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Categoria: Té Literario ~ Anna Karenina | Fecha: agosto 10th, 2013 | Publicado por Gabriela Carina Chromoy

ANNA KARENINA – OCTAVA PARTE – CAPÍTULOS 7 Y 8

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Las contradicciones de los agnósticos… ¡Cómo lo quiero a Levin, realmente! Prepárense una teterita para esta noche y recuerden que la promo de 10 de nuestros blends está en vigencia hasta el final del evento. Les dejo los Capítulos 7 y 8 de la Octava Parte de Anna Karenina, junto al anuncio de nuestro Té Literario del 31 de Agosto.
ANNA KARENINA – LEV TOLSTOY
OCTAVA PARTE – Capítulo 7

Agafia Mijailovna salió de puntillas. El aya bajó la cortina, ahuyentó las moscas que se habían introducido bajo el velo de muselina de la camita, logró expulsar a un moscardón que se debatía contra los vidrios de la ventana y se sentó, agitando una rama de álamo blanco medio marchita sobre la madre y el niño.

–¡Qué calor hace! –comentó– ¡Si al menos mandara Dios una lluvia!

–Sí. ¡Chist! –repuso Kitty, meciéndose suavemente y oprimiendo con cariño la manita regordeta –que parecía atada con un hilo a la muñeca–, que Mitia movía sin cesar, abriendo y cerrando los ojos.

Aquella manita atraía a Kitty; habría querido besarla pero se contenía por temor de despertar al pequeño.

Al fin la mano dejó de moverse y los ojos del niño se cerraron. Sólo de vez en cuando Mitia, sin dejar de mamar, alzaba sus largas y curvas pestañas y miraba a su madre con ojos que, a media luz, parecían negros y húmedos.

El aya dejó de mover la rama y se adormeció.

Arriba sonaba la voz del Príncipe y se oía a Kosnichev reír a carcajadas.

«Hablan animadamente ahora que yo no estoy», pensaba Kitty. «Siento que Kostia no esté. Debe de haber ido a visitar las colmenas. Aunque me entristece que se vaya con tanta frecuencia, no me parece mal, puesto que lo distrae. Está más animado y mejor que en primavera. ¡Se lo veía tan concentrado en sí mismo, sufría tanto! Me daba miedo, temía por él… ¡Qué tonto es!» pensó riendo.

Sabía que lo que atormentaba a su marido era su incredulidad. Pero, a pesar de que ella, en su fe ingenua, creía que no había salvación para el incrédulo, y que, por lo tanto, su marido estaba condenado, la falta de fe de aquel cuya alma le era más cara que cuanto existía en el mundo, no le producía la menor inquietud.

Cada vez que pensaba en ello sonreía y se repetía para sí misma: «Es un tonto».

« ¿Por qué pasará el año leyendo libros filosóficos?», pensaba. «Si todo está explicado en esos libros, puede comprenderlo rápidamente. Y si no lo está, ¿para qué los lee? Él mismo afirma que desearía creer. Pues, ¿por qué no cree? Seguramente porque piensa demasiado. Y piensa tanto porque está mucho a solas.

Siempre a solas, siempre… Con nosotros no puede hablar de todo. Estos huéspedes le agradarán, sobre todo Katavasov. Le gustará discutir con él», se dijo.

Y en seguida se puso a pensar en dónde sería más cómodo preparar el lecho para Katavasov, bien solo o con Sergio Ivanovich.

De pronto la asaltó una idea que la estremeció de inquietud, desasosegando incluso a Mitia, que la miró con severidad.

«Me parece que la lavandera no ha traído aún la ropa. Si no lo advierto, Agafia Mijailovna es capaz de poner a Sergio Ivanovich ropa ya usada sin lavar…»

Aquel pensamiento hizo afluir la sangre al rostro de Kitty.

«Voy a dar órdenes», decidió.

Y, volviendo a sus pensamientos de un momento antes, recordó que se referían a algo sobre el alma, en lo que no había acabado de reflexionar. Trató de concretar sus ideas.

«¡Ah! Kostia es un incrédulo», se dijo con una sonrisa.

«Pues que se quede sin fe, ya que no la tiene… Es mejór que ser como la señora Stal, o como yo fui en el extranjero. El no es capaz de fingir.» Y a su imaginación se presentó un rasgo de la bondad de su esposo.

Dos semanas antes Dolly había recibido una carta de su marido en la que, pidiéndole disculpas, le rogaba que salvase su honor, vendiendo su parte en la propiedad para pagar las deudas que él tenía contraídas.

Dolly se desesperó. Sentía hacia su marido odio, desprecio y compasión; resolvió separarse de él y negarse a lo pedido, pero al fin consintió en vender parte de la propiedad.

Fue entonces cuando Levin se acercó a su mujer y le propuso, lleno de confusión, y no sin grandes precauciones, cuyo recuerdo la hacía sonreír conmovida, un medio, en el que ella no había pensado, de ayudar a Dolly sin ofenderla y que consistía en ceder a su hermana la parte de la propiedad que correspondía a Kitty.

