kmf "kmf"
Categoria: Té Literario ~ Anna Karenina | Fecha: julio 17th, 2013 | Publicado por Gabriela Carina Chromoy

ANNA KARENINA – SEXTA PARTE – CAPÍTULOS 31 Y 32

anna tapa libro
ANA KARENINA – LEV TOLSTOY
SEXTA PARTE – Capítulo 31

Aquel día Vronsky ofreció una comida al Presidente provincial elegido y a muchos de los adeptos del partido nuevo.

Vronsky había ido a la ciudad por las elecciones y porque se aburría en el pueblo, por mostrar a Anna su derecho a la libertad y también porque quería pagar a Sviajsky, con su ayuda, los esfuerzos que había hecho a su favor en las elecciones del zemstvo. Pero, más que nada, había ido por cumplir con todos sus deberes de noble y agricultor, la posición que había elegido ahora como campo de su actividad. Pero Vronsky no esperaba de ningún modo que las elecciones le hubieran interesado de tal manera. Era un hombre completamente nuevo entre los nobles rurales mas, a pesar de ello, alcanzaba un éxito indudable y no se equivocaban pensando que había ya adquirido una gran influencia en aquel medio.

Contribuían a ello su riqueza y distinción, su cualidad de noble de alta categoría; el espléndido departamento que en la ciudad había dejado a su disposición su antiguo conocido Schirkov, que ahora se ocupaba de asuntos financieros y había abierto en Kachin un banco que marchaba prósperamente; el estupendo cocinero que Vronsky se había traído de su finca; la amistad con el Gobernador, que era amigo íntimo suyo y además protegido de otro amigo de Vronsky; y, sobre todo, le ayudaba a ello su trato sencillo, afable e igual, que obligó a la mayoría de los nobles a modificar la opinión de soberbio en que casi todos le tenían.

Él mismo sentía que, excepto aquel señor tan raro, casado con Kitty Scherbazky que, à propos de bottes le había dicho, con desenfrenada irritación, una porción de tonterías, cada noble que él conocía se convertía, en seguida, en partidario y amigo suyo.

Vronsky sabía fijamente –y los demás se lo reconocían de buen grado– que Neviedovsky le debía mucho de su éxito. Y ahora, en la mesa de su casa, festejando la elección de aquél, experimentaba, por su protegido, el sentimiento agradable de la victoria.

Las mismas elecciones le habían interesado de tal modo que había resuelto que si estaba casado ya cuando se celebraran las próximas, dentro de tres años, presentaría su candidatura. Era como si, después de haber ganado el premio en las carreras de caballos por medio del jockey, le entrasen ganas de tomar parte en las pruebas personalmente.

Ahora, celebrando la victoria de su jockey Neviedovsky en la carrera electoral, Vronsky presidía la mesa.

A su derecha estaba sentado el joven gobernador, general del séquito del Emperador. El Gobernador era, para todos los comensales, el amo de la provincia, el hombre que había abierto solemnemente las elecciones pronunciando el discurso y que, como observara Vronsky, había despertado el respeto y hasta el servilismo de la mayoría. Pero para Vronsky era Maslov Kátika, apodo con el que era conocido en el Cuerpo de pajes, que ahora se sentía confuso delante de Vronsky y a quien procuraba éste mettre à son aise.

A la izquierda, estaba sentado Neviedovsky, con su rostro joven, impasible y como lleno de hiel, a quien Vronsky trataba con naturalidad y respeto.

Sviajsky soportaba su fracaso con buen humor. Para él no era un fracaso –decía, levantando su copa y dirigiéndose a Neviedovsky–. Habría sido imposible –explicaba– encontrar un representante mejor para la nueva dirección que debía seguir la Nobleza. Y por esto estaba, de todo corazón, al lado del éxito de hoy y lo celebraba sinceramente.

Esteban Arkadievich también se sentía feliz de haber pasado el tiempo de una manera tan agradable y de que todos estuviesen satisfechos.

