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Categoria: Té Literario ~ Anna Karenina | Fecha: mayo 24th, 2013 | Publicado por Gabriela Carina Chromoy

ANNA KARENINA – SEGUNDA PARTE – CAPÍTULOS 33 Y 34

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ANNA KARENINA – LEV TOLSTOY
SEGUNDA PARTE – Capítulo 33

Poco antes de concluir el período de cura de aguas, el príncipe Scherbazky vino a reunirse con su familia, que desde Carlsbad había ido a Baden y a Kessingen para visitar a unos amigos rusos, para respirar aire ruso, como él decía.

Las opiniones del Príncipe y de su esposa con respecto a la vida en el extranjero eran diametralmente opuestas. La Princesa lo encontraba todo admirable y, pese a su buena posición en la sociedad rusa, en el extranjero procuraba parecer una dama europea, lo que conseguía con dificultad, ya que, tratándose en realidad de una dama rusa, tenía que fingir y ello la cohibía bastante. El Príncipe, por el contrario, encontraba malo todo lo extranjero, le aburría la vida europea, conservaba sus costumbres rusas y fuera de su patria procuraba mostrarse, adrede, menos europeo de lo que lo era en realidad.

El Príncipe volvió más delgado, con la piel de las mejillas colgándole, pero en excelente disposición de ánimo, que aún mejoró al ver que Kitty había curado por completo.

Las referencias de la amistad de su hija con madame Stal y Vareñka y las observaciones de la Princesa sobre el cambio operado en Kitty impresionaron al Príncipe, despertando en él su habitual sentimiento de celos hacia todo cuanto atraía a su hija fuera del círculo de sus afectos. Le asustaba que Kitty pudiera substraerse a su influencia, alejándose hasta parajes inaccesibles para él. Pero tales noticias desagradables se hundieron en el mar de alegría y bondad que le animaba siempre y que había aumentado después de tomar las aguas de Carlsbad.

Al día siguiente de su regreso, el Príncipe, vestido con un largo gabán, con sus fofas mejillas sostenidas por el cuello almidonado, se dirigió al manantial con su hija en muy buen estado de espíritu. La mañana era espléndida; brillaba un sol radiante. Las casas limpias y alegres, con sus jardincitos, el aspecto de las sirvientas alemanas, joviales en su trabajo, de manos rojas, de rostros colorados por la cerveza; todo ello llenaba de gozo el corazón. Pero, al aproximarse al manantial, encontraban enfermos de aspecto mucho más deplorable aún, por contraste con las condiciones normales de la bien organizada vida alemana. A Kitty ya no le sorprendía tal contraste. El sol brillante, el vivo verdor, el son de la música, le resultaban el marco natural de toda aquella gente tan familiar para ella, con sus alternativas de peor o mejor salud, de buen o mal humor a que estaban sujetos. Pero al Príncipe la luz y el esplendor de la mañana de junio, el sonar de la orquesta que tocaba un alegre vals de moda y, sobre todo, el aspecto de las rozagantes sirvientas le parecían ilógicos y grotescos en contraste con aquellos muertos vivientes, llegados de toda Europa, que se movían con fatiga y tristeza. No obstante el sentimiento de orgullo que le inspiraba el llevar del brazo a su hija, lo que le daba la impresión de volver a la juventud, se sentía cohibido y molesto de su andar seguro, de sus miembros sólidos, de su cuerpo de robusta complexión. Experimentaba lo que un hombre desnudo sentiría encontrándose en una reunión de personas vestidas.

–Preséntame a tus nuevas amistades. ––dijo a su hija oprimiéndole el brazo con el codo– Hoy siento simpatía hasta por la asquerosa agua bicarbonatada que te ha repuesto de ese modo. ¡Pero es tan triste ver esto! Oye, ¿quién es ése?

Kitty iba nombrándole las personas conocidas y desconocidas que encontraban en el curso de su paseo. En la misma entrada del jardín hallaron a madame Berta, la ciega, y el Príncipe se sintió contento ante la expresión que animó el rostro de la anciana francesa al oír la voz de Kitty. Madame Berta habló al Príncipe con su exagerada amabilidad francesa, alabándole aquella hija tan bondadosa, ensalzándola hasta las nubes y calificándola de tesoro, perla y ángel de consuelo.

