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Categoria: Té Literario ~ Anna Karenina | Fecha: julio 16th, 2013 | Publicado por Gabriela Carina Chromoy

ANNA KARENINA – SEXTA PARTE – CAPÍTULOS 29 Y 30

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ANNA KARENINA – LEV TOLSTOY
SEXTA PARTE – Capítulo 29

La estrecha sala en la cual se bebía y tomaban bocadillos estaba llena de nobles. La agitación iba constantemente en aumento y en todos los rostros se leía la inquietud.

Los más animados eran, sin embargo, los cabecillas, que sabían todos los detalles y el número de bolas.

Eran los dirigentes del combate en perspectiva. Los demás, como los soldados, se preparaban para la batalla pero, en tanto que comenzaba ésta, buscaban pasar el rato divirtiéndose. Unos tomaban algo de pie o sentados a una de las mesitas; otros se paseaban por la sala o charlaban con sus amigos a quienes hacía tiempo que no habían visto.

Levin no tenía ganas de comer; no era fumador. No quería juntarse con los suyos, es decir, con Sergio lvanovich, Esteban Arkadievich, Sviajsky y otros, que mantenían animada conversación, porque con ellos estaba Vronsky, vestido con su uniforme de caballerizo del Zar. El día anterior, Levin lo había visto en las elecciones y había rehuido su encuentro, evitando saludarlo.

Ahora se acercó a la ventana y se sentó, observando a los grupos y escuchando lo que se decía a su alrededor. Le entristecía el ver que todos hablaban animados, preocupados e interesados y, únicamente él y un viejecito de boca sin dientes, con uniforme de la Marina, sentado a su lado, solitario, moviendo con un tic nervioso sus labios, estaban indiferentes, inactivos.

–¡Es un canalla!… Le voy a contar… Pero no. ¿Es decir que en tres años no ha podido reunir el dinero? – decía un propietario de tierras, bajito, encorvado, de cabellos alisados con pomada y que le caían sobre el cuello bordado del uniforme. Y al mismo tiempo daba golpes en el suelo con los tacones de sus botas nuevas, seguramente compradas para las elecciones. Y, después de lanzar una mirada de fuego a Levin dio media vuelta rápidamente y se alejó.

–Sí, es un asunto poco limpio –exclamó con voz débil un pequeño propietario de tierras.

Luego, un grupo de terratenientes, rodeando a un grueso general, se aproximó rápidamente, hacia Levin, en busca, evidentemente, de un sitio donde poder hablar sin ser oídos.

–¿Cómo se atreve a decir que ordené que le robasen los pantalones? Presumo que debió de venderlos para beber. Y quiero escupirle por muy príncipe que sea. ¡No tiene derecho a decirlo! ¡Es una porquería!

–Pero… y perdone, ellos se basan en el artículo de la ley. Su mujer debe ser inscrita como noble –hablaban en otro grupo.

–¡Al diablo con el artículo de la ley! Lo digo con el corazón en la mano… Para eso hay nobles… Hay que tener confianza.

–Excelencia, vamos a tomar un fine champagne.

Otro grupo iba tras uno de los nobles a quienes habían emborrachado, que pasaba gritando.

–Y yo le aconsejé siempre a María Semenovna que lo arrendase, porque ella no podría obtener nunca ganancias –decía, con voz agradable, un propietario de tierras, de bigotes canosos, con uniforme de coronel de Estado Mayor.

A aquel propietario Levin lo había visto ya otra vez en casa de Sviajsky y, en seguida, lo reconoció. El noble lo miró también, y se saludaron afectuosamente.

–Mucho gusto. Lo recuerdo muy bien, ¿cómo no? Nos vimos el año pasado en casa del Presidente.

–¿Y cómo van las cosas de su propiedad? –preguntó Levin.

–Como siempre, perdiendo ––contestó el hombre poniéndose a su lado y con la sonrisa sumisa y la expresión tranquila y resignada del que está convencido de que las cosas no pueden ir de otra manera. Y usted, ¿cómo es que está en nuestra provincia? ¿Ha venido a tomar parte en nuestro pequeño coup d’État? – preguntó a su vez, pronunciando mal pero con seguridad las palabras francesas –Aquí ha venido toda Rusia. Hasta gentileshombres y casi ministros –siguió el propietario, indicando la figura representativa de Esteban Arkadievich, que, con uniforme de gentilhombre, en pantalones blancos, se paseaba con un general.