Durante la comida, que fue espléndida, se recordaron los episodios de las elecciones. Sviajsky imitó cómicamente el discurso lacrimoso del antiguo Presidente y, de paso, dijo a Neviedovsky que «Su Excelencia» tendría que elegir un modo mejor y no tan sencillo como las lágrimas para justifcar la inversión de los fondos.

Otro noble, gran humorista, dijo que había hecho venir a sus lacayos calzados de medias para el baile del Presidente, ya que éste tenía la costumbre de dar las fiestas así; y ahora habría de vestirlos de nuevo si el Presidente actual no daba baile con los lacayos calzando medias.

Al dirigirse a Neviedovsky, lo hacían continuamente llamándole «nuestro Presidente provincial» y «Vuestra Excelencia». Y lo decían con el mismo placer con el cual se dirigían a una señora joven llamándola madame o por el apellido de su marido.

Neviedovsky aparentaba que no sólo le era indiferente el nombramiento, sino que hasta tenía en poco este título; pero se veía claramente que le hacía feliz su elección y que hacía esfuerzos para no demostrar un entusiasmo poco conveniente en el medio liberal en que se encontraba.

Durante la comida se enviaron algunos telegramas a la gente conocida que se interesaba por las elecciones y Esteban Arkadievich, el cual estaba muy animado y alegre, mandó uno a Daria Alejandrovna que decía así: «Neviedovsky elegido por mayoría de diecinueve bolas. Enhorabuena. Lo comunicarás».

Esteban Arkadievich, muy ufano, leyó el telegrama en voz alta y dijo: «Quiero alegrarles con esta agradable noticia». Y, en efecto, Daria Alejandrovna, al recibir el telegrama, se limitó a suspirar por el rublo que habían gastado en ello y pensó que su marido lo había mandado después de una comida, ya que Esteban Arkadievich tenía la debilidad de, al final de cada banquete a que asistía, faire jouer le télégraphe.

Todo, junto con la espléndida comida y los vinos extranjeros, resultó digno, sencillo y animado. Veinte personas, todas de las mismas ideas, gente liberal, activa, nueva y, al mismo tiempo, espiritual y honrada, habían sido las elegidas por Sviajsky para esta fiesta. Se brindó con alegría «por el nuevo Presidente» y «por el Gobernador» y «por el Director del Banco» y «por nuestro amable anfitrión».

Vronsky estaba contento, porque nunca había imaginado encontrar un ambiente tan agradable en la provincia.

Al final, la alegría se hizo aún más general.

El Gobernador pidió a Vronsky que fuera al concierto que, a beneficio de los «Hermanos Eslavos», había organizado su esposa, la cual, por su parte, deseaba conocer al Conde.

–Habrá un gran baile y verá usted a nuestras bellezas. Será algo extraordinario.

–Not in my line –contestó Vronsky, al cual agradaba mucho esta expresión. Pero sonrió y prometió ir.

Un momento antes de levantarse de la mesa, cuando todos reposaban, fumando, el ayuda de cámara de Vronsky se acercó a éste, trayéndole una carta sobre una bandeja.

–Acaba de llegar de Vosdvijenskoie con un enviado especial ––dijo con expresión significativa.

–Es sorprendente cómo se parece a Sventizky, el vicepresidente de los Tribunales –dijo en francés uno de los invitados refiriéndose al ayuda de cámara, mientras Vronsky leía la carta. A medida que leía su rostro se iba ensombreciendo.

La carta era de Anna.

Aun antes de haberla leído, Vronsky conocía su contenido. Suponiendo que las elecciones iban a terminar en cinco días, él había prometido a Anna volver a su casa el viernes. Era sábado y Vronsky sabía que la carta estaría llena de reproches por no haber vuelto en el día indicado. Sin duda, la nota que él había enviado explicando el retraso no habría llegado aún a poder de ella.