–En ese caso es el ángel número dos, –dijo el Príncipe sonriendo– porque, según ella, el ángel número uno es la señorita Vareñka.

–¡Oh, la señorita Vareñka es también un verdadero ángel! –afirmó madame Berta.

En la galería encontraron a la propia Vareñka, que se dirigió precipitadamente a su encuentro. Llevaba un espléndido bolso de costura.

–Ha venido papá –––dijo Kitty.

Vareñka hizo un ademán entre saludo y reverencia, con la sencillez y naturalidad que usaba siempre en todas sus cosas. Luego empezó a hablar con el Príncipe como con los demás, naturalmente, sin sentirse cohibida.

–Ya la conozco y bien. –dijo el Príncipe con una sonrisa de la que Kitty dedujo, con alegría, que su padre encontraba simpática a Vareñka– ¿Adónde va usted tan de prisa?

–Es que mamá está aquí. ––dijo la muchacha dirigiéndose a Kitty– No ha dormido en toda la noche y el doctor le ha aconsejado que saliera. Le llevo su labor.

–¿Así que éste es el ángel número uno? –dijo el Príncipe después de que Vareñka se hubo marchado.

Kitty notaba que su padre habría querido burlarse de su amiga pero que no se atrevía a hacerlo porque también él la había encontrado simpática y agradable.

–Vamos a ver a todas tus amigas; –añadió él– vamos incluso a saludar a madame Stal, si es que se digna acordarse de mí…

–¿La conoces, papá? –preguntó Kitty con cierto temor, reparando en el fulgor irónico que iluminó los ojos del Príncipe al mencionar a la Stal.

–La conocí, así como a su marido, cuando ella no se había inscrito aún entre los pietistas.

–¿Qué significa pietista, papá? –preguntó la joven, desasosegada al saber que lo que ella apreciaba tanto en madame Stal tenía semejante nombre.

–No lo sé bien, francamente… Sólo sé que ella da gracias a Dios por todas las desventuras que sufre… Por eso cuando murió su marido dio también gracias a Dios… Pero la cosa resulta algo cómica, porque ambos se llevaban muy mal. ¿Quién es ése? ¡Qué cara! ¡Da pena verle! –exclamó el Príncipe reparando en un hombre bajito, sentado en un banco, que vestía un abrigo castaño y pantalones blancos, que formaban extraños pliegues sobre los descarnados huesos de sus piernas.

Aquel señor se quitó el sombrero, descubriendo sus cabellos rizados y ralos y su ancha frente, de enfermizo matiz, levemente colorada ahora por la presión del sombrero.

–Es el pintor Petrov –respondió Kitty ruborizándose–. Y ésa es su mujer –añadió indicando a Ana Pavlovna.

La Petrova, como a propósito, al aproximarse ellos, se dirigió a uno de sus niños que jugaba al borde del paseo.

–¡Qué pena inspira ese hombre y qué rostro tan simpático tiene! ¿Por qué no te has acercado a él? Parecía querer hablarte.

–Entonces, vamos –dijo Kitty, volviéndose resueltamente–. ¿Cómo se encuentra hoy? –preguntó a Petrov.

Petrov se levantó, apoyándose en su bastón, y miró con timidez al Príncipe.

–Kitty es hija mía. –dijo Scherbazky– Celebro conocerle.

El pintor saludó, mostrando al sonreír su blanca dentadura que brillaba extraordinariamente.

–Ayer la esperábamos, Princesa –dijo a Kitty. Y al hablar se tambaleó y repitió el movimiento para fingir que lo hacía voluntariamente.

–Yo iba a ir, pero Vareñka me avisó que ustedes no salían de paseo.

–¿Cómo que no? –dijo Petrov, sonrojándose. Luego tosió y buscó a su mujer con los ojos–¡Anita, Anita! –gritó.

Y en su delgado cuello se hincharon sus venas, gruesas como cuerdas.

Ana Pavlovna se acercó.

–¿Cómo mandaste dar recado a la Princesa de que no íbamos de paseo? –preguntó Petrov irritado. La emoción ahogaba su voz.

