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Categoria: Té Literario ~ Anna Karenina | Fecha: agosto 1st, 2013 | Publicado por Gabriela Carina Chromoy

ANNA KARENINA – SÉPTIMA PARTE – CAPÍTULOS 25 Y 26

anna tapa libro

Tantas veces lo que el otro dice no tiene nada que ver con lo que pensamos que quiso decir… Leyendo estos capítulos pienso, todo el tiempo, que matar al amor por andar interpretando intenciones es pecado mortal. Chashka chaya en mano y los Capítulos 25 y 26 de la Séptima Parte de Anna K. Buenas noches, dachas queridas.

ANNA KARENINA – LEV TOLSTOY
SÉPTIMA PARTE – Capítulo 25
La reconciliación era completa. Anna, desde por la mañana, se puso a hacer los preparativos para la salida de Moscú. Aunque todavía no habían decidido si se marcharían el lunes o el martes, porque ambos se cedían el uno al otro la decisión, se ocupaba activamente en los preparativos de la partida.

Estaba en su habitación, ante el baúl abierto, metiendo en él las cosas que iba a llevar, cuando Vronsky habiéndose vestido antes de la hora acostumbrada, entró a verla.

–Ahora voy a ver a maman. Ella me mandará el dinero por medio de Egor. Y mañana podremos irnos.

A pesar de la buena disposición de ánimo en que se encontraba, Anna creyó advertir algo sospechoso en la forma en que Vronsky acababa de hablar de su viaje a la dacha de su madre.

–No, mañana, no –contestó– Ni yo misma tendría tiempo de arreglar mis cosas.

Y quedó pensativa.

«Esto quiere decir», pensaba, «que era posible arreglar los asuntos como decía yo y él porfió que no».

–Ve al comedor, ––dijo a Vronsky– que yo iré allí ahora mismo. Sólo dejaré fuera estas cosas que necesito– y entregó varias prendas a Anuchka, que ya tenía en sus brazos otras ropas.

Vronsky estaba comiendo un filete cuando Anna entró en el comedor.

–No puedes imaginar cuánto me aburren estas habitaciones. –dijo a Vronsky, sentándose a su lado para tomar su café– No hay nada tan horrible como estas chambres garnies. No tienen expresión; les falta el alma. Este reloj, estas cortinas y, lo principal, estos papeles pintados de las paredes, todo esto ha sido una pesadilla para mí. Pienso en Vosdvijenskoie como en la tierra prometida. No mandes todavía allí los caballos.

–No, los enviarán cuando nos hayamos marchado de aquí. ¿Tú quieres ir a alguna parte?

–Quería ir a casa de Wilson. Tengo que llevarle mis trajes. Entonces, ¿decididamente nos marchamos mañana? –preguntó con voz alegre.

De pronto su rostro se tomó sombrío. El ayuda de cámara de Vronsky le trajo a éste para que lo firmara el recibo de un telegrama que acababa de llegar de San Petersburgo. No esperaba Vronsky nada de particular en aquel telegrama pero, como deseando ocultar algo a Anna, dijo al criado que tenía que extender el recibo en el gabinete y se dirigió allí con precipitación.

Al volver, dijo a Anna:

–Mañana, sin falta, estará todo terminado.

–¿De quién es el telegrama? –preguntó Anna, sin prestar atención a aquellas palabras.

–De Stiva ––contestó Vronsky de mal grado.

–¿Y por qué no me lo has enseñado? ¿Qué secreto puede haber entre Stiva y yo?

Vronsky llamó a su ayuda de cámara y le ordenó que trajera el telegrama.

–No quería mostrártelo porque no dice nada de particular. Stiva tiene debilidad por el telégrafo. No sé a qué viene telegrafiar cuando no hay nada decisivo.

–¿Se trata del divorcio?

–Sí, pero dice que no ha podido obtener nada, que para estos días le ha prometido una respuesta decisiva. Míralo, léelo.

Anna cogió el despacho con manos temblorosas y leyó lo que Vronsky le había dicho. El telegrama terminaba así: «Hay pocas esperanzas pero haré lo posible y lo imposible».

