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Categoria: Té Literario ~ Aguas de primavera | Fecha: diciembre 1st, 2013 | Publicado por Gabriela Carina Chromoy

AGUAS DE PRIMAVERA – IVÁN TURGUÉNIEV – CAPÍTULOS 42 Y 43

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Bonjour!!! Domingo de madrugada, ya repuesta de la maratón de ayer, les dejo los dos últimos capítulos de Aguas de primavera para maridar con el «Coup de foudre» del desayuno. Parece que será un domingo lleno de sol. Disfrútense, que la vida es muy cortita

AGUAS DE PRIMAVERA – IVÁN TURGUÉNIEV – CAPÍTULO 42

Todo esto fue lo que se le vino a la memoria a Dmitri Sanin cuando, en el silencio del gabinete, revolviendo entre sus papeles antiguos, tropezó con la crucecita de granates. Los acontecimientos que acabamos de referir desfilaron con claridad ante los ojos de su alma… Pero al llegar al momento en que había dirigido a la señora Pólozov aquella humillante súplica, en que había comenzado su esclavitud, en que se había puesto a los pies de aquella mujer, ahuyentó las imágenes evocadas y ya no quiso recordar más. Y no es que le fuese infiel la memoria, no; sabía bien, harto bien, lo que siguió a aquella hora fatal; pero la vergüenza lo ahogaba, aun ahora, al cabo de tantos años; le daba horror el invencible desprecio que sentía por sí mismo, le parecía que esa sensación acabaría por apoderarse de todo él, anegando sin remedio, como una ola, todos los demás sentimientos si no lograba acallar su memoria. Pero por grande que fuera su empeño en luchar contra los recuerdos que ante él se alzaban, no podía ahogarlos por completo. Se acordaba de aquella lastimosa y miserable carta, llena de mentiras y de lágrimas viles, que había escrito a Gemma y que no tuvo ninguna respuesta… En cuanto a presentarse delante de ella, volver a su lado después de tal engaño, después de semejante traición, ¡no, eso no!, todo lo que aún quedaba en él de conciencia y de honradez se había opuesto a ello. Y luego, ¿no había perdido toda confianza en sí mismo, toda estima de su persona? ¿Cómo se atrevería, en lo sucesivo, a dar su palabra de honor?

Se acordaba también Sanin, ¡oh, vergüenza!, de cómo había enviado a uno de los lacayos de Pólozov a Francfort en busca de su equipaje; cómo, en su cobarde inquietud, sólo pensaba en una cosa, en partir cuanto antes, en marchar a París; cómo, por orden de María Nikoláevna, se había esforzado en granjearse el afecto de Hipólito Sídorovich, y se había hecho amigo de Dönhof, en cuyo dedo había visto un anillo de hierro ¡completamente igual al que le dio a él la señora Pólozov!

Después vinieron los recuerdos más dolorosos, más humillantes aún… Un criado le trae una tarjeta de visita que dice: “Pantaleone Cippatola, cantante de cámara de Su Alteza Real el duque de Módena”. Se niega a recibir al viejo, pero no puede evitar encontrarlo en el corredor; ve aparecer ante sus ojos aquella cabeza iracunda, cuya melena gris se riza flamígera, cuyos ojos rodeados de arrugas brillan como ascuas encendidas; oye rezongar exclamaciones amenazadoras, imprecaciones de “Maledizione!”, terribles insultos: “Cobardo! Infame traditore!”
Sanin cierra los ojos y mueve la cabeza para intentar otra vez ahuyentar sus recuerdos, pero en vano: vuelve a verse sentado en la estrecha banqueta delantera de una magnífica silla de postas, mientras que María Nikoláevna e Hipólito Sídorovich se arrellanan en la mullida testera… y cuatro caballos, trotando con paso igual por el empedrado de Wiesbaden, los conducen a París. ¡París! Hipólito Sídorovich se come una pera que Sanin le ha mondado, y María Nikoláevna, al mirar a aquel hombre convertido en una cosa suya, sonríe con esa sonrisa que ya conoce él, sonrisa de amo y señor…