–Buenos días, Princesa. –saludó Ana Pavlovna con fingida sonrisa, en tono harto distinto al que había empleado siempre cuando hablaba con ella– Mucho gusto en conocerle. –dijo al Príncipe– Hace tiempo que lo esperaban…

–¿Por qué has mandado decir a la Princesa que no iríamos de paseo? –repitió su marido en voz baja y ronca, más irritado aún al notar que le faltaba la voz y no podía hablar en el tono que quería.

–¡Dios mío! Creí que no iríamos –repuso su mujer enojada.

–¡Cómo que no! Sí, iremos porque… –y Petrov tosió otra vez y agitó la mano.

El Príncipe se quitó el sombrero y se apartó.

–¡Desgraciados! –murmuró afligido.

–Sí, papá. –contestó Kitty– Has de saber que tienen tres niños, que carecen de criados y que apenas poseen recursos. La Academia le envía algo. –seguía diciendo, con animación, para calmar el mal efecto que le produjera la actitud de la Petrova– Allí está madame Stal –concluyó, mostrando un cochecillo en el cual, entre almohadones, envuelta en ropas grises y azul celeste, bajo una sombrilla, se veía una figura humana.

Era madame Stal. Tras ella estaba un robusto y taciturno mozo alemán que empujaba el coche. A su lado iba un conde sueco, un hombre muy rubio a quien Kitty conocía de nombre, varios enfermos rodeaban el cochecillo, contemplando a madame Stal con veneración, como a algo extraordinario.

El Príncipe se acercó y en sus ojos vio Kitty, de nuevo, el irónico fulgor que tanto la intimidaba. Al llegar junto a madame Stal, el Príncipe le habló en excelente francés, como muy pocos lo hablan hoy, manifestándose con respeto y cortesanía.

–No sé si usted me recuerda; pero en todo caso me permito hacerme recordar para agradecerle sus bondades con mi hija –dijo Scherbazky quitándose el sombrero y conservándolo en la mano.

–Encantada, príncipe Alejandro Scherbazky –dijo la Stal, alzando hacia él sus ojos celestiales en los que Kitty observó cierto disgusto–. Quiero mucho a su hija.

–¿Sigue mal su salud?

–Sí, pero ya estoy acostumbrada –contestó madame Stal. Y presentó al Príncipe el conde sueco.

–Ha cambiado usted un poco ––dijo Scherbazky– desde hace diez u once años que no he tenido el honor de verla.

–Sí. Dios, que da la cruz, da también energías para soportarla. A menudo hace que uno piense: ¿para qué durará tanto esta vida? ¡Así no; de otro modo! –ordenó con irritación a Vareñka, que le envolvía los pies en la manta de una forma diferente a como ella quería.

–Seguramente dura para permitirle hacer el bien –––dijo el Príncipe riéndose con los ojos.

–Nosotros no somos quiénes para juzgarlo –repuso madame Stal, observando la expresión del rostro del Príncipe–. ¿Me enviará usted ese libro, querido Conde? Se lo agradeceré mucho –dijo, de repente, dirigiéndose ahora al conde sueco.

–¡Ah! –exclamó el Príncipe, divisando al coronel, que no estaba lejos de allí. Y, saludando con la cabeza a la señora Stal, se alejó con su hija y con el coronel, que se reunió con ellas.

–He aquí nuestra aristocracia, ¿verdad, Príncipe? –dijo en tono irónico el coronel, que se sentía molesto con la señora Stal porque no se relacionaba con él.

–Está igual que siempre –comentó el Príncipe.

–¿La conocía usted antes de enfermar? Me refiero a antes de que tuviera que guardar cama.

–Sí; la conocí precisamente cuando enfermó y hubo de guardar cama.

–Dicen que no se levanta desde hace diez años.

–No se levanta porque tiene las piernas muy cortas. Es contrahecha.

–¡Imposible, papá! –exclamó Kitty.

–Eso dicen las malas lenguas, querida. ¡Y qué mal trata a Vareñka! ¡Oh, estas señoras enfermas! –añadió.

–No, papá –replicó Kitty con calor–. Vareñka la adora. ¡Y madame Stal hace mucho bien! Pregunta a quien quieras. A ella y a Alina Stal todos los conocen.

–Puede ser. –dijo el Príncipe, apretándole el brazo con el codo– Pero yo encuentro mejor hacer el bien sin que nadie se entere.

