loca?»

Y corrió hacia el dormitorio donde Anuchka arreglaba algunas cosas.

–Anuchka –llamó.

Y no dijo más: se detuvo ante la doncella mirándola fijamente y sin recordar lo que iba a decirle.

–Quería usted ir a ver a Daria Alejandrovna –dijo Anuchka, como ayudándole a recordar que era esto lo que quería decirle.

–¿A Daria Alejandrovna?… Sí… iré… –respondió Anna distraídamente, mientras calculaba.

«Quince minutos en ir allí, quince para volver. Ya estará regresando… Ahora en seguida llegará.»

Sacó su reloj y lo miró para ver qué hora era.

«¿Y cómo pudo marcharse dejándome así? ¿Cómo puede vivir sin haberse reconciliado conmigo?» Se acercó a la ventana y se puso a mirar a la calle, esperando ver volver al criado o que llegara Vronsky.

«Quizá me haya equivocado en mis cálculos», pensó al ver que ni el criado ni él aparecían. Y en el momento en que se dirigía al salón para comprobar en el reloj de péndulo si el suyo iba bien, se oyó el ruido de un carruaje que se paraba ante la puerta.

Anna se asomó ávidamente a la ventana y vio el coche de Vronsky. Su corazón palpitó con más fuerza y aceleró sus latidos. Pero ni Vronsky ni nadie subía la escalera. En el piso de abajo se oían voces, mas la de él no se oía.

El criado que había llevado la carta y que era quien acababa de llegar con el coche, se adelantó hacia ella.

Anna le preguntó por su encargo.

–No hemos encontrado al señor Conde… Ya se había marchado a la estación del ferrocarril de Nijni.

–¿Cómo? ¿Que se había marchado? –preguntó Anna, con acento de consternación.

El criado, colorado y alegre como siempre, le confirmó lo que le había dicho y le devolvió la carta.

«¡Ah!, sí; es verdad. No la ha recibido», se dijo. Reflexionó un instante y ordenó:

–Vaya con esta carta a la finca de la condesa Vronskaya. Está cerca de Moscú. Y tráigame en seguida la respuesta.

«Y yo, ¿qué haré?», pensó. « Sí, iré a ver a Dolly. Es verdad… Ella vino… Si no, me volveré loca… ¡Ah! También puedo enviarle un telegrama.» Y Anna escribió este despacho:

Necesito hablarle. Venga en seguida.

Entregó el telegrama al criado y se marchó a ponerse el traje de calle. Ya vestida y con sombrero, Anna miró a los ojos a Anuchka. La doncella estaba tranquila pero en sus pequeños y bondadosos ojos grises se leía una viva compasión.

–Anuchka querida, ¿qué debo hacer? –le dijo Anna sollozando y dejándose caer, abatida, en el sillón.

–¿Y por qué se desespera usted tanto, Anna Arkadievna? Esto sucede siempre… Váyase usted a ver a Daria Alejandrovna y distráigase un poco –le dijo Anuchka, consolándola.

–Sí, iré. –dijo Anna, recobrándose– Si en mi ausencia llega un telegrama, me lo mandas a casa de Daria Alejandrovna… Y si no, déjalo… Yo volveré…

«Sí, no hay que pensar en nada, sino en hacer algo… Y lo principal es marcharse, salir de esta casa», se dijo Anna y de repente se horrorizó, percibiendo el rápido y agitado latir de su corazón. Salió precipitadamente y se sentó en el coche.

–¿Adónde desea la señora que la llevemos? –preguntó Pedro antes de sentarse en el pescante.

–A la Snomenskaya, a casa de Oblonsky.

SÉPTIMA PARTE – Capítulo 28

El cielo estaba despejado. Durante toda la mañana había caído una lluvia menuda y ahora el tiempo se había ido aclarando. Los tejados de chapa, las aceras, los cantos rodados del pavimento de las calles, las ruedas y las guarniciones del coche, todo brillaba bajo los rayos radiantes del sol de mayo. Eran las tres de la tarde y las calles presentaban gran animación. Sentada cómodamente en el coche, que se balanceaba con suavidad sobre los muelles, bien templados, al rápido correr de los caballos, Anna Arkadievna repasaba de nuevo en su mente cuanto le había sucedido y todo lo que había pensado en aquellos últimos días.

Ahora, despejada su cabeza por el aire puro y fresco que entraba en el coche, y bajo las impresiones que se iban sucediendo ante su mirada en el exterior, su situación se le aparecía completamente distinta a como la veía en su casa. La idea de la muerte no se le aparecía en este momento tan terrible y tampoco se le aparecía como inevitable.

Ahora sólo se reprochaba la humillación a que había descendido escribiendo a Vronsky.