–Ayer te dije que me es indiferente que se lleve a cabo o no el divorcio –dijo Anna ruborizándose -No había necesidad alguna de ocultarme esas dificultades que señala Stiva. «Así puede ocultar y seguramente oculta su correspondencia con las otras mujeres», pensó también.

–Jachvin quería venir hoy por la mañana. –dijo Vronsky– Parece ser que ganó a Peszov todo lo que éste tenía y hasta más de lo que puede pagar. Cerca de sesenta mil rublos.

–¡No es eso! –interrumpió ella, irritada porque Vronsky cambiara de conversación. «¿Era que pensaba que la disgustaba no obtener el divorcio, no poder retenerlo casándose con él», pensó– ¿Por qué has creído –le dijo, con irritación -que esa noticia me iba a doler hasta el punto de que era conveniente ocultármela? Te he dicho que no quiero ni pensar en el divorcio y me gustaría que tú te interesaras en esa cuestión tan poco como yo…

–Me intereso porque me gusta la claridad –contestó Vronsky.

–La claridad en nuestra unión no consiste en la forma externa, sino en el amor ––dijo Anna aún más irritada, no por las palabras de Vronsky, sino por la fría tranquilidad con que hablaba él– ¿Por qué deseas mi divorcio? –insistió.

«¡Dios mío! Otra vez el amor», pensó Vronsky frunciendo el ceño.

–Ya lo sabes… Por ti y por los niños –contestó.

–No tendremos más niños.

–Pues lo siento mucho.

–Lo necesitas por los niños. Eso es: en mí no piensas –dijo Anna, que no había oído completa la frase «por ti y por los niños».

La probabilidad de tener más hijos era cuestión que habían discutido los dos hacía tiempo y que a ella la irritaba. El deseo de Vronsky de tener hijos lo consideraba Anna como una prueba de indiferencia hacia su belleza que, como era natural, desaparecería o aminoraría con un nuevo embarazo y alumbramiento.

–He dicho que por ti también. –aclaró Vronsky– Y más que por nada, por ti –añadió frunciendo el ceño como si sufriera algún dolor– porque estoy seguro de que la mayor parte de tu malestar proviene de tu situación indefinida.

«Ahora ha dejado de fingir y se ve claramente el odio frío que siente por mí», pensó Anna sin atender las palabras de él pero viendo con horror en sus ojos a un juez frío y cruel que la condenaba.

–Siento mucho que no entiendas o no quieras entender –dijo Vronsky deseando aclarar aún más su idea –El carácter «indefinido» de la situación consiste en esto: tú crees que yo soy libre…

–En lo que respecta a esto puedes estar completamente tranquilo –contestó Anna. Y, dejando de prestarle atención, se puso a tomar su café.

Cogió la taza con la mano, la levantó, separando el dedo meñique, la acercó a la boca y bebió paladeando. Después de tomar así unos sorbos, miró a Vronsky y en la expresión de su rostro le pareció adivinar que a él le eran desagradables su mano, su gesto y el ruido que producía con los labios al sorber el café.

–A mí me es completamente indiferente lo que piense tu madre y cómo quiera casarte –dijo Anna, poniendo otra vez la taza sobre la mesa, temblándole la mano.

–No hablábamos de esto –cortó Vronsky.

–Pues es de eso precisamente de lo que tenemos que hablar. Y cree que a mí, una mujer sin corazón, sea vieja o no, sea tu madre o la madre de otro cualquiera, no me interesa, no quiero conocerla.

–Anna, te suplico que respetes a mi madre –le rogó Vronsky.

–La mujer que no adivina dónde están la felicidad y el honor de su hijo no tiene corazón –insistió ella.

–Repito mi ruego de que no faltes al respeto a mi madre, a la que quiero y respeto –volvió a decir Vronsky, levantando la voz y mirándola con severidad.

Anna sostuvo la mirada de él sin contestar. Recordó en aquel momento con todo detalle la escena de la reconciliación del día antes y las caricias que él le había prodigado y pensó: «¡Cuántas mujeres habrán conocido las mismas caricias! ¡Cuántas acaso las conocen aún!».