–Debo confesarle que comprendo muy poco la importancia de las elecciones de la Nobleza –––dijo Levin.

El propietario de tierras lo miró.

–¿Y qué tiene que comprender? No tiene ninguna importancia. Es una institución en decadencia, que sigue su movimiento por la fuerza de la inercia. Mire usted los uniformes. Parecen decir: «Es una reunión de jueces, de miembros de comisiones, pero no de nobles».

–¿Y por qué, entonces, viene usted? –preguntó Levin.

–Por la fuerza de la costumbre. Luego, que hay que sostener las relaciones. Es una obligación moral en cierto sentido. Y además, a decir verdad, tengo mi interés: mi yerno quiere presentar su candidatura para los miembros obligatorios de la Comisión. No es rico y quiero ayudarlo a pasar. Y estos señores, ¿para qué vienen? –dijo indicando al señor batallador que hablaba ante la mesa electoral.

–Es la nueva generación de la nobleza.

–Que es nueva, conforme… pero no es nobleza. Son propietarios de tierras por haberlas comprado y nosotros lo somos por haberlas heredado… ¿Pueden ser considerados como gentileshombres los que atacan de este modo a la nobleza?

–Pero usted dice que es una institución caduca…

–Caduca o acabada. Pero, sea como sea, hay que tratarla con más respeto. Tenemos el caso de Snetkov… Somos buenos o malos; pero hace cientos de años que existimos. ¿Sabe usted? Por ejemplo: nosotros queremos delante de la casa un jardincillo y debemos alisar para ello la tierra y allí tenemos un árbol centenario… Es un árbol todo torcido, viejo; pero por plantar florecillas y hacer un jardín no va usted a cortar el viejo árbol; dispondrá usted la tierra en forma que le permita aprovecharlo. En un año no es posible hacer crecer un árbol igual –dijo el propietario. Y en seguida cambió de tema –¿Y cómo van las cosas de su propiedad?

–No van bien. Me producen ¡un cinco por ciento!

–Pero usted no cuenta su trabajo, que también vale algo. Le diré de mí mismo que antes de ocuparme de la propiedad trabajaba y ganaba tres mil rublos. Ahora trabajo más que cuando estaba en el servicio y, como usted, gano el cinco por ciento y ¡gracias a Dios! Y mi trabajo lo doy de balde.

–Entonces, ¿para qué lo hace? Si es sólo para perder…

–¿Qué quiere que haga? Es costumbre y sé que debo obrar así… le diré más –continuó el propietario apoyado en la ventana y animado ya– Mi hijo no tiene inclinación alguna al cultivo de las tierras. Seguramente será un sabio. Entonces no habrá quien lo continúe. Y, de todos modos, sigo trabajando. Ahora he plantado un jardín.

–Sí, sí –repuso Levin. Es la pura verdad. Siempre digo que no hay verdadera ganancia y sigo cultivando mi hacienda. Siente uno cierta obligación respecto a las tierras.

–Y más le contaré. –siguió el propietario– Un día vino a visitarme un vecino, comerciante. Dimos un paseíto por la propiedad, por el jardín… «No», me dijo, «Esteban Vasilievich, todo lo tiene usted en orden, pero el jardín está abandonado (y conste que yo lo cuido muy bien). Yo en su lugar», siguió diciendo el comerciante, «los tilos los cortaría, naturalmente cuando hay que cortarlos: cuando tienen savia. Posee usted un millar; de cada uno saldrán dos buenas cestas, y hoy esto representa un capital… También cortaría los troncos de los tilos».

–Y con este dinero compraría vacas o tierras a bajo precio y las arrendaría a los campesinos. –terminó Levin, con sonrisa que demostraba que más de una vez había hecho él cálculos semejantes– Y con ello se haría una fortuna mientras que usted y yo… Que Dios nos ayude solamente a guardar lo que tenemos y dejarlo así a nuestros hijos.

–He oído que se ha casado usted… –indicó el propietario.

–Sí. –contestó Levin con orgullo y placer– Es muy extraño en el actual estado de cosas, ¿no? Nosotros vivimos sin ganar y somos como las antiguas vestales, puestas solamente para guardar un fuego sagrado.

El propietario sonrió bajo sus bigotes blancos.

–Entre nosotros –siguió la conversación– está también, por ejemplo, nuestro amigo Nicolás Ivanovich Sviajsky o el conde Vronsky, que ahora vive aquí. Éstos quieren organizar la agricultura en mayor escala pero, hasta ahora, fuera de poner el capital, no han obtenido otro resultado.