«Le he implorado su perdón… Me he considerado culpable… Me he sometido… ¿Por qué? ¿Es que no puedo vivir sin él?» Y, sin contestarse, se puso maquinalmente a mirar la gente que pasaba, las casas, los escaparates. Leía los rótulos de los establecimientos. «Despacho y depósito.» «Dentista.» Y, mientras tanto, iba reflexionando con antiguos y nuevos pensamientos sobre su situación y las resoluciones que había de tomar, lo que iba a hacer.

«Le contaré todo a Dolly… Ella no aprecia a Vronsky. Sentiré vergüenza, dolor, pero se lo diré todo. Dolly me quiere y seguiré su consejo. No quiero someterme a él. No le permitiré que haga de mí un juguete de sus caprichos. «Filipov. Kalachi». Dicen que trae la crema de San Petersburgo. ¡El agua de Moscú es tan buena!… Y también existen los depósitos de agua de Mitischi y hay tortas.» Y recordó que hacía mucho tiempo, cuando ella tenía diecisiete años, iba con su tía al monasterio de la Santísima Trinidad. «Fuimos en caballos. No había ferrocarril aún. ¿Pero es posible que fuera yo aquella niña que tenía las manos tan rojas? ¿Cuántas cosas de las que me parecían entonces hermosas e inaccesibles se han convertido para mí en insignificantes; y, en cambio, lo que entonces tenía a mi alcance ahora me es inaccesible o lo he perdido para siempre. ¿Cómo habría podido yo creer en aquellos días que llegaría a una humillación semejante?
¡Qué contento y orgulloso se pondrá al recibir mi carta! Pero voy a demostrarle… Qué mal huelen estas pinturas. ¿Por qué estarán siempre pintando y construyendo? «Modas y adornos»», leyó en otro rótulo. Un hombre la saludó. Era el marido de Anuchka. Recordó que Vronsky les llamaba «nuestros parásitos». «¿Nuestros? ¿Por qué decía nuestros? Es terrible que no podamos arrancar de raíz el pasado. Es imposible arrancarlo, pero podemos desechar sus recuerdos. Y, yo lo voy a hacer.» Y se acordó entonces de que también a Alexis Alexandrovich lo había borrado de su memoria. «Dolly va a creer que abandono a mi segundo marido y por esto, seguramente, no me dará la razón… Pero ¿es que por ventura la quiero tener? ¡No puedo! »

Sintió ganas de llorar pero, en aquel momento, dos jóvenes, sonrientes y alegres, se cruzaron con el coche, ella pensó: «¿De qué se reirán? Seguramente su alegría tendrá por causa el amor. No saben que el amor es sólo llanto y amargura».

Corrían tres niños jugando a los caballos.

«¡Sergio!», pensó Anna. «Lo perderé todo y no lo tendré a él.»

«Sí, si Vronsky no vuelve lo perderé todo. Quizá llegó tarde para tomar el tren. Y acaso está ya en casa. De nuevo estoy buscando mi humillación. Entraré en la habitación de Dolly y le diré: «Soy desgraciada. Lo merezco: soy culpable; pero de todos modos, compadéceme y ayúdame». Estos caballos… este coche… ¡Cuán repugnante soy en este coche! Todo esto le pertenece a él. No los veré más.»

Anna subió la escalera de la casa de Dolly con toda la prisa que le permitieron sus piernas y su corazón, que latía violenta y apresuradamente.

Mientras, volvía a pensar en lo que diría a su amiga.

–¿Hay alguna visita? –preguntó antes de pasar al recibimiento.

–Catalina Alejandrovna –contestó el criado que le abrió la puerta.

«Kitty, la misma Kitty de la cual estuvo enamorada Vronsky», pensó Anna. Aquella misma mujer que «él» recordaba con cariño. «Se arrepintió, no se casó con ella y ella me recuerda con odio; sabe que Vronsky se halla unido a mí.»

En el momento en que llegó, las dos hermanas hablaban del modo de amamantar a los niños.

Cortando aquella conversación, Dolly salió al encuentro de Anna.

–¡Ah! ¿Todavía no te has marchado? Quería pasar por tu casa. –le dijo, mientras la saludaba besándola cariñosamente– Hoy hemos recibido una carta de Stiva.

–Nosotros hemos recibido un telegrama –contestó Anna, mirando en torno para ver a Kitty.

–Stiva me dice que no entiende qué es lo que quiere Alexis Alexandrovich pero que no vendrá sin una contestación.

–Entendí que tienes una visita –dijo Anna.

–Sí, está Kitty. Se ha quedado en el cuarto de los niños. Ha estado muy enferma.

–Ya lo sé. ¿Puedo leer la carta de Stiva?

–La traeré en seguida. Alexis Alexandrovich no ha rechazado la petición, Stiva tiene esperanza –dijo Dolly parándose en la puerta.