–Tú no amas a tu madre. Eso es una frase hueca, palabras y nada más –le dijo, mirándolo con odio.

–¡Ah! ¿Lo crees así? Pues hay que…

–Hay que terminar y estoy decidida a ello –interrumpió ella. Y se dispuso a salir del comedor.

En aquel momento entró Jachvin.

Anna se detuvo y saludó al que llegaba.

«¿Por qué cuando se sentía con el alma combatida por una tempestad, cuando se disponía a dar un paso decisivo en su vida, a llevar a cabo una determinación que podía tener las más terribles consecuencias para ella, por qué en aquel preciso instante se veía obligada a fingir ante un extraño que, no obstante, tarde o temprano lo conocería todo?» Estas preguntas pasaron rápidas por su mente; y en seguida, ahogando su íntimo dolor, se sentó y se puso a hablar tranquilamente con el que acababa de llegar.

–¿Qué, como va su asunto? ¿Ha cobrado usted su crédito?

–Parece que va por buen camino, aunque creo que no podré recibirlo todo. No obstante, el miércoles he de marcharme de aquí. Y ustedes, ¿cuándo se marchan? –preguntó a su vez Jachvin. Y, mirando a Vronsky, que tenía el ceño fruncido, adivinó que entre ellos se había producido una disputa.

–Creo que nos iremos pasado mañana –dijo Vronsky.

–Pues me parece recordar que hace ya tiempo que querían ustedes marcharse –comentó Jachvin.

–Ahora ya está completamente decidido –dijo Anna, mirando a los ojos de Vronsky fijamente y de modo que comprendiera que no había ni la más remota posibilidad de reconciliación entre ellos. Y tranquilamente siguió hablando con Jachvin.

–¿Es posible –le dijo– que usted no tenga compasión de ese pobre Peszov?

–Jamás me he preguntado en estos casos, Anna Arkadievna, si he de tener o no compasión. Todo lo que poseo lo tengo aquí –y Jachvin señalaba al bolsillo izquierdo de su chaleco– Ahora soy un hombre rico, pero hoy iré al Círculo y quizá salga de allí convertido en un mendigo. Y considero que el que se pone a jugar en contra de mí quiere dejarme hasta sin camisa, como yo a él; y así luchamos. Esto es lo que nos da emoción, lo que constituye la salsa del juego.

–Y si estuviese usted casado, ¿qué diría su mujer?

Jachvin rió.

–Por eso no me he casado –dijo en tono de broma– y jamás he tenido intención de hacerlo.

–¿Y Helsingfors? –dijo Vronsky entrando en la conversación y mirando a Anna, que sonreía. Pero, al encontrarse sus miradas, el rostro de ella adoptó de repente una expresión severa y fría con lo que parecía querer decir que las cosas estaban igual.

–¿Es posible que no se haya usted enamorado nunca? –preguntó Anna a Jachvin.

–¡Oh, Dios mío! ¡Cuántas veces! Pero, compréndalo: ¿puede uno ponerse a jugar a las cartas pensando levantarse de la mesa cuando llegue el momento del rendez-vous? Yo puedo ocuparme del amor pero a condición de no hacer esperar al juego… Así obro en esta cuestión.

–No le pregunto por un entretenimiento cualquiera, sino por un amor verdadero, por…

Anna iba a decir «Helsingfors», pero no quiso repetir aquella palabra que había dicho ya Alexis.

Entonces llegó Voitov, para tratar la compra de un semental y Anna se levantó y salió de la habitación.

Antes de salir de casa, Vronsky entró en la habitación de su amada. Ella quiso simular que estaba buscando algo encima de la mesilla pero, avergonzada de fingir, lo miró resueltamente con una mirada fría y le preguntó en francés:

–¿Qué quiere usted?

–Recoger los documentos de «Hambette», pues lo he vendido ––explicó él con un tono que más que las palabras parecía decirle «no tengo tiempo para explicaciones y, además, éstas serían inútiles».

«No tengo culpa alguna», pensaba Vronsky. «Si quiere mortificarse ella misma, tant pis pour elle.»