Kitty calló no porque no supiera qué decir, sino porque no quería confiar a su padre sus pensamientos secretos. Por extraño que fuese, aunque no quería someterse a la opinión de su padre ni abrirle el camino de su santuario íntimo, notó que aquella imagen divina de madame Stal, que durante un mes entero llevara dentro de su alma, desaparecía definitivamente, como la figura que forma un vestido colgado desaparece definitivamente cuando se repara en que no se trata sino de eso: de un vestido colgado.

Ahora en su cerebro no persistía sino la visión de una mujer corta de piernas que permanecía acostada porque era deforme y que martirizaba a la pobre Vareñka porque no le arreglaba bien la manta en torno a los pies. Y ningún esfuerzo de su imaginación pudo reconstruir la anterior imagen de madame Stal.

SEGUNDA PARTE – Capítulo 34

El buen estado de ánimo del Príncipe se contagió a su familia, a sus amigos y hasta al alemán dueño de la casa en que habitaban los Scherbazky.

Al volver del manantial, habiendo invitado al coronel, a María Evgenievna y a Vareñka a tomar café, el Príncipe ordenó que sacasen la mesa al jardín, bajo un castaño y que sirviesen allí el desayuno.

Al influjo de la alegría de su amo, los criados, que conocían la munificencia del Príncipe, se animaron también. Durante media hora un médico de Hamburgo, enfermo, que vivía en el piso alto, contempló con envidia a aquel alegre grupo de rusos, todos sanos, reunidos bajo el añoso árbol.

A la sombra movediza de las ramas, ante la mesa cubierta con el blanco mantel, con cafeteras, pan, mantequilla, queso y caza fiambre, estaba sentada la Princesa, tocada con su cofia de cintas lila, llenando las tazas y distribuyendo los bocadillos.

Al otro extremo de la mesa se sentaba el Príncipe, comiendo con apetito y hablando animadamente, en voz alta. A su alrededor se veían las compras que había hecho: cajitas de madera labrada, juguetitos, plegaderas de todas clases. Había comprado un montón de aquellas cosas y las regalaba a todos, incluso a Lisgen, la criada, y al casero, con el que bromeaba en su cómico alemán chapurreado, asegurando que no eran las aguas las que habían curado a Kitty, sino la buena cocina del dueño de la casa y sobre todo su compota de ciruelas secas.

La Princesa se burlaba de su marido por sus costumbres rusas, pero se sentía más animada y alegre de lo que había estado hasta entonces durante su permanencia en las aguas.

El coronel celebraba también las bromas del Príncipe, pero cuando se trataba de Europa, que él imaginaba haber estudiado a fondo, estaba de parte de la Princesa.

La bondadosa María Evgenievna reía de todo corazón con las ocurrencias de Scherbazky y Vareñka reía de un modo suave pero comunicativo, cosa que Kitty no le había visto nunca hasta entonces, ante las alegres chanzas del Principe.

Todo ello animaba a Kitty, pero, no obstante, se sentía preocupada. No sabía cómo resolver el problema que su padre le habla planteado involuntariamente con su modo de considerar a sus amigas y aquel género de vida que ella amaba, últimamente, con toda su alma. A este problema se unía el de sus relaciones con los Petrov, hoy puestas en claro de un modo harto desagradable. Viendo la alegría de los demás, Kitty sentía crecer su agitación y experimentaba un sentimiento análogo al que sufría en su infancia cuando la castigaban encerrándola en su cuarto, desde el que oía a sus hermanos reír alegremente.

–¿Por qué has comprado tantas chucherías? –preguntó la Princesa a su marido, sirviéndole una taza de café.

–Porque, al salir de paseo y acercarme a las tiendas, me rogaban que comprase diciendo: «Erlaucht, Exzellenz, Durchlaucht». Al oír decir Durjlaucht, me sentía incapaz de resistir y se me iban diez táleros (1) como por arte de magia.

–No es verdad. Lo comprabas porque te aburrías –dijo la Princesa.

–¡Claro que porque me aburría! Aquí todo es tan aburrido que no sabe uno dónde meterse.

–¿Es posible que se aburra, Príncipe, con el número de cosas interesantes que hay ahora en Alemania? – dijo María Evgenievna.