–Yo no espero ni deseo nada –dijo Anna.

«¿Considera Kitty humillante para ella encontrarse conmigo? Quizá los otros tengan razón. Pero ella, que estaba enamorada de Vronsky. Ella no debía mostrármelo, aunque sea verdad. Sé que ninguna mujer decente puede recibirme por mi situación. Sé que en el momento en que me uní a Vronsky lo sacrifiqué todo. Lo he sacrificado todo por él y ésta es mi recompensa. ¡Oh, cómo lo odio! ¿Y para qué he venido aquí? Me siento todavía peor, más oprimida.»

De la habitación contigua le llegaban las voces de Dolly y su hermana, que hablaban entre sí.

«¿Qué le diré ahora? ¿Consolaré, por ventura, a Kitty siendo yo tan desgraciada? ¿Me someteré a su protección? No. Tampoco Dolly podrá comprender nada. No tengo nada que decirles. Me interesaría sólo ver a Kitty y mostrarle cómo lo desprecio todo y a todos, lo indiferente que me es todo.»

Dolly entró con la carta.

Anna leyó lo que decía Esteban Arkadievich y comentó:

–Lo sabía y no me interesa.

–¿Y por qué? No hay que desanimarse: al contrario. Yo tengo esperanzas –dijo Dolly mirando a su cuñada con sorpresa.

Dolly no la había visto nunca tan irritada.

–¿Cuándo te marchas? –le preguntó.

Anna entornó los ojos y miró ante sí sin contestar.

Luego preguntó a Dolly, mirando a la puerta de la habitación en que estaba Kitty y ruborizándose:

–¿Por qué se esconde Kitty de mí?

–¡Qué tontería! Está dando el pecho a su niño y la cosa no va bien. Yo la aconsejaba… Se alegrará mucho de verte. Vendrá en seguida. –dijo Dolly, manifestando cierta confusión– ¡Ah! Aquí está.

Al enterarse de que Anna estaba en la casa, Kitty había decidido no salir a verla pero su hermana la había persuadido de que, al menos, la saludase.

Así, Kitty, haciendo un esfuerzo sobre su voluntad, salió a ver a Anna y, ruborizándose, se le acercó y le dio la mano.

–Estoy muy contenta de verla –le dijo con voz temblorosa.

Se mostraba cohibida por la lucha que había sostenido entre su enemistad hacia Anna y el deseo de mostrarse condescendiente con ella; pero en el momento en que vio su rostro, hermoso y lleno de simpatía, su animosidad desapareció.

–No me habría extrañado –dijo Anna– que no hubiera usted querido encontrarse conmigo. Estoy acostumbrada a esto. Está usted enferma, ¿no? Sí, está algo cambiada.

Kitty sentía que Anna la miraba con enemistad pero la disculpó comprendiendo la situación en que se encontraba y hasta sintió hacia ella cierta lástima.

Hablaron de Stiva y de la enfermedad del niño, pero era evidente que nada de aquello interesaba a Anna.

–He venido sólo por despedirme de ti –dijo Anna a Dolly, levantándose para marcharse.

–¿Cuándo se van ustedes? –le preguntó Dolly.

Anna, sin contestar a esta pregunta, se dirigió a Kitty.

–Sí, estoy muy contenta de haberla visto. –dijo con una sonrisa– ¡He oído tanto bueno de usted en todas partes, incluso de su marido! Vino a verme y me alegró mucho su visita. –dijo con intención evidente de herir a Kitty– ¿Dónde está ahora? –añadió aún.

–Se marchó al campo –contestó ella ruborizándose.

–Salúdelo de mi parte; no lo olvide usted.

–Con mucho gusto –dijo ingenuamente Kitty, mirando con compasión a Anna.

–Adiós, Dolly.

Y, tras besar a Dolly y dar la mano a Kitty, Anna salió precipitadamente.

–Siempre es la misma, siempre tan atractiva. Es en verdad hermosa. –comentó Kitty al quedarse a solas con su hermana– Pero hay algo en ella que inspira compasión. Algo muy penoso, infinitamente penoso.

–Y hoy tiene algo particular. –dijo Dolly– Cuando la acompañaba hasta el vestíbulo, me pareció que iba a llorar.

ANNA KARENINA – SÉPTIMA PARTE – CAPÍTULOS 25 Y 26

jueves, agosto 1st, 2013

anna tapa libro

Tantas veces lo que el otro dice no tiene nada que ver con lo que pensamos que quiso decir… Leyendo estos capítulos pienso, todo el tiempo, que matar al amor por andar interpretando intenciones es pecado mortal. Chashka chaya en mano y los Capítulos 25 y 26 de la Séptima Parte de Anna K. Buenas noches, dachas queridas.