Mas, al salir de la habitación, le pareció que Anna le había dicho algo y su corazón se estremeció de piedad por ella; retrocedió y le preguntó afectuosamente:

–¿Qué dices, Anna?

–Nada –contestó ella fría y tranquila.

«Si no dices nada, tant pis», se dijo él, indiferente de nuevo. Y dio media vuelta y salió de la habitación.

Al cerrar la puerta, vio en el espejo la imagen de Anna. Tenía el rostro pálido, los ojos llorosos y le temblaban el cuerpo y las manos.

Vronsky quiso volver de nuevo para decirle algo que la librara de aquella tribulación que al parecer sufría pero dudó un momento, pensó que no le recibiría bien y continuó hacia la calle.

Todo este día lo pasó Vronsky fuera de su casa.

Cuando volvió, ya bien entrada la noche, la doncella le dijo que Anna Arkadievna tenía una fuerte jaqueca y rogaba que no la molestaran.

SÉPTIMA PARTE – Capítulo 26

Nunca había sucedido que Anna y Vronsky pasaran un día entero enemistados y el que ahora hubiera sucedido era para Anna claro indicio de que el amor de Vronsky hacia ella había desaparecido o se había entibiado al menos. «¿Cómo, si no, habría sido posible que él la mirara de aquella manera tan fría que le había dirigido al entrar en la habitación a recoger la documentación del caballo?; ¿cómo habría podido ver que su corazón se rompía en pedazos y seguir adelante, tranquilo e indiferente? No es que esté frío; es que me odia porque ama a otra mujer. Esto está claro», pensaba Anna.

Y, recordando las duras palabras de Vronsky y pensando en otras que él no le había dicho, pero que ella presumía que quería decirle, se sentía todavía más hundida en la desesperación.

«No la retengo», le hacía decir ella. «Usted puede ir a donde quiera… Probablemente usted no quiere divorciarse de su marido para volver a vivir con él. Vuelva usted. Si necesita dinero… ¡Cuántos rublos necesita usted?»

Las palabras más duras y crueles, los gestos del hombre más brutal imaginábalos Anna en su amado dirigidos a ella y con estos pensamientos crecía su ira contra él y se decía que no lo perdonaría jamás.

Luego pensó: «¿Y no fue ayer mismo cuando me juró amor como un hombre honrado y sincero? ¿No me dijo varias veces que estaba desesperada sin motivo?».

Todo aquel día, excepto las horas que invirtió en ir al establecimiento de Wilson, lo pasó Anna atormentada por la duda de si todo habría terminado o si quedarían aún esperanzas de reconciliación; de si se marcharía en seguida o iría a verla.

Estuvo esperándolo todo el día y por la noche, cuando al retirarse a su habitación había dado orden de que le dijeran que tenía una fuerte jaqueca, pensaba:

«Si a pesar de todo entra a verme es que me ama; si hace lo contrario y respeta o finge acatar mi indicación, es que no siente el menor interés por mí, que ni siquiera le importa que esté yo enferma, es decir, que todo ha terminado entre nosotros. Y en este caso», siguió pensando, «decidiré lo que debo hacer».

Al sentir la llegada de Vronsky, puso toda su atención en lo que él hacía. Oyó la llegada del coche, la llamada a la puerta de la calle, sus pasos, su conversación con la camarera y cómo se retiraba a sus habitaciones. Entonces pensó:

«Se ha conformado con lo que le han dicho; no ha querido averiguar más, no ha querido ni siquiera verme. Esto significa que todo ha terminado.»

Y cómo único recurso para resucitar el cariño en su corazón y castigarlo con el remordimiento, para vencer, en suma, en aquella lucha, se le presentó de nuevo, clara y obsesionante, la idea de la muerte.

Ahora le daba ya todo igual: no le importaba ir o no a Vosdvijenskoie; ni conseguir o no el divorcio. Nada necesitaba. Sólo quería una cosa: castigarlo.