Pero, ¡santo Dios! ¿Qué ve allá lejos, en la esquina de una calle, poco antes de salir de la ciudad? ¿No es Pantaleone? Alguien lo acompaña: ¿será Emilio? Sí, es él: su amiguito devoto y entusiasta. Pocos días atrás, ese corazón juvenil lo veneraba como a un héroe, como a un ideal, y ahora el desprecio y el odio encienden ese noble rostro, pálido y bello, tan bello que hasta María Nikoláevna se ha fijado en él y se asoma por la ventanilla de la portezuela. Sus ojos, tan parecidos a los de “ella”, a los ojos de su hermana, están fijos en Sanin, y sus labios comprimidos se separan de pronto para proferir una injuria…

Y Pantaleone extiende el brazo y le señala a Sanin ¿a quién?, a Tartaglia, que está a su lado. Y Tartaglia le ladra a Sanin, y hasta el ladrido del honrado perro resuena en sus oídos como un intolerable insulto… ¡Horrible pesadilla!

Luego, la vida en París, y todos los rebajamientos, todos los oprobiosos suplicios del esclavo a quien ni siquiera se le permite estar celoso ni quejarse, ¡y al que por fin se arroja como un vestido viejo…!

Después, el regreso a la patria, una existencia envenenada y vacía, mezquinos cuidados y agitaciones, un arrepentimiento amargo y estéril, un olvido no menos estéril ni menos amargo; un castigo vago, pero incesante y eterno, análogo a un sufrimiento poco agudo, pero incurable, a una deuda que se paga ochavo a ochavo sin poder cancelarla nunca.

El cáliz estaba lleno hasta los bordes… ¡Basta!

¿Por qué casualidad conservaba Sanin la crucecita que Gemma le había dado? ¿Por qué no la había devuelto? ¿Cómo hasta ese día no la había visto nunca? Largo tiempo estuvo absorto en sus pensamientos, y aunque instruido por la experiencia, después de tantos años, no pudo llegar a comprender cómo había podido abandonar a Gemma, querida tan tierna y apasionadamente, por una mujer a quien no amaba ni mucho ni poco, sino nada…

Al día siguiente produjo enorme asombro en sus amigos y conocidos al anunciarles que salía para el extranjero sin indicar a dónde. En Petersburgo cundió el estupor. Sanin abandonaba la ciudad en pleno invierno, en el momento en que acababa de alquilar y amueblar un espléndido apartamento y hasta había adquirido un abono para la Ópera Italiana, en la que cantaba la señora Patti, la misma, la mismísima Patti, ¡ese ideal, esa última palabra de la tabaquera de música! Sus amigos y conocidos estaban perplejos; pero la gente, por lo general, no se ocupa, largo tiempo, de los asuntos ajenos, y cuando Sanin salió para el extranjero, la única persona que lo acompañó a la estación del ferrocarril fue su sastre francés, y eso porque esperaba cobrar el resto de una cuenta “pour un saute-en-barque en velours noir, tout à fair chic” (3).
(3) En francés: Por un abrigo de viaje de terciopelo negro, elegantísimo.

AGUAS DE PRIMAVERA – IVÁN TURGUÉNIEV – CAPÍTULO 43

Sanin dijo a sus amigos que salía para el extranjero, pero no a dónde.

No costará trabajo a los lectores adivinar que se fue directamente a Francfort. Gracias a los ferrocarriles que surcan toda Europa, llegó a los tres días de haber salido de Petersburgo.

Era su primera visita a Francfort desde 1840. La fonda El Cisne Blanco no había cambiado de sitio y continuaba prosperando, aunque no fuese ya de las primeras; la Zeile, la avenida principal de Francfort, había sufrido pocos cambios, pero ya no quedaban vestigios de la casa Roselli, ni aun de la calle donde estuvo la confitería. Sanin anduvo errante como un loco por aquellos lugares, con los cuales tan familiarizado estuvo antaño, sin conseguir orientarse: las antiguas construcciones habían desaparecido, las reemplazaban nuevas calles de apretadas hileras de grandes casas y elegantes palacetes; y en el mismo jardín público donde había tenido su entrevista decisiva con Gemma, habían crecido tanto los árboles, y se había transformado todo hasta tal punto, que Sanin se preguntaba si aquel jardín era, en efecto, el mismo.