ANNA KARENINA – LEV TOLSTOY
SÉPTIMA PARTE – Capítulo 25
La reconciliación era completa. Anna, desde por la mañana, se puso a hacer los preparativos para la salida de Moscú. Aunque todavía no habían decidido si se marcharían el lunes o el martes, porque ambos se cedían el uno al otro la decisión, se ocupaba activamente en los preparativos de la partida.

Estaba en su habitación, ante el baúl abierto, metiendo en él las cosas que iba a llevar, cuando Vronsky habiéndose vestido antes de la hora acostumbrada, entró a verla.

–Ahora voy a ver a maman. Ella me mandará el dinero por medio de Egor. Y mañana podremos irnos.

A pesar de la buena disposición de ánimo en que se encontraba, Anna creyó advertir algo sospechoso en la forma en que Vronsky acababa de hablar de su viaje a la dacha de su madre.

–No, mañana, no –contestó– Ni yo misma tendría tiempo de arreglar mis cosas.

Y quedó pensativa.

«Esto quiere decir», pensaba, «que era posible arreglar los asuntos como decía yo y él porfió que no».

–Ve al comedor, ––dijo a Vronsky– que yo iré allí ahora mismo. Sólo dejaré fuera estas cosas que necesito– y entregó varias prendas a Anuchka, que ya tenía en sus brazos otras ropas.

Vronsky estaba comiendo un filete cuando Anna entró en el comedor.

–No puedes imaginar cuánto me aburren estas habitaciones. –dijo a Vronsky, sentándose a su lado para tomar su café– No hay nada tan horrible como estas chambres garnies. No tienen expresión; les falta el alma. Este reloj, estas cortinas y, lo principal, estos papeles pintados de las paredes, todo esto ha sido una pesadilla para mí. Pienso en Vosdvijenskoie como en la tierra prometida. No mandes todavía allí los caballos.

–No, los enviarán cuando nos hayamos marchado de aquí. ¿Tú quieres ir a alguna parte?

–Quería ir a casa de Wilson. Tengo que llevarle mis trajes. Entonces, ¿decididamente nos marchamos mañana? –preguntó con voz alegre.

De pronto su rostro se tomó sombrío. El ayuda de cámara de Vronsky le trajo a éste para que lo firmara el recibo de un telegrama que acababa de llegar de San Petersburgo. No esperaba Vronsky nada de particular en aquel telegrama pero, como deseando ocultar algo a Anna, dijo al criado que tenía que extender el recibo en el gabinete y se dirigió allí con precipitación.

Al volver, dijo a Anna:

–Mañana, sin falta, estará todo terminado.

–¿De quién es el telegrama? –preguntó Anna, sin prestar atención a aquellas palabras.

–De Stiva ––contestó Vronsky de mal grado.

–¿Y por qué no me lo has enseñado? ¿Qué secreto puede haber entre Stiva y yo?

Vronsky llamó a su ayuda de cámara y le ordenó que trajera el telegrama.

–No quería mostrártelo porque no dice nada de particular. Stiva tiene debilidad por el telégrafo. No sé a qué viene telegrafiar cuando no hay nada decisivo.

–¿Se trata del divorcio?

–Sí, pero dice que no ha podido obtener nada, que para estos días le ha prometido una respuesta decisiva. Míralo, léelo.

Anna cogió el despacho con manos temblorosas y leyó lo que Vronsky le había dicho. El telegrama terminaba así: «Hay pocas esperanzas pero haré lo posible y lo imposible».

–Ayer te dije que me es indiferente que se lleve a cabo o no el divorcio –dijo Anna ruborizándose -No había necesidad alguna de ocultarme esas dificultades que señala Stiva. «Así puede ocultar y seguramente oculta su correspondencia con las otras mujeres», pensó también.

–Jachvin quería venir hoy por la mañana. –dijo Vronsky– Parece ser que ganó a Peszov todo lo que éste tenía y hasta más de lo que puede pagar. Cerca de sesenta mil rublos.

–¡No es eso! –interrumpió ella, irritada porque Vronsky cambiara de conversación. «¿Era que pensaba que la disgustaba no obtener el divorcio, no poder retenerlo casándose con él», pensó– ¿Por qué has creído –le dijo, con irritación -que esa noticia me iba a doler hasta el punto de que era conveniente ocultármela? Te he dicho que no quiero ni pensar en el divorcio y me gustaría que tú te interesaras en esa cuestión tan poco como yo…

–Me intereso porque me gusta la claridad –contestó Vronsky.

–La claridad en nuestra unión no consiste en la forma externa, sino en el amor ––dijo Anna aún más irritada, no por las palabras de Vronsky, sino por la fría tranquilidad con que hablaba él– ¿Por qué deseas mi divorcio? –insistió.