Cuando preparó su habitual dosis de opio y pensó que podía morir con sólo beberse todo el frasco, le pareció tan fácil y sencillo que volvió a pensar, con gran complacencia, en cómo sufriría, se arrepentiría y, aunque ya tarde, amaría su recuerdo.

Se metió en la cama, apagó todas las luces, excepto una, cuya llama se estaba extinguiendo ya y quedó inmóvil, estirada, con los ojos abiertos, mirando hacia el techo esculpido, en el cual la sombra de la pantalla había fijado extrañas figuras. Su pensamiento representaba entonces a Vronsky ante su cuerpo inerte, cuando ella hubiese desaparecido ya completamente, cuando no quedase más que su recuerdo. «¿Cómo pude», se diría él, «decirle palabras tan crueles como las que le dije? ¿Cómo pude salir de la habitación sin dirigirle una palabra, viéndola tan afligida? Pero ahora ya no está aquí», dirá, «ahora se ha ido para siempre…».

De repente, la sombra que hacía la pantalla se movió, se extendió a todo el techo; nuevas sombras brotaron de otros puntos de la habitación al encuentro de aquélla. Pero por un momento se desvanecieron, se juntaron de nuevo con gran rapidez, se movieron tumultuosamente, se entremezclaron hasta fundirse. Y todo se sumió en la oscuridad.

«Es la muerte», pensó Anna.

Y se sintió sobrecogida por un horror tal que, con los ojos espantados, muy abiertos y su cuerpo en fuerte tensión nerviosa, estuvo mucho tiempo sin poder moverse. Al fin, con gran esfuerzo, su mano temblorosa pudo coger las cerillas que tenía encima de la mesilla y encender otra luz que reemplazara a la que se había consumido produciendo aquellas sombras y figuras extrañas que tanto terror habían infundido en su espíritu.

Y, ensanchando su pecho, suspiró hondamente como si se librara de un gran peso; se sintió libre de la horrible visión que oprimía su pecho y murmuró:

«No, no… Vivir… ¡Quiero vivir! Lo amo y él también me ama. Hemos discutido, pero esto pasará».

Y la alegría de volver a la vida cuando se creía ya entre las garras de la muerte, inundó sus ojos de lágrimas, que se deslizaron suavemente por sus mejillas, pálidas aún. Luego, para huir de su soledad, para ahuyentar de su alma los restos de aquel terror pasado, se dirigió al gabinete de Vronsky.

Estaba durmiendo con un sueño profundo.

Ella se le acercó, le iluminó con la vela el rostro, que estaba sereno, tranquilo y le contempló con arrobamiento. Ahora, en aquella actitud, a Anna le gustaba más; sintió con mayor intensidad su amor y, conmovida, no pudo contener las lágrimas. Luego pensó que si lo despertaba en aquel momento, la miraría con su mirada fría, seguro de ser justo y que antes de hablarle de su amor, ella habría tenido que mostrarse severa con él como él se mostraba con ella. Regresó, sin despertarlo, a su habitación y, después de una segunda dosis de opio, cuando amanecía ya, se durmió con un sueño pesado pero intranquilo, ya que no dejaba de sentir palpitaciones en su corazón y en las venas, en las sienes, en las manos y continuaba con sus pensamientos.

Por la mañana tuvo una horrible pesadilla que la había atormentado ya otra vez antes de sus relaciones con Vronsky. Un viejecillo con la barba mal peinada, inclinado sobre el lecho, manipulaba los hierros de la cama repitiendo unas palabras sin sentido. Y Anna, como siempre que tenía esta pesadilla (y en esto consistía precisamente todo el horror) sentía que el viejecillo no le prestaba atención y continuaba manipulando los hierros de la cama.

Anna se despertó con un fuerte dolor de cabeza; inundada toda de sudor.

Cuando se levantó, recordó, muy vagamente, todo lo que la había ocurrido durante el día anterior.

«Hubo una discusión, lo que había habido tantas veces… Dije que tenía jaqueca y él no entró en mi habitación… Mañana nos vamos de aquí. Tengo que verlo y prepararme para el viaje», se dijo.