–¿Y por qué nosotros no hacemos como los comerciantes? ¿Por qué no cortamos los jardines para vender la madera? –preguntó Levin, volviendo al pensamiento que le había asaltado antes.

–Pues por la razón de que, como ha dicho usted muy bien, somos una especie de vestales para guardar el fuego sagrado. Vender la madera no es asunto de nobles. Y nuestra obra de noble se hace, no aquí, en las elecciones, pero sí allí, en nuestro rincón. Hay también un instinto nuestro, propio, que nos indica lo que debemos hacer y lo que no. Con los campesinos pasa lo mismo; según vengo observando, cuando el campesino es bueno arrienda cuantas tierras puede… Puede ser mala la tierra, pero él sigue labrándola… También lo hace sin calcular que ha de perder en ella…

–Así somos nosotros –dijo Levin. Y terminó, al ver que Sviajsky se le acercaba.

–He tenido una gran satisfacción en encontrarlo.

–Nos vemos por primera vez desde que nos conocimos en su casa y estábamos charlando como dos buenos amigos –dijo el noble a Sviajsky.

-¿Qué? ¿Han criticado las nuevas instituciones? –dijo éste humorísticamente, con una sonrisa.

–Algo de eso hemos hecho.

–Nos hemos desahogado.

SEXTA PARTE – Capítulo 30

Sviajsky cogió por el brazo a Levin y lo llevó a su grupo. Ahora Levin ya no podia rehuir a Vronsky, el cual estaba con Esteban Arkadievich y Sergio Ivanovich y le miraba directamente mientras se aproximaba a ellos.

–Mucho gusto. Me parece que tuve el placer de encontrarlo en la casa de la princess Scherbazky –dijo Vronsky, dándole la mano.

–¡Oh, sí! Me acuerdo muy bien de nuestro encuentro ––contestó Levin enrojeciendo.

Y en seguida se volvió a su hermano y se puso a hablar con él.

Con ligera sonrisa, Vronsky continuó hablando con Sviajsky, evidentemente sin ningún deseo de proseguir la conversación con Levin; pero éste, mientras charlaba con su hermano, no dejaba de observar a Vronsky, con propósito de decirle algo y reparar, con esto, su brusquedad.

–¿Y de qué se trata ahora? –dijo mirando a Vronsky y a Sviajsky.

–De Snetkov: de si se decide o se niega a presentar su candidatura.

–¿Y él está conforme o no?

–Es, precisamente, esto: que no dice que sí ni que no –repuso Vronsky.

–Y si él se niega, ¿quién presentará su candidatura?

–Quien quiera ––contestó Sergio Ivanovich.

–Sólo que no seré yo –dijo Vronsky dirigiendo, confundido, una mirada irascible a un señor de aspecto irritado que estaba al lado de Sergio Ivanovich.

–Entonces, ¿quién? ¿Neviedovsky? –preguntó Levin, sintiéndose interesado por la cuestión.

Esta pregunta le resultó aún peor, ya que Neviedovsky y Sviajsky eran los dos que se disputaban la candidatura.

–Por lo que se refiere a mí –afirmó el señor irritado––– de ningún modo.

Era el mismo Neviedovsky. Sviajsky se lo presentó a Levin y se saludaron cortésmente.

–¿Qué? Parece que la cosa también te entusiasma. –dijo Esteban Arkadievich a Levin, guiñando al mismo tiempo el ojo a Vronsky– Esto es una especie de carrera… Se pueden hacer apuestas.

–Sí, esto me exalta. –dijo Vronsky– Y una vez que se empieza hay ganas de ver la terminación. ¡La lucha! ––exclamó frunciendo las cejas y apretando sus fuertes mandíbulas.

–Este Sviajsky es un hombre de un gran sentido práctico. Lo ve todo con una claridad…

–¡Oh, sí! ––contestó Vronsky distraídamente.

Hubo un silencio durante el cual, por mirar algo, Vronsky dirigió su mirada a Levin, a sus pies, a su uniforme, luego a su rostro y, al ver sus ojos puestos en él, contemplándole sombríamente dijo:

–¿Y cómo es que usted que habita en su pueblo, no es su juez de paz? Pues no veo que su uniforme sea el que corresponde a este cargo.

–Porque considero que la institución de los jueces de paz es una tontería –contestó Levin, que esperaba ocasión para hablar con Vronsky y corregir la falta de cortesía que había cometido al saludarle.