–Conozco todo lo interesante: la compota de ciruelas, la conozco; el salchichón con guisantes, lo conozco. ¡Lo conozco todo!

–Diga usted lo que quiera, Príncipe, las instituciones alemanas son muy interesantes –observó el coronel.

–¿Qué hay de interesante? Los alemanes palmotean y gritan como niños, de contento, porque acaban de vencer a sus enemigos; pero ¿por qué he de estar contento yo? Yo no he vencido a nadie y, en cambio, tengo que quitarme yo mismo las botas y, además, dejarlas junto a la puerta. Por las mañanas he de levantarme, vestirme a ir al salón para tomar un mal té. ¡Qué distinto es en casa! Se despierta uno sin prisas y si está enfadado o irritado, tiene tiempo de calmarse, de meditar bien las cosas, sin precipitaciones…

–Olvida usted que el tiempo es oro –dijo el coronel.

–¡Según el tiempo que sea! Hay tiempo que puede venderse a razón de un copeck por mes y en otras ocasiones no se daría media hora por nada del mundo… ¿No es verdad, Kateñka? Pero ¿qué te pasa? ¿Estás triste?

–No, no estoy triste.

–¿Se va ya? Quédese un poco –dijo el Principe a Vareñka.

–Tengo que volver a casa –repuso ella, levantándose y riendo aún gozosamente.

Cuando le pasó el acceso de risa, se despidió y entró en la casa para ponerse el sombrero. Kitty la siguió. Hasta la propia Vareñka se le presentaba ahora bajo un aspecto distinto. No es que le pareciera peor, sino diferente de como ella la imaginara antes.

–¡Hace tiempo que no había reído como hoy! –dijo Vareñka, cogiendo la sombrilla y el bolso–. ¡Qué simpático es su papá!

Kitty callaba.

–¿Cuándo nos veremos? –preguntó Vareñka.

–Mamá quería visitar a los Petrov. ¿Estará usted allí? –preguntó Kitty mirando a su amiga.

–Estaré –contestó Vareñka–. Están preparándose para marchar y les prometí acudir para ayudarles a hacer el equipaje.

–Entonces iré yo también.

–No. ¿Por qué va a ir usted?

–¿Por qué? ¿Por qué? –repuso Kitty abriendo desmesuradamente los ojos y asiendo la sombrilla de Vareñka para no dejarla marchar–. ¿Por qué no?

–¡Como ha venido su papá! Y además ellos se sienten cohibidos ante usted.

–No es eso. Dígame por qué no quiere que visite a los Petrov a menudo. ¡No, no quiere usted! Dígame el motivo.

–Yo no he dicho esto –replicó Vareñka, sin alterarse.

–Le ruego que me lo diga.

–¿Quiere de verdad que se lo diga todo? –preguntó la muchacha.

–¡Todo, todo! –aseguró Kitty.

–Pues no hay nada de particular, salvo que Mijail Alexievich –aquél era el nombre del pintor– antes quería marchar sin demora y ahora no se resuelve a partir.

–¿Y qué más? –apremió Kitty mirándola gravemente–.

–Pues que Ana Pavlovna dijo que su marido no quiere irse porque está usted aquí. Ello lo dijo sin razón alguna, pero por ese motivo, por usted, hubo una disputa muy violenta entre los esposos. Ya sabe lo irritables que son los enfermos…

Kitty, más taciturna cada vez, guardaba silencio. Vareñka seguía monologando, tratando de calmarla y suavizar la explicación, porque veía que Kitty estaba a punto de romper a llorar.

–Ya ve que es mejor que no vaya. Usted se hará cargo; no se ofenda, pero…

–¡Me lo merezco! ¡Me lo merezco! –dijo Kitty rápidamente, arrancando la sombrilla de manos de su amiga sin osar mirarla a los ojos.

Vareñka sentía impulsos de sonreír ante la infantil cólera de su amiga, pero se contuvo por no ofenderla.

–¿Por qué se lo merece? No comprendo –dijo.

–Lo merezco porque todo esto que he estado haciendo era falso, fingido y no me salía del corazón. ¿Qué tengo yo que ver con ese hombre ajeno a mí? ¡Y resulta que provoco una disputa por meterme a hacer lo que nadie me pedía! Es la consecuencia de fingir.