«¡Dios mío! Otra vez el amor», pensó Vronsky frunciendo el ceño.

–Ya lo sabes… Por ti y por los niños –contestó.

–No tendremos más niños.

–Pues lo siento mucho.

–Lo necesitas por los niños. Eso es: en mí no piensas –dijo Anna, que no había oído completa la frase «por ti y por los niños».

La probabilidad de tener más hijos era cuestión que habían discutido los dos hacía tiempo y que a ella la irritaba. El deseo de Vronsky de tener hijos lo consideraba Anna como una prueba de indiferencia hacia su belleza que, como era natural, desaparecería o aminoraría con un nuevo embarazo y alumbramiento.

–He dicho que por ti también. –aclaró Vronsky– Y más que por nada, por ti –añadió frunciendo el ceño como si sufriera algún dolor– porque estoy seguro de que la mayor parte de tu malestar proviene de tu situación indefinida.

«Ahora ha dejado de fingir y se ve claramente el odio frío que siente por mí», pensó Anna sin atender las palabras de él pero viendo con horror en sus ojos a un juez frío y cruel que la condenaba.

–Siento mucho que no entiendas o no quieras entender –dijo Vronsky deseando aclarar aún más su idea –El carácter «indefinido» de la situación consiste en esto: tú crees que yo soy libre…

–En lo que respecta a esto puedes estar completamente tranquilo –contestó Anna. Y, dejando de prestarle atención, se puso a tomar su café.

Cogió la taza con la mano, la levantó, separando el dedo meñique, la acercó a la boca y bebió paladeando. Después de tomar así unos sorbos, miró a Vronsky y en la expresión de su rostro le pareció adivinar que a él le eran desagradables su mano, su gesto y el ruido que producía con los labios al sorber el café.

–A mí me es completamente indiferente lo que piense tu madre y cómo quiera casarte –dijo Anna, poniendo otra vez la taza sobre la mesa, temblándole la mano.

–No hablábamos de esto –cortó Vronsky.

–Pues es de eso precisamente de lo que tenemos que hablar. Y cree que a mí, una mujer sin corazón, sea vieja o no, sea tu madre o la madre de otro cualquiera, no me interesa, no quiero conocerla.

–Anna, te suplico que respetes a mi madre –le rogó Vronsky.

–La mujer que no adivina dónde están la felicidad y el honor de su hijo no tiene corazón –insistió ella.

–Repito mi ruego de que no faltes al respeto a mi madre, a la que quiero y respeto –volvió a decir Vronsky, levantando la voz y mirándola con severidad.

Anna sostuvo la mirada de él sin contestar. Recordó en aquel momento con todo detalle la escena de la reconciliación del día antes y las caricias que él le había prodigado y pensó: «¡Cuántas mujeres habrán conocido las mismas caricias! ¡Cuántas acaso las conocen aún!».

–Tú no amas a tu madre. Eso es una frase hueca, palabras y nada más –le dijo, mirándolo con odio.

–¡Ah! ¿Lo crees así? Pues hay que…

–Hay que terminar y estoy decidida a ello –interrumpió ella. Y se dispuso a salir del comedor.

En aquel momento entró Jachvin.

Anna se detuvo y saludó al que llegaba.

«¿Por qué cuando se sentía con el alma combatida por una tempestad, cuando se disponía a dar un paso decisivo en su vida, a llevar a cabo una determinación que podía tener las más terribles consecuencias para ella, por qué en aquel preciso instante se veía obligada a fingir ante un extraño que, no obstante, tarde o temprano lo conocería todo?» Estas preguntas pasaron rápidas por su mente; y en seguida, ahogando su íntimo dolor, se sentó y se puso a hablar tranquilamente con el que acababa de llegar.

–¿Qué, como va su asunto? ¿Ha cobrado usted su crédito?

–Parece que va por buen camino, aunque creo que no podré recibirlo todo. No obstante, el miércoles he de marcharme de aquí. Y ustedes, ¿cuándo se marchan? –preguntó a su vez Jachvin. Y, mirando a Vronsky, que tenía el ceño fruncido, adivinó que entre ellos se había producido una disputa.

–Creo que nos iremos pasado mañana –dijo Vronsky.

–Pues me parece recordar que hace ya tiempo que querían ustedes marcharse –comentó Jachvin.

–Ahora ya está completamente decidido –dijo Anna, mirando a los ojos de Vronsky fijamente y de modo que comprendiera que no había ni la más remota posibilidad de reconciliación entre ellos. Y tranquilamente siguió hablando con Jachvin.

–¿Es posible –le dijo– que usted no tenga compasión de ese pobre Peszov?