¿Qué hacer? ¿Qué curso seguir en sus indagaciones? Habían transcurrido desde entonces treinta años… ¡Y cuántas dificultades! Ni uno solo de aquellos a quienes se dirigió había oído siquiera pronunciar el nombre de Roselli. El dueño de la fonda le aconsejó que fuese a informarse a la biblioteca pública, donde podría encontrar todos los periódicos antiguos. Pero le costó sumo trabajo explicarle de qué podrían servirle esos periódicos viejos.

A la desesperada, preguntó Sanin por Herr Klüber. Nuevo desengaño, por más que el dueño de la fonda conocía mucho este apellido. El elegante tendero había prosperado al principio, elevándose a la alcurnia de capitalista; después, los negocios le fueron mal y concluyó por declararse en quiebra, y murió en la cárcel… Por supuesto, esa noticia no causó ninguna pena a Sanin.

Comenzaba a convencerse de que había emprendido muy apresuradamente el viaje, cuando un día, recorriendo el Anuario de direcciones, se topó con el apellido de von Dönhof, mayor retirado (Major v. D.). Enseguida tomó un coche para dirigirse a la casa indicada. Nada le probaba que “ese” Dönhof fuera “aquel” a quien había conocido, y, por otra parte, aun suponiendo que fuese el mismo, ¿cómo podría darle noticias de la familia Roselli? No importa: un hombre que se ahoga, se agarra del menor tallo de hierba.

Sanin encontró en su casa al comandante von Dönhof, y reconoció a su antiguo adversario en este hombre de cabellos grises que lo recibió. También éste lo reconoció y hasta se puso contentísimo de volver a verlo, pues le recordaba su juventud y sus calaveradas de antaño. Hizo saber a Sanin que hacía mucho tiempo que la familia Roselli había emigrado a América y se había establecido en Nueva York; que Gemma se había casado con un negociante; que, él, Dönhof, tenía un amigo, también del comercio, y que probablemente sabría las señas del marido de Gemma, porque tenía muchos negocios con América. Sanin suplicó a Dönhof que fuese a ver a ese caballero, y, ¡oh, dicha!, Dönhof le trajo la dirección: “M. J. Slocum, New York, Broadway, No. 501”. Sólo que esas señas eran del año 1863.

—¡Esperemos —exclamó Dönhof— que nuestra antigua hermosura francfortesa viva aún, y no haya abandonado Nueva York! A propósito, —añadió, bajando la voz— ¿vive todavía aquella dama rusa, recuerda usted, que estaba en Wiesbaden por aquel entonces, la señora Bo… von Bólozov.

—No, —respondió Sanin— hace mucho que murió.

Dönhof levantó los ojos; pero al ver que Sanin había vuelto la cara con aire sombrío, se retiró sin añadir una palabra.

Aquel mismo día Sanin escribió a la señora Gemma Slocum, en Nueva York. Le dijo en su carta que le escribía desde Francfort, donde había ido exclusivamente para buscar sus huellas; que sabía muy bien hasta qué punto había perdido el derecho a pedir alguna respuesta; que por nada era merecedor de su perdón, y que sólo tenía una esperanza, y era que en medio de la ventura de que ella gozaba, hubiese perdido desde largo tiempo hasta el recuerdo de su existencia. Añadió que, sin embargo, se había atrevido a escribir a consecuencia de una circunstancia fortuita que despertó en él, vivamente, la memoria del pasado; le habló de su vida solitaria, sin familia, sin goces; le suplicó que comprendiese los motivos que lo impelían a dirigirse a ella, que no le dejase llevar a la tumba la amarga conciencia de una culpa expiada desde mucho tiempo atrás, pero no perdonada aún, y que se dignase dirigirle cuatro letras para decirle cuál era su vida en ese nuevo mundo donde se había establecido.

“Escribiendo esas cuatro letras”, terminaba Sanin, “hará usted una buena obra, digna de su hermosa alma, y le daré las gracias por ello hasta mi último suspiro. Permaneceré aquí, en la fonda «El Cisne Blanco»”, subrayó estas tres palabras, “esperando con ansiedad su respuesta hasta la primavera próxima”.