«¿Cómo puede ser un incrédulo, si posee ese corazón, ese temor de ofender a nadie, ni siquiera a un niño? Lo hace todo para los demás y nada para sí mismo. Sergio Ivanovich considera deber de mi marido ser su administrador, Dolly con sus hijos está bajo su protección. Y luego, los campesinos que acuden diariamente a él, como si Kostia estuviera obligado a servirlos… ¡Ojalá seas como tu padre!», murmuró para sí, entregando el niño al aya y rozando con los labios su mejilla.

OCTAVA PARTE – Capítulo 8

Desde que, viendo morir a su hermano predilecto, Levin examinó los conceptos de la vida y la muerte, a través de aquéllas que él llamaba nuevas ideas, es decir, aquéllas que desde los veinte a los treinta y cuatro años suplieron a sus opiniones infantiles y de adolescente, quedó horrorizado, no tanto ante la muerte como ante la vida, de la cual no conocía ni en lo más mínimo lo que era, por qué existe y de dónde procede.

El organismo, su descomposición, la indestructibilidad de la materia, la ley de la conservación de la energía, la evolución, eran las expresiones que sustituían a su fe de antes.

Aquellas palabras y las concepciones que expresaban eran, sin duda, interesantes desde el punto de vista intelectual, pero en la realidad de la vida no acababan nada.

Levin se sintió como un hombre al que hubieran reemplazado su gabán de invierno por un traje de muselina y el cual, al notar frío, sintiera, no en virtud de razonamientos, sino por la sensación física de todo su ser, que se hallaba desnudo y condenado a sucumbir.

Desde entonces, aunque casi inconscientemente y continuando su vida de antes, Levin no dejó un momento de experimentar aquel temor de su ignorancia. Reconocía, además, vagamente, que las que él llamaba «sus convicciones» no sólo eran producto de la ignorancia, sino que le hacían, además, inaccesibles los conocimientos que tan imperiosamente necesitaba.

Al principio su matrimonio y las obligaciones y alegrías inherentes a él, ahogaron sus meditaciones; pero últimamente, después del parto de su mujer, cuando vivía ocioso en Moscú, aquella cuestión que requería ser resuelta se presentaba ante Levin con redoblada insistencia y cada vez más a menudo.

El problema se planteaba así para él: «Si no admito las explicaciones que da el cristianismo a las cuestiones de mi vida, ¿qué admito?».

Y en todo el arsenal de sus ideas no hallaba ni remotamente la respuesta.

Era como un hombre que en tiendas de juguetes y almacenes de armas buscase alimentos.

Involuntariamente, inconscientemente, buscaba en sus lecturas, en sus conversaciones, en los hombres que lo rodeaban, una relación con aquellos problemas y su resolución.

Lo que más le extrañaba y afligía era que la mayoría de los hombres de su ambiente y edad, después de cambiar, como él, sus antiguas creencias por las nuevas ideas, iguales a las suyas, no veían mal alguno en tal cambio y vivían completamente tranquilos y contentos.

De modo que a la cuestión principal se unían otras dudas para atormentar todavía más. ¿Sería sincera aquella gente o fingiría? ¿Acaso ellos comprendían mejor y más claramente que él las respuestas que da la ciencia a las preguntas que lo preocupaban? Y Levin se ponía a estudiar con interés las ideas de aquella gente y los libros que podían contener las soluciones tan deseadas.

Lo único que encontró desde que empezó a ocuparse de aquello, fue que se engañaba al suponer, a través de los recuerdos de su época universitaria y juvenil, que la religión no existía y que su época había pasado.

Todos los hombres buenos que conocía y con quienes mantenía relaciones, eran creyentes. El anciano Príncipe, Lvov, a quien tanto estimaba, Sergio Ivanovich, todas las mujeres y hasta su propia esposa, creían lo que él creyera en su infancia y adolescencia, y lo mismo el noventa y nueve por ciento del pueblo ruso, aquel pueblo cuya vida le inspiraba tanto respeto y que era creyente casi en su totalidad.

Después de haber leído muchos libros, Levin se convenció de que los materialistas, cuyas ideas compartía, no daban a éstas ninguna significación particular, y en lugar de explicar estas cuestiones –sin cuya solución él no podía vivir–, se aplicaban a resolver otros problemas que no ofrecían para él el menor interés, como la evolución de los organismos, la explicación mecánica del alma y otras cosas por el estilo.

Además, durante el parto de su mujer, le había sucedido una cosa extraordinaria. El incrédulo se había puesto a rezar y entonces rezaba con fe. Pero pasado aquel momento, su estado de ánimo de entonces no consiguió hallar lugar alguno en su vida.

No podía reconocer que entonces había alcanzado la verdad y que ahora se equivocaba, porque en cuanto comenzaba a reflexionar serenamente, todo se le desmoronaba. Tampoco podía reconocer que había errado al rezar, porque el recuerdo de aquel estado de ánimo le era querido y, considerándolo como una prueba de debilidad, le habría parecido que profanaba la emoción de aquellos instantes.

Esta lucha interior pesaba dolorosamente en su ánimo y Levin buscaba con todas sus fuerzas la solución.

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