–Jamás me he preguntado en estos casos, Anna Arkadievna, si he de tener o no compasión. Todo lo que poseo lo tengo aquí –y Jachvin señalaba al bolsillo izquierdo de su chaleco– Ahora soy un hombre rico, pero hoy iré al Círculo y quizá salga de allí convertido en un mendigo. Y considero que el que se pone a jugar en contra de mí quiere dejarme hasta sin camisa, como yo a él; y así luchamos. Esto es lo que nos da emoción, lo que constituye la salsa del juego.

–Y si estuviese usted casado, ¿qué diría su mujer?

Jachvin rió.

–Por eso no me he casado –dijo en tono de broma– y jamás he tenido intención de hacerlo.

–¿Y Helsingfors? –dijo Vronsky entrando en la conversación y mirando a Anna, que sonreía. Pero, al encontrarse sus miradas, el rostro de ella adoptó de repente una expresión severa y fría con lo que parecía querer decir que las cosas estaban igual.

–¿Es posible que no se haya usted enamorado nunca? –preguntó Anna a Jachvin.

–¡Oh, Dios mío! ¡Cuántas veces! Pero, compréndalo: ¿puede uno ponerse a jugar a las cartas pensando levantarse de la mesa cuando llegue el momento del rendez-vous? Yo puedo ocuparme del amor pero a condición de no hacer esperar al juego… Así obro en esta cuestión.

–No le pregunto por un entretenimiento cualquiera, sino por un amor verdadero, por…

Anna iba a decir «Helsingfors», pero no quiso repetir aquella palabra que había dicho ya Alexis.

Entonces llegó Voitov, para tratar la compra de un semental y Anna se levantó y salió de la habitación.

Antes de salir de casa, Vronsky entró en la habitación de su amada. Ella quiso simular que estaba buscando algo encima de la mesilla pero, avergonzada de fingir, lo miró resueltamente con una mirada fría y le preguntó en francés:

–¿Qué quiere usted?

–Recoger los documentos de «Hambette», pues lo he vendido ––explicó él con un tono que más que las palabras parecía decirle «no tengo tiempo para explicaciones y, además, éstas serían inútiles».

«No tengo culpa alguna», pensaba Vronsky. «Si quiere mortificarse ella misma, tant pis pour elle.»

Mas, al salir de la habitación, le pareció que Anna le había dicho algo y su corazón se estremeció de piedad por ella; retrocedió y le preguntó afectuosamente:

–¿Qué dices, Anna?

–Nada –contestó ella fría y tranquila.

«Si no dices nada, tant pis», se dijo él, indiferente de nuevo. Y dio media vuelta y salió de la habitación.

Al cerrar la puerta, vio en el espejo la imagen de Anna. Tenía el rostro pálido, los ojos llorosos y le temblaban el cuerpo y las manos.

Vronsky quiso volver de nuevo para decirle algo que la librara de aquella tribulación que al parecer sufría pero dudó un momento, pensó que no le recibiría bien y continuó hacia la calle.

Todo este día lo pasó Vronsky fuera de su casa.

Cuando volvió, ya bien entrada la noche, la doncella le dijo que Anna Arkadievna tenía una fuerte jaqueca y rogaba que no la molestaran.

SÉPTIMA PARTE – Capítulo 26

Nunca había sucedido que Anna y Vronsky pasaran un día entero enemistados y el que ahora hubiera sucedido era para Anna claro indicio de que el amor de Vronsky hacia ella había desaparecido o se había entibiado al menos. «¿Cómo, si no, habría sido posible que él la mirara de aquella manera tan fría que le había dirigido al entrar en la habitación a recoger la documentación del caballo?; ¿cómo habría podido ver que su corazón se rompía en pedazos y seguir adelante, tranquilo e indiferente? No es que esté frío; es que me odia porque ama a otra mujer. Esto está claro», pensaba Anna.

Y, recordando las duras palabras de Vronsky y pensando en otras que él no le había dicho, pero que ella presumía que quería decirle, se sentía todavía más hundida en la desesperación.

«No la retengo», le hacía decir ella. «Usted puede ir a donde quiera… Probablemente usted no quiere divorciarse de su marido para volver a vivir con él. Vuelva usted. Si necesita dinero… ¡Cuántos rublos necesita usted?»

Las palabras más duras y crueles, los gestos del hombre más brutal imaginábalos Anna en su amado dirigidos a ella y con estos pensamientos crecía su ira contra él y se decía que no lo perdonaría jamás.

Luego pensó: «¿Y no fue ayer mismo cuando me juró amor como un hombre honrado y sincero? ¿No me dijo varias veces que estaba desesperada sin motivo?».

Todo aquel día, excepto las horas que invirtió en ir al establecimiento de Wilson, lo pasó Anna atormentada por la duda de si todo habría terminado o si quedarían aún esperanzas de reconciliación; de si se marcharía en seguida o iría a verla.