–¿Qué necesidad había de fingir? –preguntó, en voz baja, Vareñka.

–¡Qué estúpido y qué vil ha sido lo que he hecho! ¡No, no había necesidad de fingir nada! –insistía Kitty, abriendo y cerrando nerviosamente la sombrilla.

–Pero ¿con qué fin fingía?

–Para parecer más buena ante la gente, ante mí, ante Dios. ¡Para engañar a todos! No volveré a caer en ello. Es preferible ser mala que mentir y engañar.

–¿Por qué dice usted engañar? –dijo, con reproche, Vareñka–. Lo dice usted como si…

Pero Kitty, presa de un arrebato de excitación, no la dejó terminar.

–No lo digo por usted; no se trata de usted. ¡Usted es perfecta, lo sé! Sí, sé que todas ustedes son perfectas. Pero ¿qué puedo hacer yo si soy mala? Si yo no fuese mala, todo eso no habría sucedido. Seré la que soy, pero sin fingir. ¿Qué me importa Ana Pavlovna? Que ellos vivan como quieran y yo viviré también como me plazca. No puedo ser sino como soy. No es eso lo que quiero, no, no es eso…

–¿Qué es lo que no quiere? ¿A qué se refiere usted? –preguntó Vareñka, sorprendida.

–No, no es eso… No puedo vivir más que obedeciendo a mi corazón, mientras que ustedes viven según ciertas reglas… Yo las he querido a ustedes con el alma y ustedes sólo me han querido a mí para salvarme, para enseñarme…

–No es usted justa –observó Vareñka.

–No digo nada de los demás; hablo de mí.

–¡Kitty! –gritó la voz de su madre–. Ven a enseñar tu collar a papá.

Kitty, altanera, sin hacer las paces con su amiga, tomó de encima de la mesa la cajita con el collar y fue a reunirse con su madre.

–¿Qué te pasa? ¿Por qué estás tan encarnada? –le dijeron, a la vez, su padre y su madre.

–No es nada. –contestó Kitty– En seguida vuelvo. Y se precipitó de nuevo en la habitación.

«Aún está aquí», pensó. «¡Dios mío! ¿Qué he hecho, qué he dicho? ¿Por qué la he ofendido? ¿Y qué hará ahora? ¿Qué le diré?», y se detuvo junto a la puerta.

Vareñka, ya con el sombrero puesto, examinaba, sentada a la mesa, el muelle de la sombrilla que Kitty había roto en su arrebato. Al entrar ésta, alzó la cabeza.

–¡Perdóneme, Vareñka, perdóneme! –murmuró Kitty, acercándose–. No sé ni lo que le he dicho… Yo…

–Por mi parte le aseguro que no quise disgustarla… –dijo la muchacha, sonriendo.

Hicieron las paces.

Pero con la llegada de su padre había cambiado por completo todo el ambiente en que Kitty vivía. No renegaba de lo que había aprendido, pero comprendió que se engañaba a sí misma pensando que podría ser lo que deseaba. Le parecía haber despertado de un sueño. Reconocía ahora la dificultad de poder mantenerse a la altura de los hechos sin fingir ni enorgullecerse de su actitud. Sentía, además, el dolor de aquel mundo de penas, de enfermedades, aquel mundo de moribundos en el que vivía. Los esfuerzos que hacía sobre sí misma para amar lo que la rodeaba le parecieron una tortura y deseó volver pronto al aire puro, a Rusia, a Erguchovo, donde, según la habían informado, había ido a vivir con sus hijos su hermana Dolly.

Pero su cariño a Vareñka no disminuyó. Al despedirse, Kitty le rogó que fuera a visitarla y a pasar una temporada con ella.

–Iré cuando usted se case –dijo la muchacha.

–No me casaré nunca.

–Entonces nunca iré.

–En ese caso lo haré aunque sólo sea para que venga. ¡Pero recuerde usted su promesa! –dijo Kitty.

Los augurios del doctor se realizaron: Kitty volvió curada a su casa, en Rusia.

No era tan despreocupada y alegre como antes, pero estaba tranquila. El dolor que sufriera en Moscú no era ya para ella más que un recuerdo.

(1) Tálero: antigua moneda de plata de Alemania.

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