El contenido de la carta era, efectivamente, el que Vronsky había imaginado. Pero, además, le decía algo inesperado y doloroso; Anny estaba muy enferma. «El doctor dice que puede tratarse de una pulmonía. Sola, yo pierdo la cabeza. La princesa Bárbara no es una ayuda, sino un estorbo. Te he esperado anteayer y ayer y ahora mando ésta para saber dónde estás y qué haces. Quise ir yo misma, pero cambié de idea pensando que acaso te desagradara. Dime algo para saber qué debo hacer.»

«La niña enferma y Anna queriendo venir. ¡La hija está enferma y ella emplea aún este tono hostil!», pensó Vronsky.

El contraste entre la alegría inocente de las elecciones y el recuerdo de aquel amor sombrío, agobiador, al cual debía volver, hundió a Vronsky en una gran confusión.

Pero debía volver y aquella misma noche, en el primer tren, de regreso a su casa.

SEXTA PARTE – Capítulo 32

Antes del viaje de Vronsky para asistir a las elecciones, Anna había reflexionado en que las escenas que se repetían con ocasión de cada viaje que él hacía, en vez de estrechar los lazos que los unían, podían debilitarlos aún más, y decidió hacer todo el esfuerzo posible sobre sí misma para soportar tranquila la separación.

Pero el tono frío y severo que empleó Vronsky aquella vez para anunciarle su viaje y la mirada que le dirigió, la ofendieron y ya antes de su partida Anna había perdido la tranquilidad.

Luego, al quedarse sola, recordando y analizando aquel tono y aquella mirada, que expresaban el deseo de Vronsky de hacer uso de su derecho a la libertad, Anna llegó a la misma conclusión de siempre: a la conciencia de su humillación.

«Tiene, claro está, perfecto derecho a marcharse adonde y cuando quiera. Y, no sólo a marcharse, sino, también, a dejarme sola. Él tiene todos los derechos y yo ninguno. Pero, sabiéndolo, no debería hacerlo… De todos modos, ¿qué ha hecho? Me miró con expresión fría y severa. Esto, naturalmente, es una cosa indefinida, impalpable; pero antes esto no ocurría y esta mirada suya significa mucho», pensaba. «Esa mirada dice bien claramente que empieza enfriarse su pasión.» No obstante, a pesar de estar convencida de que Vronsky comenzaba a perderle cariño, no veía cómo podría ella cambiar, modificar su actitud con él, hacer que ésta fuera igual que antes cuando, con sólo su amor y sus atractivos, ella sabía retenerlo.

Y, como antes, trabajando de día y tomando morfina por la noche, Anna conseguía ahogar sus terribles pensamientos sobre la situación en que quedaría si Vronsky dejara de amarla.

«Es verdad», pensó, «que queda todavía un remedio para retenerlo». Anna fuera de su amor no deseaba nada. Este remedio era el divorcio y su casamiento y Anna empezó a desearlo y se decidió a consentir en la primera ocasión en que Vronsky o su hermano le hablaran de ello.

Con tales pensamientos pasó cinco días, que fueron los que había de durar la ausencia de él.

Los paseos, las conversaciones con la princesa Bárbara, las visitas al hospital y, principalmente, la lectura –un libro tras otro– ocuparon todo su tiempo.

Pero al sexto día, cuando llegó el cochero sin él, Anna sintió que no podía ya ahogar más su pena y su inquietud por lo que Vronsky pudiera estar haciendo allí. En este tiempo enfermó su hija. Anna quiso atenderla y tampoco en esto halló distracción, porque la enfermedad de la niña no era de cuidado. Además, no obstante sus esfuerzos, no llegaba a querer a la niña, y el amor no podía ni sabía fingirlo.

Al anochecer de aquel día, al encontrarse sola, el terror de que él la abandonase se hizo en Anna tan vivo, que casi se decidió a ir a la ciudad ella misma, pero, después de pensarlo mucho, se limitó a escribir aquella carta contradictoria que Vronsky había recibido y que, sin releerla, le fue mandada por un mensajero.