Mandó la carta y se dispuso a esperar. Vivió seis semanas enteras en el hotel sin salir casi de su habitación, y sin ver a nadie. Nadie podía escribirle de Rusia ni de ninguna parte. Y eso le agradaba. Cuando llegase alguna carta a su nombre, él sabría de antemano que era “esa” la que esperaba. Leía de la mañana a la noche, no revistas, sino libros viejos, ensayos históricos. Esas prolongadas lecturas, ese silencio, esa vida claustral de caracol, encajaba muy bien con la disposición de su ánimo: ¡esto era ya suficiente para que Gemma mereciera su gratitud! ¿Pero vivía aún? ¿Le contestaría?

Por fin recibió una carta con sello de Norteamérica, una carta de Nueva York. El carácter de la letra del sobre era inglés… No lo reconoció, y se le oprimió el pecho. Vaciló antes de abrirla, y luego buscó ante todo la firma: “¡Gemma!” Brotaron lágrimas de sus ojos. Ese nombre bautismal solo, sin apellido de familia, era para él una prenda de perdón y de reconciliación. Desdobló el pliego de papel, fino y azulado… y cayó una fotografía. La recogió enseguida y se quedó estupefacto. ¡Gemma, la misma Gemma, joven, tal como la había conocido treinta años antes! ¡Los mismos ojos, los mismos labios, el mismo tipo de cara! En el dorso del retrato leyó: “mi hija Mariana”.

Toda la carta era muy sencilla y muy bondadosa. Gemma daba las gracias a Sanin por no haber dudado en dirigirse a ella, por haber tenido confianza; no le ocultaba que, en efecto, después de aquella brusca ruptura, había pasado momentos muy penosos; pero añadía que, a pesar de todo, consideraba y había considerado siempre su encuentro con él como una cosa feliz, pues era lo que le había impedido casarse con Herr Klüber; y, por consiguiente, aunque de una manera indirecta, aquel encuentro había sido causa de su enlace con su marido actual, de quien era, desde hacía veintisiete años, compañera perfectamente dichosa. Su casa era rica y muy conocida en toda Nueva York. Gemma agregaba que tenía cuatro hijos varones y una hija de dieciocho años, prometida ya, cuyo retrato le enviaba, puesto que, según opinión general, se parecía mucho a su madre. Gemma había reservado para el final de su carta las noticias aflictivas. Frau Lenore había muerto en Nueva York, adonde había ido con su hija y su yerno; pero antes de morir tuvo tiempo de gozar de la felicidad de sus hijos y las caricias de sus nietos. También Pantaleone había querido partir para América, pero murió antes de poder salir de Francfort. “Y Emilio, nuestro querido, nuestro incomparable Emilio, cayó gloriosamente en Sicilia por la independencia de la patria. Formaba parte de los «mil» que mandaba el gran Garibaldi. Hemos llorado amargamente la muerte de nuestro adorable hermano; pero, al llorarlo, estábamos orgullosos de él, y siempre lo estaremos de conservar su memoria, sagrada para nosotros. ¡Su alma noble y generosa era digna de la corona del martirio!” Después, expresaba Gemma su pesar porque la vida de Sanin, por lo que él decía, fuese tan triste; le deseaba ante todo el sosiego y la paz del alma, y le decía que hubiera tenido sumo gusto en verlo, aunque confesaba que semejante entrevista tenía pocas probabilidades de realización…

No describiremos los sentimientos que la lectura de esta carta despertó en Sanin. Ninguna expresión sería capaz de transmitir exactamente esos sentimientos profundos y poderosos; pero demasiado imprecisos para poder expreasarse con palabras: sólo la música podría traducirlos.

Sanin respondió en el acto y envió a Mariana Slocum, como regalo para la joven desposada, de parte de un amigo desconocido, la crucecita de granates pendiente de un collar de perlas. Este regalo, aunque muy valioso, no lo arruinó. Durante los treinta años transcurridos desde su primera estancia en Francfort, había reunido una bonita fortuna.

Regresó a Petersburgo en los primeros días de mayo, sin duda, no por mucho tiempo. Se dice que vende todas sus propiedades y se dispone a partir para América.

FIN

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