Estuvo esperándolo todo el día y por la noche, cuando al retirarse a su habitación había dado orden de que le dijeran que tenía una fuerte jaqueca, pensaba:

«Si a pesar de todo entra a verme es que me ama; si hace lo contrario y respeta o finge acatar mi indicación, es que no siente el menor interés por mí, que ni siquiera le importa que esté yo enferma, es decir, que todo ha terminado entre nosotros. Y en este caso», siguió pensando, «decidiré lo que debo hacer».

Al sentir la llegada de Vronsky, puso toda su atención en lo que él hacía. Oyó la llegada del coche, la llamada a la puerta de la calle, sus pasos, su conversación con la camarera y cómo se retiraba a sus habitaciones. Entonces pensó:

«Se ha conformado con lo que le han dicho; no ha querido averiguar más, no ha querido ni siquiera verme. Esto significa que todo ha terminado.»

Y cómo único recurso para resucitar el cariño en su corazón y castigarlo con el remordimiento, para vencer, en suma, en aquella lucha, se le presentó de nuevo, clara y obsesionante, la idea de la muerte.

Ahora le daba ya todo igual: no le importaba ir o no a Vosdvijenskoie; ni conseguir o no el divorcio. Nada necesitaba. Sólo quería una cosa: castigarlo.

Cuando preparó su habitual dosis de opio y pensó que podía morir con sólo beberse todo el frasco, le pareció tan fácil y sencillo que volvió a pensar, con gran complacencia, en cómo sufriría, se arrepentiría y, aunque ya tarde, amaría su recuerdo.

Se metió en la cama, apagó todas las luces, excepto una, cuya llama se estaba extinguiendo ya y quedó inmóvil, estirada, con los ojos abiertos, mirando hacia el techo esculpido, en el cual la sombra de la pantalla había fijado extrañas figuras. Su pensamiento representaba entonces a Vronsky ante su cuerpo inerte, cuando ella hubiese desaparecido ya completamente, cuando no quedase más que su recuerdo. «¿Cómo pude», se diría él, «decirle palabras tan crueles como las que le dije? ¿Cómo pude salir de la habitación sin dirigirle una palabra, viéndola tan afligida? Pero ahora ya no está aquí», dirá, «ahora se ha ido para siempre…».

De repente, la sombra que hacía la pantalla se movió, se extendió a todo el techo; nuevas sombras brotaron de otros puntos de la habitación al encuentro de aquélla. Pero por un momento se desvanecieron, se juntaron de nuevo con gran rapidez, se movieron tumultuosamente, se entremezclaron hasta fundirse. Y todo se sumió en la oscuridad.

«Es la muerte», pensó Anna.

Y se sintió sobrecogida por un horror tal que, con los ojos espantados, muy abiertos y su cuerpo en fuerte tensión nerviosa, estuvo mucho tiempo sin poder moverse. Al fin, con gran esfuerzo, su mano temblorosa pudo coger las cerillas que tenía encima de la mesilla y encender otra luz que reemplazara a la que se había consumido produciendo aquellas sombras y figuras extrañas que tanto terror habían infundido en su espíritu.

Y, ensanchando su pecho, suspiró hondamente como si se librara de un gran peso; se sintió libre de la horrible visión que oprimía su pecho y murmuró:

«No, no… Vivir… ¡Quiero vivir! Lo amo y él también me ama. Hemos discutido, pero esto pasará».

Y la alegría de volver a la vida cuando se creía ya entre las garras de la muerte, inundó sus ojos de lágrimas, que se deslizaron suavemente por sus mejillas, pálidas aún. Luego, para huir de su soledad, para ahuyentar de su alma los restos de aquel terror pasado, se dirigió al gabinete de Vronsky.

Estaba durmiendo con un sueño profundo.

Ella se le acercó, le iluminó con la vela el rostro, que estaba sereno, tranquilo y le contempló con arrobamiento. Ahora, en aquella actitud, a Anna le gustaba más; sintió con mayor intensidad su amor y, conmovida, no pudo contener las lágrimas. Luego pensó que si lo despertaba en aquel momento, la miraría con su mirada fría, seguro de ser justo y que antes de hablarle de su amor, ella habría tenido que mostrarse severa con él como él se mostraba con ella. Regresó, sin despertarlo, a su habitación y, después de una segunda dosis de opio, cuando amanecía ya, se durmió con un sueño pesado pero intranquilo, ya que no dejaba de sentir palpitaciones en su corazón y en las venas, en las sienes, en las manos y continuaba con sus pensamientos.

Por la mañana tuvo una horrible pesadilla que la había atormentado ya otra vez antes de sus relaciones con Vronsky. Un viejecillo con la barba mal peinada, inclinado sobre el lecho, manipulaba los hierros de la cama repitiendo unas palabras sin sentido. Y Anna, como siempre que tenía esta pesadilla (y en esto consistía precisamente todo el horror) sentía que el viejecillo no le prestaba atención y continuaba manipulando los hierros de la cama.