A la mañana siguiente, al recibir la contestación, Anna se arrepintió de haberlo hecho.

Pensaba ahora con terror en la posibilidad de que Vronsky volviese a dirigirle la mirada severa del día de la partida, sobre todo al enterarse de que el estado de la niña no inspiraba ningún cuidado.

Sin embargo, a pesar de todo, estaba contenta por haberle escrito. Él se sentía molesto, renunciaría de mala gana a su libertad para volver a su lado pero, al fin y al cabo, volvería, que es lo que Anna ansiaba con toda el alma, porque de este modo lo tendría con ella, lo vería, podría seguir cada uno de sus movimientos…

Estaba sentada en el salón y, a la luz de la lámpara, leía un nuevo libro de Taine, con el oído atento a los ruidos del exterior, donde soplaba un fuerte viento, esperando a cada momento la llegada del coche. Repetidas veces le había parecido oír el ruido de las ruedas, pero era siempre un engaño; hasta que, al fin, no sólo oyó el ruido de las ruedas, sino también las exclamaciones del cochero y el traqueteo del carruaje, que se detuvo en la entrada cubierta delante de la casa. Hasta la princesa Bárbara, que disponía su solitario, lo afirmó.

Anna, con el rostro encendido por la emoción, se levantó para dirigirse a su encuentro, como otras veces cuando regresaba Vronsky de viaje pero, antes de llegar a la puerta, se detuvo y permaneció en la misma habitación.

De repente se sintió avergonzada de su engaño y, más que nada, temerosa, pensando en qué forma lo recibiría. Todos sus temores se habían desvanecido y ya no temía sino el descontento de Vronsky.

Recordó que la hija llevaba ya dos días completamente bien y hasta se sintió irritada contra ella de que se hubiera restablecido precisamente cuando había mandado la carta anunciando que se hallaba gravemente enferma.

Al recordar, sin embargo, que él estaba allí, él, con sus brazos, con sus ojos, se olvidó de todo y, al oír su voz, corrió a su encuentro, alegre, inundada de felicidad.

–¿Y Anny? ¿Cómo está? –le preguntó Vronsky, desde abajo, con temor, viendo a Anna que bajaba corriendo las escaleras a su encuentro.

Él estaba sentado en una silla mientras el lacayo le sacaba sus botas forradas.

–Está mejor.

–¿Y tú? –le preguntó él, sacudiéndose el traje.

Anna, con ambas manos, tomó una de las de Vronsky, la pasó por su espalda para que el brazo de él le rodeara el talle y, estrechados así, lo miró fijamente, embelesada.

–Bueno, estoy contento –le dijo Vronsky, examinando fríamente su peinado, el vestido, sus adornos, que sabía que se había puesto para él.

Aquellas atenciones le placían; pero, ¡lo había visto todo tantas veces!

Y la expresión severa, como de piedra, aquella expresión que Anna temía tanto, se fijó en el rostro de Vronsky.

–Estoy contento. –repitió– ¿Y tú, estás bien? –le preguntó y, después de secarse con el pañuelo su barba mojada, le besó la mano.

«Es igual», pensaba Anna; «lo que yo quería era que estuviera él aquí, porque cuando está aquí no se atreve, no puede no amarme».

El resto de la velada transcurrió animado y alegre, con la presencia también de Bárbara, la cual se lamentó de que, en ausencia de él, Anna tomara morfina.

–¿Qué queréis que haga? No podía dormir. Me estorbaban los pensamientos. Cuando él está aquí, no la tomo nunca… Casi nunca…

Vronsky contó los diversos episodios de las elecciones y, con sus preguntas, Anna supo llevarle a lo que más le gustaba: a hablar de sus éxitos.

Ella le refirió, por su parte, cuanto de interesante había sucedido en la casa y sus noticias fueron todas felices y alegres.