–Pienso lo contrario –dijo Vronsky con tranquila sorpresa.

–Es un juguete. –insistió Levin– No necesitamos jueces de paz. Durante siete años no he tenido más que un asunto. Y el que tuve fue arreglado de la peor manera. El juez está a cuarenta verstas de mi propiedad. Se está obligado, por un asunto en el que se discuten dos rublos, a mandar a buscar un abogado que nos cuesta quince.

Y Levin contó cómo un campesino había robado harina al molinero y, cuando éste se lo afeó al labriego, el tal presentó pleito a aquél, acusándolo de difamación. Todo esto era inoportuno y ridículo y él mismo se dio cuenta apenas había terminado de contarlo.

–¡Oh, eres un hombre muy original! –le dijo Esteban Arkadievich con su sonrisa más dulce. Pero… Vamos. Parece que ya están votando.

Y los dos se separaron del grupo.

–No comprendo, –dijo Sergio Ivanovich, que había observado la brusquedad de Levin en el momento de saludar a Vronsky– no comprendo cómo se puede estar privado hasta tal punto de tacto político. Esto es lo que nosotros, los rusos, no tenemos. El Presidente de la Nobleza es nuestro adversario y tú estás con él, ami cochon, y le pides que presente su candidatura… Mientras que el conde Vronsky… No quiero decir que me haré amigo suyo. Me ha invitado a comer en su casa, pero está claro que no iré. Ahora bien: él es nuestro, de nuestro partido. ¿Por qué, pues, hacer de él un enemigo? Luego has preguntado a Neviedovsky si va a presentar su candidatura. Esto es improcedente.

–¡Ah! No comprendo nada… Todo esto son tonterías –contestó Levin sombrío.

–Dices que todo esto son tonterías, pero cuando empiezas a hacerlas lo confundes todo.

Levin calló y los dos juntos entraron en la sala.

No obstante sentir el ambiente un poco falso y aunque no todos se lo habían pedido, el Presidente de la Nobleza se decidió a presentar su candidatura. Toda la sala estaba en silencio y el Secretario declaró, en voz alta, que se iba a votar para la presidencia de la Nobleza al comandante de caballería de la Guardia, Mijail Stepanovich Snetkov.

Los presidentes comarcales de la Nobleza, con los platitos que contenían las bolas, se pusieron en marcha, yendo desde sus mesas a la del Presidente provincial; y las elecciones comenzaron.

–Pon la bola en la mano derecha –murmuró Esteban Arkadievich a Levin cuando, siguiendo a su presidente y junto con su hermano, se acercaban a la mesa.

Pero Levin había olvidado la explicación que le dieron de la forma en que habían de actuar para ganar las elecciones; y pensó que Esteban Arkadievich quizá se habría equivocado indicándole que pusiera la bola en la mano derecha, ya que Snetkov era el enemigo. Al acercarse a la mesa, tenía la bola en la mano derecha pero, temiendo que, en efecto, Esteban Arkadievich hubiera sufrido un error, delante mismo del cajón la cambió de mano.

El perito puesto al lado de la mesa para inspeccionar la votación y que sólo por el movimiento del codo conocía dónde se ponía la bola, hizo una mueca de descontento. No, no tenía necesidad de desarrollar demasiado su facultad de penetración para conocer dónde la había metido Levin.

Todos callaron y se oyó el ruido de las bolas al moverlas para contarlas.

Luego una voz proclamó el resultado, el número de bolas en pro y las que había en contra.

El Presidente resultaba elegido por gran mayoría.

Todos, con gran estruendo, tumultuosamente, se dirigieron a las puertas.

Snetkov entró y muchos nobles lo rodearon felicitándolo.

–Bueno, ¿ya hemos terminado? –preguntó Levin a su hermano.

–No ha hecho sino empezar –le contestó sonriendo Sviajsky en vez de Sergio Ivanovich. El candidato para presidente puede aún obtener más bolas.

Levin se olvidó completamente de estas palabras. Sólo recordó, ahora, que allí se decidía una cuestión muy delicada, pero no quería averiguar en qué consistía. De pronto, se sintió triste y tuvo deseos de huir de toda aquella gente. Ya que no se le prestaba atención y nadie lo necesitaba, se dirigió, procurando pasar inadvertido, a la sala pequeña en que se tomaban los bocadillos. Y cuando vio a los criados, se sintió aliviado.