Anna se despertó con un fuerte dolor de cabeza; inundada toda de sudor.

Cuando se levantó, recordó, muy vagamente, todo lo que la había ocurrido durante el día anterior.

«Hubo una discusión, lo que había habido tantas veces… Dije que tenía jaqueca y él no entró en mi habitación… Mañana nos vamos de aquí. Tengo que verlo y prepararme para el viaje», se dijo.

Al enterarse de que Vronsky estaba en el despacho, se dirigió allí. Cuando cruzaba el salón, oyó que a la entrada de la casa se paraba un carruaje. Miró por la ventana y vio un coche lujoso, a una de cuyas ventanillas se asomaba una joven con sombrero color lila, ordenando algo al lacayo, quien llamó a la puerta y entró en la casa. Después de una pequeña conversación en el piso de abajo, alguien pasó a las habitaciones superiores y en el salón de al lado resonaron los pasos de Vronsky. Éste, con andar rápido, bajó la escalera. Anna se acercó de nuevo a la ventana y algo separada de ésta, procurando que no la vieran, observó otra vez lo que pasaba en la calle con las viajeras del coche. Ahora, Vronsky, sin sombrero, bajaba la escalinata; se acercó al carruaje. La joven del sombrero lila le entregó un paquete. Él le dijo unas palabras sonriendo. El coche se alejó y Vronsky subió la escalera corriendo.

Anna sintió que la bruma que cubría su cerebro se desvanecía de repente. Los sentimientos del día interior, aumentados con un nuevo dolor, oprimían su corazón enfermo. Ahora no comprendía cómo había podido rebajarse hasta el punto de quedarse un día más en su casa. «No estaré con él un día más», se dijo.

Y entró en el gabinete de Vronsky para comunicarle su decisión de marcharse de la casa y separarse de él inmediatamente.

–Era la Sorokina, con su hija, que me han traído dinero y los documentos de mamá. Ayer no pude recibirlas. ¿Y tu jaqueca? ¿Estás mejor? –le dijo él sin querer advertir la expresión sombría y trágica de su rostro.

Anna lo miraba fijamente, de pie en medio de la habitación. Él la miró a su vez, frunciendo el ceño un momento y continuó leyendo la carta que acababa de recibir. Ella dio media vuelta y, lentamente, se dirigió a la salida de la habitación. Vronsky pensó un momento en llamarla y hacerla volver pero la dejó llegar hasta la puerta sin decirle nada, sin que se oyera en la habitación más que el ruido de los pasos de Anna y el de las hojas de la carta, que él iba volviendo.

–¡Ah! A propósito. ––dijo Vronsky cuando ella llegaba ya a la puerta– Decididamente nos vamos mañana, ¿no?

–Se irá usted, yo no –contestó Anna, volviéndose ligeramente.

–Anna, así es imposible vivir –exclamó Vronsky.

–Se irá usted, yo no –repitió.

–¡Esto está haciéndose de nuevo insoportable!

–Usted se arrepentirá de esto –añadió ella y salió.

Asustado por el tono de desesperación con que había pronunciado estas palabras, Vronsky se levantó de un salto y corrió tras ella, pero a los pocos pasos, pensándolo mejor, se detuvo, reflexionó unos momentos y volvió a la silla que ocupaba, se sentó y con los dientes apretados y la vista fija en el suelo quedó sumido en hondas reflexiones.

«Lo he probado todo», se dijo; «no me queda sino un recurso: dejarla hacer». Y se preparó para ir a la ciudad y a la dacha de su madre, de quien le era preciso obtener la firma de unos documentos referentes a su herencia.

Anna oyó el ruido de sus pasos en el gabinete y luego a través del comedor. Cerca del salón, Vronsky se paró, pero no se dirigió a la habitación de Anna como ella esperaba, sino que dio a un criado orden de entregar el caballo a Voitov cuando éste fuese a buscarlo. Luego oyó cómo se adelantaba el coche hasta la entrada de la casa; sintió abrirse la puerta de ésta y le vio salir. De repente, se volvió, dijo algo a uno de los criados, quien corrió a la habitación de su dueño, cogió los guantes que Alexis se había dejado olvidados y volvió a bajar las escaleras, corriendo, para entregarlos a su señor. Anna se acercó a la ventana y vio que Vronsky, sin mirar al criado, cogió los guantes, luego tocó con la mano derecha la espalda del cochero, le dijo algo y, sin volver la vista a la casa, subió al coche y se acomodó en él en su postura habitual: con las piernas cruzadas. El coche partió seguidamente y a poco desaparecía tras la esquina.

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