Pero cuando, ya tarde, los dos quedaron solos, al ver que de nuevo lo tenía a su lado, Anna quiso borrar la mala impresión de su carta y le preguntó:

–Confiesa que el recibir mi carta te fue desagradable. ¿Me has creído o no?

Apenas lo hubo dicho, comprendió que por grande que fuese su cariño, Vronsky no se lo perdonaba.

–Sí, la carta era muy extraña. Me decías que Anny estaba grave y que querías venir tú en persona…

–Las dos cosas eran verdad.

–No lo dudo.

–No; sí lo dudas… Veo que estás descontento.

–En modo alguno. Lo que me contraría es que no quieras comprender que uno tiene obligaciones…

–¿Es obligación ir al concierto?

–Bueno, no hablemos más de esto…

–¿Y por qué no hablar? –insistió Anna

–Sólo quiero decir que se presentarán deberes imperiosos… Ahora mismo, muy pronto, tendré que ir a Moscú por los asuntos de la casa… Anna, ¿por qué te irritas? ¿No sabes que no puedo vivir sin ti?

–Si es así… – dijo Anna, cambiando súbitamente de tono– Si vienes aquí, estás un día y luego te marchas de nuevo, si estás cansado de esta vida…

–Anna, eres cruel. Ya sabes que estoy pronto a sacrificarlo todo, hasta mi vida…

Pero ella no lo escuchaba.

–Si vas a Moscú, iré yo también. No quiero quedarme aquí. Debemos separarnos definitivamente o vivir juntos.

–Tú sabes que ése es mi único deseo. Pero para esto…

–¿Hay que obtener el divorcio? Voy a escribir en seguida a mi marido. Veo que no puedo vivir así… Pero iré contigo a Moscú.

–Parece que me amenazas… Pues bien: mi más ardiente deseo es separarme de ti ––dijo Vronsky sonriendo.

Pero en sus ojos, al pronunciar aquellas dulces palabras, brillaba no sólo una mirada fría, sino irritada, la mirada de un hombre exasperado por aquella obstinación.

Anna vio su mirada y comprendió hasta el fondo su significado: «¡Qué desgracia!», leyó en los ojos de Vronsky. Fue una impresión que duró un instante, pero Anna no la olvidó nunca más.

Anna escribió la carta a su marido pidiéndole que accediera al divorcio.

Y a fines de noviembre, separándose de la princesa Bárbara, la cual debía ir a San Petersburgo, marchó con Vronsky a Moscú, donde, esperando cada día la contestación de Alexis Alejandrovich y luego el divorcio, se instalaron juntos como marido y mujer.

Tags: , , , , , ,

Comments are closed.

Últimas Entradas del Blog

  • Tomar

    Tomar

    dom Feb 28

    Фэнтезийный мир Владимира Федотко. Cada tanto, sucede. Esa sincronicidad mágica. Una llamada,...

  • EL COLOR PÚRPURA ~ ALICE WALKER (PDF)

    EL COLOR PÚRPURA ~ ALICE WALKER (PDF)

    sáb Jun 06

    Queridos amigos de esta dacha virtual:  debajo iré pegando los enlaces para la lectura de nuestra nueva novela....

  • TÉ LITERARIO ~ EL COLOR PÚRPURA ~ ALICE WALKER

    TÉ LITERARIO ~ EL COLOR PÚRPURA ~ ALICE WALKER

    jue Jun 04

    Para arrancar este invierno de cuarentena, les propongo preparar sus teteras para hacer un viaje en el tiempo e ir leyendo...

Tea blends, blends artesanales, blends de té en hebras, té de alta gama, té premium, té ruso, té de samovar, tea shop, té gourmet, latex free tea blends, mezclas de té en hebras libres de látex, té orgánico.

Buenos Aires - Argentina | Tel. 15-6734-2781 - Llámenos gratuitamente | sekret@dachablends.com.ar