El más anciano de ellos le ofreció algo de comer y él aceptó.

Comió croquetas con alubias y, después de charlar con el lacayo, que le habló de los señores a quienes servía, Levin, no queriendo entrar de nuevo en la sala, donde se sentía tan a disgusto, se dirigió a las tribunas con la intención de ver qué sucedía allí.

Las tribunas estaban llenas de damas muy compuestas, adornadas con ricos vestidos, las cuales se inclinaban sobre las balaustradas y, con gran interés, procuraban no perder ni una palabra de lo que se hablaba abajo, en la sala. Al lado de las señoras estaban, sentados o de pie, profesores de colegios con sus clásicas levitas y oficiales.

En todas partes hablaban de las elecciones, de que el Presidente estaba cansado y de la marcha de los debates.

En un grupo, Levin oyó alabar a su hermano. Una señora decía a un abogado:

–¡Qué dichosa me siento de haber oído hablar a Kosnichev! Vale la pena quedarse sin comer. ¡Es maravilloso! ¡Con qué tono habla y con qué claridad! En el Palacio de Justicia ninguno de ustedes habla como él. Sólo Maindel lo hace algo bien, pero ni siquiera él llega a la elocuencia de Kosnichev.

Habiendo encontrado un sitio libre cerca de la balaustrada, Levin se inclinó y se puso a mirar y escuchar.

Todos los personajes estaban sentados, separados, en razón de comarcas, por pequeños tabiques.

En el centro de la sala estaba un hombre de uniforme que, con voz alta y suave, proclamaba:

–Presenta su candidatura para Presidente provincial de la Nobleza el comandante de caballería del Estado Mayor, Eugenio Ivanovich Apujtin.

Después de un rato de silencio, se oyó la voz débil de un viejo:

–Rehúsa.

–Candidatura del Consejero de la Corte, Pedro Petrovich –proclamó de nuevo el hombre que estaba en el centro.

–Rehúsa ––contestó una voz joven y chillona.

Se oyó el nombre de otro candidato y de nuevo un «rehúsa».

Así pasó cerca de una hora.

Levin, apoyado en la balaustrada, estaba mirando y escuchando.

Primero, la ceremonia lo sorprendió y quiso comprender lo que significaba; luego, convencido de que no podría entenderlo nunca, se sintió aburrido. Y, al recordar la emoción e irritación que veía en todos los rostros, se entristeció, decidió marcharse y salió de la tribuna.

Al pasar por la puerta, vio a un colegial de aspecto abatido, con los ojos hinchados por el llanto, que paseaba arriba y abajo. En la escalera encontró a una señora que corría, calzada con zapatitos de altos tacones y seguida del ayudante del Procurador de los Tribunales.

–¡Ya la dije que no llegara usted tarde! –exclamaba el jurista mientras Levin daba paso a la señora.

Levin estaba ya en la escalera de la salida principal y sacaba el número del guardarropa cuando lo alcanzó el Secretario y le instó:

–Constantino Dmitrievich, haga el favor de venir. Ya están votando.

Se votaba al mismo Neviedovsky, que tan categóricamente había rehusado.

Levin se dirigió a la sala, que encontró cerrada. El Secretario llamó; abrieron la puerta y antes de entrar él, salieron dos propietarios de tierras con el rostro encendido, sofocado.

–Ya no puedo más –dijo uno de ellos.

Detrás de los propietarios apareció el rostro descompuesto del Presidente, que reflejaba un gran cansancio y hondo disgusto.

–Te he mandado que no dejaras salir a nadie –dijo el Presidente al ujier.

–He abierto para dejar entrar, Excelencia.

–¡Dios mío! –y con un suspiro profundo, andando penosamente, pausado y con la cabeza inclinada, el Presidente se dirigió a través de la sala a la mesa electoral.

Como daban por seguro sus partidarios, Neviedovsky, habiendo obtenido mayor número de votos que su rival, fue proclamado Presidente provincial de la Nobleza.

Muchos estaban animados, alegres, llenos de entusiasmo; otros muchos se mostraban descontentos y apesadumbrados. El antiguo Presidente era presa de gran desesperación.

Cuando Neviedovsky salía de la sala, la gente lo rodeó y lo siguió con entusiasmo, del mismo modo como había seguido al Gobernador el primer día, al abrir las elecciones y del mismo modo que había seguido a Snetkov cuando éste, en su día, había sido elegido presidente.

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