Al enterarse de que Vronsky estaba en el despacho, se dirigió allí. Cuando cruzaba el salón, oyó que a la entrada de la casa se paraba un carruaje. Miró por la ventana y vio un coche lujoso, a una de cuyas ventanillas se asomaba una joven con sombrero color lila, ordenando algo al lacayo, quien llamó a la puerta y entró en la casa. Después de una pequeña conversación en el piso de abajo, alguien pasó a las habitaciones superiores y en el salón de al lado resonaron los pasos de Vronsky. Éste, con andar rápido, bajó la escalera. Anna se acercó de nuevo a la ventana y algo separada de ésta, procurando que no la vieran, observó otra vez lo que pasaba en la calle con las viajeras del coche. Ahora, Vronsky, sin sombrero, bajaba la escalinata; se acercó al carruaje. La joven del sombrero lila le entregó un paquete. Él le dijo unas palabras sonriendo. El coche se alejó y Vronsky subió la escalera corriendo.

Anna sintió que la bruma que cubría su cerebro se desvanecía de repente. Los sentimientos del día interior, aumentados con un nuevo dolor, oprimían su corazón enfermo. Ahora no comprendía cómo había podido rebajarse hasta el punto de quedarse un día más en su casa. «No estaré con él un día más», se dijo.

Y entró en el gabinete de Vronsky para comunicarle su decisión de marcharse de la casa y separarse de él inmediatamente.

–Era la Sorokina, con su hija, que me han traído dinero y los documentos de mamá. Ayer no pude recibirlas. ¿Y tu jaqueca? ¿Estás mejor? –le dijo él sin querer advertir la expresión sombría y trágica de su rostro.

Anna lo miraba fijamente, de pie en medio de la habitación. Él la miró a su vez, frunciendo el ceño un momento y continuó leyendo la carta que acababa de recibir. Ella dio media vuelta y, lentamente, se dirigió a la salida de la habitación. Vronsky pensó un momento en llamarla y hacerla volver pero la dejó llegar hasta la puerta sin decirle nada, sin que se oyera en la habitación más que el ruido de los pasos de Anna y el de las hojas de la carta, que él iba volviendo.

–¡Ah! A propósito. ––dijo Vronsky cuando ella llegaba ya a la puerta– Decididamente nos vamos mañana, ¿no?

–Se irá usted, yo no –contestó Anna, volviéndose ligeramente.

–Anna, así es imposible vivir –exclamó Vronsky.

–Se irá usted, yo no –repitió.

–¡Esto está haciéndose de nuevo insoportable!

–Usted se arrepentirá de esto –añadió ella y salió.

Asustado por el tono de desesperación con que había pronunciado estas palabras, Vronsky se levantó de un salto y corrió tras ella, pero a los pocos pasos, pensándolo mejor, se detuvo, reflexionó unos momentos y volvió a la silla que ocupaba, se sentó y con los dientes apretados y la vista fija en el suelo quedó sumido en hondas reflexiones.

«Lo he probado todo», se dijo; «no me queda sino un recurso: dejarla hacer». Y se preparó para ir a la ciudad y a la dacha de su madre, de quien le era preciso obtener la firma de unos documentos referentes a su herencia.

Anna oyó el ruido de sus pasos en el gabinete y luego a través del comedor. Cerca del salón, Vronsky se paró, pero no se dirigió a la habitación de Anna como ella esperaba, sino que dio a un criado orden de entregar el caballo a Voitov cuando éste fuese a buscarlo. Luego oyó cómo se adelantaba el coche hasta la entrada de la casa; sintió abrirse la puerta de ésta y le vio salir. De repente, se volvió, dijo algo a uno de los criados, quien corrió a la habitación de su dueño, cogió los guantes que Alexis se había dejado olvidados y volvió a bajar las escaleras, corriendo, para entregarlos a su señor. Anna se acercó a la ventana y vio que Vronsky, sin mirar al criado, cogió los guantes, luego tocó con la mano derecha la espalda del cochero, le dijo algo y, sin volver la vista a la casa, subió al coche y se acomodó en él en su postura habitual: con las piernas cruzadas. El coche partió seguidamente y a poco desaparecía tras la esquina.

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